—En absoluto, padre —respondió Stephen—. Si no hubiera estado navegando hasta hace poco y mis piernas no hubieran estado tan poco acostumbradas a caminar en tierra firme, no me hubiera parecido muy largo, sino todo lo contrario; especialmente con una mula que sabe subir montañas tan bien como
Josefina
. Que Dios la bendiga.
—Que Dios la bendiga-dijo el padre O'Higgins, dando palmaditas en el lomo a la mula.
—Pero el viento me preocupa por los que están en la mar; nosotros podemos encontrar refugio, pero ellos no.
—Muy cierto, muy cierto —dijo el sacerdote, y se oyó el aullido del viento al pasar por encima de los muros del monasterio—. ¡Pobrecillos! Que Dios les acompañe.
—Amén —dijo Stephen, y entró.
* * *
Tradicionalmente, en San Pedro completas duraba mucho, y cuando el coro de monjes aún cantaba
Nunc dimittis
, despertaron a Stephen y le condujeron por diversos pasillos a la parte trasera de la capilla. El canto gregoriano, con su monotonía y su impersonalidad, despertó la mente adormilada de Stephen y, al otro lado de la puerta trasera el frío viento del este la despejó por completo.
El camino que tomaron él y los otros, con faroles en la mano y formando una fila, llevaba a un estrecho paso entre montañas y luego a una alta meseta bastante fértil y con excelente pasto, según anunciaron a Stephen. Finalmente conducía a una cabaña que generalmente usaban los pastores. Por lo que decían en voz baja quienes estaban delante y detrás de él, Stephen supo que algunos hombres había llegado después que él e incluso después que se acostara. Al poco rato vio una fila de faroles bajar de San Pablo, y los dos grupos se reunieron enseguida. Los que reconocían a un amigo le saludaban muy bajo, discretamente, y luego iban a sentarse en los bancos. Había poca luz y estaba muy alta.
Primero hubo una larga plegaria, cantada por el viejo prior de los capuchinos de Matucana, y Stephen se sorprendió porque no sabía que aquel movimiento tuviera una base tan amplia como para que los franciscanos se reconciliaran con los dominicos. Los debates no le interesaban mucho. Había muchos elementos a favor de la admisión de Castro, pero también muchos en contra, y él no conocía lo suficiente a Castro ni a los que hablaban a favor o en contra como para formarse una opinión válida ni le parecía que su admisión tuviera importancia. El apoyo o la oposición a un personaje tan ambiguo no importaba mucho, ahora que las fuerzas armadas estaban a punto de actuar.
Escuchó los argumentos en general, a veces dormitando, a pesar de que el banco sin respaldo era un incómodo asiento para su exhausto cuerpo. Por fin escuchó con alivio la voz de Hurtado, una voz fuerte característica de los militares, diciendo:
—No, caballeros, no es bueno. No se puede confiar en un hombre que espera a ver qué pasa para estar de un bando o de otro. Si tenemos éxito, se unirá a nosotros; si no, nos denunciará. Recuerden a José Rivera.
Stephen pensó: «Parece que esto resolverá la cuestión. ¡Estupendo!».
Poco después una fila se dirigió a San Pedro y otra a San Pablo, iluminadas por la asimétrica luna, lo cual era conveniente porque con un viento tan fuerte no se podía confiar en los faroles.
De nuevo en su querida cama, oyó remotamente los cantos de prima. Después uno de los hermanos indios le trajo una palangana con agua caliente. Luego fue a misa temprano y desayunó en el pequeño refectorio, entre el vicario general, que le saludó amablemente a pesar de ser callado (sobre todo por las mañanas), y el padre Gómez, que no era callado, aunque podría haberlo sido, a juzgar por su rostro impasible, típico de los indios (parecía un emperador romano moreno). El padre Gómez bebió gran cantidad de mate de un cuenco hecho de calabaza seca y dijo:
—Estimado amigo, sé que es una pérdida de tiempo tratar de apartarle del café. Sin embargo, permítame darle estos albaricoques secos de Chile.
Después de beber otro cuenco, prosiguió:
—Recuerdo que usted dijo que deseaba conocer la gran montaña y algunas de las grandes construcciones incas. Naturalmente, ésta no es la gran montaña, ni una puna, pero es bastante elevada, y mi sobrino vendrá esta mañana para ver una de nuestras granjas de llamas. Si el tiempo no fuera tan desapacible, podría enseñarle parte de la región. Le hablé de usted la última vez que nos vimos y me rogó que se lo presentara. Juntó las manos y exclamó: ¡Por fin conoceré a alguien que podrá hablarme de las aves del Pacífico Sur!
—Con mucho gusto le diré lo poco que sé —dijo Stephen—. Pero no me parece que el tiempo sea tan malo.
—A Eduardo tampoco se lo parecería —dijo el padre Gómez—. Es un gran cazador y escala las montañas con nieve o hielo. Es de hierro. Ha subido a Pinchincha, Chimborazo y Cotopaxi.
* * *
Rara vez Stephen había sentido un afecto tan repentino por un nuevo amigo como el que sentía por Eduardo. Sin duda, siempre había simpatizado con los jóvenes afables, sencillos y sinceros que había conocido, pero en Eduardo esas raras cualidades iban acompañadas de un gran interés por los seres vivos, desde las aves hasta los reptiles e incluso las plantas, y un profundo conocimiento de los que habitaban en su inmenso e inmensamente diverso país. Pero, obviamente, Eduardo no era muy joven, porque no podría haber acumulado tanta experiencia en pocos años; sin embargo, conservaba la franqueza, la modestia y la simplicidad que a menudo desaparece con los años. Además, hablaba el español con fluidez, con un agradable acento y usando arcaísmos, lo que a Stephen le recordó el inglés que se hablaba en las antiguas colonias del norte, aunque en la pronunciación de Eduardo no se encontraban sonidos metálicos como en Boston.
Se sentaron en el claustro con la espalda apoyada en el muro que daba al este, y Stephen le contó todo lo que sabía del albatros, especialmente sobre su vuelo, que no era poco, porque en la isla Desolación se había sentado con ellos durante horas en el lugar donde anidaban, a veces levantándolos para mirar de cerca los huevos. Entonces Eduardo le habló con entusiasmo del guácharo, un singular pájaro que había descubierto en una enorme cueva cerca de Cajamarca, en los Andes. La cueva era realmente grande, pero apenas lo suficiente para albergar a todos los guácharos que intentaban entrar, así que algunos se quedaban fuera. Fue uno de ésos el que Eduardo encontró un mediodía, dormido en el lugar más oscuro que había podido encontrar, en el hueco de un árbol caído. Era un pájaro aproximadamente del tamaño de un cuervo, marrón y gris y con motas blancas y negras, un poco parecido al chotacabras y la lechuza, con grandes alas y de vuelo rápido. Era un ave nocturna y sólo se alimentaba de frutos secos, semillas y frutas.
—Me asombra usted —exclamó Stephen.
—Yo también estaba sorprendido —dijo Eduardo—. Pero así es. En cierta época del año, la gente del pueblo sube a la cueva, coge a todos los pájaros jóvenes que encuentra, que son como bolas de grasa, y los derriten para obtener aceite, un aceite transparente que usan para las lámparas y para cocinar. Me enseñaron un caldero y varios tarros rebosantes de aceite, y se asombraron de mi ignorancia. Me metí hasta el final de la cueva con un sombrero de ala ancha que me protegiera de los excrementos, y las aves chillaban y arrullaban por encima de mi cabeza; tanto, que me parecía estar en medio de un enorme enjambre de gigantescas abejas y el ruido apenas me dejaba pensar. Vi un pequeño bosque de árboles enanos que necesitan poca luz y que nacieron de las semillas que dejaron.
—Por favor, hábleme de los huevos —rogó Stephen, que consideraba ése un punto importante para la taxonomía.
—Son blancos y no tienen brillo, como los de la lechuza, y tampoco tienen un extremo puntiagudo. Pero los ponen en un nido redondo muy bien hecho de… ¿Qué pasa? —preguntó a un hermano que estaba cerca de allí.
—Un caballero quiere ver al doctor —respondió el hermano.
Entregó a Stephen una tarjeta y Stephen se excusó.
—Está ante la puerta, con su caballo —le informó el hermano.
Había por allí dos o tres personas que respondían a esa sucinta descripción, y Stephen tuvo que esforzarse para distinguir a Gayongos, que se había puesto un uniforme militar, un bigote y un gran sombrero, lo que le sorprendió porque era raro ponerse un disfraz cuando se estaba a ese nivel en el servicio secreto; sin embargo, tenía que admitir que a pesar de no ser profesional, era efectivo. El caballo que Gayongos sujetaba era robusto y tenía espuma en la boca, lo que indicaba claramente que había subido por el camino a gran velocidad.
—Un hombre llamado Dutourd ha llegado a Lima desde Callao —dijo en voz baja cuando ya paseaban el caballo de un lado al otro—. Va por todas partes diciendo que cuando era prisionero en la
Surprise
le maltrataron y le robaron, que el capitán Aubrey no es lo que parece, que la
Surprise
no es un barco corsario sino de Su Majestad y que usted es probablemente un espía británico. Se ha reunido con varios miembros de la misión francesa y les arengó en el abarrotado café de Julibrissin hasta que se sintieron molestos y se fueron. Luego contó la historia de una república ideal. Crea mucho alboroto y, aunque no habla muy bien español, se le entiende bastante. Dice que es estadounidense y que tenía un barco corsario que navegaba con bandera de su país.
Stephen se preguntó cómo habría podido escapar, y enseguida se le ocurrió la probable respuesta.
—Es un fastidio —dijo a Gayongos—. Podría haber provocado inconvenientes o incluso un desastre si hubiera llegado antes, pero ahora no tiene mucha importancia. Ni los franceses ni nadie le tomarán nunca en serio ni se comprometerán con alguien tan exaltado y locuaz. Es un estúpido y no es capaz de mantenerse callado. Pero creo que las cosas han avanzado demasiado para que sus arrebatos las afecten. Piense que cualquier queja que presente tendrá que ser considerada por las autoridades civiles, pero dentro de unas veinticuatro horas un gobierno militar estará en el poder y hasta que se proclame la independencia no habrá autoridades civiles.
—Sí —convino Gayongos—, eso creo yo, pero pensé que debería decírselo. ¿Cómo fue la reunión?
—Decidieron no admitir a Castro.
Gayongos asintió con la cabeza y, con una expresión preocupada, volvió a montar.
—¿Qué debo hacer con Dutourd? —preguntó—. ¿Quiere que mande eliminarle? Forma
mucho
alboroto.
—No —respondió Stephen sonriendo—. Denúnciele a la Inquisición. Es un hereje.
Gayongos no estaba acostumbrado a bromear, y no respondió con una sonrisa cuando partió hacia San Pablo, entre una lluvia de guijarros y una nube de polvo, para dar a su viaje otro cariz. El polvo se dispersó por el oeste, mucho más despacio de lo que lo hubiera hecho pocas horas antes.
—Hacen el nido de barro —continuó Eduardo y, mientras Stephen asimilaba esto, preparó una bola de hojas de coca, le pasó la bolsa de cuero y añadió—: El viento está disminuyendo de intensidad.
—Así es —dijo Stephen, mirando hacia un grupo de gente que acababa de entrar en el claustro, seguramente peregrinos que ahora empezaban a llegar a los dos monasterios—. Espero que su viaje a la granja de llamas no sea demasiado duro.
—¡Oh, no! Pero le agradezco su interés. Estoy acostumbrado a cabalgar por las montañas, incluso por la más alta, y por las punas, pero confieso que es muy raro que de este lado de la cordillera haya este viento tan fuerte en esta época del año. Me encantaría que perdiera un poco de fuerza (y parece que así será, a juzgar por el aspecto del cielo), porque de esa forma podría convencerle para que viniera al menos hasta Hualpo, nuestra principal granja de llamas.
—Fortalecido por las hojas de coca, no dudaría en partir dentro de quince minutos —dijo Stephen—. En cuanto mi cuerpo asimile sus beneficiosas propiedades, podré soportar tranquilamente el embate del viento con el pecho descubierto. No tardará mucho. Ya puedo notar la falta de sensibilidad en la laringe. Pero primero, por favor, hábleme de la llama. Lamentablemente, no conozco esa familia ni he visto nunca un ejemplar vivo, sino solamente algunos huesos.
—Bueno, señor, sólo hay dos especies salvajes. Una es la vicuña, un animal pequeño y de pelo largo y anaranjado que vive en lugares muy altos, cerca de donde está la nieve, aunque a veces vemos algunas por encima de Hualpo. La otra es el guanaco, que, a pesar de que se encuentra con más frecuencia en Chile, incluso hasta en la Patagonia, también vemos a veces allí… ¿Dónde estaría el puma si no fuera por el guanaco? Y puede domesticarse con más facilidad que la vicuña. Pero ambos son los antepasados de la llama y la alpaca. La llama se cría para usarla como animal de transporte y de carga; la alpaca, un animal más pequeño que mantenemos en lugares más altos, se cría sólo por la lana. Las dos dan muy buena carne, desde luego, aunque algunos dicen que no es tan buena como la de cordero. En mi opinión, el cordero…
Tosió, se sacudió la nariz y se preparó otra bola de hojas de coca. Para cualquiera que le hubiera escuchado atentamente, era obvio que el inca (Eduardo tenía pura sangre inca) consideraba la oveja una desafortunada importación española.
Esto se advirtió mejor más tarde, cuando cabalgaban en dirección este para atravesar la meseta. Al rodear una colina llena de altos cactus con muchas ramas, que Stephen ya conocía, vieron un rebaño de ovejas pastando en una resguardada hondonada y moviéndose hacia el mismo lugar. Eduardo, que había recorrido unas cuantas millas hablando animadamente, contando a Stephen que había encontrado un oso de hocico blanco en un bosque de coca y señalando muchas aves pequeñas —esa región, aunque tenía pocos árboles, era muy distinta del desierto de la costa—, dejó de tener una expresión alegre al ver que todas las ovejas corrían en la misma dirección.
—¡Ovejas! —exclamó indignado—. ¡Vaya nombre que tienen!
Se puso los dedos en la boca y dio un silbido que las hizo correr aún más deprisa. Los indios pastores salieron de detrás de las rocas. Uno de ellos, con los perros, reunió las ovejas, mientras los otros corrían en dirección a los caballos gritando en tono de queja. Pero Eduardo continuó cabalgando y tardó varios minutos en recuperar su alegría. Entonces describió el lago de Chinchaycocha, a poca distancia al este pero más arriba, pues se encontraba situado a trece mil pies. Estaba rodeado de carrizales y poblado de numerosas aves acuáticas.
—Por desgracia, sólo sé el nombre en quechua, la lengua de mi pueblo, y no he encontrado descripciones científicas, con los nombres, el género y la especie en latín. Por ejemplo, hay un espléndido ganso que llamamos huachua que tiene las alas de color verde oscuro mezclado con violeta…