El mar oscuro como el oporto (19 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

También estaba acostumbrado a estar en esa cabina. Cuando la fragata era un barco de guerra normal, iban a bordo varios guardiamarinas, ayudantes de oficial de derrota y otros marinos, para los que se necesitaban dos camaretas. Ahora, en su estado actual, que era ambiguo porque siendo un barco alquilado por Su Majestad (cuya misión era el espionaje), actuaba como un barco corsario para ocultarlo, sólo iban a bordo tres de ellos y sólo necesitaban una camareta, la de estribor. Al poco tiempo de salir de Sydney Cove, cuando fue descubierta Clarissa, un polizón, e inmediatamente se casó con el guardiamarina que la había escondido, habían dado la cabina de babor a la pareja, y él se había sentado allí con ella muchas veces cuando el tiempo era malo y era imposible estar en la cubierta. Sin embargo, las frecuentes consultas que ella le había hecho habían tenido lugar en su cabina, que estaba mejor iluminada.

El doctor Maturin, por ser el cirujano de la fragata, pertenecía oficialmente al grupo de oficiales, y aunque casi siempre estaba en la gran cabina con su íntimo amigo Jack Aubrey y dormía en una pequeña cabina que estaba en la parte anterior, seguía siendo miembro de ese grupo. De todos ellos era el único de quien el pobre cornudo Oakes no estaba celoso y, sin embargo, era el único unido a Clarissa como persona, no como un medio para obtener un fin, y el único que podría robarle a Oakes su cariño, que tal vez era lo que el joven valoraba más. Indudablemente, Stephen era consciente de su atractivo, pues en ese aspecto era un hombre sensual como cualquier otro, y aunque durante el período en que fumaba opio su ardor había disminuido tanto que la continencia ya no era una virtud, después había resurgido con una fuerza extraordinaria. Pero, en su opinión, una relación amorosa sólo era importante si el deseo y el placer eran compartidos, y desde que había conocido a Clarissa había comprendido que hacer el amor no significaba nada para ella, que era un acto sin importancia. A ella no le producía ningún placer, y aunque por su generosidad o por su deseo de gustar a los demás podría gratificar a un amante, podía decirse que su falta de castidad era casta. En eso no estaban implicados aspectos morales. Las experiencias de su niñez (la soledad en una remota casa de campo, el abuso a una edad temprana y la completa ignorancia del mundo real), no un defecto corporal, eran las responsables de su actitud. No llevaba nada de eso escrito en la frente ni confiaba en nadie que no fuera su médico. A ella y a su esposo, en medio de una desaprobación general, les pusieron en una de las presas y les mandaron a Batavia. De allí irían a Inglaterra en un mercante que hacía el comercio con las Indias y tal vez entonces ella se quedaría con Diana mientras su esposo volvía a navegar, pues estaba deseoso de tener éxito en la Armada.

Stephen la recordó con cariño. Admiraba, sobre todo, su valor. Ella había tenido una vida difícil en Londres y una vida horrible en el campo de prisioneros de Nueva Gales del Sur, pero las había soportado admirablemente y había conservado su integridad y no tenía lástima de sí misma ni se quejaba. Aunque se daba cuenta de que ese valor estaba acompañado de cierta fiereza (la habían deportado por saltarle la tapa de los sesos a un hombre), eso no afectaba el aprecio que le tenía.

También le gustaba por su aspecto. Su belleza no era evidente de inmediato, pero tenía una figura hermosa y esbelta y un porte elegante. No era tan hermosa como Diana, con su pelo negro y sus ojos azules, pero ambas tenían la espalda muy erguida, la misma gracia en sus movimientos y la cabeza pequeña y muy esbelta, pero Clarissa era rubia. Ambas tenían también el mismo valor y él esperaba que fueran amigas. Era cierto que en casa de Diana estaba Brigit, la hija que Stephen aún no conocía, y que a Clarissa no le gustaban los niños, pero tenía buena educación y era cariñosa a su manera, y a menos que la niña fuera extraordinariamente desagradable, lo que no podía creer, probablemente ella haría una excepción.

Campanadas, campanadas, campanadas… Y entre ellas tenía largos pensamientos y Martín seguía durmiendo.

* * *

Ocho campanadas. Los marineros, corriendo bajo el aguacero, se fueron abajo para quedarse en los coyes hasta que estuvieran más o menos secos, después de pasar un período de mucho trabajo y angustia, tomando y soltando rizos bajo la lluvia y calándose hasta los huesos.

Jack permaneció en la cubierta. El viento había amainado un poco y ahora llegaba por la aleta de la fragata; el mar estaba menos agitado. Si esto continuaba, y era probable que así fuera, pronto podría desplegar las juanetes. Pero ni la calma del mar ni el viento eran las cosas que más le preocupaban ahora. Durante la noche habían perdido de vista el
Franklin
y, a menos que pudieran encontrarlo otra vez, la búsqueda no sería tan eficiente. Además, incluso con la remota posibilidad de una batalla, su objetivo era mostrar que tenía una potencia decisiva. No podía decirse que era un cobarde, pero prefería una batalla sin derramamiento de sangre. A menudo había arriesgado la vida de sus hombres y su barco, pero nunca cuando había la posibilidad de estar al alcance de un enemigo tan potente que nadie en su sano juicio resistiría. Entonces arriaba la bandera y, sin derramar sangre ni sufrir daños, volvía a llevar a la santabárbara la valiosa pólvora y su honor quedaba intacto. En realidad, era un guerrero profesional, no un héroe; en cambio, el otro barco, según decían, era un barco pirata, y Shelton había visto su bandera negra. Y si era un pirata, lo más probable era que resistiera o huyera. También era posible que llevara la bandera como gallardete o con el fin de vencer un auténtico barco corsario por el terror. Jack había visto hacerlo antes. Era muy raro encontrar auténticos piratas en aquellas aguas, aunque no lo fuera en otras partes; pero algunos barcos corsarios, cuando estaban muy lejos de la costa, a veces sobrepasaban el límite. Por otra parte, un auténtico pirata no habría dejado escapar un ballenero cargado. No le gustaba que la
Surprise
tuviera que luchar o huir y no quería que tuviera rasponazos ni que los cabos y las velas sufrieran daños, y pocas cosas le habrían gustado más que avistar el
Franklin.

Mientras caían los tres primeros aguaceros de la noche, dejó de verse el farol de la cofa. Cuando el cielo se despejaba, en la medida en que era posible con mal tiempo, el barco había reaparecido en el lugar que le correspondía, por la amura de estribor. Pero después del cuarto aguacero, que duró mucho, no lo habían vuelto a ver. En ese momento había viento en popa, y así era como el
Franklin
, un barco pequeño pero muy bien construido, podría apartarse de la
Surprise
. Tom Pullings, un modelo de rectitud, nunca habría querido hacer eso, pero con el mar tan agitado la corredera no podía ser una guía infalible, y por eso Jack, en medio de la oscuridad, miraba atentamente hacia delante por la amura de estribor.

Cada vez estaba todo menos oscuro, y aunque por el sudeste, por donde se alejaba la lluvia, la oscuridad era impenetrable, en el conjunto de nubes que estaba por popa se distinguían algunos claros donde se veían las estrellas. Por un momento pudo ver a Rigel Kent por encima de la cruceta, y si podía ver a Rigel Kent a esa altura, el amanecer no estaba lejos.

También vio a Killick junto a la bitácora, sosteniendo una servilleta innecesaria.

—Señor Wilkins —dijo al oficial de guardia—, me voy abajo. Llámeme si cambia el viento o si avista algún barco.

Bajó apresuradamente la escala de toldilla y entró en la cabina, donde había un agradable olor a café. La cafetera estaba colocada en un cardán bajo un farol. Se recogió el pelo, que tenía muy largo como la mayoría de los tripulantes, aunque los marineros generalmente lo llevaban recogido en una larga coleta y él se la doblaba y se la ataba con un lazo. Todos excepto los que llevaba el pelo corto se habían soltado el pelo para que la cálida lluvia le quitara la sal, y su aspecto era muy desagradable porque tenían mechas apelmazadas cubriendo su torso desnudo. Se recogió el pelo, lo retorció y después se lo ató con un pañuelo. Entonces se tomó tres tazas de café con gran satisfacción, se comió una galleta vieja y pidió toallas. Se tumbó sobre la taquilla de popa, se puso las toallas debajo de la cabeza y preguntó por el doctor.

—Está más tranquilo que un muerto, señor —informó Killick.

Jack asintió. Se durmió enseguida a pesar de que el café era fuerte y el ruido producido por las olas lo era aún más. Se rompían sus crestas a causa del viento y chocaban contra el grueso postigo que protegía la hilera de ventanas de popa, que se encontraba a seis pulgadas de su oído izquierdo.

—Señor, señor —le susurró una voz temblorosa en el oído derecho.

Habían mandado a Norton, el joven alto y fuerte pero tímido, a despertarle.

—¿Qué pasa, señor Norton?

—El señor Wilkins cree que ha escuchado disparos, señor.

—Gracias. Dígale que subiré a cubierta inmediatamente.

Jack se levantó de un salto. Mientras se servía un poco de café frío, Norton volvió a asomar la cabeza por la puerta y añadió:

—También ordenó que le presentara sus respetos, señor.

Apenas la
Surprise
dio un cabeceo con un ligero retorcimiento, Jack llegó a lo alto de la escala rodeada por la penumbra.

—Buenos días, señor Wilkins —saludó—. ¿Dónde están?

—Por la amura de estribor, señor. Es posible que sean truenos, pero pensé que…

Podrían haber sido truenos, pues en aquella parte se veían relámpagos en la oscuridad.

—¡Tope! ¡Eh, el tope! ¿Qué ve?

—Nada, señor —gritó el serviola—. Todo está negro como boca de lobo.

Por babor el sol había salido hacía veinte minutos. Las nubes eran grises y por entre los claros se veían nubes menos oscuras y el cielo más claro. Delante y por la amura de estribor todo estaba oscuro; por popa, muy lejos, todo lo estaba aún más. El viento había rolado algunos grados, pero soplaba casi con la misma fuerza; el mar estaba mucho más normal, y aunque aún había marejada, no había corrientes cruzadas.

Todos los que se encontraban en la cubierta estaban inmóviles, algunos con lampazos y otros con cubos y piedra arenisca. No prestaban atención a lo que les rodeaba, y todos tenían la cara vuelta hacia el estesudeste y miraban atentamente hacia la azulada oscuridad.

Pudieron verse allí varios haces de luz entrecruzados y se oyó un lejano ruido atronador acompañado de uno o dos crujidos. Todos los marineros miraron hacia sus compañeros. Wilkins miró al capitán.

—Veremos —dijo Jack—. De todas formas, suban los baúles con las armas a la entrecubierta.

Pasaron varios minutos, minutos de indecisión. Se reanudó la limpieza de la cubierta, un trabajo sagrado, si alguno lo era. Wilkins mandó a llevar el timón a dos marineros más, porque la lluvia que estaba por popa se acercaba con rapidez a la estela.

—Posiblemente ésta sea la última —dijo Jack, viendo un espacio azul por encima de sus cabezas.

Caminó hacia la popa, se inclinó sobre el coronamiento y observó cómo se acercaba la oscura lluvia, iluminada por innumerables relámpagos como los que habían pasado por encima de ellos esa noche. El azul desapareció y el día se oscureció.

—Suban las escotas —ordenó.

Mientras recorrieron el último cuarto de milla la lluvia se veía con nitidez. Venía desde lo alto del cielo y era una masa de color morado oscuro redondeada por arriba y rodeada de agua blanca en la base. Ya cubría la mitad del horizonte y avanzaba con una rapidez increíble para su volumen.

Entonces llegó hasta ellos. Era cegadora y las salpicaduras entre las enormes y fuertes gotas eran tan gruesas que apenas podían respirar. La fragata, como si le hubieran dado un tremendo empujón, se movió hacia delante bruscamente en las oscuras y agitadas aguas. Mientras la parte anterior de la masa de lluvia envolvía la fragata y mucho después de haber pasado delante con toda su violencia, el tiempo apenas tenía significado. Pero cuando el aguacero se redujo a una llovizna y el viento volvió a entablarse en el sudoeste, los marineros que llevaban el timón dejaron de sujetarlo con fuerza, respiraron tranquilamente y se hicieron inclinaciones de cabeza unos a otros y al suboficial. Los marineros movieron las escotas hacia popa y la fragata siguió avanzando mientras el agua salía a chorros por los imbornales. La acompañaron durante un tiempo algunas nubes bajas que se fueron haciendo cada vez más finas, hasta que de repente dejaron al descubierto el cielo azul iluminado por el sol. Y pocos minutos después el sol salió de detrás del plomizo banco de nubes por babor. Aquella ráfaga de lluvia fue ciertamente la última de la serie. La
Surprise
siguió navegando justamente tras la lluvia, que se alejaba por el sudeste y cubría de oscuridad una gran parte del mar.

Adelante, siempre adelante. Ahora, con el sol, podían distinguir el oscuro frente de la masa de lluvia del grisáceo extremo final, que iba seguido por una gran claridad. Un momento después el serviola que estaba en el trinquete gritó:

—¡Barco a la vista! ¡Dos barcos por la amura de estribor! ¡Atención, cubierta, dos barcos por la amura de estribor!

Pero esa noticia no fue una sorpresa porque ya no había oscuridad entre ellos y todos a bordo podían ver claramente sus cascos.

Jack estaba subiendo a la cofa antes de la repetición del mensaje. Ajustó el catalejo para observar los primeros detalles, aunque una simple mirada le había permitido captar lo principal de la situación. El barco más cercano era el
Alastor
, que llevaba una bandera negra y estaba unido al
Franklin
por rezones. Los marineros luchaban cuerpo a cuerpo en la cubierta y la entrecubierta, y por eso no había cañonazos. Usaban armas ligeras, no cañones.

—¡Todos los marineros, todos los marineros! —gritó—. ¡Juanetes!

Observó qué efecto producían y notó que la fragata aún podía soportar más velamen. Luego, desde el alcázar, ordenó que desplegaran las alas superiores e inferiores y después las sobrejuanetes.

—Tire la corredera, señor Reade —ordenó. Ahora el
Alastor
estaba justo delante, de costado, y por el catalejo pudo ver que trataba de soltarse pero el
Franklin
resistía el intento.

—Once brazas, señor, con su permiso —dijo Reade junto a él.

Jack asintió con la cabeza. Los dos barcos unidos por los rezones se encontraban a unas dos millas de distancia. Si no se desprendía ninguna vela, podría abarloarse con ellos en diez minutos, porque la
Surprise
ganaría velocidad. Tom resistiría diez minutos aunque tuviera que luchar con uñas y clientes.

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