—Sí —dijo—. Hugh no debería haber hecho alusión a este asunto. Yo no te diré nada, y no lo haría aunque pudiera porque prefiero que no tengas la responsabilidad de guardar un secreto tan abrumador, un verdadero secreto de Estado. Dime, entonces, por qué piensa Hugh que puede confiártelo como parte de tu orientación.
Obviamente yo no tenía una respuesta para eso.
—Porque te lo dirá —prosiguió mi padre—. No lo repitas a nadie, pero un hombre en su posición no debería revelar tantos secretos. Es como si hiciera una apuesta con su propio juicio. Supongo que le produce un sentimiento de poder.
Creo que mi padre había bebido demasiado, porque yo podía sentir que se alejaba mentalmente. De repente se incorporó en su asiento.
—El hecho es que Hugh no tiene derecho a confiar en nadie. No después de Philby. ¿Estás enterado de lo de Kim Philby?
—Algo —dije, mientras trataba de recordar los comentarios de Lord Robert al respecto.
—Philby estuvo a punto de ser la némesis de Hugh. Estaba implicado con Burgess y Maclean. ¿Has oído hablar de ellos?
—¿No salió en los diarios? Eran funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores británico destinados aquí, ¿verdad?
—Así es —dijo Cal—. Cuando Burgess y Maclean desaparecieron en 1951 y acabaron en Moscú, todo el mundo aquí se dividió en bandos. ¿Fue Philby quien les dijo a Burgess y Maclean que huyeran, o no? Hubo viejos amigos que dejaron de hablarse porque uno pensaba que Philby era culpable, y el otro que no lo era.
—¿En qué bando estabas tú?
—Pro Philby. Igual que Hugh. Kim Philby era amigo de Hugh, y también era amigo mío. Bebíamos juntos en Londres durante la guerra. Cualquiera habría jurado que Philby era el inglés más extraordinario del mundo. Tenía un tartamudeo que resultaba muy gracioso cuando podía hacer salir las palabras. Cosa que nunca dejaba de ocurrir cuando estaba borracho.
Mi padre guardó silencio. Esperé, pero no dijo nada más. Luego, bostezó.
—Estoy listo para irme a la cama —dijo — . He cogido un virus en Yakarta. Un maldito virus. Me pregunto cómo lucirá visto en un microscopio. —Sonrió, como si estuviera por encima de sus defectos físicos—. No hablaremos de Kim Philby ahora. Es demasiado deprimente. La cuestión es que Hugh salió bastante mal parado de todo aquello. Ganaron los anti-Philby. Fue obra de Bill Harvey. Cuando Hugh cuenta la historia, y creo que te la contará si se lo pides, simula tenerle bastante cariño a Harvey. Debe hacerlo. Ahora estamos casi seguros de que Philby trabajaba para el KGB. De modo que Hugh tiene que decir cosas decentes acerca de Harvey. No le creas. Odia a Bill Harvey.
«Entonces ¿por qué me enviaban a Berlín?», quería preguntar yo.
—Aun así —dijo mi padre, como si yo hubiera hablado en voz alta—, Berlín es una buena idea. Escribiré esa carta. Te vendrá bien un poco de fogueo. Y para eso nadie mejor que Bill Harvey.
Dicho esto, nos fuimos a dormir. Había dos camas en el cuarto contiguo y algo parecido a sábanas y mantas. Me acosté. De tanto en tanto oía a mi padre emitir en sueños unos gritos similares a cortos ladridos. Finalmente entré en una especie de duermevela y tuve una visión de Bill Harvey a través de los ojos de Kittredge. Ella lo había descrito una vez. «Conocemos a un hombre en la Compañía, una persona horrenda, que lleva un revólver en una pistolera sobre el hombro incluso cuando es invitado a comer. ¿No es así, Hugh?» «Sí», había contestado éste. «Harry, su cuerpo es como una pera —continuó Kittredge—, hombros estrechos y se agranda en la mitad. La cabeza es igual. Con forma de pera. Tiene ojos saltones. Como un sapo, aunque con una boca pequeña y muy bonita. Elegantemente curvada. Muy buena forma. La boca de una muchacha encantadora en una cara de sapo. Ese tipo de cosas explica más acerca de Alfa y Omega que el lado derecho y el lado izquierdo de la cara.»
¿Sería Bill Harvey el que me enfrentó al borde del sueño? Esa noche tuve una experiencia curiosa, aunque nada desagradable. Sentí que Berlín Oeste se acercaba a mi vida. Me esperaba mi primera gira por el extranjero. Incluso ese tétrico piso franco, con su olor a cigarrillos y húmedas colillas de puros, sus recuerdos de hombres que aguardaban a que llegaran otros hombres, era un heraldo de los años futuros. Mi soledad podía satisfacer un propósito. Las mezquinas pertenencias de nuestro apartamento gris, espectral bajo la luz de la calle que entraba por las persianas, tan pardas ahora como diarios viejos, me dieron una sensación de por qué mi padre prefería quedarse allí y no en un hotel. Un piso franco era el emblema de nuestra profesión, nuestra celda de monje. Quizá por ello mi padre me había provisto con la ficción transparente de que se trataba del apartamento de un amigo. Al penetrar en la verdad, podía ver un piso franco con los ojos del descubrimiento. Muchos encuentros en Berlín Oeste tendrían lugar en lugares como aquél, supuse, y así sería.
Permítanme describir la extravagante vanidad de la meditación que siguió. Al estar tendido en ese habitat me sentí capacitado para viajar a través de oscuros espacios y tomar parte en acontecimientos no libres del olor a azufre quemado. A muy corta distancia estaba el agitado cuerpo de mi padre, y yo, sensible a los espectros capaces de hacer que un hombre tan fuerte como él produjera esos sonidos, mezcla de gritos y ladridos, para ahuyentar a los enemigos nocturnos, me puse a pensar en mi antigua predilección por las cavernas, incluyendo aquella ciudad subterránea de estancias excavadas cuyos planos había trazado de niño. Esto me llevó a contemplar una vez más la caverna dentro de mi propia cabeza, dejada en su lugar por quienes fueran los monstruos a medio formar, de ásperos tejidos o carne imperfecta, desarraigados de mi cerebro. Ese volumen sin llenar, ¿me impulsaba ahora hacia extrañas situaciones a las que yo aún no podía hacer frente?
En ese instante pensé en Harlot con gran admiración. Él creía que nuestro trabajo podía desplazar el inmenso peso de la corriente histórica mediante la única palanca que nos habían dado los cielos: la disposición de nuestra alma para desafiar el castigo eterno. Estábamos en el mundo para desafiar al mal, superar sus trampas y empeñarnos en tortuosas actividades tan alejadas del claro campo de todo lo que se nos había enseñado, que uno nunca veía la luz al final de ese torcido túnel. No cuando uno estaba en la mitad.
Con este pensamiento me quedé dormido. No sabía que mi ensueño había producido una suerte de revelación. El terrible secreto de Berlín Oeste al que se había aludido esa noche era nada menos que un túnel de cuatrocientos cincuenta metros cavado con absoluta reserva, bajo la supervisión de Harvey, hacia Berlín Este, con el propósito de interceptar las líneas telefónicas a Moscú del cuartel general soviético.
Habría de oír más cosas acerca de Bill Harvey antes de mi partida. Harlot no sólo me dio un informe completo de la fatídica fiesta ofrecida por Kim Philby para Guy Burgess, sino que (tal como había predicho mi padre) me confió el profundo secreto del túnel de William
el Rey
Harvey. Lo consideré un verdadero regalo de despedida: Harlot me había conducido al interior de la Compañía.
Volé desde la base en Andrews de las Fuerzas Aéreas, hasta Tempelhof, Berlín Oeste, en un Douglas C-124. Ese gordo trotamundos cuatrimotor apodado
Viejo Tembloroso
se sacudía como un radiador viejo. Se ascendía al avión por una rampa en la cola, y los veinte hombres que viajábamos a Europa, en su mayoría personal de las Fuerzas Aéreas, fuimos ubicados en la parte de la carga, precediendo a los vehículos y cajones de embalaje que serían cargados a continuación. Sujetos a los asientos, íbamos de frente a la popa y mirábamos el cargamento cuyas piezas, prolijamente embaladas, ocupaban más espacio que nosotros y recibían, en comparación, un trato más respetuoso.
El vuelo duró nueve horas hasta Mildenhall, en Inglaterra, donde paramos durante otras nueve horas antes de proseguir viaje hasta Mannheim y Berlín. Estuve en el avión, o esperando que el avión volviese a remontar vuelo, un total de veinticuatro horas. El interior no tenía calefacción ni vista al exterior. Lo único que contemplé durante todo ese tiempo no fueron más que cables de electricidad en las paredes de la cabina. Fue un viaje interminable.
Intenté leer varias veces, pero la luz de la cabina era malísima, de modo que me puse a conversar con los hombres sentados a mi lado, aunque ya había descubierto cuan escuetas eran las conversaciones con personas que no estaban en la Agencia. Finalmente, en la mitad de la noche, logré acceder a una isla de contemplación lo suficientemente apartada del rechinar de los motores del avión y de la vibración de la cabina para poder detenerme en mi último recuerdo de Washington, una comida de despedida con Harlot, otra vez en Sans Souci.
Contó anécdotas toda la noche, saciándome con lo que él obviamente consideraba el verdadero sabor de la Compañía.
—Sí, Herrick —me dijo—, después de todo ese adiestramiento con tantos instructores y de los desmoralizadores días pasados en los archivos, habrás descubierto que, sí, avanzamos con dificultad, cometemos errores, caminamos en círculos, aquí nos expandimos con demasiada rapidez, allí no estamos. Pero debes saber que lo que realmente cuenta son las personas, los cien, doscientos, o cuanto mucho quinientos hombres que constituyen el nervio activo y enérgico de la Compañía. Los otros miles son la protección aisladora que necesitamos, nuestro propio cuerpo de burócratas que nos protegen de las otras burocracias de Washington. En el centro, sin embargo, puede ser espléndido.
»El único problema real —agregó, contemplando su copa de coñac— es localizar al Diablo cuando se lo ve. Siempre hay que estar alerta con personas como Kim Philby. ¡Qué demonios! ¿Te conté alguna vez la noche de Harvey en la fiesta de Philby?
Sabía que no lo había hecho. Estaba preparando el terreno para otra anécdota. Quizá debido al Hennessey, una vena en la frente de Harlot empezó a latir notablemente.
—No sé —dijo— si hubo alguna vez un inglés proveniente del MI6 o del Ministerio de Asuntos Exteriores británico más popular que Kim Philby. Muchos de nosotros lo conocimos en Londres durante la guerra, y retomamos la relación cuando él llegó aquí en 1949. Solíamos almorzar juntos. Era tímido con la gente que no conocía debido a su terrible tartamudez, pero era un hombre muy agradable. Prevalecía en él un tono arenoso, debido al pelo, la chaqueta, la vieja pipa moteada. Bebía como un cosaco, pero nunca se le notaba. Hay que respetar eso. Dominar semejante cantidad de bebida sin duda denota la posesión de una intensidad de propósito. Harry, puedo pecar de exageración sentimental, pero Kim Philby tenía una cualidad que poseen los mejores ingleses. Es como si una persona encarnara lo mejor de su país. Y, por supuesto, teníamos la información de que Kim Philby estaba destinado a dirigir el MI6 uno de esos días.
»Claro que no se trataba de una relación de buenos camaradas. Durante la guerra, el MI6 nos trataba como si la OSS estuviera formada por patanes bonachones que hacían muy bien en arrodillarse a los pies de la astucia británica. Eran duros y esnobs. «Puede que vosotros seáis los plutócratas, muchachos, pero nosotros todavía tenemos esto», nos decían tocándose la cabeza. Les temíamos. ¡Éramos tan jóvenes en el campo de la Inteligencia! Cuando Philby llegó a Washington en 1949, las cosas todavía eran así. Nosotros expandíamos la Compañía día a día, y era obvio que los ingleses terminarían a nuestra sombra, pero ellos seguían meneando la cabeza y sonriendo con aire de superioridad. Yo solía estudiar a Kim Philby. Su país era pobre, el nuestro rico, y él tartamudeaba; sin embargo, los mejores de nosotros nos sentíamos inferiores cuando estábamos frente a él.
»Lo que ocurría con Kim (Dios, sólo con decir su nombre me doy cuenta de que todavía le guardo un cariño enorme) es que era audaz. El verdadero ingenio reside en la audacia. Hay que saber cuándo independizarse de la jugada indicada por el libro. Después de que el Ministerio de Asuntos Exteriores británico enviara a Guy Burgess a Washington como primer secretario, Philby invitó a Guy a que compartiese su casa. Ahora, al recordar todo, sigo sin comprender cómo los rusos se atrevieron a trabajar con Burgess. Debía de ser de dudosa utilidad para el KGB. Como habrás oído decir, llevaba una vida condenadamente desordenada, era un homosexual de la peor clase, un valentón que acechaba a tíos guapos listos para dar el salto y volverse homosexuales. Miraba a los hombres como diciéndoles: «Te voy a saquear». Ése era el estilo de Gus Burgess. Había que medir lo que bebía no por copas, sino por botellas. También fumaba como una chimenea. Además, usaba ropa blanca, siempre con las señales de la última media docena de comidas. Era la mitad de imponente que Randolph Churchill, y con los mismos pésimos modales. Es de esperar que los ingleses de buenas familias sean terribles con los camareros. Creo que buscan desquitarse de las nodrizas escocesas que les zampaban a la fuerza comidas deleznables. Pero Burgess era el peor de todos. «A ver si me atiendes, maldito cabrón», le gritaba al camarero que tenía más cerca. Los insultaba de la manera más terrible. «¿Eres cretino o simplemente inútil?»
Hugh levantó la voz para imitar a Burgess, lo que habría resultado embarazoso para ambos si el Sans Souci hubiese estado vacío, pero las voces de los clientes nos protegieron.
—Philby siempre nos explicaba: «El pobre Guy está padeciendo los más espantosos efectos posteriores de su accidente de circulación». O decía: «Guy es talentoso, pero tiene la ca-ca-cabeza estropeada». De la manera en que lo decía, era como si se tratara de una herida de guerra. ¡La lealtad de un inglés hacia otro!
»Bien, aparece en escena Bill Harvey. Tuvo la curiosa suerte de ser invitado a una gran cena en casa de Philby una noche de la primavera de 1951. Todos estábamos allí: Harvey, Burgess, nosotros y nuestras damas. El Buda J. Edgar estuvo a punto de ir, pero luego se enteró de que estaba invitado Harvey y no fue. Para que te hagas una mejor idea de cómo eran las cosas, te diré que en ese entonces Bill Harvey estaba a punto de convertirse en nuestra mascota interna. Ahora es mucho más que un juguete. Pero en aquel tiempo todos lo queríamos. Lo habíamos adoptado. Tenía un apretón de manos más pegajoso que la culata de su revólver, pero era nuestro hombre en el FBI. Para iniciarnos como agencia tuvimos que reclutar a nuestros mejores hombres del Buró, y contratamos a algunos de sus agentes, entre los cuales Harvey era la crema. ¿Sabes?, él había ayudado a enredar a los Rosenberg. El Buda J. Edgar nunca lo perdonó por abandonar las marmóreas salas de la Justicia y pasarse a nosotros. Para empeorar las cosas, Harvey, gracias a sus antiguos contactos en el FBI, estaba consiguiendo informaciones del Buró que nosotros podíamos utilizar. El FBI se lo merecía. En aquel tiempo se estaban entrometiendo en seis o siete países, en jurisdicciones que pertenecían a la CIA. De hecho, tenían el propósito de aniquilarnos en nuestra infancia. ¡Era inhumano! Allen Dulles ni siquiera podía conseguir hablar por teléfono con el Buda. Una vez le preguntó a Hoover qué había hecho la CIA para ofenderlo tanto. "Sr. Dulles —le respondió J. Edgar—, dígale a Bill Harvey que deje de robar nuestras cosas."