—Naturalmente. Si quieres pasar aquí al lado, te mostraré los huesos en cuestión y el punto en que se unen, y así tú mismo podrás juzgar el grado de rigidez comparándolo con el de las escotas en las castañuelas. Me llamaron antes que terminara la disección, antes que todo estuviera tan blanco y definido como una muestra o un ejemplar preparado para una lección de anatomía, pero a ti no te disgustará ver un poco de sangre y babaza.
A Stephen no le faltaba perspicacia en muchos asuntos; sin embargo, a pesar de que conocía a Jack Aubrey desde hacía años, no había descubierto que le desagradaba enormemente ver sangre y baba aunque fuera en pequeña cantidad, es decir, sangre fría y baba. Aunque en las batallas estaba acostumbrado a estar cubierto por ambas hasta el tobillo sin sentir la menor repulsión, caminando de un lado a otro en actitud amenazadora, era incapaz de romperle el pescuezo a una gallina y mucho menos presenciar una operación quirúrgica.
—Cogerás la espoleta entre tus dedos índice y pulgar —continuó Stephen—. Después de considerar todas las proporciones, podrás juzgar su falta de movilidad.
Jack sonrió tímidamente y vinieron a su mente siete excusas; sin embargo, como estimaba mucho a su amigo y las excusas no eran buenas, avanzó hacia su antigua cabina-comedor, que ahora, a juzgar por el hedor, era un osario.
Cogió la espoleta, como Stephen quería, y escuchó su explicación con la cabeza inclinada y una expresión grave, como un perro grande que hacía concienzudamente una desagradable tarea. Y se alegró mucho cuando esa tarea terminó, cuando concluyó la explicación y pudo salir a tomar el aire fresco con la conciencia tranquila.
—Todo está preparado, señor —informó Vidal, reuniéndose con él al lado de la escala de toldilla—. El baúl ya está arriba, los franceses están abajo y el señor Adams está junto al cabrestante con el rol.
—Muy bien, señor Vidal —replicó Jack, respirando profundamente.
Miró al cielo y luego hacia atrás, donde estaba el
Franklin
, que, situado a un cable de distancia de la fragata por la aleta, formaba grandes olas de proa.
—Vamos a aferrar las sobrejuanetes y las alas de las juanetes —ordenó.
Apenas Vidal había acabado de escuchar la orden cuando los gavieros empezaron a subir corriendo. Las sobrejuanetes y las alas de las juanetes se desvanecieron, la velocidad de la fragata disminuyó considerablemente y Jack dijo:
—Todos los marineros a la popa, por favor.
—Señor Bulkeley, llame a todos los marineros a la popa —ordenó Vidal al contramaestre.
—Todos los marineros a la popa, sí, señor —contestó el contramaestre, y de inmediato se oyeron los agudos pitidos de llamada seguidos de un grito estremecedor.
Ésa fue la primera noticia oficial que recibieron los marineros, pero si alguien a bordo hubiera sido tan ingenuo como para pensar que se sorprenderían al oírla, estaría totalmente equivocado. Todos se las habían arreglado para estar ahora limpios, afeitados, vestidos adecuadamente, con el sombrero puesto y sobrios. Todos, como un enjambre, avanzaron por el pasamano de babor y se situaron desordenadamente en el alcázar, como era habitual. Permanecieron allí sonriendo y dándose codazos hasta que Jack dijo:
—Ahora, compañeros de tripulación, vamos a proceder a un reparto provisional. Todo lo que tenemos en monedas de plata son monedas españolas de ocho reales, chelines y otras monedas más pequeñas, y las que tenemos de oro, que todos conocemos, son guineas, luises, ducados,
joes
y otras parecidas. Las que están en desuso o son raras serán vendidas al peso y divididas como corresponda. Señor Wedell, no se tocan los ganchos.
El desafortunado muchacho se puso rojo y, sacándose las manos de los bolsillos y con la expresión más tranquila que pudo, se ocultó detrás de Norton, que era más alto.
—Los billetes, los pagarés y, naturalmente, el casco, los aparejos y otros objetos y el dinero por cada prisionero se incluirán en el recuento final.
—Cuando esté disponible —murmuró Vidal.
—Exactamente, cuando esté disponible —sentenció Jack—. Adelante, señor Adams.
—Ezequiel Ayrton —gritó el señor Adams con el dedo puesto en el rol abierto.
Entonces avanzó Ayrton, un gaviero del trinquete que pertenecía a la guardia de estribor. Estaba contento, pero consciente de que estaba solo y de que todos le miraban. Atravesó la cubierta y se quitó el sombrero, pero en vez de pasar junto al capitán y avanzar por el pasamano de barlovento, como hubiera hecho en un ordinario pase de revista, se dirigió hacia donde estaba el cabrestante. Y en la parte superior, el señor Adams puso dos guineas, un luis, dos ducados (uno veneciano y otro holandés) y monedas de ocho reales y pequeñas monedas de Jamaica suficientes para completar la suma de veintisiete libras, seis chelines y cuatro peniques. Ayrton, riéndose, las echó de golpe en el sombrero, dio dos pasos hacia delante y saludó al capitán.
—Que las disfrute, Ayrton —dijo Jack, sonriéndole.
Continuó el reparto a lo largo de todo el alfabeto, con más risas y comentarios ocurrentes de los que se hubieran tolerado en un barco de guerra normal, hasta un minuto después que John Yardley, el encargado de las señales, se reunió en el castillo con sus alegres compañeros. En ese momento el alboroto se transformó en un absoluto silencio por un grito que llegó desde el tope de un palo.
—¡Cubierta, objeto bien definido por la amura de babor! ¡Creo que es un barril!
Todos los marineros observaban cómo se acercaba cabeceando el barril, el primer objeto inanimado que veían fuera de su mundo de madera desde hacía lo que ya parecía un siglo. Cuando por fin lo trajeron a bordo Bonden y Yardley, atravesando la mar rizada en el esquife del doctor, la mayoría de los antiguos balleneros de la
Surprise
fueron por el pasamano hasta donde era prudente avanzar en la popa, ya que tenía aros de sauce en vez de hierro y no parecía ser de un barco de guerra ni de un mercante que hacía el comercio con China.
—Señor Vidal —dijo Jack—, usted que ha estado pescando en el Pacífico sur, ¿qué piensa de él?
—Bueno, señor —respondió Vidal—, yo diría que es un barril de los yanquis, pero yo salí del río de Londres y nunca estuve en sus puertos. Simón y Trotter sabrán más que yo.
—Llamen a Simón y Trotter —ordenó Jack.
Ambos llegaron inmediatamente al alcázar.
—Es de Martha's Vineyard —aventuró Trotter, dando vueltas al barril.
—De Nantucket-explicó Simón—. Me casé allí una vez.
—Entonces, ¿cómo es que tiene la marca de Isaac Taylor? —preguntó Trotter.
—Bueno, sea de donde sea, éste es un barril yanqui, señor —dijo Simón, mirando fijamente a Jack—. Es lo que llaman en Nueva Inglaterra un tonel de Bedford. Y apenas lleva en el agua un par de días, porque el mar casi no lo ha desgastado y las clavijas están intactas. No lo habrían tirado nunca por la borda si no tuvieran la bodega llena y si no fueran de regreso a su país.
Todos los que pudieron oír esto se rieron y se dieron codazos. El dinero del botín aún tintineaba en los sombreros y les encantaba la idea de obtener más.
Jack observó el cielo, el mar, el viento y la corriente. Todos los tripulantes de la fragata, que eran buenos profesionales, hicieron lo mismo. La única excepción fue el doctor Maturin, que observó una fina hilera de aves lejanas que volaban alto. Cuando logró verlas por el catalejo de bolsillo (algo no muy fácil porque la marejada había aumentado), notó que eran las parientes del sur de las gaviotas y que volaban en dirección estesudeste. Por un momento pensó ofrecer a Martin el pequeño catalejo, pero decidió no hacerlo. Por su parte, Martin y Dutourd estaban observando a los marineros, que con expresión grave observaban el mar y calibraban el tiempo y las posibilidades de hacer una captura. Entonces Stephen oyó a Martin decir:
—Homo hominis lupus.
Mediante señales, Jack llamó al
Franklin
, y cuando estaba a un cable de distancia fue hasta el final de la popa y gritó:
—Tom, hemos recogido un barril aparentemente fresco que tal vez sea de un ballenero yanqui. Vira a sotavento y sigamos nuestro antiguo rumbo.
No quedaba mucho del día tropical, pero hasta que el sol se puso, en el tope de cada palo había un serviola que era relevado cada vez que sonaban las campanadas y algunos permanecieron durante la breve penumbra. Incluso los más optimistas sabían que era muy remota la posibilidad de encontrar un barco en aquel inmenso océano guiándose sólo por un barril y por los hábitos de los balleneros del Pacífico sur. Pero alimentaba sus esperanzas la presencia de aves marinas (rara en aquellas azules aguas) que viajaban en la misma dirección. Basaban principalmente sus esperanzas en el ferviente deseo de que se hicieran realidad, y se desvanecieron al llegar la noche, coloreando de morado oscuro el cielo por el este, que ya estaba salpicado de estrellas. Ahora, en la guardia de segundo cuartillo, cuando bajaban los últimos marineros, muy desalentados, concibieron aún más que antes cuando simplemente especulaban, porque el
Franklin
, muy lejos por sotavento, hizo una señal luminosa azul y poco después hizo señales con una hilera de faroles.
Reade, el guardiamarina encargado de las señales, con el catalejo colocado sobre el hombro de Wedell, leyó las señales y, en tono formal, informó al capitán:
—Es telegráfica, señor, y alfabética. C.A.R.C.A.S.A. Carcasa, señor. —Entonces, en un tono más humano, añadió—: Espero haberla interpretado bien.
—¡Carcasa, ja, ja, ja! —dijeron una docena de voces en el pasamano.
El timonel susurró a Reade:
—Así llamamos a un cadáver, señor, a la carcasa de una ballena de la que se han sacado la esperma y la grasa.
Jack calculó la posición relativa del
Franklin
y ordenó:
—Señor Reade, confirme la recepción y haga una señal indicando «Rumbo SSE cuarta al E con las gavias arrizadas».
Esa ruta llevó la
Surprise
a pasar junto a la ballena muerta poco después de aparecer la luna. A la luz de los faroles se veían revoloteando alrededor muchas aves blancas que apenas se podían identificar y entre las cuales había petreles, posiblemente pequeños albatros y gaviotas; pero se distinguía claramente la enorme carcasa balanceándose en las fosforescentes aguas.
—Creo que era una vieja ballena y puede haber dado ochenta barriles —dijo Grainger, que estaba apoyado en la borda junto a Stephen—. No son tan problemáticas como las jóvenes, porque ya no son ágiles, pero se hunden muy profundamente. Recuerdo una que sacó los cabos de cuatro lanchas, ochocientas brazas, ¿se lo imagina? Y cuando suben, pueden volverse peligrosas y partir una lancha en dos. Con su permiso, doctor —añadió, vacilante, en voz baja—, he visto a su pobre ayudante vomitando por la borda, por barlovento, y luego irse abajo con cara de estar muy enfermo. ¿Cree que habrá comido algo…?
—Quizás, aunque posiblemente la causa sean el violento movimiento de la fragata por las olas tan fuertes y tantas salpicaduras.
—Es evidente que el viento sopla en contra de la corriente ahora, y que la corriente es más fuerte porque no estamos muy lejos de tierra.
* * *
A pesar de todo, Martin parecía estar bastante bien en la ronda de la mañana, aunque el mar estaba más rizado y la fragata cabeceaba fuertemente. La fragata avanzaba sólo con las gavias arrizadas, tratando de abarcar una zona lo más amplia posible del mar cubierto por la bruma, y todos buscaban constantemente su presa o miraban hacia su compañero por si hacía señales. En teoría, desde cada embarcación podían verse quince millas en todas direcciones, y a pesar de que necesitaban mantenerse a cierta distancia para poder ver las señales, abarcaban una vasta área. El viento roló y trajo consigo nubes bajas, y no fue hasta el principio de la guardia de mañana, cuando el sol, envuelto en la niebla, estaba a dos palmos del horizonte, que en el tope de un palo se oyó un exultante grito cuyo eco descendió hasta la enfermería.
—¡Barco a la vista!
—¡Lo hemos encontrado! —exclamó Martin con un tono triunfante que contrastaba con su expresión habitual, donde se mezclaban la angustia y el malhumor.
—Pueden irse, queridas niñas —dijo Stephen a las niñas, que habían terminado sus tareas.
Las dos se alejaron rápidamente por el oscuro sollado con un dibujo en la mano, esquivando ratas y cucarachas, sólo visibles por sus delantales. Stephen terminó de untar a Douglas Murd con ungüento azul, se lavó las manos, tiró la toalla a Martin y, volviéndose hacia Padeen, dijo:
—Deja que los vasos se sequen solos.
Luego subió corriendo a la cubierta, donde se reunió con todos los tripulantes de la fragata que no estaban en la jarcia.
—¡Ah, doctor, aquí hay un magnífico espectáculo! —gritó Jack desde el costado de estribor.
Entonces señaló con la cabeza el agitado mar y en ese momento, a menos de diez yardas, una ballena azul lanzó un grueso chorro de agua que llegó al final de la cubierta, inspiró de manera audible y se sumergió produciendo suaves ondas. Stephen pudo ver claramente la ballena por estribor y más allá dos lanchas juntas y a más de una milla al este otras tres.
—Estaban tan ocupados pescando que no nos vieron hasta hace un momento —continuó Jack—. Los marineros de las lanchas que están al nornordeste no nos han visto todavía. Pero mira a los hombres que están a bordo del barco, que parecen un montón de viejas.
Le pasó el catalejo y entonces pudo ver bien la lejana cubierta, que estaba muy desordenada y sucia. No quedaban muchos marineros a bordo, pero esos pocos estaban muy activos y corrían de un lado a otro sin un propósito claro, y uno, desde la cofa de serviola, agitaba los brazos y señalaba al sur.
—Señor Grainger, por favor, explique la situación al doctor —pidió Jack, y, después de recuperar el catalejo y colgárselo al hombro, subió corriendo al tope como si fuera un niño.
—Bueno, señor —empezó Grainger con su suave acento del occidente de Inglaterra—, esas lanchas que están lejos, al este, están amarradas a una vieja ballena y se mueven como un coche de seis caballos por un buen camino. George, dile a William que traiga mi otro catalejo, deprisa, deprisa. —Cuando lo tuvo, continuó—: Allí, de pie en la proa, está ese marinero con la lanza para matar la ballena cuando suba. El timonel de la lancha fue quien le clavó el arpón, claro, y ahora está de nuevo en la bancada de popa.