El capitán Auson había aumentado un poco de peso en los últimos cuatro años, pero aparte de eso, estaba igual. Entró en la cabina de Oser, percibió los aturdidores apuntados en su dirección y permaneció inmóvil, con las manos unidas. Miles estaba sentado sobre el escritorio de Oser, maniobra psicológica que le permitía estar al mismo nivel que todos los demás; en el sillón de Oser debía verse como un niñito que necesitaba una silla alta para alcanzar la mesa. Al verlo, la expresión de Auson pasó de la ira al horror.
—¡No! ¡Usted otra vez!
—¿Por qué no? —dijo Miles. Las moscas armadas en la pared, Chodak y su hombre, contuvieron una sonrisa—. La acción está a punto de comenzar.
—No puede hacer esto… —Auson se detuvo para mirar a Oser—. ¿Qué le ha hecho?
—Digamos que hemos corregido un poco su actitud. En cuanto a la flota, ya es mía. —Bueno, al menos trabajaba en ello—. La pregunta es si usted decidirá estar del lado ganador. ¿Quiere embolsarse una bonificación por entrar en combate? ¿O prefiere que le entregue el mando del
Triumph
a…
Auson miró a Tung descubriendo los dientes en un gruñido silencioso.
— …a Bel Thorne?
—¿Qué? —aulló Auson. Tung se encogió, esperando su reacción—. No puede…
Miles lo interrumpió.
—¿Por casualidad recuerda cómo ascendió de comandar el
Ariel
a comandar el
Triumph
?
Auson señaló a Tung.
—¿Qué hay de él?
—Mi contratante contribuirá con un valor igual al del
Triumph
, el cual se convertirá en la participación de Tung en la corporación de la flota. A cambio, el comodoro Tung renunciará a todo derecho sobre la nave misma. Yo confirmaré su grado como jefe táctico y del estado mayor, al igual que el suyo como capitán de la nave insignia
Triumph
. Su contribución, igual al valor del
Ariel
menos gravámenes, será confirmada como su participación en la corporación de la flota. Ambas naves se registrarán como pertenecientes a la flota.
—¿Usted está de acuerdo con esto? —le preguntó Auson a Tung.
Miles clavó la mirada en el euroasiático.
—Sí —respondió Tung a regañadientes. Auson frunció el ceño.
—No es sólo el dinero… ¿A qué bonificación por entrar en combate se refiere? ¿Y a qué combate?
El que vacila se ha rendido
.
—¿Está dentro o fuera?
El rostro redondo de Auson adoptó una expresión artera.
—Estoy dentro… si él se disculpa.
—¿Qué? Sí este retardado mental piensa…
—Discúlpese con el caballero, querido Tung —le ordenó Miles con los dientes apretados—, y pongámonos en marcha. De otro modo el
Triumph
tendrá un capitán que entre muchas otras virtudes cuenta con la de no discutir conmigo.
—Por supuesto que no. Esa pequeña mariposa betanesa está enamorada —replicó Auson—. Nunca he logrado descubrir si quiere que la folles o follarte a ti…
Miles sonrió y alzó una mano.
—Bueno, bueno. —Hizo una seña a Elena, quien había cambiado el aturdidor por un disruptor nervioso y apuntaba con mano firme a la cabeza de Auson.
Por unos momentos, la sonrisa de Elena le recordó a la del sargento Bothari. O peor aún, a la de Cavilo.
—¿Alguna vez le he mencionado cuánto me irrita su voz, Auson? —preguntó ella.
—No disparará —dijo Auson no muy seguro.
—Yo no la detendría —mintió Miles—. Necesito su nave. Me resultaría conveniente, aunque no imprescindible, si usted se pusiera al mando de ella. —Su mirada voló como un cuchillo hacia su jefe táctico y del estado mayor—.
¿Tung?
Con gran ironía, Tung pronunció una vaga disculpa por las pasadas expresiones proferidas sobre el carácter, inteligencia, antepasados y apariencia de Auson, mientras el rostro de éste se iba tornando sombrío. Miles detuvo la enumeración de Tung y lo obligó a comenzar de nuevo.
—Que sea más breve.
Tung inspiró profundamente.
—Auson, usted es una verdadera mierda algunas veces, pero maldita sea, sabe pelear cuando tiene que hacerlo. Yo lo he visto. En los momentos más difíciles. Preferiría tenerlo a mis espaldas antes que a ningún otro capitán de la flota.
Auson esbozó una pequeña sonrisa.
—Eso
sí
que es sincero. Se lo agradezco de veras. Realmente aprecio su preocupación por mi seguridad. ¿Cuan difíciles cree que serán los momentos en esta ocasión?
Tung, decidió Miles, tenía una risa de lo más desagradable.
Los capitanes dueños de naves fueron traídos uno a uno para ser persuadidos, sobornados, chantajeados o impresionados hasta que Miles sintió que tema la boca seca, la garganta irritada y la voz ronca. Sólo el capitán del
Peregrine
trató de resistirse físicamente. Fue aturdido y encerrado, y a su segundo al mando se le ofreció la alternativa de ascender o de realizar una caminata hasta la escotilla. Él escogió la promoción, aunque sus ojos decían «otro día». Siempre y cuando ese otro día llegara después de la invasión cetagandana, Miles se sentía satisfecho.
Pasaron a un salón de conferencias más grande, frente al salón táctico, y celebraron la junta de oficiales superiores más extraña que Miles jamás hubiese visto. Oser había sido reforzado con una nueva dosis de droga y ocupaba la cabecera de la mesa como un cadáver embalsamado y sonriente. Al menos dos más estaban atados a sus sillas y amordazados. Tung cambió su pijama amarillo por un uniforme gris, con la insignia de comodoro prendida a toda prisa sobre la de capitán. La primera presentación táctica de Tung provocó la desconfianza de unos y el asombro de otros, reacciones que sólo fueron superadas cuando escucharon tas acciones precipitadas que deberían llevar a cabo. El argumento más fuerte de Tung fue la sugerencia de que si no se erigían en defensores del enlace por agujero de gusano, más adelante podían verse obligados a atacar una defensa cetagandana preparada, imagen que provocó estremecimientos entre todos los presentes. «Podría ser peor» siempre era una afirmación inexpugnable.
En medio de la reunión, Miles se masajeó las sienes y se inclinó para susurrar a Elena:
—¿Siempre fue así de duro o yo me había olvidado?
Ella frunció los labios con expresión pensativa y le respondió:
—No, los insultos era mejores en los viejos tiempos.
Miles ocultó una sonrisa.
Miles hizo cientos de alegatos desautorizados y promesas sin fundamentos, hasta que finalmente la reunión se disolvió y cada uno fue a ocupar su puesto. Oser y el capitán del
Peregrine
fueron llevados al calabozo bajo custodia. Tung sólo se detuvo para mirar las zapatillas de fieltro con el ceño fruncido.
—Si vas a comandar mi tropa, hijo, ¿querrías hacerle un favor a este viejo soldado y conseguirte un par de botas reglamentarias?
Finalmente sólo quedó Elena.
—Quiero que vuelvas a interrogar al general Metzov —le dijo Miles—. Sonsácale todos los datos tácticos que puedas sobre los Guardianes; claves, naves en servicio y fuera de él, últimas posiciones conocidas, particularidades del personal y cualquier otra cosa que pueda saber sobre los vervaneses. Elimina cualquier referencia que haga sobre mi verdadera identidad y entrégalo a Inteligencia con la advertencia de que no todo lo que Metzov cree que es cierto, necesariamente lo es. Puede sernos útil.
—De acuerdo.
Miles suspiró y se acodó fatigado, sobre la mesa de conferencias vacía.
—¿Sabes?, los patriotas planetarios como los barrayaranos… como nosotros… estamos equivocados. Nuestro cuadro de oficiales piensa que los mercenarios no tienen honor, porque pueden ser comprados y vendidos. Pero el honor es un lujo que sólo está reservado para los hombres libres. Un buen oficial imperial como yo no está obligado por el honor, sólo está obligado. ¿A cuántas de estas personas honestas acabo de enviar a la muerte con mis mentiras? Es un juego extraño.
—¿Cambiarías algo de lo que has hecho?
—Todo. Nada. Hubiese mentido dos veces más rápido de haber sido necesario.
—Es cierto que hablas más rápido con tu acento betanés —reconoció ella.
—Tú me comprendes. ¿Estoy haciendo lo correcto? Si las cosas resultan bien, si. El fracaso lo convierte automáticamente en un error. —
No un camino al desastre, sino todos los caminos
…
Ella alzó las cejas.
—Sin duda.
Miles curvó los labios.
—Por lo tanto, tú, mi dama barrayarana que detesta a Barrayar —
Y la mujer que amo
—, eres la única persona del Centro a quien puedo consagrarme francamente.
Ella ladeó la cabeza mientras reflexionaba sobre sus palabras.
—Gracias, mi lord. —Le posó la mano sobre la cabeza al salir de la habitación.
Miles se estremeció.
Miles regresó a la cabina de Oser para realizar una rápida lectura de los archivos del almirante, intentando tener una noción de los cambios producidos desde que él estuviera al mando, y asimilar la forma en que la Inteligencia Dendarii-Aslund veía los eventos en el Centro. Alguien le trajo un sándwich y un café, y él los consumió sin saborearlos. El café ya no servía para mantenerle despejado, aunque seguía impulsado por una tensión casi insoportable.
En cuanto despeguemos, me desmoronaré sobre la cama de Oser
. De las treinta y seis horas de viaje, le convenía pasar al menos algunas durmiendo, o de otro modo al llegar tendría más impedimentos que ventajas. Entonces tendría que tratar con Cavilo, quien incluso cuando estaba en sus mejores condiciones le hacía sentir como el proverbial hombre desarmado en la batalla de intelectos.
Por no mencionar a los cetagandanos. Miles reflexionó sobre la histórica carrera de tres pies entre el desarrollo armamentista y la táctica.
Hacía mucho que los proyectiles para combatir de nave a nave en el espacio habían quedado obsoletos en favor de los escudos de masa y las armas láser. Los escudos de masa, diseñados para proteger a las naves en movimiento de los detritos espaciales, se desembarazaban de los misiles sin siquiera proponérselo. A su vez, las armas láser habían sido inutilizadas por la llegada del «tragaespadas», un sistema de defensa betanés que utilizaba el fuego enemigo como fuente de energía propia; el espejo de plasma, un principio similar desarrollado en la generación de los padres de Miles, prometía hacer lo mismo con las armas de plasma de menor alcance. En una década más, era posible que el plasma quedase eliminado.
En los últimos dos años, el arma prometedora para combates de nave a nave parecía ser la lanza de implosión gravítica, una modificación en la tecnología del haz de tracción. En sus diversos diseños, los escudos de gravedad artificial seguían siendo deficientes para protegerse de ellas. El rayo de implosión convertía en una masa informe y retorcida todo lo que tocaba. Lo que le hacía a un cuerpo humano era un horror.
Pero, con su succión de energía, el alcance de la lanza de implosión era extremadamente corto en términos de velocidades espaciales y distancias. Apenas si alcanzaba a una docena de kilómetros. Ahora las naves debían cooperar para luchar cuerpo a cuerpo, para disminuir la velocidad, acercarse y maniobrar. Considerando la pequeña escala de los agujeros de gusano, parecía ser que, de pronto, las batallas volverían a tornarse apretadas e íntimas, salvo por el hecho de que las formaciones demasiado estrechas invitaban a la utilización de armas nucleares. Un círculo completo. Al parecer, los ataques y abordajes podían llegar a convertirse en tácticas populares una vez más. Hasta que llegara la siguiente sorpresa de los talleres del diablo. Por unos momentos, Miles anheló los viejos días de la generación de su abuelo, cuando la gente podía matarse pulcramente a cincuenta mil kilómetros de distancia. No eran más que destellos brillantes.
El efecto de los nuevos implosionadores concentrando la potencia de fuego prometía ser curioso, en especial cuando estaba implicado un agujero de gusano. Ahora era posible que una pequeña fuerza en una pequeña área aplicara tanta potencia por metro cúbico como una fuerza grande, la cual no podía comprimir su tamaño para introducirse en el campo que le permitía su alcance; aunque la diferencia de reservas seguía siendo una ventaja, por supuesto. Una gran fuerza dispuesta a realizar sacrificios podía atacar una y otra vez, eliminando poco a poco una concentración menor. Los cetagandanos no eran alérgicos al sacrificio, aunque por lo general preferían comenzar con subordinados o, mejor aún, con aliados. Miles frotó los músculos contracturados de su cuello.
El timbre de la cabina sonó. Miles abrió la puerta pulsando un botón de la consola.
Un hombre delgado y moreno, de poco más de treinta años, con una insignia de técnico sobre su uniforme mercenario gris y blanco, lo miró vacilante desde la entrada.
—¿Milord? —dijo con suavidad.
Baz Jesek, oficial ingeniero de la Flota. Desertor del Servicio Imperial de Barrayar, momento en el cual se había convertido en escudero personal de Miles, en su identidad de lord Vorkosigan, bajo juramento de lealtad. Y, finalmente, esposo de la mujer a la cual Miles amaba. A la que había amado una vez. A la que todavía amaba. Baz. Maldito. Miles se aclaró la garganta sintiéndose incómodo.
—Adelante, comodoro Jesek.
Baz atravesó la habitación con pasos silenciosos. Su expresión era defensiva y culpable a la vez.
—Acabo de llegar después del viaje de reparaciones y me informaron que había regresado. —Con los años de exilio galáctico, su acento de Barrayar era mucho menos pronunciado que antes.
—Temporalmente.
—Lamento que no haya encontrado las cosas tal como las dejó, señor. Siento haber malgastado la dote de Elena que usted me confió. No comprendí las consecuencias de las maniobras económicas de Oser hasta que… bueno, no tengo excusa.
—El hombre también engañó a Tung —señaló Miles, y se contrajo por dentro al escuchar las disculpas de Baz—. Tengo entendido que no fue exactamente una pelea justa.
—No fue una pelea en absoluto —dijo Baz lentamente—. Ese fue el problema. —Baz se hallaba en posición de descanso—. He venido a ofrecerle mi renuncia, señor.
—Oferta rechazada —dijo Miles sin vacilar—. En primer lugar, los escuderos bajo juramento no pueden renunciar. En segundo lugar, necesito a un ingeniero competente a dos horas del despegue. Y, en tercer lugar, en tercer lugar… necesito un testigo que limpie mi nombre en caso de que las cosas resulten mal.