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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El maleficio (3 page)

La miró.

—Estás…
brillando
, Raquel. ¿Qué pasa?

Raquel alzó las cejas.

—No lo sé, pero mientras estabas desmayado estuve haciendo pruebas. Mira esto.

Se concentró e hizo que su cabello fuera rojo, luego amarillo y de nuevo negro.

—¿C-cómo lo haces? —balbuceó Eric.

—No estoy segura —dijo Raquel, nerviosa—. Pero todavía no me he encontrado con demasiadas cosas que no pueda hacer —hizo que sus labios brillaran en color dorado.

Eric parpadeó varias veces.

—¿Puedo hacerlo yo?

—Inténtalo —dijo Raquel—. Solo tienes que decirle a una parte de tu cuerpo que se ilumine.

Eric apretó los ojos para concentrarse. Sus labios no brillaron. Lo intentó varias veces más, sin resultado. Finalmente se dio por vencido.

¿Qué está sucediendo? —preguntó serio—. Vamos hacia a cosa que nos ha arrastrado, ¿verdad?

—No. Solo estamos suspendidos aquí —Raquel pasó la lengua con cautela sobre su labio hinchado—. De todas maneras, supongo que deberíamos intentar bajar. No podemos quedarnos colgados aquí para siempre.

—¡Para qué vamos a ir hacia abajo! No seas tonta —dijo Eric—. ¡Volemos hacia arriba, Raquel! Llévanos de vuelta al sótano.

¡Por supuesto! ¿Por qué no lo había pensado? Raquel sujetó con fuerza a Eric e imaginó que ambos viajaban hacia los brazos de su padre. No ocurrió nada. Intentó impulsarse hacia arriba solo unos cuantos metros. Nada.

—Perfecto —se lamentó Eric—. Supongo que esa cosa quiere que nos quedemos aquí bloqueados —miró con tristeza hacia abajo—. ¿La has visto? Era enorme.

Raquel le contó lo ocurrido en el sótano, sin mencionar lo de los cabellos con serpientes y las arañas.

Tras un largo silencio, Eric dijo:

—Si te siguió hasta aquí, probablemente está esperando en el fondo.

—Quizá.

—Seguro.

—Mmm.

Como no podía volar hacia arriba, Raquel hizo que los dos descendieran poco a poco. Durante unos minutos estuvieron mirando con atención en la oscuridad, esperando que las garras negras surgieran de un momento a otro.

—¡Detente! —clamó Eric al final. Señaló un punto de luz débil que estaba abajo—. Allí abajo hay algo. Viene hacia aquí. ¡Mira!

Raquel miró en la dirección que le señalaba y descubrió una pequeña mancha gris que crecía con rapidez bajo sus pies.

Eric dijo:

—Esa cosa era negra, ¿verdad?

Raquel asintió.

—Con ojos verdes.

—Tal vez ahora ya no sea negra.

Podría ser alguien más que han traído hasta aquí junto con nosotros.

—Demasiado grande para eso —dijo Eric, preocupado.

Raquel se dio cuenta de que tenía razón. El objeto gris se acercó, extendiéndose hasta cubrir todo el espacio que había debajo. No era otro niño. Era grande y amorfo.

—Parece suave —dijo Raquel—. ¿No crees?

Eric comenzó a patalear en el aire.

—Vamos a chocar con él. ¡Esa
cosa
está allí abajo! ¡Deténnos!

Raquel lo intentó, pero siguieron descendiendo hacia la mancha gris. Al final caían con tanta lentitud que una pluma los hubiera adelantado. Raquel sintió un escalofrío en la piel, seguido de una ráfaga de viento helado. El aire que los rodeaba no solo era más frío, sino salpicado de puntos de luz titilante.

—Parecen estrellas —murmuró Eric, mirando hacia todos lados—. Estoy seguro de que lo son. Debe de ser de noche. Seguramente estamos…
fuera
.

Aún no había terminado de decirlo cuando aterrizaron suavemente sobre una capa de nieve.

Una enorme luna llena, cinco veces más grande que la luna de la Tierra, brillaba fría en el cielo. Raquel buscó signos de peligro. Era extraño, pero estaban rodeados por árboles retorcidos. Cada árbol estaba cubierto por una gruesa capa de nieve que hacía que las ramas se inclinaran dándoles la bienvenida. La nieve era gris, no blanca. Asombrada, Raquel extendió las manos para tocar los escasos copos que caían del cielo y se disolvían formando una oscura humedad entre sus dedos. Por todos lados, la misma nieve gris recubría el suelo.

Eric dijo:

—Caramba. ¿Qué lugar de la Tierra es este?

—No os encontráis en la Tierra —dijo una voz a sus espaldas.

Los niños dieron un brinco. De rodillas sobre la nieve y sonriéndoles estaba la mujer del sueño. Tenía ojos verdes luminosos, con destellos de color púrpura y zafiro. Una cascada de cabello lacio y negro caía sobre sus hombros y alrededor del cuello llevaba un elaborado collar de diamantes en forma de serpiente. La serpiente tenía dos enormes ojos de color rojo rubí, que Raquel vio parpadear.

A su lado había una criatura encorvada, en cuclillas, que parecía un enano muy viejo.

—¿Quién… quién eres tú? —preguntó Raquel a la mujer.

—Mi nombre es Dragwena —replicó la bruja. Señaló luego al hombre—. Y este es Morpet, mi sirviente. Bienvenida al mundo de Itrea, Raquel.

Raquel parpadeó.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Bueno, sé muchas cosas —dijo Dragwena—. Por ejemplo, sé que Eric me tiene miedo. ¿Sabes tú por qué?

Raquel notó a Eric escondiéndose detrás de sus piernas.

—No me gusta esto —murmuró Eric—. Algo anda mal. No te fíes de ella.

Raquel lo hizo callar, pero también desconfiaba. ¿Era posible que fuera realmente la misma mujer del sueño? Se dio cuenta de que el enano temblaba a pesar de calzar botas de nieve, mientras que Dragwena, que iba descalza, parecía sentirse cómoda, como si el frío no le afectara.

—Hemos caído por un túnel oscuro —dijo Raquel—. Una criatura con garras negras…

—Ya se ha ido —dijo Dragwena—. Yo la he asustado.

—¿Y cómo lo has hecho? —protestó Raquel—. Quiero decir, era enorme y…

—Olvídate de las garras negras —dijo Dragwena—. Poneos esto.

Morpet ofreció a Raquel y Eric abrigos, guantes y bufandas calientes. Raquel estudió las prendas, porque sabía que un minuto antes no estaban en las manos del enano. La ropa les iba a la perfección. Raquel se puso alrededor del cuello una bufanda forrada en piel. En cuanto la rozó, notó que la bufanda se acomodaba
por sí sola
sobre sus hombros, cálidamente.

Tembló preguntándose qué ocurriría después. ¿Era un mundo mágico? ¿Podría utilizar los poderes que había descubierto entre los dos mundos? ¿Quién era esta mujer? Miró a Eric, que se acurrucó contra su pierna, y vio miedo en sus ojos.

—Tenemos que volver a casa —dijo Raquel muy firme.

—No os preocupéis por eso —dijo Dragwena. Miró a Eric—. ¿Cuáles son tus dulces favoritos?

—No me gustan los dulces —respondió Eric suspicaz.

Dragwena sonrió.

—¿De veras?

—Bueno… —su expresión se tornó confusa—. Quizá las gominolas.

Raquel se sorprendió. Sabía que Eric
nunca
comía gominolas.

—Eso pensé —dijo Dragwena—. Mira en tus bolsillos.

—Espera un minuto —se quejó Raquel—. Queremos ir a casa. No tenemos hambre. ¡Oh…!

Una gominola verde salió arrastrándose del bolsillo del abrigo nuevo de Eric. Reptó por su manga y saltó al suelo. La siguió otra gominola azul. En un instante se descolgaron de los abrigos de los niños, y se deslizaron por la nieve, tratando de escapar.

Los ojos de Dragwena centellearon.

—¡No dejéis que se escapen!

Eric, sin comprender por qué, se descubrió corriendo de inmediato detrás de las gominolas para metérselas a puñados en la boca.

Morpet, que permanecía cerca, gimió para sus adentros. Él podía ver que las gominolas eran en realidad arañas con caparazón que corrían para volver a la boca de Dragwena. La bruja había conseguido lo que él sabía de antemano: había lanzado un hechizo contra los niños para divertirse… y para poner a prueba a Raquel.

Eric buscaba de manera cada vez más frenética las gominolas para comérselas. Una araña con cuatro filas de dientes serrados entró en su boca. La masticó de manera voraz mientras seguía buscando en la nieve las que hubieran podido escaparse.

Raquel estaba tan fascinada por las gominolas como Eric. Cogió una y se la acercó a los labios. Esta escurrió su cuerpecito hacia adelante deseando que le mordiera la cabeza jugosa, pero la expresión de disgusto dibujada en el rostro de Morpet hizo vacilar a Raquel. Aun así, sentía un doloroso deseo de comer la golosina. Siguió mirando al disgustado Morpet, a la mujer, sacudida por las carcajadas, y a la gominola que suplicaba ser comida. Finalmente, con un enorme esfuerzo, lanzó la gominola al aire. Al caer sobre el vestido de la mujer, se apresuró hacia sus labios.

Dragwena se quitó de un tirón la golosina de la barbilla y se la extendió a Raquel.

—¿No quieres comer una? —preguntó—. Son deliciosas.

—No —murmuró Raquel vacilante—. Quiero decir, sí, me gustaría comerlas. Es decir, no me gustan las gominolas… Pero… —miró a Eric, ocupado en devorar las gominolas que estaban cerca de sus pies—. Lo que quiero decir es que… —intentó pensar en cualquier cosa excepto en las golosinas—. Lo que queremos es volver a casa —Eric no le hizo caso—. Es así, ¿verdad? Queremos volver a casa ahora.

—Ay, cállate Raquel —dijo Eric, mientras le caía un hilillo de baba por la comisura—. No le hagas caso, Dragwena —sacó la lengua—. Raquel solo dice tonterías, como siempre.

Raquel miró desconcertada a Eric. Hacía unos instantes él temía a esa mujer. ¿Qué había ocurrido para que cambiara de parecer? Nerviosa, miró a Dragwena y al enano y percibió una enorme amenaza. ¿Debía intentar escapar? Pero eso significaría abandonar a Eric…

La bruja se incorporó lentamente. Se estiró como un gato y extendió los brazos y las piernas hasta medir más de dos metros de altura. Se impulsó con los pies en la nieve y eso la hizo flotar a unos cuantos centímetros del suelo. Se acercó a Raquel.

—A ver, déjame verte bien —dijo Dragwena. Trazó un complejo patrón con los dedos sobre la nariz y párpados de Raquel—. Vaya, eres una niña que me intriga. Veo que eres lo que estaba esperando.
Más
de lo que estaba esperando. Responde esta pregunta: Eric fue el primero en salir por la pared. ¿Por qué, entonces, llegasteis al mismo tiempo?

Raquel intentó contenerse, por precaución, pero se sintió empujada a responder con la verdad.

—Sencillamente he volado hasta él. Fue fácil.

Dragwena se rió.

—¿Qué más te ha resultado tan fácil?

Raquel le contó todo lo que ocurrió entre los dos mundos. No podía callar. Describió cada minuto del viaje.

Al final Dragwena parecía satisfecha.

—Eso que te resultó tan fácil no lo había hecho antes ningún otro niño, Raquel. Ninguno. Y han llegado miles antes que vosotros. Miles de niños
inútiles
. Sigúeme.

De nuevo Raquel fue incapaz de evitarlo. Se inclinó hacia delante para aceptar las manos heladas que Dragwena le ofrecía. En lo más profundo de su mente, el instinto la prevenía para que se resistiera, para que permaneciera cerca de Eric y se alejaran. Sin embargo, se encontró entrelazando sus brazos con los de Dragwena. Morpet tomó la pequeña mano de Eric y los cuatro siguieron un camino en la nieve como si hubieran paseado muchas veces juntos como buenos amigos.

Los caballos negros y el carruaje los esperaban. En su interior, Eric se sentó cerca de Morpet: ya no se quejaba y colocó las manos con serenidad sobre sus rodillas. Morpet miraba fijamente hacia el vacío. Raquel casi ni los percibió. Más bien, se acercó cada vez más a Dragwena, completamente fascinada por su aspecto, voz y gestos. Raquel se olvidó de que quería volver a casa. Se olvidó incluso de su casa. No podía dejar de mirar a la bruja.

Dragwena atrapó unos cuantos copos de nieve que entraban por la ventana abierta del carruaje.

—¿Volamos?

Raquel asintió entusiasmada.

La bruja susurró algo a los enormes caballos negros. Al instante, elevaron los cascos por los aires, en dirección al palacio.

4
Llegada al palacio

Raquel no recordaba nada del largo y frío vuelo en carruaje. Durante el recorrido, la bruja estuvo bombardeándola con preguntas. Raquel le contó a Dragwena todo sobre sí misma, secretos que ni siquiera sus mejores amigas conocían. Habló de su escuela, de sus padres, de sus colores favoritos. Le dijo todo lo que amaba y lo que detestaba. Dragwena parecía especialmente interesada en lo que detestaba.

Cuando la bruja hubo descubierto todo lo que quería saber, la serpiente-collar se deslizó desde su garganta. Se enredó en el cuello de Raquel y la meció suavemente hacia adelante y hacia atrás hasta sumirla en un profundo trance, un estado del que solo la bruja podía sacarla.

Mientras Raquel dormía profundamente, la bruja luchó por contener su entusiasmo. La niña era incluso más fuerte de lo que había esperado. Había aprendido a volar entre los mundos, se había resistido a las golosinas incluso cuando la presionó para que comiera una.

«Me pregunto», pensó Dragwena «si esta niña es la que he esperado durante tanto tiempo». Suspiró. ¿Cuántas niñas habían sido tan prometedoras al principio, solo para mostrarse demasiado débiles para dominar los difíciles hechizos de la brujería? Quizá, después de todo, Raquel no era sino solo otra niña débil…

La bruja hizo que el carruaje se posara en el suelo, abrió las ventanas y llamó con suavidad a sus lobos. Un instante después corrían a su lado a grandes zancadas, mordisqueaban las patas delanteras de los caballos y disfrutaban de la noche junto con la bruja.

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