El fantasma de Harlot (82 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Por supuesto, tantas atenciones tenían un precio. Uno de mis trabajos consistía en llevar cada noche a la casa de Hunt los informes del día cuando aquél pasaba la tarde codeándose con los uruguayos en el Jockey Club. Al poco tiempo de que comenzara a desempeñar estas tareas, Porringer y los demás llegaron a la conclusión de que no se trataba sólo de quehaceres de rutina, sino que yo era un invitado permanente a cenar. Las noches en que mis otras obligaciones me lo impedían, Gatsby, Kearns o Porringer cubrían 'os veinte kilómetros que separaban nuestra Embajada de la playa de Carrasco donde los Hunt vivían en una casa blanca de estuco con tejas rojas, a dos calles del mar, pero a mis colegas nunca se los invitaba a cenar. La amabilidad hacia los inferiores en la escala social no era una de las virtudes de Dorothy. En realidad, yo daba un respingo cuando me imaginaba a Sally entre sus garras. Tampoco era muy agradable pensar en Kearns sentado a la mesa. Su esposa era diminuta, y juntos tenían un aspecto grotesco. La desproporción era suficiente para que Dorothy dilatara las fosas nasales. El hecho de que Jay Gatsby se hubiera graduado en la Ciudadela y de que su mujer, Theodora, proviniese de un buen emporio educativo para damas sureñas llamado Atkins Emory (o una concatenación similar de consonantes) bastaba para que los Hunt condescendieran a invitarlos una segunda vez, pero no más.

La peor tarde que pasé con Sally fue el día anterior a una reunión en casa de los Porringer, con el objeto de devolver una invitación a cenar de Howard y Dorothy. La cualidad más formidable de Sally, su habilidad de cerrar la mente durante treinta concupiscentes minutos, fue subvertida. Le hice el amor a una mujer de cuerpo rígido y una mente dominada por el temor social. Hugh podía entregarse por completo a EL MARXISMO ES MIERDA o interesarse por cargamentos de quién-yo, pero no podía disfrutar de una velada con personas que no sabían cómo servirse la maldita comida. Y Dorothy era aún peor. Al título nobiliario cedido por la señora Hunt, había que agregar la severa prosapia otorgada por su octavo de sangre sioux Oglala y los antepasados Harrison. Dorothy había estado casada con el marqués de Goutière, y juntos habían vivido en Chandernagore que, como decía Howard, era «la casa solariega de la familia Goutière. Está cerca de Calcuta».

Nunca supe si los Goutière eran franco-indios o indo-franceses, y si bien oía la palabra «marquesa» de vez en cuando, apenas sabía cómo escribirla. Pero había que reconocer que Dorothy era aristocrática. De pelo oscuro, grandes ojos igualmente oscuros, gran nariz aguileña y labios que se curvaban para expresar desagrado, era curiosamente atractiva y tenía un profundo sentimiento de autoestima.

Fueran cuales fueren las virtudes y defectos del hogar de los Hunt, yo pagaba por su hospitalidad con la frialdad de mis colegas. No me importaba. Aceptaba la transacción. Estaba aprendiendo mucho de lo que pensaba Hunt acerca de la estación. Si bien las veladas en Carrasco respetaban el edicto de Dorothy de que en la mesa no debía hablarse de temas laborales, la media hora anterior a la cena invariablemente nos encontraba instalados en el estudio de Howard, donde se me usaba como caja de resonancia. Una meditación audible, de varios minutos, sobre los defectos de Gatsby y Kearns emergía de la floreciente colmena de sus pensamientos. Raras veces tenía que responder cuando Hunt hablaba. Yo sabía que era una manera de prepararme para mi siguiente tarea. Porringer era el enlace con los periodistas y editorialistas uruguayos a quienes pagábamos para que publicasen nuestras cosas en la Prensa de Montevideo. Sin embargo, la semana anterior Porringer se había pasado más tiempo escribiendo para los periódicos de Montevideo que leyéndolos. El tema era «Kruschov, carnicero de Ucrania».

De modo que vi cómo iba tomando forma mi nueva tarea. Si bien para Porringer sus contactos con los periodistas eran tan sacrosantos como para un granjero de Oklahoma sus veinte hectáreas, ahora yo tendría una parte importante de la redacción y edición de artículos. Sabía que la letanía de Hunt acerca de la ejecución imperfecta de proyectos por parte de Gatsby y Kearns era la imagen reflejada de las quejas de éstos de que yo no hacía bastante. Empezaba a aprender que el juego más antiguo en todas las estaciones era pasar las tareas más aburridas al hombre más nuevo y Hunt, que sabía muy bien el precio que había que pagar por ser su favorito, debía de haber decidido darme más trabajo. Por lo tanto, cuando convinimos en que yo revisaría el material que Porringer enviaba a sus tres mejores periodistas, AV/ARICIA, AV/ENTURERO y AV/IADOR, Hunt obtuvo lo que quería y podía sentirse expansivo.

—Después de todo, Harry —me dijo—, la mitad de lo que hacemos es propaganda. En ocasiones pienso que es la mejor mitad. —Abrió un cajón de su escritorio y lo cerró, como para asegurarse de que los soviéticos no le habían dejado un micrófono recientemente—. Odio tener que decirlo —continuó, con una mano sobre un costado de la boca, como para protegerse de oídos extraños—, pero allá en casa muchos periódicos aceptan noticias falsas fabricadas por nosotros. ¡Los periodistas son más fáciles de comprar que los caballos!

La criada llamó a la puerta del estudio. Era hora de cenar. Fin de los negocios y comienzo de la historia. Dorothy, que era mucho menos conversadora que Howard, siempre estaba dispuesta a aceptar los monólogos de su marido durante la comida, y los convertía, supongo, en períodos de meditación para más tarde. Después de todo, ya había oído los cuentos.

Yo, sin embargo, no los había oído, y pensaba que los contaba bien. Uno bastará como ejemplo.

—Hace dos años, allá en Tokyo...

—Di mejor hace un año y medio —lo corrigió Dorothy.

—Tú eres quien lleva la cuenta del tiempo —dijo Howard —. Muy bien, hace dieciocho meses, los comunistas chinos tuvieron el descaro de anunciar que iban a abrir su primera feria comercial en Japón. Para jactarse de su maquinaria de avanzada. Esto produjo una conmoción de todos los diablos. Nosotros conocíamos la realidad, pero... ¿y si eran realmente competitivos? Los intereses estadounidenses tenían invertidos muchos ducados en la olla, de modo que no queríamos que el pueblo de Japón dirigiese la mirada hacia China. Bien, logré deslizarme dentro de la sala de la exhibición antes de la apertura y vi que se trataba de algo patético. Copias pobres de nuestras máquinas-herramientas. Los pocos productos buenos eran hechos a mano. Obviamente, no causarían ninguna abolladura en nuestro hierro. No, señor, no habría que gastar todopoderosos dólares para competir con ellos. Aun así, decidí bombardear la exposición.

—¿Empleó a los quién-yo? —pregunté.

—De ninguna manera. Este trabajo requería cierto refinamiento. De modo que preparé un operativo delicado. Cientos de volantes cayeron sobre Tokyo una noche, desde un avión. «Venid a la Feria Comercial China —rezaba la invitación—. Entrada gratuita. Cerveza gratuita. Arroz gratuito. Sashimi gratuito.» — Hugh se echó a reír—. Harry, los chinos comunistas se vieron inundados por ciudadanos de Tokyo que esgrimían estas hojas. Se vieron obligados a cerrar las puertas. No tenían nada gratis. La Prensa los atacó. Tuvieron que largarse de la ciudad.

»Hablando de puntos a favor. Creo que una de las razones por las que ahora soy jefe de estación es el éxito de ese golpe. Por supuesto, debo darle las gracias a Dorothy. —Levantó la copa en su honor—. Amigo —dijo—, cuando mira a su anfitriona, ¿qué ve?

—Una hermosa dama —respondí.

—Más que eso —dijo Hunt—. Yo también vislumbro a la mujer en su expresión más elusiva. Pregúntate, Harry, ¿podría Dorothy ser espía?

—Nadie mejor que ella.

—Estás en lo cierto. Te diré algo que no debería. Mientras estábamos en Tokyo, ella logró robar los libros de códigos argentinos.

—Una verdadera hazaña —dije.

—Bien —intervino Dorothy—, Howard no debería contar esto, pero confieso que no se trató de ninguna hazaña. Después de todo, yo trabajaba para el embajador argentino.

—Habla un español impecable —me aclaró Howard—. Le escribía los discursos.

—Trabajaba a tiempo parcial —dijo Dorothy.

—Eso bastaba —dijo Howard—. Dorothy sacó los libros de código durante la siesta. A media calle de distancia teníamos un pequeño equipo con el que podíamos fotografiarlos en un santiamén, y Dorothy los devolvió a su sitio antes de que regresara el primer siestero. Nos valió un saludo privado del Comando de Asia del Norte. Querida, eres magnífica. Si no te hubiera conocido en París, nos habríamos encontrado en Hong Kong alguna noche encantadora.

—¿Qué habría estado yo haciendo en Hong Kong? —preguntó Dorothy.

—Pues organizando una gran red de espionaje. Personal contratado. Todas las naciones bienvenidas.

—Pásame el vino antes de que te lo bebas del todo —dijo Dorothy.

—Otra botella —dijo Howard.

Esa noche nos emborrachamos. Mucho después de que Dorothy se hubiese ido a la cama, Howard aún seguía hablando. Yo nunca había tenido un hermano mayor, pero ahora parecía encontrar su imagen en Howard.

Después de la cena habíamos vuelto al estudio de paredes recubiertas de madera, donde Howard sacó una botella de Courvoisier. Dimos rienda suelta a nuestros sentimientos. Sobre las paredes del estudio de Hunt debía de haber unas cincuenta fotografías. Instantáneas, en marcos de plata, de cuando eran niños; otras en que se los veía juntos en París; fotos de sus hijos; fotos de Howard tocando el saxofón en una orquesta de la universidad; el alférez Howard Hunt, de la Reserva Naval de los Estados Unidos; el corresponsal Hunt en Guadalcanal; Hunt sentado a la máquina de escribir, con una de sus novelas; Hunt en una trinchera china con un fusil; Hunt en un telesilla de esquí en Austria; Hunt con un par de faisanes en México; Hunt en la playa de Acapulco; Hunt en Hollywood; Hunt con cuernos de antílope en Wyoming; Hunt con cuernos de carnero no sé dónde. Para cuando llegamos a Grecia, ya se había cansado de la gira. Se despidió con un gesto de su imagen en la Acrópolis, se instaló en un gran sillón de cuero y, obviamente generoso, me ofreció el otro sillón gemelo.

Cuanto más bebíamos, más confidencial se ponía. Al poco rato empezó a llamarme Hub. Yo podía adivinar una larga carrera para Hub y rápidamente le expliqué que a uno de mis hermanos mellizos, le decían Hub (lo cual no era verdad).

—Volvamos a Harry —dijo con tranquilidad—. Buen nombre, Harry.

—Gracias.

—¿Qué ves para ti, Harry, a lo largo del camino?

—¿A lo largo del camino?

—Digamos de aquí a treinta años. ¿Te ves como director, o en la Avenida de los Retirados, en pantuflas?

—Me gusta este trabajo. Cada día aprendo algo nuevo. Sólo quiero ser muy, muy bueno.

—¿Sin cargos de conciencia?

—Unos pocos, quizá, pero necesito madurar.

—Bien —dijo Howard, y abrió el cajón de su escritorio—. Lo que te enseñaré es totalmente confidencial.

—Sí, señor.

—Son evaluaciones del personal.

—Ya veo.

—Podemos pasar por alto a Gatsby y a Kearns. No puedo decir nada muy bueno de ellos.

Yo tampoco, de modo que guardé silencio.

—Porringer recibe una B menos. Tú calificación es más alta. —Debe de haberlo pensado mejor, porque cerró el cajón sin sacar ningún papel—. Le he puesto una buena nota a Sherman porque se esfuerza, y por su iniciativa para reclutar agentes, pero debo archivarlo. Está al nivel de un subjefe. No puede ascender hasta que aprenda a dirigir una estación feliz. Me temo que le va a costar bastante, pero mi trabajo es evaluar con justicia.

—Me doy cuenta de la dificultad.

—Tu problema es más serio. Todos coincidimos en que Bill Harvey es un hijo de puta vengativo, pero dijo algo único. Te definió como indigno de confianza. Eso es un corte en la yugular. Al cabo de una semana retiró la acusación. «
Reconsiderando, este hombre es poco ortodoxo, pero talentudo y digno de confianza.
» Eso es lo que escribió. Cuando te llegue el turno de ser promovido, el examinador se preguntará cuál pudo ser la causa de que la opinión de Harvey diese un giro de ciento ochenta grados. Eso no te hará ningún bien.

—Sí, señor. —Hice una pausa—. Caramba —me oí decir.

—Necesitas un sí firme e inequívoco de mi parte.

—Así lo creo.

—Estoy convencido de que lo obtendrás. Veo en ti algo de lo que muchos jóvenes oficiales, por muy buenos que sean, carecen. Te anticipas a los acontecimientos. Diré que si bien aún no tienes experiencia, demuestras poseer, en potencia, las dotes necesarias para llegar a puestos altos. «Vale la pena no perderlo de vista» es el plus que pienso darte.

—Gracias, Howard.

—Es porque tienes ambición.

¿Era verdad? El saber o el poder, nunca me había parecido una opción dolorosa. Prefería el primero. ¿Veía Hunt algo en mí que yo era incapaz de percibir? Ignoro si fue debido al Courvoisier o a la valoración que Howard hizo de mis cualidades, pero sentí el calor de la lisonja en mis extremidades. Con respecto a la evaluación de Harvey, ya pensaría en ella mañana.

—Lo fundamental, Hub... ¡lo siento!, Harry, es no engañarse a uno mismo. Todos queremos llegar a ser directores de la Central de Inteligencia. En lo que a mí respecta, significa más que ser presidente. ¿Sientes lo mismo?

No podía contestar que no, de modo que asentí.

—Yo sí, diablos. Reconozco las posibilidades. Howard Hunt tiene una en veinte, quizás una en cincuenta. Dorothy dice que tengo la mala costumbre de hacerme esperanzas. Digamos una en cien. Ese uno es un nervio con vida. Me corre desde la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies. Diez o quince años más y puedo estar rivalizando para un cargo empíreo. Lo mismo podría sucederte a ti en veinte o veinticinco años.

—Empiezo a darme cuenta de lo que significa un buen coñac.

—Ja, ja. Repítelo, Harry. —Acompañó sus palabras con un sorbo. Tenía una manera delicada de hacer sonar el cristal de la copa con el anular—. Muy bien. Comprendemos el significado del fin de partida. He aquí un brindis por los grandes objetivos.

Levantó su copa.

—Por los grandes objetivos.

—Déjame señalarte un blanco crucial que debes tener en vista. Uno de estos días te casarás.

—Es de esperar.

—La esposa de un buen oficial de la CIA debe ser una obra de arte. Cuando me destinaron a Guatemala, Dorothy estaba a punto de tener a nuestro tercer hijo. Tuve que dejarla en Washington durante un período muy difícil. De modo que, obviamente, tiene sus pros y sus contras. Desde el punto de vista de la carrera, ser soltero tal vez sea positivo a corto plazo. Puedes hacer lo que quieres, desplazarte con libertad. Pero a la larga, la mejor esposa para un hombre de la Compañía debe ser rica, socialmente presentable y lo suficientemente fuerte e independiente para pasárselas sin ti meses enteros.

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