El mar oscuro como el oporto (15 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Con ayuda de Sarah y Emily, colocadas en esquinas opuestas y estirando los tentáculos del calamar, Stephen pudo practicarle cortes, dibujarlo y describirlo y, además, analizar varios procedimientos de conservación. Por desgracia, no era posible conservar el animal entero aunque tuviera un frasco lo suficientemente grande, pues era propiedad del señor Vidal, que lo había separado de la carne a costa de varias heridas terribles (era un decápodo vengativo) y se lo había prometido al cocinero de la cámara de oficiales para el banquete de ese día, ese viernes. Ése era el día en que al otro lado del mundo, en Shelmerston, todos olvidaban las diferencias de credo y hacían hogueras y bailaban alrededor de ellas entonando un cántico cuyo significado se había perdido, pero que hasta la época de Leland se cantaba en honor de la diosa Frig. Aún ahora las palabras conservaban tanto poder que, como Stephen bien sabía, ningún hombre nacido y criado en Shelmerston querría omitirlas.

En ocasiones como ésa generalmente las niñas se comportaban muy bien y guardaban silencio, pero la proximidad del banquete y la llegada del botín acabó con la discreción de Sarah, que dijo:

—Jemmy Ducks dice que monsieur Turd está de mal humor porque le dio a Jean Potin una patada en el culo. Jean Potin es su sirviente.

—Silencio, cariño mío —dijo Stephen—. Estoy contando las ventosas. Y no debes decir monsieur Turd ni culo. Emily apreciaba la atención y la aprobación de Stephen más que su alma, y aunque era una niña afectuosa, con tal de obtenerlas traicionaría a su mejor amigo. Por eso ahora, desde la esquina, gritó:

—Ella siempre está diciendo monsieur Turd. Justo ayer el señor Grainger la regañó por eso y le dijo que estaba mal hablar de un caballero tan benévolo.

—Mantened el tentáculo estirado y no os preocupéis por los delantales —dijo Stephen.

Sabía cuál era el destino del calamar y trabajaba muy rápido y muy concentrado, pero antes de que completara la descripción, llegó el ayudante del cocinero. Después de excusarse, dijo a su señoría que aquel viejo y duro cabrón, disculpando la palabra, necesitaba pasarse una hora en la olla. Su señoría suspiró, quitó rápidamente el último ganglio y se sentó.

—Gracias, queridas mías —dijo a las pequeñas—. Ayuden a Nicholson con los tentáculos más grandes. Y tú, Sarah, antes de irte pásame el petrel, ¿quieres?

Conocía muy bien los petreles, como cualquiera que hubiera navegado hasta tan lejos por aguas tropicales. Había desollado muchos, y había podido distinguir tres o cuatro especies estrechamente relacionadas y hacer una detallada descripción del plumaje, pero nunca había disecado uno. Ahora se disponía a hacerlo y pensaba examinar primero los músculos para volar, que permitían a los petreles llegar más alto que los albatros. Apenas le abrió el pecho, tuvo el presentimiento de que estaba a punto de realizar el estudio anatómico más importante de su carrera.

El ave, como era natural, tenía una espoleta, y desde el principio notó que era extraordinariamente firme al tocarla. Mientras el escalpelo avanzaba delicadamente hacia la quilla y él apartaba los músculos con una espátula, no oía el tintineo de las monedas ni los vozarrones al otro lado del mamparo, donde el capitán Aubrey, los dos marineros del castillo de más antigüedad (un poco duros de oído) y el señor Adams estaban contando el dinero del
Franklin
, pasándolo a monedas españolas y calculando las partes en que se dividiría. Tampoco oyó el murmullo del alcázar, donde gran número de marineros habían encontrado algo que hacer cerca de la escala de toldilla para poder escuchar, y hacían comentarios sobre las cantidades y el tipo de cambio de las monedas que había abajo. Conocían bien el sistema europeo y el norteamericano y pasaban de los florines holandeses a los ducados de Hanover con tanta facilidad como de las monedas de oro de Barcelona a
los joes
[4]
portugueses, los cequíes venecianos o las guineas de Jamaica. El murmullo, bastante intenso, cesó cuando llamaron a los marineros a comer, pero el recuento continuó en la gran cabina mientras Stephen, sin pensar en nada más, continuó dejando al descubierto la parte superior del tórax del petrel.

Aún no había terminado de descubrir todas las partes vitales cuando llegaron Killick y Padeen, que estaban impacientes y le dijeron que ya todos estaban reunidos en la cámara de oficiales y que el banquete estaba a punto de empezar. Se abandonó a sus cuidados y bajó enseguida correctamente vestido, bastante limpio, con la peluca bien colocada y una expresión muy satisfecha.

—Bueno, caballeros —dijo al entrar en la cámara de oficiales—, casi llegué tarde.

—No importa —respondió Grainger—. Bebimos otro trago y nos alegramos de eso. Pero ahora pediremos al señor Martin que eche la bendición y empezaremos.

A Martin lo habían cambiado de puesto para dejar sitio a otros dos marineros de Shelmerston que habían venido de la presa, y ahora estaba sentado a la derecha de Stephen. Estaba delgado y parecía enfermo. Cuando se sentaron, Stephen le murmuró:

—Parece que se encuentra bastante bien.

—Estoy perfectamente, gracias —dijo Martin sin sonreír—. Fue una enfermedad pasajera.

—Me alegra saberlo, pero debería quedarse en la cubierta esta tarde —le recomendó Stephen y, después de una pausa, continuó—: Acabo de descubrir algo que creo que le gustará. En el petrel, el punto de unión de la espoleta coincide con el de unión a la quilla y las dos costillas superiores están unidas al
caracoide
, y cada
caracoide
, a su vez, está unido a un extremo de la escápula.

Su expresión triunfante se desvaneció cuando vio que Martin no sabía tanto de anatomía para entender eso o, al menos, para advertir sus consecuencias, y prosiguió:

—El resultado es, naturalmente, que el conjunto es del todo rígido, a excepción de la ligera flexión de las costillas. Creo que esto es único entre las aves que existen y está estrechamente relacionado con su capacidad de volar.

—Tiene cierto interés, si su ejemplo no es una broma —dijo Martin—. Tal vez eso justifique quitarle la vida al ave, pero a menudo hemos visto hecatombes que no han revelado nada significativo, cientos y cientos de estómagos abiertos para obtener casi el mismo resultado. Incluso el señor White, de Selborne, mató de un disparo a muchas. A veces creo que posiblemente la disección se haga sólo para justificar la muerte.

A menudo Stephen había tenido pacientes deseosos de ser desagradables, algo generalmente unido a la irritabilidad producida por una enfermedad, en particular en los casos de gangrena, pero sólo se mostraban así con sus amigos y parientes, rara vez con su médico. Pero, si bien Martin estaba realmente enfermo, Stephen no era su médico ni era probable que él lo consultara. Stephen, sin responder nada, se volvió hacia Grainger para alabar la sopa de calamar, pero estaba herido, profundamente decepcionado e insatisfecho.

Frente a él estaba sentado Dutourd, aparentemente en un estado de ánimo también indeseable. Durante cierto tiempo ambos mantuvieron una actitud cortés e incluso hicieron comentarios sobre el calamar, aunque estaba claro para la mayoría de los que estaban en la mesa que no sólo Dutourd estaba malhumorado sino que, en cierto modo, hacía al doctor responsable de ello. Para Grainger, Vidal y los demás, tanto si eran corsarios o marineros de barcos de guerra, apresar y ser apresados formaba parte de la vida marinera como el buen y el mal tiempo, así que aceptaban esas cosas como venían, pero sabían que ésa era la primera vez que a Dutourd le habían despojado de todo, mejor dicho, de casi todo, y le trataban con gran respeto y delicadeza, como si hubiera perdido a un familiar recientemente. Eso tuvo como resultado que fuera más locuaz que de costumbre. Cuando llegó el postre, su voz dejó de tener un tono bajo, conversacional, y alcanzó uno casi tan alto como el empleado para dirigirse al público. Stephen comprendió que iban a escuchar un discurso sobre Rousseau y la adecuada educación de los niños.

El pudín de pasas se desvaneció, retiraron el mantel y mientras las botellas pasaban constantemente alrededor de la mesa, Dutourd seguía animándose. Stephen ya se había tomado varias copas después de dejar de escucharle, y a veces pensaba con satisfacción en su descubrimiento, pero con mayor frecuencia recordaba con irritación el obvio deseo de herirle de Martin. Era cierto que Martin era simplemente alguien que observaba las aves con suma atención, no un sistemático ornitólogo que basaba su clasificación en rasgos anatómicos, pero, a pesar de eso…

Los ojos del doctor Maturin eran curiosamente claros y a menudo los tenía cubiertos por gafas azules; sin embargo, ahora no las llevaba y su color parecía más claro en contraste con su rostro bronceado y por la rabia que sentía por su ayudante, que se obstinaba en guardar silencio.

Estaba mirando al frente en uno de esos momentos de abstracción, cuando Dutourd, sirviéndose otra copa de oporto, se fijó en su mirada y creyendo que reflexionaba sobre él dijo:

—Me temo que usted, doctor, no comparte mi opinión sobre Jean-Jacques.

—¿Rousseau? —preguntó Stephen, volviendo al inmediato presente y componiendo su gesto para expresar mayor cordialidad o, al menos, para que pareciera menos irritado y siniestro—. ¿Rousseau? En verdad, no conozco mucho sobre él, aparte de
Devin du Village
, que me gustó mucho. Pero he oído hablar de sus teorías desde siempre, y una vez un admirador suyo me hizo prometerle que leería la
Confesiones
ylas leí, porque las promesas son sagradas. Pero durante todo el tiempo me acordé de un primo mío, un sacerdote, que me decía que la parte más aburrida, insignificante y descorazonadora de su trabajo era escuchar a los penitentes que habían hecho un acto de contrición por faltas imaginarias, por pecados ficticios, por errores fantasmales. Y lo más penoso era dar una absolución que podría ser blasfema.

—Pero no dudará usted de la sinceridad de Rousseau, ¿verdad?

—Por caridad tuve que hacerlo.

—No le comprendo, señor.

—Recordará usted que en ese libro habla de los cuatro o cinco hijos que tuvo con su amante y que fueron llevados a un orfanato. Esto no concuerda con su elogio de los lazos familiares, y menos aún con sus teorías sobre la educación que aparecen en
Émile
, así que a menos que pensara que es un hipócrita cuando habla de la educación de los niños, tenía que considerarlo un procreador de niños falsos.

En la cabecera de la mesa, los rehenes, que eran toscos y, a diferencia de sus anfitriones, estaban cada vez más inquietos, soltaron una carcajada cuando oyeron «niños falsos» y, dándose palmadas en la espalda unos a otros, gritaron:

—¡Escúchenlo! ¡Muy bueno! ¡Escúchenlo!

—La existencia de esos niños la puede comprender muy bien cualquier persona bien pensada —gritó Dutourd para que le oyeran a pesar del alboroto—, pero donde hay prejuicios, odio evidente al progreso y la ilustración, amor a los privilegios y las viejas costumbres, rechazo a las cualidades esenciales del hombre y malevolencia, no tengo nada que decir.

Stephen le hizo una inclinación de cabeza y, volviéndose hacia el turbado teniente interino, dijo:

—Señor Grainger, espero que me perdone si me voy en este momento. Pero antes de irme, antes de retirarme, propongo un brindis por Shelmerston. Llenen las copas hasta el borde, caballeros, por favor, y no dejen nada en el fondo. ¡Por Shelmerston! ¡Que pronto pasemos por su banco de arena sin rozarlo!

—¡Viva Shelmerston, Shelmerston, Shelmerston! —gritaron todos, mientras Stephen se alejaba y se dirigía a la cabina sintiendo que el cabeceo y el balanceo aumentaban.

Encontró a Jack terminando de comer y se sentó junto a él.

—¿Puedo confesarte un pecado grave? —preguntó.

—¡Por supuesto! —respondió Jack, mirándole con benevolencia—. Pero si pudiste cometer un delito en el trayecto de la cámara de oficiales hasta aquí, tienes una enorme capacidad de hacer el mal.

Stephen cogió un pedazo de galleta, lo golpeó mecánicamente para que salieran los excrementos de los gorgojos y dijo:

—Tenía un humor de perros y ataqué a Dutourd y a Rousseau.

—Él también estaba malhumorado y deseoso de pelear. A duras penas pudo comportarse cortésmente cuando le obligué a entregar el dinero del
Franklin
, aunque bien sabe Dios que eso era normal.

—¡Así que le quitaste su dinero! No lo sabía.

—No
su
dinero, pues le dejamos su bolsa, sino el dinero de
su
barco: el botín que obtuvo de las presas, el efectivo que llevaba para comprar provisiones y pertrechos. Es lo que se hace siempre, ya sabes, Stephen. Debes de haberlo visto montones de veces. El baúl llegó a bordo en la guardia de mañana.

—¡Naturalmente, naturalmente! Pero yo no estaba en la cubierta a esa hora ni creo que nadie lo haya mencionado; sin embargo, observé una alegría general y Sarah dijo que Dutourd estaba de mal humor.

—Se lo tomó realmente mal. Y tenía mucho dinero a bordo. Pero, ¿qué esperaba? No somos una institución filantrópica. Adams, dos marineros y yo lo contamos esta mañana. Había monedas muy curiosas, sobre todo de oro. Guardé este montoncito para que las vieras.

—No sé mucho de dinero, pero, indudablemente, estas monedas son bizantinas. ¿Y ésta no se parece mucho a un antiguo mohur? Por el agujero y lo gastada que está, seguramente es un amuleto.

—Seguro que sí —dijo Jack—. ¿Y qué piensas de esta moneda grande? Casi está lisa, pero si la pones de lado contra la luz, se puede ver un barco con un mástil inclinado hacia delante y con muchos obenques y también una especie de toldilla elevada detrás del castillo.

Jack terminó de comer, y mientras tomaban el café Stephen dijo:

—He hecho un importante descubrimiento esta mañana y creo que se armará un revuelo en la Royal Society
[5]
cuando lea mi disertación. Cuvier se
asombrará.

Habló de la inflexibilidad del pecho del petrel, comparándolo con el de otras aves que apenas lo tenían más rígido que una cesta de mimbre, y añadió que eso probablemente tenía relación con su capacidad de vuelo. Como era habitual siempre que ambos hablaban de lugares en tierra, de maniobras o cosas parecidas, Stephen estaba trazando líneas con vino en la mesa. Jack le seguía con atención.

—Entiendo y creo que tienes razón —dijo, dibujando un barco visto desde arriba—. Así, como sabes, está la verga mayor cuando llevamos las velas amuradas a estribor. La ajustamos con la braza de babor, que está aquí; llevamos la escota hacia popa y los grátiles de estribor hacia proa, con las bolinas tan tensas que vibran, y luego movemos las amuras hacia el interior y las bajamos hasta la castañuela y la tensamos bien con un motón. Cuando todo esto se hace como lo hacen los buenos marinos, hay muy poca holgura y la vela queda plana como una tabla, y un barco con las velas tan bien ajustadas vuela. Sin duda, aquí hay un paralelismo.

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