—Creo que voy a lamentar esto. —Oser suspiró.
Las negociaciones para que el
Ariel
pudiese aterrizar llevaron otro medio día. Cuando pasó el entusiasmo inicial, Thorne se volvió más pensativo, y cuando la nave se posó sobre las abrazaderas, estaba verdaderamente meditabundo.
—Aún no sé con exactitud qué es lo que impedirá a Oser recibirnos, dispararnos con aturdidores y colgarnos —dijo Thorne mientras se ceñía un arma portátil. Mantuvo la voz baja para que no lo escuchasen los tiernos oídos del pelotón escolta, reunido en el corredor de salida del
Ariel
.
—La curiosidad —dijo Miles con firmeza.
—Muy bien. Entonces nos aturde, nos interroga químicamente y luego nos cuelga.
—Si me interroga a mí, le diré exactamente lo mismo que iba a decirle de todos modos. —
Junto con algunas otras cosas
—. En ese caso, tendrá menos dudas. Tanto mejor.
Miles se salvó de continuar con aquella conversación ya que en ese momento se escucharon los sonidos del acoplamiento con el tubo flexible. El sargento de Thorne abrió la escotilla sin vacilar, aunque Miles pudo notar que se apartaba rápidamente de la abertura.
—¡Pelotón, en formación! —ordenó el sargento. Los seis hombres revisaron sus aturdidores. Thorne y el sargento también portaban disruptores nerviosos, una combinación de armas bien calculada: aturdidores para tener en cuenta el error humano; disruptores para que el otro bando no se arriesgase a cometer errores. Miles estaba desarmado. Saludando mentalmente a Cavilo, volvió a colocarse sus zapatillas de fieltro. Con Thorne a su lado, encabezó la pequeña procesión y se marchó por el tubo flexible hacia la estación militar Aslundeña.
Fiel a su palabra, Oser tenía a un grupo de testigos formados y aguardando. El pelotón, de unos veinte hombres, portaba una combinación de armas casi idéntica a la del grupo del
Ariel
.
—Son muchos más que nosotros —murmuró Thorne.
—Todo es una cuestión mental —le respondió Miles—. Marcha como si tuvieras un imperio a tus espaldas. —
Y no te des vuelta. Es posible que nos estén alcanzando. Más vale que nos estén alcanzando
—. Cuanta más gente me vea, mejor.
El mismo Oser los aguardaba en posición de descanso. Se veía profundamente dispéptico. Elena —
¡Elena!
—se encontraba a su lado. Estaba desarmada y tenía el rostro petrificado. La mirada que dirigió a Miles estaba llena de desconfianza, tal vez no en sus motivos, pero sí en sus métodos.
¿Qué es esta estupidez?
preguntaban sus ojos. Miles le dirigió una breve mirada irónica antes de saludar a Oser.
De mala gana, Oser le devolvió la cortesía militar.
—Muy bien «almirante», ahora regresaremos al
Triumph
e iremos al grano —gruñó.
—Sí, por supuesto. Pero, de paso, recorramos un poco la estación, ¿de acuerdo? Las zonas autorizadas, por supuesto. Mi última visita fue interrumpida de un modo tan… abrupto. Después de usted, almirante.
Oser apretó los dientes.
—¡Oh, no!, después de usted, almirante.
Aquello se convirtió en un desfile. Miles los hizo dar vueltas durante cuarenta y cinco minutos, incluyendo una incursión por la cafetería. Allí estaban cenando y Miles se detuvo varias veces para saludar por su nombre a varios antiguos Dendarii que reconocía, repartiendo sonrisas deslumbrantes a los demás. Los rumores crecían a su paso, y aquellos que no comprendían pedían explicaciones a los que sabían.
Una cuadrilla de obreros aslundeños trabajaba arrancando un entablado de fibra, y Miles se detuvo para elogiar su tarea. Elena aprovechó una ocasión en que Oser estaba distraído para susurrar al oído de Miles:
—
¿Dónde esta Gregor?
—Holgazaneando por ahí. Aunque mi cabeza depende de que logre traerlo de vuelta —murmuró Miles—. Es demasiado complicado. Te lo contaré más tarde.
—¡Oh Dios!… —Ella entornó los ojos.
Cuando, a juzgar por su expresión sombría, Miles comprendió que Oser estaba llegando a los límites de su tolerancia, le permitió que volviese a conducirlo hacia el
Triumph
. Listo. Obediente a las órdenes de Cavilo, no había hecho ningún intento por comunicarse con Barrayar.
Pero si Ungari no lograba encontrarlo después de esto, era hora de despedirlo. Un ave de las llanuras ejecutando una enloquecida danza de apareamiento no podía haber hecho una exhibición más conspicua.
Todavía se llevaban a cabo los detalles finales de la construcción alrededor del
Triumph
cuando Miles llegó a la nave con su desfile. Varios obreros aslundeños vestidos de pardo, celeste y verde se inclinaron para mirarlos desde los andamios. Los técnicos militares con sus uniformes azul oscuro abandonaron sus tareas por unos momentos para observarlos, y luego tuvieron que volver a seleccionar las conexiones y realinear los tornillos. Miles se abstuvo de sonreír y saludar con la mano, evitando de ese modo que a Oser se le quebrara la mandíbula. Basta de colocar anzuelos, era hora de ponerse en serio. En la siguiente tirada de dados, los treinta mercenarios podían dejar de ser una guardia de honor para convenirse en guardias de prisión.
El alto sargento de Thorne, quien marchaba junto a Miles, observó las nuevas construcciones que los rodeaban.
—Para mañana a esta hora las cargadoras automáticas estarán completamente instaladas —comentó—. Será una gran ayuda…
¡Mierda!
—Su mano descendió abruptamente sobre la cabeza de Miles, empujándolo hacia abajo. El sargento había alcanzado a volverse y tenía la mano sobre su arma cuando la descarga azul de un disruptor nervioso le alcanzó en pleno pecho, justo donde había estado la cabeza de Miles. El hombre se contrajo y su respiración se detuvo. Miles percibió el olor a ozono, plástico caliente, carne quemada y continuó rodando por el suelo. Una segunda descarga cayó a su lado y su campo de fuerza se extendió como veinte avispas en su brazo extendido. Miles retiró la mano.
Cuando cayó el cuerpo del sargento, Miles cogió la manga de su chaqueta y se ocultó debajo de él, cubriéndose la cabeza y la columna con su torso. Contrajo los brazos y las piernas todo lo que pudo. Hubo otra descarga, y otras dos que dieron contra el cuerpo en rápida sucesión. Incluso protegido como estaba, fue peor que el golpe de cachiporra eléctrica de alto poder.
Miles oyó gritos, golpes, alaridos, pasos que corrían, caos. El zumbido de un aturdidor. Una voz.
—¡Está allá arriba! ¡Atrapadlo! —Y otra voz, fuerte y ronca—. Tú lo has visto. Es tuyo. ¡Ve
tú
por él! —Otra descarga contra el suelo.
El peso del sargento y el hedor de sus heridas se apretaban contra el rostro de Miles. Hubiese querido que el hombre pesara cincuenta kilos más. Ahora comprendía por qué Cavilo había estado dispuesta a pagar veinte mil dólares betaneses por los trajes protectores. De todas las armas detestables que Miles había conocido, el disruptor nervioso era la más aterradora. Una herida en la cabeza que no lo matase del todo, que le robase su humanidad dejándolo como un animal o un vegetal, era la peor de las pesadillas. Sin duda su intelecto era su única razón de existir. Sin él…
Miles escuchó el crujido de un disruptor nervioso que no apuntaba en su dirección. Entonces giró la cabeza para gritar:
—¡Aturdidores! ¡Aturdidores! ¡Lo queremos vivo para interrogarlo! —
Es tuyo, ve tu por él
… Debía salir de debajo de ese cuerpo y unirse a la pelea. Pero si no hubiese sido el blanco del asesino, no tendrían sentido las descargas sobre el cadáver. Tal vez debía permanecer donde estaba. Miles se retorció, tratando de encoger los brazos y piernas con más fuerza.
Los gritos se acallaron; las descargas se detuvieron. Alguien trataba de quitarle el cadáver del sargento de encima. Miles necesitó unos momentos para comprender que debía soltarle el uniforme si quería ser rescatado. Extendió los dedos con dificultad.
El rostro de Thorne se asomaba sobre él, pálido y jadeante.
—¿Te encuentras bien?
—Creo que sí —respondió Miles.
—Te apuntaba a ti —le informó Thorne—. Sólo a ti.
—Lo he notado —balbuceó Miles—. Sólo me he freído un poco.
Thorne lo ayudó a sentarse. Temblaba tanto como después de la zurra con la cachiporra eléctrica. Se miró las manos y bajó una para tocar el cuerpo tendido a su lado.
Cada día del resto de mi vida será obsequio tuyo. Y ni siquiera conozco tu nombre
.
—Tu sargento… ¿cómo se llamaba?
—Collins.
—Collins. Gracias.
—Un buen hombre.
—Eso he visto.
Oser se acercó con expresión trastornada.
—Almirante Naismith, esto no ha sido preparado por mí.
—¿Oh? —Miles parpadeó—. Ayúdame a levantarme. Bel…
Eso podía haber sido un error. Thorne tuvo que sostenerlo unos momentos ya que se sentía débil y agotado como un hombre enfermo.
Elena… ¿dónde…? Ella no tenía arma
…
Allí estaba, con otra mercenaria. Arrastraban hacia ellos a un hombre vestido con el uniforme azul oscuro de los oficiales aslundeños . Cada mujer lo sujetaba por una bota, y los brazos del hombre pendían exánimes sobre el suelo. ¿Desvanecido? ¿Muerto? Dejaron caer los pies junto a Miles, con la expresión desapasionada de dos leonas depositando alimentos junto a sus cachorros. Miles observó aquel rostro tan familiar.
General Metzov. ¿Qué esta haciendo aquí?
—¿Reconoce a este hombre? —le preguntó Oser a un oficial aslundeño que había corrido a reunirse con ellos—. ¿Es uno de los suyos?
—No lo conozco. —El hombre se arrodilló para examinar sus papeles—. Tiene un pase válido…
—Pudo haberme matado a mí y escapar —le dijo Elena a Miles—. Pero siguió disparándote a ti. Estuviste brillante al no moverte.
¿Un triunfo de la inteligencia o un fallo del temple?
—Sí. Eso creo. —Miles hizo otro intento de sostenerse por sus propios medios, pero renunció y se apoyó en Thorne—. Espero que no lo hayas matado.
—Sólo está aturdido —dijo Elena, alzando el arma como evidencia. Alguna persona inteligente debía de habérsela arrojado al comenzar la reyerta—. Es probable que tenga una muñeca rota.
—¿Quién
es
este hombre? —preguntó Oser.
—Pues, almirante —respondió Miles con una sonrisa—, le dije que le brindaría más información de la que su sección de Inteligencia logra reunir en un mes. —Hizo un gesto similar al de un camarero descubriendo una bandeja de plata, pero probablemente sólo pareció otro espasmo muscular—.
Permítame presentarle al general Stanis Metzov. Segundo al mando de los Guardianes de Randall.
—¿Desde cuándo los oficiales superiores cometen asesinatos?
—Discúlpeme. Segundo al mando tres días atrás. Eso puede haber cambiado. Estaba metido hasta el cuello en las intrigas de Cavilo. Usted y yo tendremos que interrogarlo con una jeringa,
Oser lo miró.
—¿Usted planeó esto?
—¿Por qué piensa que pasé una hora deambulando por la estación, si no era para hacerlo salir? —dijo Miles alegremente.
Debe haberme estado acechando todo el tiempo. Creo que voy a vomitar. ¿Acabo de asegurar que soy brillante o increíblemente estúpido?
A juzgar por su expresión, Oser parecía querer hallar respuesta a la misma pregunta.
Miles observó la figura inconsciente de Metzov, tratando de pensar. ¿Habría sido enviado por Cavilo, o este intento de asesinato era por su propia cuenta? Si lo enviaba Cavilo, ¿habría ella planeado que cayese vivo en las manos de sus enemigos? Si no, debía de haber un asesino respaldándolo en alguna parte, en cuyo caso su blanco era Metzov si éste lograba su cometido, o Miles en caso de que fallara. O tal vez ambos.
Necesito sentarme y trazar un diagrama
.
Los equipos médicos habían llegado.
—Sí, a la enfermería —dijo Miles con voz débil—. Hasta que mi amigo despierte.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Oser con cierto desaliento,
—Será mejor que la guardia de nuestro prisionero lo vigile bien. No estoy seguro de que le permitan sobrevivir a la captura.
—Es cierto —dijo Oser con tono pensativo. Sujetado de un brazo por Thorne y del otro por Elena, Miles caminó con pasos tambaleantes hacia la escotilla del
Triumph
.
En un compartimiento con paredes de vidrio, normalmente utilizado para efectuar aislamientos biológicos en la enfermería del
Triumph
, Miles se sentó tembloroso sobre un banco y observó cómo Elena ataba al general Metzov a una silla. De no haber sido porque el interrogatorio en que estaban a punto de embarcarse podía presentar complicaciones peligrosas, Miles se hubiera sentido bastante satisfecho con la venganza. Elena estaba desarmada otra vez. Dos hombres con aturdidores montaban guardia junto a la puerta transparente y aislante, y cada tanto miraban hacia dentro. Miles había tenido que recurrir a toda su elocuencia para lograr que en este interrogatorio inicial sólo participasen él, Oser y Elena.
—¿Cuán importante puede ser la información de este hombre? —le había preguntado Oser irritado—. Lo han dejado salir en campaña.
—Lo bastante importante para que usted quiera la ocasión de pensarlo antes de difundirla a una Junta —le había respondido Miles—. De todos modos conservará la grabación.
Metzov se veía enfermo y silencioso. Su muñeca derecha estaba prolijamente vendada. El aspecto enfermizo se debía al aturdidor; el silencio era inútil, y todos lo sabían. Era una especie de extraña cortesía no importunarlo con preguntas antes de que la sustancia química hiciera su efecto.
Oser miró a Miles con el ceño fruncido.
—¿Está dispuesto a comenzar?
Miles miró sus propias manos, que aún continuaban temblando.
—Siempre y cuando nadie me pida que efectúe una operación de cirugía cerebral, sí. Procedamos. Tengo razones para pensar que el tiempo es esencial.
Oser se volvió hacia Elena y asintió con la cabeza. Ella alzó una jeringa para calibrar la dosis y luego la clavó en el cuello de Metzov. Por unos momentos, los ojos de Metzov se cerraron con desesperación, pero entonces sus puños apretados se relajaron. Los músculos de su rostro se aflojaron en una sonrisa idiota. La transformación no era nada agradable a la vista. Sin la tensión, su rostro se veía envejecido.
Elena controló el pulso y las pupilas de Metzov.