Cuando llegaron al oporto, la conversación se animó aún más y las palabras «regreso a Inglaterra» se repitieron con mucha frecuencia, junto con conjeturas acerca de los cambios favorables que esperaban ver en sus hijos, sus jardines, sus arbustos y otras cosas.
—Mi abuelo era ayudante de velero en el
Centurión
cuando el comodoro Anson capturó el galeón de Acapulco en 1743 —dijo Grainger—. Le correspondió una parte del millón trescientas trece mil ochocientas cuarenta y dos monedas de ocho que encontraron en el interior, una cantidad que siempre recordaré, y se puso muy contento, como pueden suponer; sin embargo, decía que se había puesto aún más contento cuando supo que iban de regreso a Inglaterra.
—¡Ja, ja! —rió Wilkins, rojo a causa del vino—. Ir de regreso a Inglaterra está muy bien, pero ir de regreso con los bolsillos llenos del dinero de un botín es mejor todavía. ¡Hurra! ¡Por el cabo de Hornos!
Esto fue seguido por ruidosas exclamaciones de alegría y más risas de los comensales de lo que era correcto. Jack recuperó la seriedad y, negando con la cabeza, dijo:
—Vamos, caballeros, no desafiemos al destino. No digamos nada que demuestre arrogancia porque puede traer mala suerte. No vendas la piel del oso antes de haberlo muerto…
—¡Muy cierto! —exclamaron Pullings y Grainger—. ¡Muy cierto! ¡Tiene razón!
—Por mi parte —continuó Jack—, no me quejaré si no encontramos nada en el cabo de Hornos. Tenemos que pasar por allí de todos modos y si, a pesar de ir deprisa, no podemos hacernos más ricos, al menos llegaremos antes a casa. Tengo muchas ganas de ver mis nuevos sembrados.
—No me gusta la idea de llegar al cabo de Hornos tan rápidamente —intervino Stephen en voz baja—. Este año es excepcional en todos los sentidos e incluso se han visto cigüeñas volando hacia el norte en Lima. Además, seguramente allí abajo el tiempo será más desagradable que nunca.
—Pero, aún quedan estupendos tramos, doctor-intentó animarle Adams—. Si seguimos navegando a toda vela, llegaremos… podremos llegar al cabo de Hornos en un momento ideal para doblarlo, cuando casi no hay olas y hasta se puede pasar un buen rato en la isla, según me han dicho.
—Estoy pensando en mi colección —dijo Stephen—. Diga lo que diga, en el cabo hay mucha humedad y los ejemplares que recogí son de una de las zonas más secas del globo terráqueo. Es necesario dedicarles mucha atención, emplear acres de seda untada con aceite, pasar semanas describiéndolos, dibujándolos y empaquetándolos paciente y cuidadosamente. Si se mezclan y se amontonan a causa de las grandes olas, todo se arruinará, perderán su esplendor para siempre.
—Bueno —dijo Jack—, creo que puedo prometer al doctor varias semanas tranquilas. Sus cigüeñas perdieron la cabeza, pero los vientos alisios, mejor dicho, los contralisios, no la han perdido, y están soplando tan moderadamente como nuestros mejores amigos desearían.
* * *
Pasaron las semanas prometidas, semanas en que la
Surprise
, inclinando la proa y dirigiéndola contra el fuerte viento, navegaba sin dificultad, a menudo avanzando doscientas millas de un mediodía al siguiente. Fueron semanas en que Stephen realizó un arduo y satisfactorio trabajo, y estaba muy complacido porque Fabien había hecho excelentes acuarelas de muchas especies cuando todavía estaban en perfecto estado. Fueron semanas en que Jack hacía incesantes maniobras y con noches llenas de música, semanas en que pescaban desde el costado y los pingüinos estaban siempre presentes. Y cuando los contralisios amainaron y abandonaron la fragata, en menos de un día empezó a soplar un viento más favorable, el viento del oeste. Fueron semanas idílicas, pero era muy difícil recordarlas, traerlas a la mente como una experiencia realmente vivida cuando la fragata, quince días después, navegaba por el Antártico, donde habitaban el albatros, todas las especies de pardelas, el petrel común, el petrel fétido y el alca. Navegaban por esas verdes aguas a catorce nudos, con las gavias, las mayores y un foque desplegados, empujados por un fuerte viento por la aleta. El cambio no fue inesperado. Mucho antes de llegar a ese ominoso paralelo, los tripulantes se ocuparon de quitar, enrollar y guardar las velas de lona fina y reemplazarlas por otras de lona mucho más gruesa y, además, de poner velas de capa y tomar otras medidas de emergencia. Durante las guardias dedicaron muchas horas a colocar estayes, contraestayes, brazas y obenques, así como empuñiduras, envergues, rizos, motones para las mayores y trapas para las gavias, además de escotas y chafaldetes de proa a popa. Por otra parte, todos habían doblado el cabo de Hornos al menos una vez, y algunos muchas, así que se pusieron los largos calzones de lana, los guantes y chaquetas con capucha que les entregaron. Y los que eran previsores buscaron en sus baúles sombreros de Monmouth, pelucas galesas y gorros acolchados con orejeras y tiras para anudarlos debajo de la barbilla. Estos cambios llegaron un martes, un día claro, con buen tiempo y un viento del noroeste que permitía llevar las juanetes desplegadas, así que parecía absurdo; sin embargo, el viernes, cuando la fragata navegaba hacia el este, cuatro hombres iban al timón, las escotillas estaban cubiertas, la nieve impedía ver claramente las dos bitácoras y los hombres de guardia estaban agachados en el combés para protegerse y tenían miedo de que les ordenaran atar cabos porque los aparejos estaban congelados y las velas rígidas.
Ahora, en constante tensión, y en medio de los rugidos del mar y del viento, la imagen de las cálidas y tranquilas aguas del Pacífico desapareció sin dejar ningún rastro, aparte de los ejemplares recogidos por Stephen y las provisiones que había comprado el señor Adams. Los ejemplares, perfectamente clasificados, descritos, envueltos en seda untada con aceite y luego en lona y finalmente metidos en barriles impermeables hechos por el tonelero, estaban almacenados en la bodega. Respecto a las provisiones, eran abundantes porque el señor Adams no tenía que mirar hasta el último penique, como ocurría en los barcos del rey, pues la
Surprise
era ahora un barco corsario y, según la tradición, sólo tenía que contar con el dinero conseguido por ella misma y usar sus reservas, que correspondían a una determinada parte de todas las presas, para comprar pertrechos, comida y bebida. La suma era muy grande después de la venta del
Franklin
, el
Alastor
y los balleneros, y ahora la fragata navegaba hacia el este llena hasta los topes de provisiones de la mejor calidad, con una cantidad suficiente para dar otra vuelta al mundo.
Eso era conveniente, porque a los pocos días de la primera tormenta de nieve, cuando el intenso frío penetró en la fragata desde la punta de la sobrequilla a la cabina, todos los marineros empezaron a comer con más voracidad que de costumbre. Y el hambre persistió, porque la tormenta, que llegó del este, había hecho avanzar la fragata a gran velocidad hacia el sudeste, hasta la zona de los cincuenta grados de latitud, donde generalmente hacía frío, y ese año tan fuera de lo común hacía más, incluso cuando no soplaba el viento. Además, eran frecuentes las lluvias y aún más el aguanieve, así que todos los marineros siempre tenían frío y la mayoría de ellos estaban mojados constantemente.
Con un tiempo tan malo, fue imposible hacer mediciones durante muchos días. Aunque Jack tenía cronómetros y un buen sextante y había otros tres expertos navegantes a bordo, no estaba seguro de cuál era la latitud y la longitud y, con ese viento y esa marejada, la estima no era muy exacta. Por tanto, disminuyó velamen para que la fragata no navegara a más de tres nudos hacia el este, a veces con todas las velas arrizadas, otras con una vela desplegada que le permitiera alcanzar una velocidad suficiente para maniobrar cuando el viento soplaba con fuerza del oeste. Pero también había los extraños períodos de calma del Antártico, en que los albatros (media docena seguían la
Surprise
junto con varias palomas de El Cabo y otros petreles más pequeños) se cernían sobre el mar sin querer o sin poder levantar el vuelo. Y durante dos de esos períodos el tambor llamó a todos a sus puestos, como lo había hecho desde que habían salido de Valparaíso, y los artilleros hicieron prácticas de tiro con los cañones, y después, aún tibios, los guardaron preparados para usar de inmediato, secos, con nueva carga, con el fogón cubierto y con los tapabocas impermeabilizados con grasa. Fue durante la segunda práctica, en que dispararon dos estupendas andanadas casi con la precisión y la rapidez asombrosas de la antigua tripulación de la
Surprise
, cuando el cielo se despejó y Jack pudo hacer una serie de precisas mediciones. Primero calculó la posición del sol, luego la de Achernar y después la de Marte, y todas fueron confirmadas por los otros oficiales, lo que demostró que, a pesar del tiempo que habían perdido por el hecho de haber navegado tan rápido desde el principio, habían llegado al punto de encuentro demasiado pronto. Los mercantes que hacían el comercio con China tenían la intención de pasar por el sur de las islas Diego Ramírez con luna llena, y la fase de luna nueva había comenzado hacía sólo tres días; eso significaba que tendrían que pasar mucho tiempo acercándose y alejándose en las más inhóspitas aguas conocidas por el hombre. Y tenían pocas probabilidades de éxito, ya que aparte de los vientos impredecibles, independientemente de que hiciera buen o mal tiempo y de cuál fuera el estado del mar, en esa ruta los mercantes nunca intentaban hacer movimientos muy precisos.
—Tendremos que acercarnos y alejarnos hasta después de la luna llena —explicó Jack durante la cena, que consistió en sopa de pescado, un plato hecho con mollejas, queso peruano y dos botellas de clarete de Coquimbo—. Naturalmente, después de la luna llena.
—No es una idea sensata —dijo Stephen—. Anoche no podía controlar mi violonchelo porque el suelo se movía de forma errática, y esta tarde la mayor parte de la sopa se me ha caído en el regazo. Además, día tras día llevan abajo a marineros que se han caído de la jarcia porque los cabos están congelados, o que han resbalado en la helada cubierta y que tienen horribles hematomas e incluso huesos rotos. ¿No crees que sería mejor irnos a casa?
—Sí. A menudo lo pienso, pero entonces mi innata nobleza me grita. «¡Eh, Jack Aubrey, tienes que cumplir con tu deber, ¿me has oído?» ¿Sabes lo que es el deber, Stephen?
—Creo que he oído hablar bien de él.
—Bueno, existe. Y aparte del obvio deber de incordiar a los enemigos del rey, que es mi deber aunque no tengo nada contra los estadounidenses, pues son excelentes marinos y nos trataron muy bien en Boston… Aparte de eso, como te decía, también tenemos el deber de respetar a los oficiales y los marineros, que han traído la fragata hasta aquí con la esperanza de encontrar tres mercantes que hacen el comercio con China, y si digo «¡Al diablo con los tres mercantes!», ¿qué van a decir ellos? No son marineros de barcos de guerra, y aunque lo fueran…
Stephen asintió con la cabeza. El argumento era irrefutable, pero él no estaba satisfecho.
—Esta tarde, cuando estaba disecando un periquito verde de los Andes —contó—, se me ocurrió otra cosa. Como has dicho, los estadounidenses son excelentes marinos y, además, nos vencieron cuando íbamos en el
Java
y nos hicieron prisioneros. ¿No crees que es poco prudente atacar a tres de sus mercantes? ¿No crees que eso suena a orgullo y puede acarrear la destrucción?
—¡Oh, no! Esos mercantes no son tan fuertes como los que hacen el comercio con India. No son mercantes de mil toneladas como los de la Compañía de Indias, que son equiparables a barcos de guerra. Son embarcaciones más modestas, privadas, y sólo llevan pocos cañones de seis libras, algunos giratorios, y armas ligeras, lo suficiente para vencer a los piratas del mar de China. Además, no tienen tripulantes tan duros como los barcos de guerra, especialmente los estadounidenses, y no podrían disparar una andanada ni aunque tuvieran cañones, que no tienen. Aun en el caso improbable de que se mantuvieran juntos e hicieran las mismas maniobras, serían víctimas de cualquier fragata que pudiera disparar tres precisas andanadas de ciento cuarenta y cuatro libras en menos de cinco minutos.
—Bueno —dijo Stephen—, si tenemos que esperar por esos más o menos míticos mercantes que hacen el comercio con China, si tenemos que esperar hasta que tu sentido del deber esté satisfecho, ¿no podríamos ir un poco más al sur, hasta el borde del hielo? Eso sería estupendo.
—Con el debido respeto, Stephen, debo decirte que me niego a ir a cualquier lugar que esté mínimamente cerca del hielo, aunque sólo haya una delgada capa y esté lleno de focas, alcas mayores y otras maravillas de las profundidades. Detesto el hielo desde aquel infernal momento en que chocamos contra el iceberg cuando íbamos en el viejo
Leopard
. Juré que nunca volvería a verlo.
—¡Amigo mío, qué bien te sienta un poco de cobardía! —bromeó Stephen, sirviéndole otra copa de vino.
* * *
Stephen Maturin no estaba en una posición tan ventajosa como para hablar de cobardía. Al día siguiente, en medio de la tranquilidad de la guardia de mañana, el capitán Aubrey mandó colocar una cofa de serviola como la de los balleneros en el tope del mastelero mayor y mandó forrar el interior de paja para que quien estuviera dentro no se muriera congelado. Y como el doctor Maturin había expresado públicamente su deseo de mirar hacia el sur por si podía ver hielo, ya que el día era muy claro, Jack, delante de los oficiales y algunos marineros, le invitó a echar un vistazo desde esa altura. Stephen miró hacia los mástiles (la fragata se inclinaba veintiún grados con el balanceo y doce con el cabeceo) y palideció; pero le faltó coraje para negarse, y pocos minutos después estaba subiendo por entre la maraña de aparejos, amarrado con dos tiras de cuero con varias vueltas alrededor de su cuerpo y con una expresión de horror contenido. Bonden y el joven Wedell le conducían a través de los obenques, las burdas y sus refuerzos y Jack le precedía, subiendo por su propio pie, y entre todos le hicieron llegar sano y salvo a la cofa.
—Ahora que lo pienso —dijo Jack, que no había pretendido causarle ningún daño—, creo que nunca habías subido a lo alto de la jarcia con el barco moviéndose tanto. Espero que no te moleste.
—No, en absoluto —respondió Stephen, mirando por encima del pretil hacia la distante zona del mar jaspeada de blanco, por estribor, y luego volvió a cerrar los ojos—. Me encanta.