—En el garaje, arreglando el coche.
—Como siempre —dijo Raquel.
Las dos se rieron.
—Vigila a Eric por mí, ¿quieres? —le pidió su madre.
Raquel asintió con la cabeza.
—De acuerdo, iré a verlo en un momento.
La madre salió y Raquel volvió a su libro más contenta porque alguien más, aparte de Eric, comenzaba a tomar en serio lo de sus sueños. Fuera, algunos coches pasaron zumbando por la calle. Unos chicos, que se reían, hicieron ladrar al perro de la casa de al lado. Su padre maldijo un par de veces desde el garaje. Los sonidos propios de un sábado por la mañana. Finalmente, Raquel bostezó y se fue a buscar a Eric. Recorrió todo el pasillo de la planta superior… y de pronto se detuvo.
Lo que había oído no era un ruido típico de un sábado por la mañana. Alguien había gritado.
¿De dónde había salido el grito? De abajo, sí, pero no de la cocina ni de la sala.
—¿Eric? —llamó, y escuchó con atención. Definitivamente, había sido un grito. Venía de las profundidades de la casa. Al acercarse al sótano, la sombra de Raquel se proyectó de repente en color naranja sobre la pared. ¿Un incendio?
—¡Vete! —tronó la voz de Eric—. ¡Socorro! ¡Algo me ha agarrado…! ¡Suéltame!
Raquel llegó a la puerta abierta del sótano. Olfateó el aire con precaución, mientras miraba de reojo el empinado tramo de escaleras.
Dentro no había llamas, pero todo el sótano palpitaba y resplandecía con una luz rojiza. Era como si del cielo hubiera surgido un enorme atardecer y estallado dentro de la casa. Raquel se protegió los ojos. En la pared al fondo del sótano, una enorme forma negra se sacudió en medio del aire. Se quedó sin aliento, cayendo de rodillas. ¿Dónde estaba Eric? Podía oírlo resoplar. Siguió los ruidos y se dio cuenta de que la forma negra
era
Eric. Agitaba los pies, con el cuerpo inmovilizado contra la pared.
—¡Raquel! —chilló al verla—. Algo está tirando de mí. ¡No puedo soltarme!
Raquel bajó corriendo los peldaños del sótano.
—¿Qué es?
—¡No lo sé! ¡Estoy atascado! —golpeó la pared a sus espaldas—. ¡Ven, sácame!
Lo agarró de las muñecas y tiró con fuerza.
Fue entonces cuando Raquel vio la garra.
Era una enorme garra negra, del tamaño de un perro. Mientras Raquel la miraba, apareció desde el otro lado de la pared del sótano. La garra se aferraba a la rodilla de Eric. Abarcaba toda su pierna y tiraba de ella a través de los ladrillos, hacia el exterior del sótano.
—¿Qué está pasando? —Eric gimió al darse cuenta de la expresión desencajada en el rostro de Raquel—. ¿Puedes verlo? ¡No te quedes ahí parada!
Una segunda garra asomó por los ladrillos. Se ciñó al cuello de Eric mediante tres uñas verdes rotas y arrastró por completo su cabeza a través de la pared.
Raquel saltó hacia adelante. Sujetó con firmeza uno de los brazos de Eric y tiró de él, centímetro a centímetro, trayendo su cuello y su rostro de vuelta al sótano.
—¡Tira más fuerte! —gritó Eric con voz amortiguada—. ¡Busca algo con que luchar!
Los ojos de Raquel brincaron de un lado a otro en busca de algo afilado. Lo que fuera que acechaba más allá del sótano no iba a soltar a Eric. Las garras negras volvieron a atravesar la pared. Esta vez se estiraron hacia Raquel. Al acercarse, los dedos huesudos quedaron suspendidos frente a su rostro y la abofetearon
con fuerza
.
Al caer, Raquel soltó la muñeca de Eric.
De inmediato, las dos garras aprisionaron al niño por la cintura. Arrastraron a Eric por completo hacia el interior de la pared. Por un momento uno de sus brazos volvió al interior del sótano arañando el suelo, como si tratara de aferrarse a algo, a cualquier cosa, antes de ser arrancado también.
Raquel retrocedió desconcertada, temblando violentamente. Un ladrillo suelto cayó cerca de sus pies, pero no quedaba rastro de las garras. Se limpió con la manga el labio sangrante.
¡Trae a… papa
!
Se dirigió hacia la escalera del sótano sin dejar de mirar hacia la pared. Al llegar arriba, se dio la vuelta y se abalanzó contra la puerta.
Se le cerró de golpe en la cara.
Raquel alcanzó el picaporte y dio un grito: estaba demasiado
caliente
para tocarlo.
Luego, a sus espaldas, oyó un ruido intenso y terrorífico. La pared posterior se hinchó y se desgarró. Los ladrillos saltaron por los aires como si fueran dientes astillados.
Raquel, protegiéndose la mano con el jersey, tiró con fuerza de nuevo.
—¡Está bloqueada! —gritó, chocando contra la puerta—. No puedo abrirla. ¡Papá! ¡Papá!
Una ráfaga de viento golpeó su espalda. Raquel se dio la vuelta. Vio que surgía una
nueva
puerta en la pared del sótano. No era una puerta común y corriente. Era de un verde luminoso, tenía la forma de un ojo y se iba ensanchando lentamente. Una enorme garra negra, los mismos dedos gigantes que la habían abofeteado, la abrió.
Raquel oyó unos golpes sordos sobre su cabeza.
—¡Papá!
—¿Quién está ahí? —dijo—. ¿Qué es todo ese jaleo?
—¡Somos nosotros, Eric y yo! Estamos… ¡algo está tratando de entrar!
—No oigo lo que dices —gritó a todo pulmón—. ¿Qué es ese ruido ahí dentro? ¿Qué clase de juego estáis…?
—¡Estamos atrapados! Papá, ¡ayúdanos!
Comenzó a aporrear la puerta del sótano.
De inmediato, como si sintiera su presencia, el viento que se colaba por la puerta-ojo se convirtió en una tormenta furiosa. Se desató contra la cabeza de Raquel, levantando todo el polvo del sótano y lanzándoselo a los ojos. Un taburete de madera fue arrastrado por el suelo. Las miniaturas de aeroplanos de Eric volaron enloquecidas por los aires, estrellándose una y otra vez contra el techo.
Raquel apenas podía respirar. El viento la golpeaba como puños, y el polvo le obstruía la boca y la nariz. Ya no oía a su padre.
—¿Dónde estás? —chilló.
Raquel notó que la arrastraban hacia atrás. Presionó los pies contra los peldaños del sótano para aferrarse y se agarró con los dedos al marco de la puerta. Su padre clavó el hacha en la puerta sin cesar, pero esta era demasiado sólida como para que pudiese romperla. De modo que soltó el hacha y metió la mano a través de una raja en la madera.
—Dame la mano, Raquel. ¡No me sueltes, no importa lo que pase!
Raquel se aferró a su muñeca. Luego parpadeó repetidamente para quitarse de los ojos la arenilla que los lastimaba y se obligó a mirar hacia atrás. Vio que la puerta-ojo cubría ahora casi toda la pared posterior. Dos garras la abrían y, en medio, llenando el hueco, se erguía una enorme criatura negra con verdes ojos triangulares. Todo el cuerpo estaba cubierto de pelos erizados al viento. De la punta de cada pelo emergía una minúscula cabeza de serpiente, que se adelantaban en grupo hacia el sótano e intentaban morder las piernas de Raquel, que dobló las rodillas y pataleó, todavía agarrada a la mano de su padre.
La criatura en la puerta-ojo estaba tratando de introducirse, pero era demasiado grande para entrar por completo en el sótano. Entonces, por primera vez, abrió la boca, profunda como una caverna, en la parte central de su cabeza. Dentro de la boca, entre cuatro filas de dientes, una docena de arañas de ojos color púrpura salieron a ráfagas y se deslizaron por los pelos del cuerpo hacia ella.
La boca murmuró:
—
Raquel
…
Ella gritó y, solo por un segundo, soltó la mano de su padre.
Fue suficiente.
De inmediato, la tormenta la levantó y la lanzó a través de la puerta-ojo.
La criatura negra apartó un hombro para dejarla pasar. Luego miró el sótano por última vez y sorbió las arañas para metérselas de nuevo en la boca. La última imagen que vio Raquel antes de dejar este mundo fue una enorme sombra pasando por debajo y a su padre derribando la puerta con el hacha, haciéndola saltar por los aires.
Era demasiado tarde. Con un chirrido final, los ladrillos del sótano recuperaron su posición original y la criatura cerró la puerta-ojo.
El padre de Raquel entró corriendo en el sótano y golpeó la pared con las manos. Sobre su cabeza caían trozos de muebles. No hizo caso del dolor y clavó el hacha una y otra vez en el muro. Finalmente, cuando ya no le quedaban fuerzas, la dejó caer. El único daño que había logrado hacerle a la pared fue romper unos cuantos ladrillos.
Miró furioso la mano que había soltado la de Raquel, dio una patada al hacha tirada en el suelo y se puso a llorar.
En cuanto fue succionada a través de la puerta-ojo, Raquel se encontró cayendo en picado hacia el enorme y oscuro vacío. Se cubrió el rostro esperando el choque inminente. Sin embargo, continuó cayendo en la oscuridad, obligada a hacer unas cuantas acrobacias al principio y con dificultad para respirar cuando un viento helado la golpeó en la cara.
Por fin, como si le hubieran colocado un cojín debajo, Raquel se detuvo de pronto. Su cuerpo quedó suspendido en el espacio, balanceándose con suavidad. Todo a su alrededor seguía siendo negro, pero Raquel se dio cuenta de que algo aún más intensamente negro aferraba su brazo: la criatura del sótano. Por un instante, sus ojos triangulares, cada uno del tamaño del rostro de Raquel, la retuvieron con una mirada feroz. Luego se impulsó alejándose hasta que su inmenso cuerpo sin forma desapareció allá abajo.
Cuando la criatura la soltó, Raquel volvió a caer con extrema rapidez.
Al cabo de unos cuantos segundos agónicos, se esforzó por dejar de gritar. Sin pensarlo de modo consciente, extendió los brazos como si abarcara la oscuridad y poco a poco comenzó a controlar su giro hasta que notó que apuntaba en una sola dirección: hacia abajo, con los pies por delante.
«Despacio
», pensó, ejercitándose en el aire como un esquiador al bajar por una cuesta. Mantuvo en la mente esta idea hasta que la ráfaga de aire frío se convirtió en un vientecillo, y el vientecillo en una brisa suave que rozaba su cabeza y sus hombros.
Se concentró y dijo: «Ahora,
alto
».
Como si el aire que la rodeaba hubiera estado esperando esa orden desde el principio, su cuerpo se paró completamente.
«¿He sido yo?», se preguntó Raquel. «¿Cómo he podido hacerlo?».
Le pidió a su cuerpo que girara lentamente. Al instante la obedeció describiendo un círculo perfecto, lo que le permitió echar un vistazo hacia todos lados. Raquel se quedó boquiabierta, desconcertada. Levantó la mano. Estaba tan cerca de su rostro que podía sentir su aliento sobre la palma, pero en la oscuridad le resultaba invisible. «Déjame verla», pensó. De inmediato su mano brilló con una luz tenue a unos cuantos centímetros de sus ojos. Raquel la miró maravillada y comenzó a juguetear con sus dedos. «El resto», dijo en voz alta, y todo su cuerpo se iluminó de manera suave. «Más luminoso», pensó Raquel, y su cuerpo se convirtió en una antorcha en medio de la profunda oscuridad que la rodeaba.
«Ilumínalo todo
», gritó Raquel. Esperaba que el espacio a su alrededor estallara en brillantes colores. Por el contrario, todo permaneció oscuro, excepto millones de motas de polvo que eran arrastradas por la brisa y brillaban cerca de ella.
Se estremeció. ¿Cómo podían estar ocurriendo estas cosas creíbles? Sintió una fuerza reconfortante en su interior, un extraño y misterioso poder, a la espera de ser utilizado. ¿Qué podía significar?
Raquel analizó su situación. Pendía en el vacío, en el interior de un oscuro e impenetrable silencio. No había paredes ni techos ni forma de calcular cuánto había caído o lo lejos que se encontraba del suelo. El aire húmedo que provenía de abajo soplaba suave entre sus cabellos. No veía a Eric por ningún lado. Intentó llamarlo, pero la brisa arrastró su débil voz hacia arriba. No percibía ningún otro sonido.
Los labios de Raquel se habían hinchado por el golpe que le había propinado la garra cuando estaban en el sótano. Una gotita de sangre se deslizó hasta el mentón y se escurrió hasta el borde. Mientras caía rápidamente, apenas pudo ver nada con los ojos entrecerrados.
Tenía que haber algún modo de encontrar a Eric…
«¿Dónde está?», preguntó a la oscuridad e inmediatamente, debajo de sus pies, vio un punto azul que giraba.
Conocía
ese color: el jersey de Eric. «¡Tráemelo!», ordenó; en esta ocasión, sin embargo, su orden no fue obedecida. El color azul sencillamente menguó alejándose mientras caía segundo tras segundo. Raquel sabía que la criatura debía de estar por allí en algún sitio, posando quizá sus ojos triangulares en Eric. ¿Contaba él con sus mismas habilidades o seguía cayendo cada vez más aterrado?
Enfrentándose a su temor de continuar hacia abajo, en dirección a la criatura, Raquel hizo acopio de todo su valor y se dijo que quería
navegar
hacia el lejano punto azul. El estómago le dio un vuelco. De inmediato el viento le empujó la cabeza hacia atrás y Raquel fue lanzada hacia abajo. «Más rápido», se dijo a sí misma, y su cuerpo obedeció, con lo que el viento tibio se congeló de nuevo sobre su rostro.
En la lejanía, la forma azul podía distinguirse cada vez más. Raquel se lanzó en picado utilizando los brazos como si fueran alas y llegó al lado de Eric. Atrapó su cuerpo que giraba e hizo que los dos se detuvieran. Eric estaba inconsciente. La caída, o el miedo a caer, o el viento que le dificultaba la respiración, había hecho que se desmayara. Durante un buen rato abrazó a Eric hasta que despertó, y luego le dejó llorar sobre su hombro, consolándolo. Durante unos minutos permaneció en los brazos de su hermana. Le acunaba y le murmuraba palabras y sonidos amables mientras se recuperaba. Finalmente, volvió con timidez el rostro hacia Raquel. Un rastro de vómito que colgaba de su boca le manchó el cuello.