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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El maleficio (24 page)

Un suave viento se agitó sobre Mawkmound.

Trimak fue el primero en darse cuenta, cuando le rozó la mejilla secándole las lágrimas.

—¡Mirad! —gritó mientras señalaba hacia todas partes.

Hasta ese momento nadie se había molestado en preguntarse qué podría estar ocurriendo más allá de Mawkmound. Ahora veían que las aguas oceánicas habían retrocedido hasta muy lejos y habían fundido la nieve. Tierra negra, accidentada y yerma, cubría todo el mundo. Itrea estaba desnuda. Incluso el pasto había sido arrancado del suelo. Nada verde crecía ni se movía. Un niño suspiró y el eco de su voz atravesó el vacío total.

—No —murmuró Trimak—. ¿Es esto lo que nos espera por todos los siglos? Incluso la nieve era más agradable.

Raquel rió.

—¡Entonces desea otra cosa!

—¿Flores? —murmuró—. Al menos sería algo.

En ese instante, retoños vegetales comenzaron a brotar entre sus pies. Dio un brinco hacia un lado y rápidamente cubrieron el hueco dejado por sus huellas.

—¿Flores de qué color? —preguntó Raquel—. ¿Y de qué forma? ¿Cómo deberían oler? ¿Y cuántas?

—¿Cómo voy a saberlo? —dijo Trimak tratando de no pisarlas—. ¿Qué sé yo sobre flores?

Raquel sonrió.

—¿Ya te das por vencido?

—Hermosas —dijo débilmente—. Bonitas. ¿Cómo se llamaban? Vaya… ¡no lo sé!

Los brotes seguían extendiéndose, pero permanecían cerrados: esperando.

—¡Rosas blancas! —dijo Fenagel—. Narcisos púrpura. Margaritas verdes. Tulipanes… ¡vaya!

Los capullos se abrían para convertirse en las flores que nombraba y siguieron extendiéndose por todo Mawkmound y más allá.

—¡Alto! —gritó Morpet, y las flores se detuvieron.

—¡Rosas que canten! —gritó Trimak, y de inmediato las rosas blancas empezaron a cantar desafinadas y los pétalos se abrían y se cerraban—. ¡No cantéis como yo! —les dijo—. ¡Cantad bien, tontas! —y entonces las rosas cambiaron su melodía. Aunque el sonido tampoco era agradable.

—La magia no sabe qué significa hermoso —dijo Raquel—. ¡Díselo tú, tonto!

Trimak empezó a reír, pero otros aceptaron el reto.

—¡Cómo la felicidad!

—¡Cómo cacatúas!

—¡Cómo gorgoritos de bebé!

Las flores comenzaron a cantar aceptando todas esas sugerencias.

—¿Cómo es posible que ocurra esto? —dijo Morpet. Cerca, una niña apoyaba su oreja en un narciso cantarín.

Raquel sonrió.

—Magia. Larpskendya les ha dado todo lo que necesitan.

—¿Para hacer qué? —preguntó.

—¡Para hacer lo que quieran! —dijo Raquel—. No seas tímido, Morpet. ¡Imagina algo!

Morpet no encontraba las palabras. Un poco nervioso, creó un pequeño sol en la palma de su mano y lo sopló para que subiera al cielo.

—Vamos, piensa a lo grande —dijo Raquel—. ¡Mira lo que están haciendo los demás!

Morpet levantó los ojos y, dondequiera que miraba, veía niños por todas partes poniendo a prueba su imaginación para construir el resto de Itrea. Bosques con piernas que marchaban por las pendientes de las Montañas Raídas. Fenagel corría por el montículo y unas joyas la seguían como si fueran mascotas obedientes. Los niños escribían su nombre en el cielo. Montañas en forma de melones comenzaron a brillar en la distancia, lanzando fumarolas como si fueran volcanes. Una piedra enorme rodó hasta llegar junto a un niño y le ofreció una selección de caramelos. En cuanto a las flores, las primeras creaciones de la nueva Itrea, pronto las olvidaron, pero a ellas no parecía importarles: seguían cantando en voz alta, es decir, hasta que Muranta les dijo que se callaran. A partir de ese momento, solo tararearon.

En la distancia, Eric vio un dragón que echaba fuego por la boca emerger del lago Ker. Entre tantas formas extrañas apareciendo por todas partes no se hubiera dado cuenta, pero este dragón se dirigía hacia los aguiluchos.

—Oíd, dejad eso —previno a los sonrientes polluelos de prapsis, pero las águilas ya habían convertido al dragón en un pico. Este cazó a las azoradas prapsis hasta que lo enviaron a perseguir de nuevo a las águilas.

Eric le dijo a Raquel:

—¿No crees que esto está poniéndose un poco… peligroso?

—No pueden lastimarse entre sí —le dijo—. Larpskendya no lo permitiría. Déjalos jugar. Hace tanto tiempo que no lo hacen…

Unos panes con mermelada quedaron suspendidos frente a su boca.

—Espero que te guste la mermelada —dijo el pan.

Raquel miró a Morpet, que le sonreía.

Una locura de pura imaginación siguió y siguió hasta que cada parte de Itrea terminó por pertenecer a alguien. Finalmente Trimak pidió una pausa en medio de tanta magia y travesuras.

—¡Sé lo que quiero! —tronó—. ¡Quiero quedarme! Itrea es mi casa ahora. He hecho mi elección.

—¡Brillante elección! —tronó una voz. Provenía de Punto Joy en las Montañas Raídas. La antigua montaña levantó una gorra y la agitó entusiasta. Detrás de Trimak, un niño soltó una risita.

—Perdón —dijo un poco apenado—. No pude resistirme.

Después de esto, con Itrea engalanada con absurdas y encantadoras locuras, en un breve espacio de tiempo todas las criaturas hicieron su propia elección. Algunos solicitaron mayor información sobre la Tierra, pero cuando averiguaron que no había magia en ese mundo perdieron pronto el interés.

Para sorpresa de Raquel y de Eric, un puñado de criaturas decidieron volver con ellos. Unos cuantos gusanos venidos de las profundidades se enredaron alrededor de las piernas de Eric impidiéndole caminar. Scorpa se separó de un grupo de cachorros y lamió las rodillas de Raquel con tanto ímpetu que por poco la hace caer. Un par de prapsis, sin ninguna razón en particular, o al menos ninguna que alguien pudiera entender, se arrastraron sobre sus pies y hablaron de surcar nuevos cielos.

—Creí que ahora serían polluelos normales —dijo Eric—. ¿Cómo es que pueden hablar?

—Larpskendya no les quitaría ese don —dijo Raquel—. Los cachorros también pueden hablar, solo que prefieren ladrar.

—Está bien —dijo Scorpa a Eric—. No me trates como a una mascota. Me molesta.

—Ni se me ocurriría —replicó Eric, que acababa de pensar en ello.

De repente, Ronocoden se posó sobre el hombro de Raquel. Miró a los polluelos de prapsis como si estuvieran bajo su cuidado.

Más tarde, en la primera mañana de la nueva Itrea, tuvo lugar una sencilla ceremonia. El cuerpo de Grimwold y el de los otros guerreros muertos por Dragwena habían sido arrastrados por las olas al retroceder, pero no habían sido olvidados. Trimak marcó el lugar en que habían caído con un montón de espadas: una por cada uno de los guerreros caídos en combate.

Al caer la tarde, Eric dijo:

—No creo que ninguno de los sarrenos venga con nosotros, Raquel. No los culpo.

Pero estaba equivocado. Uno de los niños decidió volver a la Tierra.

Raquel fue testigo, durante horas, del modo como abrazaba a los demás y lloraba con ellos y de cómo se reía y volvía a llorar; se despedía de todos: de los incontables sarrenos y de los neutranos que había conocido. Cuánta gente, pensó Raquel. Quinientos años conociendo a gente. ¿Cómo te despides,
definitivamente
, de todos aquellos a quienes has amado y con quienes has compartido vida y muerte durante tanto tiempo?

Tras fundirse con Trimak en un abrazo que pareció durar más de una hora —una separación sin palabras, como si no fueran necesarias—, Morpet estaba listo.

Su rostro estaba tan descompuesto por las lágrimas que Raquel apenas consiguió cruzar con él una mirada.

—¿Estás seguro de que quieres venir? —le preguntó—. Todos tus amigos están aquí.

—No todos mis amigos —dijo Morpet con honestidad. Tocó los párpados de los ojos multicolores de Raquel y la miró furtivamente—. Vi lo que ocurrió cuando Larpskendya te tocó —dijo—. Ahora tienes la mirada del mago. ¿Creías que no iba a darme cuenta? Larpskendya te dio un regalo, ¿verdad?

—Shh —dijo ella—. No puedo decir de qué se trata. Un regalo… y una tarea que debo realizar.

Morpet aplaudió con alegría y luego observó las maravillas que se había perdido en Itrea durante los últimos segundos.

—¡Esto es increíble! —vociferó.

—¡Y ridículo! —rió Eric—. ¿Qué se supone que es
eso
? —señaló un cerdito gordo que flotaba en el cielo. Estaba acomodado en una nube, usaba gafas oscuras y sorbía limonada. Abajo, en el suelo, una niña fruncía el ceño concentrada, preguntándose qué más podía hacer—. Todo es absolutamente delirante —dijo Eric.

—Bueno, a mí me gusta —sonrió Morpet—. Pero mira hacia allá. Eso sí que es delirante
de verdad
.

Y siguieron mirando y señalando cada cosa a su alrededor: arroyos burbujeantes llenos de ranas, dragones saltarines y caballos galopantes del color del arco iris y cosas que nadie lograba reconocer. Todo surgía y desaparecía en el cielo amarillo brillante. Peces provistos de cañas de pescar extrajeron brujas de imitación del lago Ker y el cómodo cerdito tenía ahora una amiga: la niña, aferrada a su rabo rizado, que volaba por todo Mawkmound. En ese instante varios niños más se le unieron, o volaron en otras direcciones, haciendo carreras. En cuestión de segundos estaban en cada rincón del mundo, modificándolo, dando rienda suelta a su imaginación, conquistando el antiguo mundo invernal de la bruja.

Al fin, el sol comenzó a ponerse y un niño creó una luna nueva. Conforme levantaba los brazos, iba surgiendo poco a poco sobre la tierra con una pñicara sonrisa dibujada en el rostro. El chico señaló el cielo y una nueva constelación de estrellas brilló con calidez.

Morpet trató de capturar todo ese fantástico mundo en su cabeza con una última mirada que lo abarcara todo, pero no era posible. Estaban ocurriendo demasiadas cosas.

—Ahora hay… de todo —dijo Eric.

—No, no de todo —lo corrigió Raquel—. Algo falta. Algo oscuro y frío.

Morpet explotó:

—¡Por supuesto! ¡No hay
nieve
!

Todos rieron al darse cuenta de que las oscuras nieves de Itrea habían desaparecido para siempre.

—No tenemos que irnos de inmediato, ¿verdad? —casi rogó Morpet—. ¡Hay tanto que ver, tanto que hacer!

—Lo siento —dijo Raquel—. Larpskendya me dijo que sería peligroso dejar la puerta abierta demasiado tiempo. Debemos irnos ahora.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Tiene algo que ver con las brujas?

Raquel asintió con firmeza.

—No preguntes. No puedo decírtelo hasta que regresemos.

—Si voy —dijo Morpet—, ¿podré volver alguna vez?

—No estoy segura —dijo Raquel—. Larpskendya no me lo ha dicho. Quizá nunca podamos volver a Itrea.

Morpet asintió con tristeza y miró a Trimak. La mayoría de los otros niños habían comenzado a alejarse en diferentes direcciones, pero Trimak no se había movido de su sitio. Permanecía inmóvil en el centro de Mawkmound, con un brazo alrededor de su esposa, Muranta. Raquel sabía que no despegaría la vista hasta que su viejo amigo se hubiera marchado.

Morpet caminó con reticencia hacia la puerta del sótano, pero seguía mirando sobre su hombro para ver qué más inventaba algún otro niño. Un gusano aprovechó la oportunidad para deslizarse desde la pierna de Eric y enredarse alrededor de la espinilla de Morpet.

—Rápido, pues —dijo Morpet asiendo la mano de Raquel—. Antes de que el gusano y yo cambiemos de parecer.

Raquel dio un paso hacia la puerta. Uno de sus ojos ya estaba en la penumbra, mientras con el otro vio vacilar todavía a Morpet en el deslumbrante mundo de Itrea.

—¿Estás seguro? —le preguntó—. Morpet, ¿estás
seguro
?

—Sí —contestó—. No. Sí… quiero decir… ¡Ay! —la empujó hacia el interior por la puerta.

Raquel parpadeó. Había tanto polvo en el aire que dificultaba la visibilidad. Su padre estaba sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos y un hacha a sus pies. Levantó la mirada poco a poco y cuando sus ojos se encontraron con los de ella, rompió a llorar con alivio.

—Creí que tú… —balbuceó en el intento de encontrar las palabras—. Estabas en la pared. Pensé…

Raquel lo
abrazó
. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos multicolores brillaron con intensidad.

—Eres distinta —dijo—. Has
cambiado
.

Raquel lo besó.

—Todo ha cambiado.

—¿Dónde está Eric?

—Ahí viene —dijo Raquel—. De hecho, no es el único que viene.

—¿Qué quieres decir, Raquel?

—Quiero decir…

Pero nadie podía contenerlos. Scorpa trotaba, los prapsis saltaban, Ronocoden aleteaba… y Morpet y Eric, arrastrando los gusanos lo mejor que podían, entraron por la puerta.

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