—Porque en su propia anomalía, cada cáncer exige un estudio por separado —respondió Hugh—, y el comunismo mundial es un cáncer débil. Verá, Howard, hizo metástasis antes de preguntarse a sí mismo si estaba listo. No tiene los recursos interiores para librar esas guerras cancerígenas en todos los frentes. Guatemala era, en potencia, una propuesta desesperadamente costosa para los soviéticos. Habrían tenido que invertir en ese país, proveerlo, y probablemente habrían terminado alimentándolo. Su sistema económico es inadecuado para una tarea de tal envergadura. Se habría enviado una enorme ineficiencia para socorrer a una ineficiencia diminuta. Podríamos haberle costado bastante dinero a los rusos. Y en el caso de que hubieran sido tan tontos como para invertir una verdadera fuerza, podríamos haber practicado nuestra incisión quirúrgica. Habrían sido el hazmerreír del mundo entero.
—¿No habría aumentado, en ese caso, el peligro de una guerra nuclear? —preguntó Dorothy.
—Nunca hay que relacionar una situación nuclear con operaciones de menor escala en el extranjero. Si alguna vez se produce una guerra nuclear, será debido a un factor completamente distinto.
—¿Podría decir cuál? —preguntó Dorothy.
—La desesperación. La desesperación mundial. La guerra nuclear es un suicidio mutuo. Un marido y su mujer hacen un pacto para matarse sólo cuando creen que no tienen derecho a seguir viviendo, y están echando a perder demasiadas cosas. Considerando que en el mundo real no existen dos países más vanidosos que la Unión Soviética y los Estados Unidos, ninguno de los dos puede llegar a creer que están echando a perder nada. Pero si llego a la conclusión de que yo soy maravilloso y el otro horrible, le garantizo, señora Hunt, que no lo apretaré en un abrazo mortal para saltar juntos desde el puente fatal. Trataré de librarme de él por otros medios.
—¿Matando a los rusos de hambre? —preguntó ella.
—Eso es. Agotando sus recursos. Atrayéndolos a lugares donde deberán usar las energías soviéticas con poco provecho. Piensen en un millón de soldados del Ejército rojo en México. ¿Qué probabilidades tendrían contra nosotros en una guerra terrestre?
—A mí no me gustaría que hubiera un número tan elevado en nuestro patio trasero —dijo Hunt.
—Algo así nunca ocurriría —dijo Hugh—. Los rusos no son tan estúpidos. ¿Trataríamos nosotros de poner un millón de soldados en Europa Oriental? No lo hicimos en Hungría, ¿verdad? Sin embargo, estamos en mejor posición que ellos para permitirnos una guerra en serio. Repito. No debimos haber intervenido en Guatemala. Se habría formado un Estado comunista de tercera categoría, que pronto nos habría pedido ayuda.
—No puedo estar de acuerdo, señor —dijo Hunt — . Creo que debemos dispararle a esos bribones entre los ojos antes de que aumenten y ataquen nuestra cosecha. Odio a las ratas comunistas, estén donde estén.
Mientras decía esto, Harry parecía poseído por un extraño nerviosismo. Tenía la voz ronca, y si estaba a un paso del asesinato, y puedo asegurar que lo estaba, se trataba de un sentimiento virtuoso, aunque no del todo manejable.
Entonces lo vi. ¿Sabes, Harry?, me temo que nuestro hermoso país se haya convertido en una religión. Joe McCarthy sólo se mojó los dedos en el cuenco de la nueva agua bendita. No es la cruz, sino la bandera, la que despertará esos nobles sentimientos sin los cuales la gente no puede vivir.
De todos modos, para entonces Hugh ya había oído lo suficiente como para darse cuenta de que Hunt no podía ser doblado y utilizado para sus fines. De modo que mi marido desvió la conversación al tema del valor de la propiedad en Georgetown, sobre el cual, como era de esperar, Howard y Dorothy sabían mucho.
No dejo de pensar en ti, que deberás trabajar a las órdenes de este hombre extraño, inspirado a medias. Creo que Hunt llegará a apreciarte mucho. Como todos los esnobs. Antes de que finalizara la velada, nos informó que Dorothy no sólo tenía un octavo de sangre sioux, sino que, además, por parte de su madre descendía de John Quincy Adams, y por parte de su padre, de Benjamín Harrison. (Enfatizó que se trataba del presidente Benjamín Harrison, pues supongo que este augusto nombre no es reconocido por todo el mundo.) Me estaba diciendo que eso era tan bueno como descender de una familia llegada en el
Mayflower
. Sí, Howard Hunt guarda su coz para el final. No dejes de mantenerme al tanto de su actuación.
Tuya,
KITTREDGE
29 de enero de 1957
Queridísima Kittredge:
Bien, nuestro nuevo jefe de estación desembarcó ayer del
Río Tunuyán
con su familia: mujer, dos hijas, hijo, criada y Cadillac. Mayhew parte dentro de una semana; a todos, incluido él, nos parece demasiado tiempo. ¡Viva el nuevo jefe! Hunt y su mujer, Dorothea, cayeron sobre nosotros como Francis y Zelda Scott Fitzgerald. Veintidós maletas, todas con el monograma E.H.H. Además de una cantidad de muebles y cajas. Todo esto nos fue relatado por Gatsby (¡qué casualidad!), quien fue comisionado para acompañar a Mayhew al muelle y ayudar a los Hunt a pasar la aduana. (Habríamos ido todos, pero la política de la Agencia es no atraer la atención hacia los recién llegados.)
Hunt y su séquito, actualmente alojados en una suite del Victoria Plaza, ya han empezado a buscar un hogar apropiado en el mejor vecindario de Montevideo, Carrasco, a quince kilómetros de la ciudad. Se acercan tiempos de grandes cambios para la estación. Eso lo sabemos. Hunt parece tranquilo y afable, pero con sólo entrar en una habitación la estimula. Obviamente, está muy satisfecho consigo mismo, y feliz de estarlo.
Ahora no puedo seguir. Terminaré mañana.
HARRY
Pero al día siguiente tuve su carta en mis manos, y decidí esperar antes de continuar. No estábamos totalmente de acuerdo con respecto a Hunt, y yo no quería recibir un nuevo sermón. Después de todo, desde su llegada el trabajo en la estación se había vuelto más interesante.
Incluso antes de que Mayhew se marchase (no transcurrió el mes acostumbrado, sino que se fue a los siete días), ya sabíamos que nuestro nuevo jefe estaba destinado a desempeñar un papel importante en nuestras vidas. Al día siguiente a su llegada, dirigió una arenga a la tropa, es decir, a nosotros seis, incluida Nancy Waterson, que todos escuchamos esperanzados sentados alrededor de él en semicírculo.
—Desde que regresé a Washington proveniente de Tokyo —dijo Hunt—, he estado estudiando la situación de esta estación, y puedo asegurarles que habrá cambios. Sin embargo, antes de llegar al análisis y la rectificación, quiero que conozcan las credenciales del hombre para quien trabajarán. Ésta es la primera vez en que me nombran jefe de estación, pero me siento totalmente capacitado, y les diré por qué. En junio de 1940, una vez que me hube graduado en Brown, opté por alistarme en el programa V-7 de la Reserva Naval de los Estados Unidos, y después de un adiestramiento acelerado en Annapolis, salí como guardiamarina en febrero de 1941, diez meses antes de Pearl Harbour, en el destructor
Mayo
. En alta mar, tuve una herida que podría llamarse de combate, al subir por una escalerilla cubierta de hielo durante una alarma. Fue en el Atlántico Norte, en diciembre de 1941, y la herida fue lo suficientemente seria para que se me concediera una baja honorable por motivos médicos. Como por sus caras puedo darme cuenta de que esperan más información, les diré que la herida fue en la ingle, aunque no dejó efectos permanentes. Gracias a Dios, puedo seguir pasando las municiones.
Nos reímos. Hasta Nancy Waterson rió. Para cualquier otro podría haberse tratado de un pequeño chiste, pero para nosotros tenía mucho sentido. Ya sabíamos más acerca de Hunt que de Mayhew en todo el tiempo que pasamos con él.
—Mientras me recuperaba —continuó Hunt— escribí una novela,
Al este del adiós
, que fue aceptada para su publicación por la editorial Alfred A. Knopf. Poco después, la revista
Life
me nombró su corresponsal de guerra en el Pacífico Sur, remplazando a John Hersey, en lugares como Bougainville y Guadalcanal. De vuelta en Nueva York en 1943, me alisté en la oficina de Servicios Especiales. Destinado a China, me encontré en Kunming al terminar la guerra. Pronto siguió un breve período como guionista en Hollywood, y de allí fui destinado a París como miembro del personal de Averell Harriman en el contexto del plan Marshall. Al poco tiempo fui reclutado por Frank Wisner para la oficina de Coordinación Política. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar de un hombre brillante llamado William F. Buckley, hijo, que ahora es editor de una revista que él mismo fundó,
The National Review
?
Asentimos.
—Bien. Vale la pena estar familiarizado con esa revista. Buckley fue asistente mío en México, y muy bueno, por cierto. Podría seguir aún con nosotros si el mundo editorial no lo hubiera convocado. Después de México fui destinado a Washington como jefe de Operaciones Encubiertas en la división del Sudeste de Europa. Eso significó un cargo en el cuartel central, y continuos viajes a Atenas, Frankfurt, Roma y El Cairo. Luego fui transferido a la oficina de Personal de Propaganda y Acción Política para la operación de Guatemala, donde, con trescientos hombres y, no puedo por menos que admitirlo, una brillante campaña psicológica y de radiodifusión, logramos derrocar el gobierno de Arbenz. Moisés ideó la marcha hacia Israel, pero nunca llegó. Yo, una especie de versión emprobrecida de Moisés, tampoco pude disfrutar, de primera mano, de los frutos de mi idea. Me encontraba camino de Tokyo para hacerme cargo de las operaciones encubiertas en la Comandancia del Norte de Asia, donde hice todo lo posible para confundir, enredar, desalentar y descorazonar todos y cada uno de los esfuerzos de los comunistas por diseminar su propaganda a través de Japón y Corea del Sur.
»Eso nos trae al presente. En Washington, en la sección Argentina-Uruguay, me di cuenta de que esta estación no obtiene un caudal informativo importante. Bien, permítanme darles un consejo. No hay empleos pequeños en nuestra vida. América del Sur, en mi opinión, es la tierra de las sillas calientes. Jamás se sabe cuándo uno de sus líderes perderá el trono. Cualquier estación de América del Sur puede convertirse en un centro importante para la Agencia. Por lo tanto, daremos a la de Uruguay una iniciativa desconocida hasta ahora. Para cuando hayamos terminado, el comentario generalizado en el cuartel general será: "Sí, señor, Uruguay es la cola que menea el perro sudamericano".
Cuando hubo terminado de hablar, nos acercamos a él y le estrechamos la mano. Me di cuenta de que estaba exultante. Volvía a sentir deseos de trabajar.
5 de marzo de 1957
Herrick:
Han pasado seis semanas desde mi última carta. ¿Eres ahora el furor de Montevideo, o sólo el Rey de los Burdeles? Házmelo saber, por favor.
27 de marzo de 1957
Querido Harry:
Detesto deber dinero o favores a nadie. Aborrezco más aún que las personas a quienes quiero estén en deuda conmigo. El silencio es el comienzo de las deudas.
KITTREDGE MONTAGUE
5 de abril de 1957
Querida Kittredge:
Sí, sí, no y no, sí, no y sí. Puedes escoger cualquiera de estas respuestas a tus preguntas. Sí, soy el rey de los burdeles, no, no lo soy; sí, el señor Howard Hunt está encantado conmigo; no, no lo está; sí, te echo de menos; no, no te echo de menos; estoy demasiado ocupado para pensar.
Recibe esto como una disculpa y confía en mí. Te escribiré una larga carta dentro de los diez próximos días.
Tu H. H.
P. D. Me acabo de dar cuenta de que Howard Hunt, excepto por su estimada E., también es H. H., aunque somos muy diferentes. Hugh, Harvey, Hunt y Herrick Hubbard. Siempre he pensado que la H es la letra más peculiar en inglés, y cito como evidencia el hecho de que los
cockneys
nunca llegaron a un acuerdo con ella, y son personas prácticas. H es una presencia silenciosa, un fantasma. En inglés es silenciosa a medias, un horror que podría confundirse con un error.
P. P. D. Como ves, estoy tan loco como tú.
Despaché la carta antes de poder reflexionar sobre ella. Luego volví a mi cuarto de hotel e intenté dormir, pero las sábanas olían a Sally, a formaldehído, y a mí. Ella siempre deja detrás un profundo olor a su persona, a medias carnal y a medias esfumado por sus desodorantes, que no siempre surten efecto.
Casi no sabía qué hacer con Sally. Teníamos más intimidad que afecto el uno por el otro. Y mi negligencia respecto del trabajo iba en aumento. Si a las órdenes de Hunt, Porringer trabajaba el triple, yo ocupaba mi tiempo extra en concertar citas con Chevi Fuertes que jamás tendrían lugar. Ni siquiera se las notificaba. En su lugar, veía a Sally. La siguiente semana, volvía a hacer lo mismo. Profesionalmente hablando, me resultaba fácil ocultarlo. A menudo los agentes no acuden a las citas. Como los caballos, se espantaban ante una hoja movida por el viento. Yo presentaba informes falsos, pero eran cosa de rutina, y conseguía ganar un par de horas con Sally en mi habitación del Cervantes. Mientras la esperaba, me quitaba la ropa y me ponía el albornoz. Ella llamaba a la puerta: un golpecito seguido de otros dos. Ya entraba descalza, y antes de abrazarnos y besarnos se había quitado la falda. Sus besos eran poderosos, y cuando yo no estaba de humor los calificaba de «sandwiches gomosos». Pero por lo general estaba de humor. Desnudos, trastabillábamos hacia la cama, y en el camino nos apoderábamos mutuamente de la carne del otro antes de sumergirnos en la canción de los muelles del colchón. Hay cientos de palabras para definir al pene, pero polla es la que mejor casa con felación. Se entregaba abiertamente a la lujuria, al abandono, y su hambre por la picha yanqui de Hubbard le infundía a ésta una mente propia, convirtiéndola en un sabueso sin traílla, en una bestia saqueando el templo de su boca, sólo que ¿quién podría llamarla templo? En una de nuestras conversaciones poscoito, me confesó que, desde los tiempos de la escuela secundaria, había sentido un apetito natural, o quizás una sed, por este puesto de avanzada de lo prohibido y, por Dios, para cuando llegó a mí estaba fuera de control.
Yo, a mi vez, estaba desarrollando gustos e inclinaciones que no sabía que poseyera. Al poco tiempo, empezó a presentarme el ombligo y el vello púbico, y yo, al enfrentar las opciones contradictorias de dominación o igualdad, inclinaba la cabeza para explorar su arenosa y enmarañada mata. Si soy cruel al decir que se trataba de un pelo salvaje y áspero, es porque eso poco significaba. Lo realmente importante era la ávida boca detrás del pelo que saltaba para encontrar una parte de mi ser cuya existencia yo ignoraba hasta que, abandonado, empezaba a chuparla y a pasarle la lengua. Jamás hubiera creído que mis críticos labios fuesen capaces de una cosa así hasta que un día se abrieron a la necesidad desnuda de recorrer el abismo que llevaba desde el universo de su culo hasta ese otro universo más allá de él. El único momento en que me sentía próximo a Sally Porringer era cuando su boca me rodeaba la polla y mi cara se adhería al cañón abierto entre sus piernas. ¿Quién podría saber las cosas que nos decíamos en esos momentos? Supongo que lo que intercambiábamos no era amor sino todos las otras magulladuras y los otros deseos estrujados, ¡que tanto abundaban! Yo estaba llegando a la conclusión de que la lujuria debía de ser la inmensa excitación que sentíamos al dar rienda suelta a las toneladas de mediocridad que encerramos. (Después, solo en la cama, me preguntaba si había ingerido una nueva mediocridad junto con la vieja que acababa de evacuar.) Descubría que tenía el entusiasmo de un atleta de escuela secundaria y al mismo tiempo la fría apreciación propia de un T. S. Eliot, capaz de percibir con nobleza cada desdichado matiz. Con respecto al acto en sí, debo decir lo siguiente. Cuando nos levantábamos, empapados de sudor y del agrio lodazal de habernos alimentado mutuamente, mi coito brotaba con felicidad y empuje. Follar deprisa era poner el corazón en la infracción y bombear suficiente sangre a la cabeza para lograr desterrar a Thomas Stearns de la familia Eliot. Uno aceleraba los motores del alma y el azúcar del escroto —qué alegría descubrir que el escroto de un Hubbard también segregaba azúcar— subía, subía, dejaba atrás la colina y llegaba al inexplorable empíreo del más allá. Esa visión parecía desaparecer casi tan pronto como se vislumbraba. Por un tiempo me sentía feliz al saber que era un hombre, y que me deseaba, y yo le daba placer. Antes de que me diese cuenta, volvía a ponerse cachonda. No era insaciable, pero casi. Después de la tercera vez, yo volvía a pensar en Lenny Bruce, y lo peor de toda esta pasión no eran los sucesivos embotamientos, sino saber que cuando terminásemos no sabríamos qué decirnos. En esta situación éramos tan esencialmente felices el uno con el otro como dos desconocidos que tratan de entablar una conversación en un tren.