—Pero para llegar a Arica —contó—, tuvimos que atravesar un puerto muy alto, Huechopillan, a más de dieciséis mil pies, y allí mi amigo Eduardo, una pobre llama y yo nos quedamos atrapados a causa de lo que llaman en aquel lugar el viento blanco, y habríamos muerto si Eduardo no hubiera encontrado un pequeño refugio en la roca. La pobre llama murió y yo me congelé.
—¿Fue muy doloroso, doctor? —preguntó Pullings con el rostro grave.
—No, en absoluto, hasta que empecé a recobrar la sensibilidad. Incluso entonces, vi que la lesión era menos grave de lo que esperaba. Había pensado que perdería la pierna por debajo de la rodilla, pero al final sólo perdí un par de dedos de los pies que no tienen importancia. Porque tiene que considerar —dijo, dirigiendo sus palabras a Reade—, que la base del impulso de los pies son el dedo gordo y el pequeño. Si uno pierde uno de los dos, tiene un gran problema, pero con los dos no hay problema alguno. El avestruz sólo tiene dos durante toda su vida, y sin embargo corre más rápido que el viento.
—Por supuesto, señor —dijo Reade asintiendo con la cabeza.
—Aunque pude conservar la pierna, no podía moverme bien, sobre todo después de que me corté los dedos.
—¿Cómo lo hizo, señor? —preguntó Reade, sin deseos de escucharlo pero con ganas de saberlo.
—Pues con un cincel, tan pronto como llegué al pueblo. No podía esperar a que se gangrenara. Pero durante un tiempo tuve que quedarme inmóvil, y entonces fue cuando mi noble amigo Eduardo mostró su magnanimidad. Hizo una cosa que se coloca por encima del pecho y que le permitió cargarme sobre sus hombros o un poco más abajo, mientras yo estaba sentado cómodamente y de cara hacia atrás. La llaman silla inca, y en esa silla me transportaron por los terribles puentes incas que están suspendidos sobre los desfiladeros, puentes colgantes que se balancean, y siempre me llevaron indios fuertes y descansados que escogía mi amigo, que también es indio y descendiente de los incas. Generalmente viajaba junto a mi silla, excepto cuando el sendero bordeaba un precipicio, lo que ocurría muy a menudo, cuando no había espacio para que pasaran dos personas, y me contó muchas cosas del antiguo imperio de Perú y la magnificencia de sus gobernantes. Sin duda… —dijo, y se interrumpió para escuchar el sonido del agua en los costados de la fragata y los sonidos de la tensa jarcia, los mástiles, los motones, las velas y las vergas—. Sin duda, vamos muy rápido.
—Creo que aproximadamente a ocho nudos, señor —dijo Pullings, llenando la copa de Stephen—. Por favor, háblenos del esplendor de Perú.
—Bueno, si el oro se puede considerar esplendor, y no cabe duda de que la inclusión de oro en la misa es un símbolo imperial, entonces las historias de Eduardo sobre Huaina-Cápac, el gran inca, y su cadena le gustarán. Fue hecha cuando iban a celebrar el nacimiento de su hijo Huáscar con una ceremonia donde los cortesanos iban a ejecutar un baile formal en que, con las manos cogidas y formando un círculo, daban dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás, de modo que se acercaban cada vez más hasta que llegaban a la distancia apropiada para hacer una reverencia. Pero el inca desaprobaba que se cogieran las manos porque lo consideraba un exceso de confianza, algo impropio, y dio orden de hacer una cadena para que los bailarines la sostuvieran y pudieran mantener la formación evitando el contacto físico directo, que podría conducir a la inmoralidad. Naturalmente, hicieron la cadena de oro. Los eslabones eran del ancho de la muñeca de un hombre y la longitud total era el doble de la de la gran plaza de Cuzco (es decir, más de setecientos pies), y pesaba tanto que entre doscientos indios apenas podían levantarla del suelo.
—¡Oh! —exclamaron sus oyentes, entre los cuales, como era natural, estaban Killick y su compañero Grinshaw.
Cuando todos tenían aún la boca abierta, llegó el joven Wedell, que en nombre del señor Grainger presentó sus respetos al capitán y le preguntó si podían desplegar las alas de barlovento, porque pensaba que se mantendrían bien debido a que el viento había rolado cinco grados.
—¡Por supuesto, señor Wedell! —exclamó Jack—. Vamos a navegar a toda vela hasta que todo vuelva a crujir.
* * *
No se podía saber con certeza cómo todos los tripulantes de la fragata se enteraron de que la razón de navegar a toda vela era que el capitán tenía en perspectiva capturar una presa, que no sólo la alegría de regresar a Inglaterra era la causa de que desplegara tanto velamen, pasara tanto tiempo en la cubierta tratando de aprovechar todo lo posible el viento y desplegando y arriando foques y velas de estay; sin embargo, ninguno de los oficiales ni de sus ayudantes tenían que hacer énfasis y mucho menos repetir las órdenes que podían hacer avanzar más rápido la fragata hacia las altas latitudes sur.
Aunque en parte lo habían deducido del hecho de que el doctor, aun sin saber distinguir una barca de un navío ni una bolina de un ballestrinque, no era tan tonto como parecía (eso hubiera sido muy difícil) y no pasaba todo el tiempo en tierra bebiendo y reconociendo a señoras en refajo, sino que a veces se enteraba de noticias importantes. No obstante, eso no explicaba que a menudo se oyeran en la cubierta inferior las frases «dos o tres mercantes que hacen el comercio con China zarparon de Boston» y «por el sur de las islas Diego Ramírez», así como el cálculo de que avanzando a cinco nudos de un mediodía al siguiente todos los días llegarían allí con tiempo de sobra. La única explicación era que alguien había escuchado una conversación privada o había advertido todas las posibles pistas, como que el capitán observaba atentamente las cartas marinas de las desoladas zonas al sur del cabo de Hornos.
El deseo de capturar una presa, normal en la tripulación de un barco de guerra, estaba teñido y acentuado por la historia de la cadena inca que había hecho Stephen, algo que no tenía nada que ver con los mercantes de Boston, botados doscientos cincuenta años más tarde, pero que influía en el estado de ánimo colectivo.
—¿Qué peso crees que puede levantar un indio medianamente fuerte? —preguntó Reade.
—Bueno, son nativos de estas tierras, ¿sabes? —respondió Wedell—, y todo el mundo sabe que los nativos de estas tierras, aunque miden poco más de cinco pies, pueden levantar grandes pesos.
—Unos dos quintales —aventuró Norton.
—Entonces, doscientos indios pueden levantar cuatrocientos quintales —dijo Reade, escribiendo la cifra en la tablilla que usaba para su trabajo diario—, lo que equivale a veinte toneladas, o cuarenta y cuatro mil ochocientas libras, o setecientas dieciséis mil ochocientas onzas. ¿Cuánto vale una onza de oro?
—Tres libras, diecisiete chelines y diez peniques y medio —respondió Norton—. Ese es el precio que calculó el señor Adams cuando repartieron el último botín, y fue aceptado por todos los marineros.
—Entonces hay que multiplicar tres, diecisiete y diez y medio por setecientos dieciséis mil ochocientos —dijo Reade—. No hay espacio suficiente para eso en la tablilla y, además, son onzas de nuestro sistema de pesas, no del sistema Troy. Pero de cualquier forma que se calcule, la respuesta es más de dos millones de libras. ¿Se imaginan dos millones de libras?
Sí, se las imaginaban en forma de un coto de caza lleno de venados, una jauría, miradores y una banda privada en un refinado conservatorio; y también se las imaginaban otros, desde el primer al último marinero. Pero ninguno era tan tonto como para mezclar esas dos ideas tan diferentes, y para ellos las hipotéticas presas que estaban lejos al sur tenían más atractivo, a pesar de que casi todos a bordo, gracias a anteriores capturas, ya eran más ricos de lo que hubieran podido imaginar en su vida, y el capitán y el cirujano ya no necesitaban más dinero.
—Es vergonzoso sentir placer en quitar a otros hombres sus pertenencias a la fuerza, abiertamente, legalmente y recibir felicitaciones e incluso condecoraciones —dijo Stephen, afinando su violonchelo, que había descuidado durante largo tiempo—. Reprimo o trato de reprimir ese sentimiento cada vez que empiezo a experimentarlo, lo que ocurre muy a menudo.
—Pásame la colofonia —pidió Jack, y antes de que empezaran a tocar el
allegro vivace
del concierto de Bocherini, añadió—: Posiblemente será muy difícil verte por la mañana, porque vamos hacer prácticas de tiro con los cañones durante mucho tiempo, pero estoy seguro de que no te olvidarás de que estoy invitado a comer en la cámara de oficiales.
Pero nada podía ser menos cierto, pues el doctor Maturin se concentraba tanto en abrir los paquetes que habían subido a bordo desde la balsa, en clasificar, limpiar y proteger los ejemplares recogidos y en anotar datos, que era capaz de olvidar todas sus obligaciones excepto las que tenía que cumplir en la enfermería, incluidas las sociales. Y Jack pensó: «También es capaz de creer que la tripulación de la fragata está casi igual que la dejó», por lo que al final del último movimiento, dijo:
—Me parece que no has comido en la cámara de oficiales todavía, ¿verdad?
—No —respondió Stephen—. Y con el trabajo de la enfermería y la clasificación de los ejemplares casi no he tenido tiempo de subir a la cubierta ni de preguntar a la mitad de mis compañeros de tripulación cómo están. No puedes imaginarte lo frágiles que son las pieles de las aves, amigo mío.
—Entonces creo que debería hablarte de algunos cambios que verás. Vidal ha dejado la fragata con dos de sus primos seguidores de Knipperdolling y ha sido reemplazado por William Sadler, un experto marino. Además, de los marineros falta el pobre John Proby, que murió a los dos días de salir de Callao.
—Lo sabía. Estaba muy mal, a pesar de lo que pudimos hacer por él, que fue muy poco, administrándole quina, hierro y otra medicina sólida que se chupa. Pero Fabien, muy amablemente, me guardó una mano porque se acordó de mi interés en la extraordinaria calcificación de los tendones. Fabien es un inestimable ayudante.
A Jack todavía le causaban malestar comentarios como aquél y tardó unos momentos en continuar.
—Tampoco verás a Bulkeley.
—¿El divertido contramaestre?
—Exactamente. También era contramaestre en la Armada, ¿sabes? Y como la
Surprise
está gobernada como un barco de guerra, fue volviendo poco a poco a sus viejos hábitos adquiridos allí. Supongo que conocerás la palabra barraganete.
—¡Por supuesto! No soy un marino novato. La última pieza alta de la cuaderna.
—Así es. Pues nosotros usamos la palabra barraganería para referirnos a la tendencia que tienen los contramaestres de los barcos del rey de robar los pertrechos que no están inmovilizados y fijos con clavos. Le reprendí una vez por coger un anclote en Annamooka y un rollo de cáñamo de Manila de tres pulgadas en Moahu y Dios sabe cuántas cosas más en medio, y él prometió reformarse; sin embargo, en Callao se apoderó de varios pies de cadena, una gafa, y nuestro pararrayos, un excelente pararrayos de Snow Harris. Cuando le hablé de eso, tuvo la audacia de justificarse diciendo que todo el mundo sabe que el metal atrae la carne y la única protección real era una bola de cristal en la punta de un mástil. Y respecto a las otras cosas, dijo que estaban muy gastadas.
* * *
Hablando de los peligros de la mar en general y de los rayos en particular, casi llegaron a hablar de asuntos profesionales, un delito castigado con una pena más leve que la sodomía (que se castigaba con la pena de muerte), pero no mucho más, y los oficiales miraron nerviosamente a su invitado, el capitán, un estricto cumplidor de la etiqueta naval. Pero por su expresión alegre y las anécdotas que contaba, era obvio que hablar de los rayos estaba a este lado de la barrera que separaba lo bueno de lo malo, y el tema ocupó la atención del grupo durante el considerable tiempo que tardaron en comer una excelente tortuga hasta vaciar la fuente.
La cámara de oficiales estaba menos llena, ya que los comerciantes y los rehenes se habían ido, y ahora estaba casi totalmente ocupada por marinos. Jack, Stephen y Pullings eran oficiales de la Armada en activo; Adams había ocupado el puesto de oficial en la Armada durante la mayor parte de su vida laboral; Wilkins había sido guardiamarina o ayudante del oficial de derrota en media docena de barcos del rey; y Grainger y su cuñado Sadler habían aceptado el cargo de oficial con naturalidad. La conversación, por tanto, era muy distendida, y a ello contribuía el hecho de que la fragata iba de regreso a Inglaterra.
—En esta misma fragata cayó un rayo cuando estaba frente a Penedo, en Brasil, y perdió un mástil con la verga y lo que lleva delante, el bauprés —contó Stephen—. Estaba durmiendo en ese momento, pero el estrépito fue tan grande que pensé que estábamos en medio de una batalla con toda la flota.
—¿Murió alguien, doctor? —preguntó Grainger.
—No.
—¡Ah! —exclamó William Sadler—. Mi primo Jack era un ayudante de carpintero en el
Diligent
cuando le cayó una culebrina cerca de las islas del Canal un jueves, causando la muerte de tres marineros en la cofa del mayor. Me contó que los cuerpos se mantuvieron calientes hasta después del servicio religioso del domingo, cuando tuvieron que arrojarlos por la borda.
—Una vez, en 1810, el
Repulse
estaba frente a España. También era un jueves y los marineros habían lavado la ropa —explicó Pullings—. Al anochecer las nubes empezaron a acumularse y los marineros que descansaban bajo cubierta, temerosos de que la ropa, que estaba casi seca, se les mojara con la lluvia, subieron a recogerla. Entonces cayó un solo rayo y siete se desplomaron muertos en la cubierta y otros trece sufrieron horribles quemaduras.
—Cuando el príncipe Guillermo estaba al mando del
Pegaso
, un solo rayo destruyó el palo mayor.
A esto siguieron consideraciones generales sobre los rayos: que eran más frecuentes entre los trópicos, que algunos árboles eran más propensos a que les cayeran que otros y había que evitar sauces, fresnos y robles solitarios. Añadieron que el clima caluroso los favorecía, que eran bastante comunes en las zonas templadas y, en cambio, no se producían en Finlandia ni en Islandia ni en la bahía de Hudson, probablemente debido a la aurora boreal. Pero estos comentarios y la especulación sobre la naturaleza del fluido eléctrico fueron interrumpidos por la aparición de un cochinillo asado en una bandeja de plata peruana, un regalo de los comerciantes rescatados a la
Surprise
. Fue colocada, como era costumbre, frente al doctor Maturin, cuya habilidad para cortar era conocida por muchos de los presentes. La conversación se animó más y versó sobre los cerdos. Hablaron de cuál era la mejor forma de preparar los cerdos, de los cerdos que había en Inglaterra, de los cerdos salvajes de que se habían alimentado el capitán Aubrey y sus hombres durante mucho tiempo en una remota isla del mar de China, de una cerdita negra domesticada que tenía el padre de Pullings en su granja, al borde de New Forest, y que era capaz de encontrar una cesta de trufas en una mañana, chillando cada vez que encontraba una pero sin comer ninguna.