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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (28 page)

En el papel en cuestión escribió:

Cariño mío:

Hago apresuradamente estos garabatos para enviaros a las dos todo mi cariño desde el último puerto en que he hecho escala. También quiero decirte que todos estamos bien excepto el pobre Martin, que ha tenido que regresar a Inglaterra por problemas de salud. Si Dios quiere, recibirás esta nota antes de que llegue, así que, por favor, dile a su esposa que estoy convencido de que se recuperará.

Este clima es muy agradable, porque la suave brisa atenúa el calor; sin embargo, me han asegurado que aquí no llueve nunca jamás, y aunque hay niebla y humedad en el invierno eso no es suficiente para mitigar la esterilidad casi absoluta del desierto, ya sea rocoso o arenoso, que se extiende a lo largo de la costa, donde la ausencia de vida animal y vegetal es casi total. Pero he conseguido satisfacer una de mis mayores ambiciones: he visto el cóndor. Seguramente te alegrará saber que ya he recogido siete ejemplares de ratón de especies diferentes (uno que vive en el corazón del desierto, cinco que habitan en la periferia y uno que encontré haciendo su nido entre mis papeles). Pero gracias a los ríos, que, naturalmente, se nutren de las nieves de los picos de la lejanas montañas y por tanto son más caudalosos en verano, hay una fauna y una flora importantes en los campos regados por ellos y en los valles. Lo que más deseo ver es la gran montaña, con sus plantas y sus animales tan diferentes a los del resto del mundo. En este momento tengo puestas las botas y las espuelas para iniciar un viaje a unas montañas de altura moderada. Mi mula está en un patio cercano y sobre el arzón hay un poncho, un trozo de tela rectangular con un agujero en el medio por donde tendré que meter la cabeza cuando llegue a los cinco o seis mil pies.

Que Dios te bendiga, amor mío. Por favor, da un beso a Brigit de mi parte.

Se echó hacia atrás, pensando con ternura en su esposa, Diana, una joven de gran empuje, y en su hija, a quien no había visto, aunque se la imaginaba llevando ya un vestido, caminando e incluso hablando. Una vez más su reloj interrumpió el hilo de su pensamiento, pero le hubiera servido mejor de guía si le hubiera dado cuerda la noche anterior. Dobló los papeles, los llevó al despacho privado de Gayongos y repasó de nuevo las instrucciones para el viaje.

—No tiene pérdida —dijo Gayongos—, pero quisiera que pudiera llegar antes del anochecer. Va a salir con más de tres horas de retraso.

Stephen agachó la cabeza y no le quedó más remedio que admitirlo.

—Sopla un viento muy fuerte que le dará en la cara —añadió Gayongos.

Entonces condujo a Stephen por una intrincada serie de pasillos y establos hasta llegar al patio donde estaba la mula. Era un animal grande e inteligente que comprendió qué destino llevaban después de las primeras dos o tres veces que dobló por las calles de Lima. Sin necesidad de guiarla, salió por la puerta de la ciudad situada tras el convento de Misericordia, y tomó un camino que iba a las montañas en dirección nordeste y bordeaba el río de aguas turbulentas, cuyo caudal era ahora grande y aumentaba día a día en esa estación.

Aunque el viernes y el sábado el camino se llenaría de gente que iba al santuario de Nuestra Señora de Huenca, ahora no estaba muy transitado y después de pasar los campos irrigados lo estaba menos. La mula movía al mismo tiempo las dos patas del mismo lado, dando largos pasos, y Stephen se sentía cómodo sentado en su lomo. En la ribera del río había bastantes aves y ocasionalmente algún reptil atravesaba el camino; por otra parte, con frecuencia se veían grandes insectos en los bosquecillos de algarrobos. Una parte de su mente intentaba recordarlos, pero, a pesar de que el fuerte viento del este y el polvo le impedían verlos con claridad, nunca se detuvo ni sacó su catalejo de bolsillo porque la otra parte pensaba en la posibilidad, mejor dicho, la probabilidad de que en ocho días o menos su misión alcanzaría el éxito. El proyecto había madurado tan rápidamente, por sus excelentes relaciones con Hurtado y O'Higgins (y, sobre todo, por la partida del virrey), que había perdido el control que generalmente tenía sobre sus emociones y ahora estaba muy excitado. Con frecuencia había visto esto en sus colegas, pero advertirlo en él mismo le desconcertaba.

Una vez más, reflexionó sobre los diversos pasos que debía dar: reemplazar ciertos regimientos por otros, convocar a todos los seguidores incondicionales, crear un comité, hacer una proclamación y repartir armas rápidamente para dominar los tres puentes más importantes. Cuando los repasó en orden le parecieron muy simples, y el corazón le empezó a latir tan fuerte que podía oírlo. No obstante, conocía un poco la mentalidad de los militares, sobre todo de los militares españoles, y también la de los conspiradores españoles, y en el pasado había visto que diversas acciones que parecían simples pero tenían que llevarse a cabo forzosamente en cierto orden habían fracasado por falta del sentido del tiempo, por falta de eficiencia o por rivalidades latentes.

Deseaba no haber usado un tono tan seguro, casi presuntuoso, al escribir a Blaine. Desde tiempos inmemoriales, los hombres pensaban que era una imprudencia, e incluso una irreverencia, desafiar al destino, y las antiguas generaciones no se debían menospreciar. El sistema que le parecía fiable en su juventud (con reforma universal, cambios universales y felicidad y libertad universales) había terminado en algo muy parecido a un régimen tiránico y opresor universal. Las antiguas generaciones no se debían menospreciar, y una firme creencia de los marineros, la de que el viernes era un día de mala suerte, tal vez era menos absurda que una convicción de los enciclopedistas, la de que todos los días de la semana podían volverse felices mediante la aplicación de un sistema enciclopedista de leyes.

Enrojeció al recordar su momentánea debilidad y volvió a pensar en Hurtado. El general tenía algunas ideas absurdas, como estar siempre elegante (siempre llevaba puestas las medallas de las tres órdenes a las que pertenecía) y dar gran importancia a la ascendencia. Le gustaba más hablar de sus antepasados, desde Guifredo el Velloso y hasta su abuela materna, que hablar de las cuatro batallas en que había alcanzado la victoria al frente de las tropas o de las otras en que había luchado con el mismo cargo. No obstante, en todas las demás cuestiones no sólo era muy sensato, sino que demostraba tener una mente extraordinariamente aguda. Era un hombre activo, un organizador nato y un eficiente aliado en una misión como ésa. Por sus aptitudes, su reconocida honestidad, su buena reputación en el Ejército y su influencia en todo Perú, era el más valioso amigo que Stephen podría haber encontrado.

Pasó muchos mojones blancos y muchas cruces que recordaban a los muertos en terremotos, accidentes o asesinados. Desde hacía algún tiempo, la mula subía la cuesta mirando de un lado al otro y sin la misma determinación, y en ese momento, mirando significativamente a Stephen, dobló al llegar a los últimos algarrobos. En ese punto el camino estaba a bastante distancia del Rimac, cuyas aguas se oían borbotear cerca del desfiladero, pero una pequeña corriente tributaria pasaba por entre los árboles, y tanto Stephen como la mula bebieron mucho.

—Eres un buen animal y tienes muy buen carácter —dijo Stephen—. Te voy a quitar la silla porque confío en que no harás ninguna tontería.

La mula se echó al suelo y se dio la vuelta agitando las patas. Mientras Stephen estaba sentado a la sombra del muro que rodeaba un algarrobo (cada uno tenía alrededor un muro como el de un pozo), la mula estuvo comiendo la poca hierba que había en el bosquecillo. Stephen comió pan con buen queso peruano y vino peruano, y mientras comía pensó en las niñas, en cómo habían pedido disculpas al día siguiente —Sarah había dicho: «Señor, venimos a pedirle perdón por nuestra embriaguez y mal comportamiento», y Emily había dicho: «Por nuestra embriaguez y pésimo comportamiento»— y en lo que dijeron al señor Wilkins bajo la cubierta, que él oyó desde la proa, adonde Pullings y Adams le llevaron porque estaban negociando con unos comerciantes que querían comprar el
Alastor
. Las oyó decir, alternándose: «Sí, señor, y después de la misa». «Había un órgano. ¿Sabe lo que es un órgano, señor?» «Subimos, con el doctor y el padre Panda a un coche grande tirado por mulas con arneses morados.» «Había una plaza con una dama sobre una columna en medio.» «La columna tenía cuarenta pies de altura.» «Y la dama era de bronce.» «Tenía una trompeta y de ella salía agua.» «Y también salía de ocho cabezas de león.» «De doce cabezas de león.» «Estaba rodeada de seis enormes cadenas de hierro.» «Y de veinticuatro cañones de doce libras.» «Una vez los comerciantes pavimentaron dos calles con lingotes de plata.» «Pesaban diez libras cada uno.» «Tenían aproximadamente un pie de largo, cuatro pulgadas de ancho y tres de profundidad.»

Casi había terminado de comer cuando sintió la respiración de la mula en la nuca. Entonces el animal bajó su larga cabeza con grandes ojos y, delicadamente, cogió de la rodilla el último pedazo de pan que quedaba, que era un trozo de corteza.

—Eres una mula muy dócil —dijo Stephen.

Por la docilidad del animal, la tranquilidad con que se dejó poner la silla y su paso decidido, Stephen se formó una buena opinión de su dueño, el vicario general, un hombre austero en todos sus actos. El nombre de la mula era
Josefina.

Stephen montó en ella. Fuera del bosquecillo había mucho más viento y el camino era sinuoso y ascendía flanqueado por numerosos cactus altos como columnas y con muchas ramas y apenas nada más que otros cactus más pequeños con espinas aún más puntiagudas. Era la primera vez que Stephen cabalgaba por un país extranjero prestando tan poca atención a su alrededor, y aunque en ocasiones había tenido una posición destacada e incluso había dirigido asuntos de mucha importancia, era la primera vez que tantas cosas dependían de su éxito y que el momento decisivo iba a llegar tan rápidamente. Ni siquiera advirtió la presencia de dos frailes descalzos, a pesar de que la mula había dirigido las orejas hacia ellos a un cuarto de milla de distancia de allí. Casi tropezó en un recodo con ellos, que al oír el ruido de cascos se habían detenido y, con las barbas flotando en el aire, miraban hacia atrás. Se quitó el sombrero, los saludó y siguió adelante. Y cuando llegaba a otro recodo del camino, que ahora se elevaba aún más sobre el valle y el río, oyó:

—Vaya con Dios.

Se encontró con varios grupos de indios que bajaban de las altas zonas de pasto y el camino llegó a un puerto donde el viento, que ahora era frío, soplaba con mucha fuerza. Antes de atravesarlo, llevó a
Josefina
hasta un lugar más bajo y menos expuesto al viento, donde otros viajeros habían hecho hogueras con los pocos arbustos que podían encontrar. En aquel lugar, que según sus cálculos estaba a unos cinco mil pies, le dio al animal la otra barra de pan, lo que no era un gran sacrificio, porque una inexplicable angustia le había quitado el apetito. Luego se puso el poncho, una pieza de ropa sin mangas y más cómoda que una capa. El cielo todavía tenía un color azul claro, pero ya no estaba oculto por el polvo. Al volverse pudo ver una hilera de colinas, la llanura medio velada por donde el Rimac corría hacia el inmenso Pacífico, el litoral tan bien definido como en un mapa y, más allá de Callao, se perfilaba la isla de San Lorenzo, con el sol justo detrás, a sólo dos horas del horizonte. No podía ver ningún barco en el puerto, pero a poca distancia más abajo vio en el camino a un grupo de hombres a caballo, un grupo bastante numeroso que seguramente se dirigía al monasterio de San Pedro o al de San Pablo, que estaban situados en otras montañas lejanas y a los que acudían muchos hombres, especialmente militares, para hacer retiro espiritual.

El poncho era muy cómodo. Después de pasar el puerto, el camino, que descendía hasta un valle tras el cual había una hilera de montañas aún más altas, era muy fácil. Pero eso no duró mucho, pues pronto empezó a ascender otra vez. Stephen subió milla tras milla, y a veces la cuesta era tan empinada que desmontaba y seguía caminando junto a la mula. El terreno poco a poco se volvía más rocoso.

—Debería haber estudiado más geología —murmuró Stephen, pues a la derecha, más allá del desfiladero, en la ladera de una montaña se veía brillar bajo el sol de la tarde una franja roja que contrastaba con la masa rocosa gris que estaba debajo y la negra que estaba encima—. ¿Será pórfido?

Arriba y arriba. Había menos aire ahora
y Josefina
respiraba con dificultad. Antes de cruzar el extremo del valle, pasaron junto a un hombre con una capa y un caballo que parecía haber perdido una herradura o haberse clavado una piedra. No pudo saberlo porque el hombre sacó al animal cojeando del camino y se puso detrás de él en un lugar donde no podía oír. Mucha más importancia tenía para él que al otro lado el camino, gracias a Dios, volvía a descender; sin embargo, se sintió decepcionado, y tal vez también la mula, porque no estaba ante el último valle sino ante el preludio de otra cadena aún más alta, y el camino volvía a ascender.

La angustia que Stephen sentía aumentó por otro motivo: la idea de que la noche le sorprendería allí. Ya el sol estaba muy por debajo de ellos, había oscuridad en la parte más baja del valle y el cielo, por el oeste, tenía un color violeta.

Pasó otra media hora, una media hora muy difícil en la que
Josefina
rebuznaba mientras avanzaba, y llegaron a donde empezaba otra cadena y el camino se bifurcaba en dos estrechos senderos. El de la derecha iba al monasterio benedictino de San Pedro y el de la izquierda al monasterio dominicano de San Pablo. Stephen se protegió los ojos del viento con la mano y pudo ver los dos claramente, a un palmo de la oscuridad de la noche que iba ascendiendo.

Sin la más mínima vacilación,
Josefina
tomó el sendero de la derecha, y Stephen se alegró. Respetaba la austeridad de los dominicos, pero sabía a qué extremo llegaba la religiosidad de los españoles y no quería compartir tal austeridad esa noche.

—No me habría parecido tan lejos si no hubiera pasado tanto tiempo en la mar —dijo en voz alta—. Pero la verdad es que estoy destrozado. ¡Qué alegría saber que tendré una buena cena, una copa de vino y una tibia cama!

La mula, que notó su alegría y quizás entendió también el significado de sus palabras, avanzó con más brío.

Aún había cierta luz, pero estaba oscureciendo con rapidez cuando llegaron al monasterio. Fuera de los grises muros, delante de la puerta, había una alta y solitaria figura dando paseos de un lado al otro. La mula corrió las últimas cien yardas, dando débiles relinchos, pues no podía más, y luego pasó el hocico repetidamente por el hombro del vicario general. El rostro del padre O'Higgins, tan serio y adusto como el de la mayoría de los religiosos irlandeses, adquirió una expresión alegre, que aún conservaba cuando se volvió hacia Stephen, que ya había desmontado, y le preguntó si había tenido buen viaje y si no le había parecido largo con ese viento tan inoportuno.

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