—Por supuesto. Venga a la enfermería cuando esté haciendo mi ronda matutina, y Padeen le dará un pote enseguida.
Silencio. Un vasto espacio iluminado por la luna, pero sin horizonte. Stephen levantó la mirada hacia las velas empapadas de rocío, cuyas oscuras sombras proyectaba la luz de la luna. Las juanetes y las gavias estaban lo suficientemente abombadas para hacer avanzar la fragata con un susurro, y las mayores estaban fláccidas.
—En cuanto al rocío —dijo Vidal después de un rato—, podría preguntarle al señor Dutourd. ¡Ése es un hombre instruido! No es un naturalista, desde luego, sino que sabe más sobre filosofía y moral, pero creo que tiene en París muchos amigos que han hecho experimentos con fluidos eléctricos, globos con gas, el peso del aire y ese tipo de cosas. Tal vez el rocío esté entre ellas. Pero es un placer oírle hablar de política y moral, de los derechos del hombre, la fraternidad y la igualdad. Durante muchas horas, con elocuencia, nos ha dicho cosas edificantes sobre una república justa. Y la colonia que planeó, donde no habría privilegios ni opresión ni dinero ni avaricia, todo iba a ser común a todos, como en la mesa donde se sientan buenos compañeros de tripulación. Tampoco habría estatutos ni abogados, y la voz del pueblo sería la única ley, el único tribunal. Todo el mundo veneraría al Supremo Creador como le pareciera, sin interferencias ni obligación, en completa libertad.
—Parece un paraíso terrenal.
—Eso es lo que muchos de los nuestros dicen. Algunos aseguran que no se hubieran esforzado por detener a Dutourd si hubieran sabido lo que se proponía, y que incluso se hubieran unido a él.
—¿No piensan que estaba apresando nuestros balleneros y mercantes y ayudando a Kalahua en la guerra contra Puolani?
—En cuanto a hacer el corso, era un asunto del oficial de derrota, que era yanqui. Ellos nunca se hubieran sumado a eso ni se hubieran opuesto a sus propios compatriotas ni, como es natural, se hubieran puesto de parle de un extranjero. Era la colonia lo que les gustaba tanto, por la paz, la igualdad, y el hecho de ofrecer una vida decente sin tener que romperse la espalda trabajando y una vejez despreocupada.
—Sean bienvenidas la paz y la igualdad —sentenció Stephen.
—Pero usted niega con la cabeza, señor, y me parece que piensa en la guerra. Las cosas fueron malinterpretadas, pero el señor Dutourd lo ha aclarado todo. Los dos bandos estaban deseosos de luchar desde hace mucho tiempo, y cuando Kalahua contrató a esos miserables franceses de las islas Sandwich armados con mosquetes, no pudieron aguantar más. Pero ellos no tenían nada que ver con los colonos de Dutourd. Lo que él quería era entrar en el puerto haciendo alarde de fuerza, establecerse entre ellos, fundar después su propia colonia y acercar los dos bandos mediante el ejemplo y la persuasión. Y por lo que respecta a la persuasión… Si usted le hubiera oído, se hubiera convencido enseguida. Tiene un don, una gracia, incluso hablando en una lengua extranjera. Nuestros hombres tienen muy buena opinión de él.
—Sin duda, habla muy bien inglés.
—Y no sólo eso, señor. Es muy bueno con sus hombres. ¿Sabe que estaba sentado a su lado día y noche en la enfermería hasta que se curaban o les arrojaban por la borda? Y aunque al oficial de derrota del
Franklin
ysus ayudantes les gustaba dar azotes, nos han dicho que el señor Dutourd siempre les protegía y no dejaba que les azotaran.
En ese momento, justo antes de las ocho campanadas, Grainger subió a la cubierta, aún soñoliento y dando bostezos, para relevar a su compañero. Los hombres de la guardia de estribor, la mayoría de los cuales habían estado durmiendo en el combés, empezaron a moverse. La fragata se llenó de vida, pero silenciosamente.
—Tres nudos, señor, con su permiso —informó el joven Wedell, que ahora era un guardiamarina interino.
Entre los habituales pitidos, gritos y ruidos que acompañaban el cambio de guardia, todos bastante discretos a las cuatro de la madrugada, Stephen fue sigilosamente a la cabina. Cuando ya estaba tumbado, con la cabeza sobre las manos, pensó que los seguidores de Knipperdolling eran muy curiosos por su credulidad, su amabilidad y su simplicidad, y aún sonreía cuando se durmió.
Durmió, pero no por mucho tiempo. Poco después llamaron a los marineros del combés, que se unieron a los hombres de guardia para hacer el diario ritual de limpiar las cubiertas. Bombearon gran cantidad de agua de mar sobre ellas, las frotaron con arena y piedra arenisca y terminaron de secarlas con lampazos cuando salía el sol. Había hombres de mar que podían dormir en medio de todo esto (Jack Aubrey era uno de ellos, y aún se podían oír sus ronquidos), pero Stephen no. Sin embargo, en esta ocasión eso no le molestó ni le irritó, y permaneció allí pensando en numerosas cosas agradables. Recordó a Clarissa y pensó que también tenía cierta simpleza a pesar de la dura vida que había llevado.
—¿Estás despierto? —preguntó Jack Aubrey en un ronco susurro por una rendija de la puerta.
—No —respondió Stephen—. Y no quiero nadar, pero tomaré café contigo cuando regreses a la fragata.
Se dijo: «¡Menuda bestia! Nunca le oigo levantarse». Era cierto. Jack pesaba demasiado, pero caminaba con ligereza.
* * *
Con este brusco comienzo del día, el doctor Maturin llegó temprano a hacer la ronda matutina; algo raro en una persona que tenía una muy vaga noción del tiempo. La ronda le llevaba poco tiempo desde el punto de vista quirúrgico, pero todavía tenía que atender algunos obstinados casos de gonorrea y sífilis. En los viajes largos y relativamente tranquilos, estos casos y los de escorbuto eran el pan de cada día de los cirujanos. Pero mientras Stephen podía obligar a los marineros a evitar el escorbuto, poniendo jugo de limón en el grog, ningún poder en la tierra podía evitar que corrieran a los burdeles tan pronto como llegaban a tierra. Trataba estos casos con calomel y guayacol, y por lo general era Martin quien preparaba la poción. Stephen no estaba satisfecho con el progreso de dos de los pacientes y en el momento en que decidió medicarlos de una forma más radical, según la escuela vienesa, vio un insecto en la cubierta, justo a ese lado de la puerta entreabierta, bajo la luz del farol de la enfermería. Era un insecto amarillo, obviamente, un algavaro, pero, ¿qué clase de algavaro? En cualquier caso, era muy activo. Stephen se puso a gatas, avanzó silenciosamente hacia el insecto, y cuando lo tenía en el pañuelo, levantó la vista. En su avance había llegado justo frente a la puerta, desde donde se veía claramente el dispensario iluminado, que parecía estar en otro mundo. Allí estaba Martin, muy serio, preparando la poción en el último de los vasos de una larga fila, y mientras Stephen le miraba, levantó el vaso y se lo bebió.
Stephen se puso de pie y tosió. Martin se volvió bruscamente y, guardando el vaso bajo el delantal, dijo:
—Buenos días, señor.
El saludo fue mecánico, sin una sonrisa espontánea, pero cortés. Era evidente que no había olvidado su descortesía del día anterior. Parecía que estaba molesto porque no le habían llevado al
Franklin
y esperaba que Stephen expresara su resentimiento por sus ofensivos comentarios, ya que era rencoroso, como sabía muy bien, se le podía considerar vengativo y jamás olvidaba una ofensa. Pero había algo más. Parecía como si Martin hubiera evitado que no le sorprendiera haciendo algo que deseaba ocultar, y su actitud era un poco desafiante y hostil.
Entonces llegó Padeen y, después de desear que Dios bendijera a los caballeros, dijo con cierta dificultad que la enfermería estaba preparada para recibir a sus señorías. Los médicos fueron de un coy al otro. A cada marinero Stephen le preguntó cómo se sentía, le tomó el pulso y le examinó sus partes pudendas y luego, brevemente, habló del caso en latín con Martin, que anotó las observaciones en un libro. Cuando el libro se cerró, Padeen le dio a los marineros la poción y las pastillas.
Después volvieron al dispensario. Mientras Padeen lavaba los vasos, Stephen dijo:
—No estoy satisfecho con Grant y MacDuff, y pienso aplicarles el tratamiento vienés la próxima semana.
—Mi libro de autoridades lo cita, pero no me acuerdo del nombre.
—Es el murias hirargi corrosivus.
—El vial que está junto al
myrrh
. No lo he visto usar nunca.
—Exactamente. Lo reservo para los casos más difíciles porque tiene muchas desventajas… ¿Qué pasa, Padeen?
La tartamudez de Padeen, siempre acusada, empeoraba con la emoción. Con el tiempo supieron que aparentemente había diez vasos en el armario hacía una hora, apenas una hora, y en ese momento sólo había nueve. Padeen levantó las manos abiertas y con un dedo doblado y repitió:
—Nueve.
—Lo siento, señor —dijo Martin—, pero rompí uno cuando estaba mezclando la poción, y olvidé decírselo a Padeen.
* * *
Tanto Jack Aubrey como Stephen Maturin querían mucho a sus esposas y ambos les escribían con mucha frecuencia. Pero Jack escribía las cartas con la esperanza de que alguna vez llegaran a su casa por un medio u otro (en un mercante, un barco de guerra o un paquebote) o, en caso de que eso no pudiera ser, con la esperanza de que permanecieran en su baúl y pudiera leerlas en voz alta a Sophie, añadiendo la explicación de cómo soplaba el viento o qué dirección tenía la corriente, mientras que Stephen no siempre tenía la intención de mandarlas. A veces las escribía porque así, en cierta manera, se ponía en contacto con Diana, aunque a gran distancia y de forma unilateral; a veces para clarificar las cosas en su mente; a veces por el alivio (y el placer) de decir cosas que no podía contar a nadie más, y en estos casos, tenían una vida efímera. Ahora escribió:
Amor mío, cuando el último elemento de un problema, un código o un rompecabezas encaja, la solución es a veces tan obvia que uno se da una palmada en la frente diciendo: «¡He sido un tonto por no haberlo visto antes!». Desde hace algún tiempo, como sabrías muy bien si tuviéramos la posibilidad de comunicarnos con mayor fluidez, estoy preocupado por el cambio en mis relaciones con Nathaniel Martin, por su transformación y su infelicidad. La última vez que te escribí aduje numerosas y sólidas razones, entre ellas una excesiva preocupación por el dinero, pues estaba convencido de que poseerlo le permitiría gozar de más consideración y felicidad que ahora, y muchas otras más, como celos, aburrimiento por tener compañeros desagradables de los que no puede escapar, nostalgia de su hogar, su esposa y sus amigos, deseos de paz y tranquilidad y su falta de preparación para la vida en la mar; para una prolongada vida en la mar. Pero no cité la causa principal porque no la descubrí hasta hoy, aunque era obvia por la gran atención que prestaba a los libros que tenemos de Astruc, Booerhave, Lind, Hunter y otras autoridades en enfermedades venéreas (nos faltan Locker y Van Swieten), y lo era aún más por sus curiosas y constantes preguntas sobre la posibilidad de contagio por usar el mismo retrete, beber de la misma taza, besarse, flirtear o cosas parecidas. No puedo estar seguro de que tenga la enfermedad sin reconocerlo como es debido, pero dudo que la tenga físicamente, aunque metafísicamente esté muy mal. No sé si se acostó con ella o no, pero deseaba hacerlo, y como es un clérigo, sabe que en el deseo está el pecado. Además, como está convencido de que está enfermo, siente horror por sí mismo y cree estar sucio por dentro y por fuera. Desgraciadamente, se ha tomado más en serio que yo nuestro desacuerdo de ayer, y nos tratamos con cortesía pero con frialdad, y en estas circunstancias no me consultará. Y evidentemente, no puedo ofrecerle mis servicios. Es más probable que el odio a uno mismo genere odio a los demás (o al menos malhumor y resentimiento) en vez de ternura. El pobre hombre está invitado hoy a comer en la cabina y a traer la viola, y temo que se produzca un enfrentamiento porque está muy nervioso.
En ese momento llamaron a la puerta con convicción, y el señor Reade entró sonriendo, seguro de ser bienvenido. De vez en cuando necesitaba vendarse la parte que le quedaba del brazo, y aquél era uno de los días en que tenía cita para eso. Stephen lo había olvidado, pero Padeen no, y el vendaje estaba sobre la última taquilla. Mientras Stephen se lo ponía, haciendo un pliegue tras otro exactamente a la misma distancia, Reade dijo:
—Señor, se me ocurrió una estupenda idea en la guardia de media. ¿Podría hacerme un gran favor?
—Podría —respondió Stephen.
—Pensé en ir a Somerset House para hacer el examen de teniente cuando vuelva a Inglaterra.
—Pero no tienes edad suficiente, amigo mío.
—No, señor, pero siempre se puede añadir un año o dos. Los capitanes que examinan sólo ponen «parece que tiene diecinueve», ¿sabe? Además, cumpliré diecinueve con el tiempo, por supuesto, especialmente si continuamos avanzando a este ritmo, y tengo los correspondientes certificados del tiempo de servicio en la Armada. Lo que me preocupa es que vacilen en aprobarme porque parezco un trípode en vez de un cuadrúpedo, así que tengo que tener todas las cosas de mi parte. Estos días de calma he estado copiando mis diarios con cuidado porque uno tiene que presentarlos, ¿sabe?, y por la noche, de repente, se me ocurrió que sería un buen golpe, que asombraría a los capitanes, incluir algunos detalles sobre la navegación en francés.
—Seguro que tendría ese efecto.
—Así que pensé que sería estupendo incluir en mi brigada a Colin, uno de los marineros del
Franklin
, un hombre honesto y excelente marino, aunque apenas sabe hablar inglés, porque lo llevaría al castillo durante la guardia de primer cuartillo y le enseñaría todo lo que pertenece al trinquete para que me dijera el nombre en francés, que luego usted podría decirme cómo escribir. Eso dejaría a los capitanes anonadados. ¡Qué golpe! Pero tal vez le esté pidiendo que me dedique demasiado tiempo, señor.
—En absoluto. Sujete este extremo de la venda, por favor. Así, bien amarrada.
—Muchas gracias, señor. Le estoy infinitamente agradecido. Entonces, ¿nos vemos en la guardia de primer cuartillo?
—Ni se lo imagine, señor Reade —dijo Killick, que entró llevando en el brazo la excelente chaqueta azul de Stephen recién cepillada y unos calzones de cachemira blancos—. Ni en la de primer cuartillo ni en la de segundo. El doctor va a cenar con el capitán y ellos no terminarán de tocar música hasta que termine la guardia. Ahora, señor, por favor —añadió mirando a Stephen—, deme esa vieja camisa y póngase ésta que acaban de planchar. No hay ni un momento que perder.