Las sobrejuanetes de la
Surprise
, que se dejaban como velas volantes, hacía rato que habían sido colocadas en las vergas y estaban amarradas con drizas a las bragas, a su vez amarradas al peñol de estribor. Los marineros estaban ansiosos por izarlas, pero ninguno tocó ningún cabo hasta que Grainger dijo:
—Ahora, George, pueden tirar.
Entonces, las finas y largas vergas subieron rápidamente por entre la jarcia, y siguieron subiendo recto a través de la maraña de cabos, hasta que llegaron al tope de los palos. En uno estaba el ágil y esbelto Abraham Dorkin, que cortó el pequeño cabo que unía la verga a las drizas, de modo que la verga se puso en posición horizontal. Luego la amarró con beques, después amarró los puños de las velas, las dos puntas inferiores, a los penoles, y entonces cortó los beques y gritó:
—¡Terminado!
Su grito coincidió casi exactamente con otros en el tope de los palos trinquete y mesana, y las sobrejuanetes se desplegaron al mismo tiempo, hinchándose enseguida con la suave brisa. Los tripulantes de la
Surprise
dieron vivas, y luego los cansados marineros del
Franklin
hicieron lo mismo. Entonces Jack, con el rostro radiante y los ojos más azules que nunca, miró hacia Stephen y dijo:
—¿No es estupendo? Ahora podemos tocar el concierto por fin.
—Estupendo, sin duda —respondió Stephen, preguntándose por qué todos estaban tan contentos.
Naturalmente, los barcos, especialmente el
Franklin
, tenían un aspecto mucho más hermoso con aquellas enormes nubes blancas que reducían al mínimo sus elegantes cascos. Miró hacia el
Franklin
, donde los brillantes rayos del sol hacían que los estayes proyectaran sus curvilíneas sombras en las mayores, las gavias y las sobrejuanetes. Tenía un aspecto realmente hermoso. Además, notó un aumento apenas perceptible de la velocidad, un impulso ligeramente superior del viento.
—Señor Reade, hágame el favor de tirar la corredera —ordenó Jack.
—Sí, señor, la corredera —dijo Reade, todavía muy sumiso.
Entonces siguió la usual ceremonia. La barquilla cayó al agua desde la aleta de sotavento y, observada con atención por todos los marineros, se deslizó hacia atrás despacio hasta que se separó de los pequeños remolinos que formaba la
Surprise
. En el momento en que el nudo que marcaba el final del cordel pasó por encima de la borda, Reade dijo:
—Dar la vuelta.
Norton dio la vuelta al reloj de arena de veintiocho segundos y se lo acercó a los ojos. Cuando cayó el último grano, gritó:
—¡Parar!
Reade sujetó el cordel poco después de que pasara el segundo nudo. El suboficial encargado de la medición, que sostenía el carretel, dio un tirón al cordel, quitó un pasador para que la barquilla se pusiera de lado, y luego volvió a colocarlo. Reade midió visualmente la distancia desde donde tenía sujeto el cordel hasta el segundo nudo.
—Dos nudos y un poco más de una braza, señor, con su permiso —dijo al capitán con la cabeza descubierta.
—Gracias, señor Reade —respondió Jack, y entonces se volvió hacia Stephen—: Bueno, doctor, ¿no estás asombrado? ¡Dos nudos y un poco más de una braza!
—Muy asombrado. Pero recuerdo otras veces que hemos navegado aún más rápido.
—¡Claro que sí, por Dios! —exclamó Jack—. No me refiero a la velocidad absoluta, sino a la relativa; a la velocidad alcanzada con este miserable céfiro. Dios sabe que si ambos barcos pueden navegar a más de dos nudos con este viento, que apenas haría moverse la llama de una vela, ninguna embarcación se nos podrá escapar, tanto si tiene alas como si lleva setenta y cuatro cañones.
—Hágale caso, hágale caso —dijo alguien desde el combés, y los timoneles y el suboficial se rieron.
—Sin duda, siempre es un placer la persecución —dijo Stephen con todo el entusiasmo que pudo y, después de una pausa en que pensó que había provocado decepción, añadió—: ¿Tienes pensado algo en particular para el concierto?
—Bueno, nuestros viejos favoritos —respondió Jack—. Recuerdo que hace mucho tiempo, cuando salíamos de Puerto Mahón en la
Sophie
, me contaste que en España decían: «Lo nuevo no siempre es mejor», que en aquel momento pensé que era muy apropiado para la Armada, y creo que también se puede aplicar a la música.
Fue con uno de sus viejos favoritos con el que empezaron esa tarde, el dueto en do menor para violín y violonchelo de Benda, y lo tocaron extraordinariamente bien. Como la estabilidad de la cubierta favorece el sonido del violonchelo y la alegría del violinista favorece el del violín, ambos hubieran terminado de modo excepcional si Killick no lo hubiera impedido cuando tropezó con un taburete que la bandeja no le dejaba ver y, en un increíble acto de malabarismo, logró salvar la cena.
En otro tiempo la cena consistía en tostadas con queso y se servía en una elegante fuente de plata irlandesa con tapa que podía contener hasta seis unidades y que se mantenía caliente sobre un hornillo de alcohol. Todavía estaba presente la brillante fuente, pero sólo contenía una papilla hecha con galletas trituradas, un poco de leche de cabra y aún menos corteza de queso Cheddar rallada y dorada con una plancha de hierro, de manera que tenía un ligero olor a queso.
Jack Aubrey pesaba unas doscientas veinticinco o treinta y cinco libras, y Stephen apenas ciento veinticinco. Para evitar el tedio del sacrificio, las protestas contra el sacrificio y la infinidad de posteriores comentarios, habían acordado que compartirían la comida proporcionalmente. Cuando Jack terminó el cuarto plato, también terminó la explicación de las excelentes cualidades para la navegación que tenían el
Franklin
y la
Surprise.
—… como te he dicho, aunque actualmente la corriente está en contra, creo que ambos barcos podrán aprovechar bien el poco viento que hay. Por el aspecto del cielo y el barómetro, no me asombraría que alcanzáramos cinco nudos mañana. Después, cuando hagamos rumbo a la línea del Ecuador, tendremos la corriente a favor.
—Tanto mejor —replicó Stephen—. ¿Qué dices ahora al concierto en re mayor de Boccherini? El minué me da vueltas en la cabeza desde hace dos o tres días, pero todavía tenemos que practicar el adagio.
—Me encantaría-dijo Jack—. ¡Killick, Killick! Retira la mesa y trae otra botella de oporto.
—Van quedando muy pocas, señor —se quejó Killick—. A este paso, tendremos que traer las del botín del noventa y cinco o contentarnos con grog.
—Trae una, Killick. Vivamos mientras tengamos vida.
Cuando Killick se fue, con gesto malhumorado y desaprobatorio, Jack continuó:
—Eso me recuerda a Clarissa Oakes. Ella dijo algo parecido en latín, según me dijiste, y se lo tradujo a su esposo. Era una joven muy hermosa, Stephen. ¡Es tan vergonzoso que la haya deseado tanto! Pero, naturalmente, eso no podía ser, no en mi propio barco. Y creo que el pobre Martin también estaba muy afectado. No dejaba de poner ojos de cordero degollado. Pero espero que sea feliz con Oakes. Tal vez él no esté a su altura, pero es un marino bastante bueno.
—No sé mucho del oporto —dijo Stephen—. ¿El año ochenta y nueve fue un buen año?
—Muy bueno —respondió Jack—. Pero me gusta por lo que lleva asociado. Nunca lo tomo sin pensar en el conflicto con España.
—Amigo mío, sabes más que yo.
—¿De verdad? Bueno, me alegra mucho saber algo que tú no sabes. Eso tiene que ver con el estrecho de Nootka, por donde pasan los tratantes en pieles. El capitán Cook, ese gran hombre, lo descubrió durante su último viaje, cuando navegaba por la costa noroeste de América. Nuestros hombres habían comerciado allí y más al norte durante años y años cuando los españoles, de repente, dijeron que esa costa era continuación de California y, por lo tanto, española. Mandaron una fragata de veintiséis cañones desde México y se apoderaron de los barcos ingleses y de la colonia. Cuando las noticias llegaron a Inglaterra, hubo un gran revuelo; sobre todo porque no hacía mucho que nos habían derrotado en América. La gente estaba furiosa. Mi primo Edward se levantó en una sesión del Parlamento e, iracundo, dijo que Inglaterra se iba a hundir, y todos le vitorearon. Cuando los españoles no atendieron a razones, el gobierno se apresuró a mandar barcos con una misión extraordinaria y dotados con marineros recién reclutados a la fuerza, y también preparó otros nuevos. ¡Qué contentos estábamos! Todos los marinos estábamos en tierra desde el desastre norteamericano. Un día yo no era más que un oficial de derrota desgraciado, triste y preocupado, sin siquiera media paga, sentado en la playa llorando y añadiendo saladas lágrimas al mar, y al día siguiente era el teniente Aubrey, el quinto de a bordo del
Queen
, cubierto de gloria y de galones dorados; o al menos, digno de crédito. Fue un golpe de suerte para mí y para el país también.
—¿Quién podría negarlo?
—Quiero decir que fue muy oportuno, porque, cuando los franceses nos declararon la guerra un poco después, la Armada tenía barcos bien equipados y con buena tripulación para hacerles frente. Bendito sea el conflicto con España.
—¡Por supuesto! Pero, Jack, juraría que tu nombramiento fue en 1792. Sophie me lo enseñó llena de orgullo. Pero el vino es de 1789.
—Desde luego que sí. Fue entonces cuando el conflicto empezó, cuando esos cerdos se apoderaron de nuestros barcos. Las conversaciones y el rearme continuaron hasta 1792, cuando los españoles se retiraron, como habían hecho de las islas Malvinas algún tiempo antes. Pero todo empezó en 1789. Esa es una fecha muy preciada para mí. Fue un año extraordinario, y yo concebí muchas esperanzas en cuanto las noticias llegaron a Inglaterra —añadió, y luego hizo una pausa para beber oporto, sonrió al recordar y preguntó—: Dime, Stephen, ¿qué hacías tú ese año?
—¡Oh! —exclamó Stephen—. Estudiaba medicina.
Al decir esto, cogió la copa y se fue al jardín
[3]
. Era cierto que estudiaba medicina y recorría las salas del Hôtel-Dieu, pero también pasaba gran parte del tiempo corriendo por las calles de París de lo más contento, mejor dicho, tan entusiasmado como imaginarse pueda; en los albores de la Revolución, todas las desinteresadas y generosas ideas para conseguir la libertad parecían a punto de realizarse, parecían anunciar el amanecer de una época infinitamente mejor.
Cuando regresó, encontró a Jack colocando la partitura del siguiente dueto en los atriles. Como muchos hombres gruesos, Jack podía ser muy sensible en muchas ocasiones, y sabía que había tocado un área delicada, y que Stephen detestaba las preguntas. Fue muy atento con Stephen, porque ordenó las hojas, le sirvió otra copa de vino y, cuando empezaron a tocar, lo hizo de manera que el violín parecía ayudar al violonchelo, cediendo ante él de forma sólo perceptible para quienes están concentrados tocando música y para pocos más.
Siguieron tocando, y sólo una vez Jack levantó la vista de la partitura. La fragata se inclinó una traca y bajo el sonido de las cuerdas se oía casi imperceptiblemente el de la jarcia. Al final del alegro, pasó la hoja con el arco y dijo:
—La fragata avanza a cuatro nudos.
—Creo que podemos atacar el adagio enseguida —propuso Stephen—. Tenemos viento en popa y nunca hemos tocado mejor.
Pasaron al siguiente movimiento, en que el violonchelo tocó delicadamente, y ambos siguieron tocando sin pausa, separándose y juntándose, respondiendo el uno al otro, sin vacilar ni dar una nota falsa, hasta la gran satisfacción del final.
—¡Muy bien, muy bien! —exclamó Dutourd.
Él y Martin estaban en la cálida penumbra detrás de la iluminada escala de toldilla. Eran los únicos en el alcázar, aparte de Grainger y los hombres que estaban al timón.
—No tenía idea de que pudieran tocar tan bien, sin contención, sin luchar por el protagonismo. Dígame, por favor, ¿quién toca el violonchelo?
—El doctor Maturin.
—Y el capitán Aubrey toca el violín, desde luego. El tono y el movimiento del arco son admirables.
A Martin no le gustaba que Dutourd estuviera en la cámara de oficiales. Pensaba que el francés hablaba demasiado, que tendía a arengar a sus acompañantes y que sus ideas, aunque indudablemente eran bienintencionadas, eran perniciosas. Pero a solas con él, Dutourd era una agradable compañía y a menudo Martin paseaba con él por la cubierta.
—Usted también toca, según tengo entendido, señor —dijo Martin.
—Sí, puede decirse que toco. No estoy al nivel del capitán, pero, con un poco de práctica, creo que podría ser segundo violín sin descrédito.
—¿Tiene un violín aquí?
—Sí, sí, está en mi baúl. El hombre que reparó su viola reemplazó las juntas antes de que saliéramos de Molokai. ¿Toca usted en la cabina a menudo?
—He tocado, aunque soy mediocre. He tocado en cuartetos.
—¡Cuartetos! ¡Qué alegría! ¡Eso es sentir verdaderamente la música!
A la mañana siguiente, Jack Aubrey tuvo una reunión sobre contabilidad con el señor Adams. Jack, como el capitán Cook y muchos otros capitanes de alta categoría antes que él, era nominalmente su propio contador, como Adams era nominalmente el escribiente del capitán, pero dividiéndose el trabajo lograban hacerlo bien, además de sus otras tareas específicas. Como el estatus de la
Surprise
era anómalo, sus cuentas no tenían que ser revisadas lenta y cuidadosamente por el Departamento de Avituallamiento, según el cual todos los encargados de un barco de Su Majestad estaban presuntamente acusados de malversación hasta que pudieran demostrar su inocencia con certificados de cualquier naturaleza con una contrafirma. En esta reunión, habían pesado varios sacos de guisantes secos, y Jack, aprovechando que la balanza estaba colgada de un bao, se pesó. Comprobó con vergüenza que había aumentado siete libras, y decidió que las bajaría caminando lo antes posible porque no quería oír más críticas sobre la obesidad, ni más comentarios jocosos sobre el hecho de ensanchar sus chalecos, ni consejos profesionales en que le advertían cuál era el precio que los hombres grandes y gruesos y de temperamento sanguíneo tenían que pagar a menudo por hacer demasiado poco ejercicio y por comer y beber demasiado: apoplejía, reblandecimiento del cerebro e impotencia.
De un lado a otro, de un lado a otro, Jack recorría la parte de barlovento del alcázar, su región privada, una estrecha franja libre de obstáculos por la que había andado cientos, incluso miles de millas desde que estaba al mando de la
Surprise
, un terreno familiar donde podía pensar libremente. El viento estaba ahora demasiado por delante de la amura para que los barcos, que navegaban con rumbo sudoeste, pudieran desplegar las alas, pero llevaban extendidas todas las velas que tenían, incluyendo la inusual vela de estay media, y llevaban una velocidad de cuatro nudos. Eran dignos de verse desde cierta distancia, pero de cerca cualquier marino podría distinguir aún muchos signos de la batalla que habían mantenido. Todavía había que reemplazar algunos nudos, ayustando o usando cabos nuevos. Aún las cubiertas no habían recobrado su magnífico aspecto y, en algunos lugares, el suelo que hubiera podido compararse al de una sala de baile estaba ensangrentado. Las nubes de ardientes cenizas volcánicas y escoria habían dañado la pintura de los barcos y las vergas y, además, el calafateado. Los marineros realizaban una enorme cantidad de trabajo especializado y minucioso de una punta a otra de la fragata, y los paseos del capitán Aubrey estaban acompañados por los rítmicos golpes de las mazas de los calafates.