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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (27 page)

—No, gracias, Johnson —respondió Jack—. Me quedaré aquí un rato.

La lancha continuó avanzando y, como el viento amainaba, casi podía virar sola. Las olas fueron disminuyendo y las crestas desapareciendo, y en el agua podía advertirse la fosforescencia, una luz tenue visible de una punta a otra de la estela y en cuerpos amorfos y voluminosos a una profundidad de diez o veinte brazas. También podían verse peces moviéndose a diferentes niveles, a veces cruzándose y otras apareciendo repentinamente.

Jack volvió a sus reflexiones. El punto de vista de Stephen, indudablemente, estaba influido por el espionaje. Eso ocurría desde hacía muchos, muchos años, y en una ocasión, Jack había recibido la orden de pedirle consejo respecto a cuestiones políticas. Sin embargo, no sabía cuál era la actual misión de Stephen ni quería saberlo, porque la ignorancia era la mejor garantía de la discreción. Tampoco era capaz de imaginar cómo un hombre como Dutourd podría ser un obstáculo para llevar a cabo esa misión, porque, indudablemente, ningún Gobierno, por estúpido que fuera, utilizaría como agente secreto o enviado a alguien tan tonto y locuaz.

Dio muchas vueltas al asunto. Eso era un ejercicio tan útil como tratar de resolver una ecuación con innumerables términos cuando sólo se conocen dos. Por barlovento se oyó una fuerte exhalación cuando salió a la superficie una ballena, un enorme monstruo solitario que bajo la fuerte luz verdosa parecía negra. Lanzó un chorro de agua que pasó por encima de la lancha, después aspiró aire y, despacio, se sumergió de cabeza, mostrando finalmente su brillante aleta. Jack continuó su inútil ejercicio, haciendo sólo una pausa cuando Johnson le relevó, al final de la guardia, y terminó sin otra valiosa idea que la que tenía al empezar: si la presencia de Dutourd en tierra era, de alguna forma, una amenaza para Stephen, su deber era llevarle a bordo de nuevo si era posible, y si no, al menos sacar de allí a Stephen.

Durmió desde las cuatro, desde el final de la guardia, hasta las seis, contento por lo del ojo, pero disgustado porque el viento amainaba, aunque aún permitía navegar de bolina, y la lancha apenas alcanzaba una velocidad superior a cinco nudos, medida con generosidad.

No le sorprendió que el viento estuviera en calma al despertarse, pero sí el olor a pescado frito, pues todavía faltaba una hora para el desayuno.

—Buenos días, señor —saludó Killick, entrando con las vendas—. El viento está en calma y el mar es como una balsa de aceite. —Habló sin la habitual satisfacción con que daba las malas noticias, y luego prosiguió—: Joe Plaice le pide disculpas porque no pudo evitar tirar la red. El desayuno estará listo dentro de diez minutos, y sería una pena dejar que se enfriara.

—Entonces tráeme agua caliente y, tan pronto como me afeite, subiré a la cubierta. Puedes vendarme el ojo más tarde. Será mejor.

—Sabía que Gregory le haría bien —dijo Killick, con gesto alegre y triunfante—. Duplicaré la dosis. Sabía que tenía razón. Ya sabe, balancea los humores.

Joe Plaice, un corpulento marinero del castillo, tenía habilidad para realizar todos los trabajos que un marinero debía hacer, pero era un auténtico artista tirando la red. Colocado en el bauprés y sujeto al estay con la mano izquierda, había lanzado la red con la derecha, haciendo un movimiento exactamente calculado para que los bordes con plomos se extendieran y toda la red quedara plana como un disco sobre la superficie, justo encima de una de las innumerables bandadas de anchoas que, moviéndose en todas direcciones, habían rodeado la lancha a lo largo de muchas millas. Los plomos hicieron moverse los bordes de la red hacia abajo y hacia adentro rápidamente, luego se unieron con una cuerda y finalmente los peces apresados subieron a bordo. La mitad de la primera red se la había comido el timonel, a quien siempre se le daba de comer primero; la otra mitad y otras dos redes enteras se las estaban comiendo los marineros, sentados en la cubierta alrededor de una gran sartén que estaba colocada sobre un hornillo de hierro lleno de carbón.

—¡Dios mío, esto está muy bueno! —exclamó Jack, mojando en el jugo un trozo de panecillo—. No hay nada mejor que las anchoas frescas.

—Deben morir en la sartén —explicó Plaice—. Si no es así, son veneno.

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Muy cierto —dijo Jack—. Pero les diré una cosa, compañeros —añadió, señalando el estesudeste con la cabeza—. Es mejor que coman todo lo que puedan, porque sólo Dios sabe cuándo volverán a tener una comida caliente, o incluso fría. Ben, ¿has visto un arco iris que presagie viento?

El joven enrojeció, se atragantó con el pescado y, con voz débil, mirando nerviosamente a su compañero, respondió:

—Bueno, señor, he visto los normales.

—Mira hacia sotavento, por la amura, y verás uno muy diferente a los normales.

—No estaba allí cuando empezamos a desayunar —dijo

Joe Plaice.

—¡Y por sotavento! —exclamó Johnson—. ¡Dios mío! ¡Que Dios nos ayude!

—Amén —dijeron los otros.

A lo lejos, en una indefinida zona entre el cielo y el mar, había un óvalo iridiscente de tal tamaño que podía taparse con una mano extendida. Tenía colores que abarcaban todo el espectro, algunos suaves y otros muy fuertes.

—Un arco iris por barlovento significa lluvia, como saben muy bien —dijo Jack—, pero uno por sotavento indica mal tiempo. Joe, deberías tirar la red otra vez para que comamos cuanto podamos.

Las otras criaturas marinas tenían la misma opinión. Ahora la lancha estaba en medio de la corriente peruana que se movía hacia el norte y, por alguna razón, los minúsculos animales que vivían allí habían iniciado uno de esos aumentos de población que podrían volver el mar rojo o turbio como puré de guisantes. Las anchoas, con avaricia, devoraban enormes cantidades de ellos; los peces de mediano tamaño y los calamares se comían las anchoas con avidez, casi sin darse cuenta de que a ellos los devoraban otros peces mucho mayores, como los bonitos y otros miembros de su familia y los leones marinos, y también aves como pelícanos, petreles, cormoranes, gaviotas, hermosas golondrinas y ágiles pingüinos que nadaban justo por debajo de la superficie.

Los tripulantes de la lancha pasaron la mayor parte de la mañana amarrando todo, poniendo contraestayes y obenques y preparando todas las velas de su mejor lona que poseían. Poco antes de la hora de la comida, divisaron por la amura de estribor, a diez millas, un islote rocoso habitado por leones marinos y aves que servía de indicador del cabo de Callao, y detrás de él, a gran distancia, estaba la cordillera de los Andes, cuyos picos nevados parecían nubes. Entonces, desde el cielo azul claro, empezó a soplar el viento y se veía venir del este, desde la costa, una niebla de color pardo. El viento no fue violento desde el principio, sino que aumentó de intensidad poco a poco hasta soplar tan fuerte que alisó la superficie del mar. Traía consigo gran cantidad de arena fina y polvo que se metían entre los dientes e impedían ver con claridad.

En el intervalo entre el primer crujido agradable de la jarcia, que llenó de vida la lancha, y el estridente sonido que impedía oír todo lo que no fueran gritos, la lancha llegó a la altura del alto y blanco islote rocoso. Jack llevaba el timón; los marineros estaban inclinados sobre la borda en, el costado de barlovento para ayudar a la lancha a mantener el equilibrio mientras avanzaba a una velocidad que producía una sensación entre la pesadilla y el éxtasis. Cuando pasaron a sotavento del islote, oyeron a los leones marinos gritar, y el joven Ben se rió. Entonces Jack dijo para sí: «No te reirías, jovencito, si sintieras cómo este maldito timón vibra por la tensión». Luego notó que Joe Plaice tenía un gesto grave y recordó que se acercaba a los sesenta y que había sufrido muchas heridas en las guerras.

El viento estaba encrespando el mar. Las olas eran cortas y cada vez más altas; las crestas se agitaban frente a ellos. Tan pronto como la lancha pasó el islote, todos comprendieron que no podría seguir con aquella cantidad de velamen desplegado. Los marineros miraron hacia atrás y Jack asintió con la cabeza. Sin decir nada, todos juntos llevaron a cabo las peligrosas maniobras de virar, poner la lancha al pairo, arrizar la vela mayor y la trinquete, poner una vela de capa y volver a salir a alta mar.

Mientras duró la luz del día, un día muy claro, sin ninguna nube, todo fue bastante bien. Los grupos se turnaron para comer y la comida consistió en panecillos y avena mezclada con agua y azúcar. Además, tomaron grog, servido por el capitán. Killick tuvo bastante tiempo para vendarle el ojo a Jack y advertirle que lo perdería si no regresaba a un lugar de la lancha donde pudiera mantenerse seco.

—Tonterías —dijo Jack—. Está mucho mejor. Puedo ver perfectamente bien. Lo que no puedo soportar es la luz brillante.

—Al menos déjeme cortar un trozo del ala de su sombrero para que pueda usar las dos cosas juntas y sujetas con un pañuelo, por si hay una tormenta.

Hubo una tormenta. El parche estuvo colocado apenas unos momentos antes de que fuera imposible ponerlo. El susurro del viento en la jarcia aumentó medio octavo de tono y la lancha fue sacudida con violencia. La mayor parte de la noche, una noche en que la luna brillaba y el mar estaba blanco de un lado a otro del horizonte, se vieron obligados a mantenerse al pairo con una vela de capa y un foque.

Pensaron que al día siguiente habría una tormenta, pero no la hubo. Se sucedieron los días y las noches y todo estaba siempre a punto de ser derribado, en crisis perpetua. A veces avanzaban hasta que divisaban la isla situada frente a Callao y su acantilado y luego eran obligados a retroceder. Poco después, como se aproximaba el verano austral, el viento empezó a soplar desde la alta cordillera y parecía mucho más frío porque todos estaban siempre mojados. Mojados y hambrientos. Al pobre Ben, además de que se le desgarró la piel de las espinillas, se le cayó el preciado barrilete con avena, por lo que el jueves redujeron las raciones a la mitad.

Cuando Jack anunció esto gritando mientras todos se cobijaban en el compartimiento de estribor, añadió las palabras de ritual: «Dos para cuatro de nosotros y gracias a Dios que no somos más». Y vio con satisfacción las sonrisas en aquellos rostros cansados.

Pero no hubo sonrisas el domingo, cuando al amanecer oyeron muy cerca los gritos de los leones marinos y se dieron cuenta de que era la séptima vez que el viento les hacía retroceder, un viento que aumentaba constantemente de intensidad, un viento que debía de haber alejado mucho al
Franklin
y a su presa hacia el oeste.

CAPÍTULO 8

Mucho tiempo de práctica, y cierta habilidad natural, permitían a Stephen Maturin hacer mentalmente un informe semioficial bastante largo y memorizar una versión en clave, de modo que no había ningún peligro de que el mensaje quedara escrito en papel después de enviar esa versión. Eso requería una excepcional capacidad de recordar, pero él
tenía
una excepcional capacidad de recordar y, además, había aprendido a desarrollarla desde su infancia porque, en buena medida, estudiar significó para él memorizar, hasta el punto de que podía repetir la
Eneida
completa. Por otra parte sabía de memoria la clave secreta con la que se escribía con sir Joseph Blaine, el jefe del servicio secreto de la Armada.

Entonces comenzó:

Con la ayuda de Dios, querido Joseph, creo que el principio de la misión es muy prometedor y la situación es muy estimulante, pues todo está sucediendo a un ritmo extremadamente rápido, de ensueño. En primer lugar, me presentaron al general Hurtado, un antiguo caballero de la orden de Malta que, a pesar de ser militar está a favor de la independencia, en parte porque Carlos IV trató groseramente a su padre, pero sobre todo porque el actual virrey y su predecesor le parecen hombres sin clase, advenedizos, los cuales no son raros de encontrar en España. Su animadversión aumentó cuando el actual virrey le envió una carta en que omitió el tratamiento de excelencia que Hurtado merece por cortesía. Pero lo inesperado es que Hurtado se opone totalmente a la esclavitud y es pobre, a pesar de tener un puesto de mando del que la mayoría de los oficiales se han retirado con muchas riquezas, suficientes para usar como lastre de los barcos que les llevaron de regreso a España. Respecto al odio a la esclavitud, lo comparte con algunos de mis amigos que también eran caballeros de la orden de Malta, y creo que empezó cuando estuvo en las galeras de la orden; respecto al trato grosero del rey, lo que ocurrió fue que se refirió a su padre diciendo mi pariente en vez de mi primo, como merecía ser tratado por su rango, y Hurtado nunca olvidará la ofensa porque es muy orgulloso.

En realidad, fue gracias a los caballeros de la orden de Malta que pudimos establecer una relación muy cordial, pues a pesar de que nuestros encuentros, desde el punto de vista político, fueron excelentes desde el principio, adquirieron un aspecto diferente a causa de que teníamos numerosos amigos comunes en la orden y a que estábamos de acuerdo con el plan de Sierra Leona para el establecimiento de los esclavos liberados, que ambos suscribimos.

La primera vez cabalgamos por el yermo que se extiende más allá de los campos irrigados alrededor de Lima. A estas excursiones las llaman cacerías, y en los días festivos los ciudadanos en mejores condiciones físicas recorren a caballo el desierto rocoso en busca de un animal casi mítico que, según dicen, se parece a una liebre y huye de las pocas cosas que se mueven allí, generalmente de un pájaro paseriforme de color oscuro que no es comestible y que me parece que pertenece a una subespecie enana del Sturnus horridus. Recogí tres insectos para usted, de los que solamente puedo decir que pertenecen a los pentámeros. Me asombra que incluso estas criaturas tan diminutas puedan vivir en el terreno desolado que atravesamos. El general tuvo más suerte, pues derribó una hermosísima golondrina, la Sterna ynca de Suárez. Supongo que el ave cambió de ruta y se alejó del río para ir directamente a algún lugar cercano a la costa donde había más peces, pero, como eso casi nunca había ocurrido, el general sintió una gran satisfacción y dijo que no podía haber mejor presagio del éxito de nuestros encuentros.

Un buen presagio siempre es bienvenido, y si no fuera presuntuoso por mi parte diría que apenas tengo dudas de que nuestras conversaciones den buenos resultados, puesto que tres de los eclesiásticos de más alto rango y cuatro gobernadores ya se han comprometido con nosotros, junto con las personas que representan. Además, los oficiales al mando de los regimientos que tendremos que movilizar son bastante corruptos y tenemos bastantes fondos; sin embargo, tendrán que guardar las formas y usar la persuasión y cierta violencia antes de claudicar. El viernes vamos a tener una reunión preliminar sin esos caballeros para acordar los detalles de los pagos y para decidir si debemos invitar a Castro a la reunión principal el viernes. En estos momentos le están sondeando discretamente en el propio palacio, que está vacío porque el virrey se ha ido apresuradamente para el norte de Perú para reprimir una revuelta. Se fue con las tropas de palacio y algunas más poco después de que me reuniera con el último de los amigos nuestros que quedaban en Lima, y ya lleva diez días de viaje.

No podía haber llegado en mejor momento, cuando el virrey estaba a punto de irse de la capital con sus más fieles amigos, cuando ya se había ganado el odio de muchos criollos y de buena parte del Ejército, cuando el deseo de independencia se había intensificado, cuando el terreno ya estaba en cierto modo abonado. Tal vez hubiera sido mejor empezar con Chile, donde Bernard O'Higgins (un familiar allegado de nuestro vicario general) tiene muchos seguidores, pero dada la situación actual y las instrucciones que he recibido directamente creo que podremos tener mucho éxito aquí. Es cierto que el tiempo es sumamente importante, pues hay que coordinar bien el movimiento de tropas, las declaraciones y la creación de un comité peruano que presente un fait accompli, un sólido fait accompli, al virrey a su regreso, de manera que todos estos movimientos se hagan correctamente y haya una fuerza aplastante en la ciudadela. Afortunadamente, el general Hurtado tiene un extraordinario sentido del tiempo y es un oficial muy competente, el más competente del Ejército español.

Me gustaría mucho comunicarle los resultados de la reunión principal, o al menos de la preliminar, pero dentro de poco tengo que irme a las montañas a caballo y los mensajeros que llevarán esta carta a la costa atlántica partirán antes de que yo regrese. ¿Podría hacerme el favor de enviar la hoja adjunta a Hampshire?

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