Por tanto, el trabajo prosiguió muy despacio, no sólo la preparación del mástil, sino también las innumerables tareas que se requerían para erigirlo. Las dos embarcaciones continuaron avanzando con igual o mayor determinación por las tranquilas aguas con aquel tiempo ideal. Eso le gustaba a Stephen, a pesar de estar deseoso de llegar a Sudamérica, y tomaba el sol desnudo y nadaba con Jack por las mañanas. También gustaba a la mayoría de los tripulantes, que podían dedicar tiempo a calcular con precisión el valor del
Franklin
, así como el de los artículos que sus hombres habían sacado de sus diversas presas, y a dividir el total de acuerdo con la parte que correspondía a cada uno. Y habría gustado también a los guardiamarinas si el capitán no se hubiera enfrentado a ellos como un muro de mil ladrillos. Les prohibió jugar al fútbol y al críquet, y les mantenía ocupados estrictamente en sus tareas: medir la altitud una y otra vez, entregar un resumen del trabajo del día (que rara vez correspondía a un recorrido de más de cincuenta millas) y escribir en su diario de a bordo con claridad y corrección. No permitía borrones, y quien se equivocara en un logaritmo, se quedaba sin cena. Ahora todos andaban descalzos o con zapatillas, y el tono de su voz casi nunca sobrepasaba el de un susurro.
Durante ese tiempo, Stephen iba a menudo a la cabina del señor Bentley para cambiarle las gasas y el vendaje del pie. Allí encontraba siempre a Dutourd (que se alojaba en una cabina cercana), hablando con su vecino el contramaestre y con otros visitantes, como Grainger y Vidal y muchos más, la mayoría marineros del castillo en su tiempo libre. No prestaba mucha atención, pero notaba que cuando Dutourd hablaba con uno o dos, lo hacía en tono conversacional normal o incluso más amable, porque sabía ser una buena compañía, pero cuando había varios más presentes, tendía a hablarles en tono grandilocuente y sin parar. Pero eso no parecía disgustarles, aunque no había muchas cosas nuevas que decir en favor de la igualdad, la hermandad de los hombres, la sabiduría, la bondad y el deseo de libertad innatos en el ser humano. Stephen, sin embargo, se dio cuenta de que la mayoría de quienes le escuchaban eran seguidores de Knipperdolling acostumbrados a escuchar discursos aún más largos en su país.
* * *
La innata sabiduría del señor Bentley le indicó que si permanecía mucho tiempo más en la lista de pacientes del doctor, el recién llegado se llevaría el mérito por hacer el palo mayor del
Franklin
, que ahora, a despecho de la terquedad de sus ayudantes, estaba casi terminado, y eso no podía soportarlo, aunque era un hombre bueno y benévolo. A pesar del dolor, subió a bordo del
Franklin
la mañana en que se tiró al mar la última baja del barco. Los tripulantes no habían pasado juntos suficiente tiempo para formar un grupo unido, y el cadáver fue arrojado por el costado con poca ceremonia y menos pena, aunque en medio de la indiferencia general, Dutourd pronunció unas palabras, y todos, asintiendo con la cabeza, mostraron su aprobación antes de regresar al trabajo. Todos se habían ofrecido voluntarios para trabajar temporalmente como tripulantes de la
Surprise
, según parecía, porque así obtenían tabaco.
El señor Bentley apenas llegó a tiempo. El capitán ya había subido a bordo del
Franklin
hacía mucho, porque quería aprovechar que el mar estaba en calma para sustituir desde un lado el viejo palo mayor, compuesto de varios, por el nuevo, ya que ninguna de las cabrias de las embarcaciones estaba en buenas condiciones. Con buen tiempo, un capitán y un primer oficial entusiastas, competentes y capaces de imponer férrea disciplina, no quedaría tiempo libre para nadie se burlara de ninguna palabra de Yorkshire. El carpintero sabía que no iban a perder ni un momento, y enseguida subió por el costado y fue cojeando hasta el lugar que le correspondía, junto a la base del nuevo palo mayor.
Casi todos los tripulantes de la
Surprise
estaban a bordo de la presa, preparados para alzar o recoger cualquier cosa que se cayera, en el nada improbable caso de que se produjera un accidente; así que fue Stephen quien llevó allí al carpintero en su esquife, lo que fue una terrible experiencia. Después de dejar al carpintero, Stephen llevó de regreso a Martin. Por una parte, ellos no podían estar en ningún lugar de la cubierta en que no estorbaran, ya que estaba llena de marineros muy ocupados y ansiosos y de cabos extendidos en todas direcciones; por otra, Martin ya no tenía nada que hacer, porque todos los tripulantes del
Franklin
que habían permanecido en el barco estaban curados o muertos.
El cocinero de la fragata, un negro corpulento con una sola pierna, y un barbudo traskita les ayudaron a subir por el costado, mientras Martin sostenía la viola reparada. Los dos médicos, dejando el esquife en manos más hábiles, se quedaron un rato apoyados en la borda, observando las operaciones que hacían en el otro barco.
—Me gustaría poder explicarle lo que están haciendo —dijo Stephen—, pero es una operación mucho más compleja que la que se hace con la cabria, y con su limitado conocimiento del lenguaje marinero, posiblemente no me entendería o se haría una idea equivocada.
—¡Qué tranquilo está todo! —exclamó Martin—. Muy tranquilo. La fragata tiene un suave cabeceo al que las vergas y toda la jarcia responden con un susurro. Las olas no rompen contra los costados ni el viento silba, y apenas se oye hablar a los pocos marineros que hay a bordo, agrupados en el castillo y mirando fijamente hacia el
Franklin.
—Tan tranquilo que me parece que aprovecharé para escribir en paz durante un rato —dijo Stephen—. Pronto se oirán pasos como de animales salvajes y gritos como: «¡Amarrar! ¡Parar! ¡Eh, el tope!».
* * *
Stephen, como continuación a una carta inacabada, escribió:
Alma mía:
Acabo de traer a Nathaniel Martin de regreso y creo que lamenta haber vuelto, porque le gustaba más comer con Tom Pullings en la presa. En las pocas ocasiones en que vino a ayudarme o a asistir a una comida, noté que se sentía menos a gusto en la cámara de oficiales que antes. Ahora se ha sumado a nuestro grupo uno de los rehenes, que acaba de ser dado de alta en la enfermería, y las risotadas del sobrecargo, el comerciante y ese hombre le molestan. Por otra parte, no puede decirse que la conversación de los dos tenientes interinos sea animada. Los dos son personas muy respetables, pero ninguno tiene experiencia en este tipo de comidas y no saben mantener a raya a los rehenes, así que, en ausencia de Tom, el lugar se parece más a una taberna de la peor categoría de Portsmouth que a la cámara de oficiales de un barco de guerra. Los oficiales invitan con frecuencia a Dutourd, y él impone cierto respeto, pero, desgraciadamente, habla mucho, y a pesar de que algunas veces se controla mucho, tiende a hacer reflexiones de tipo filosófico que lindan con la política y la religión, respectivamente, con la utopía impregnada de ideas socráticas y una especie de confuso deísmo, y ambas cosas molestan a Martin. El pobre hombre lamenta la ausencia de Dutourd y teme su presencia. Espero que nuestras comidas (es asombroso el largo tiempo que pasamos en la mesa, encerrados con los otros miembros de la cámara, que parece aún más largo cuando algunos eructan, ventosean y se rascan) serán tolerables cuando vuelva Tom, porque me imagino que la presa se venderá en la costa, y cuando Jack coma con nosotros.
Aun en ese caso, no es probable que Martin sea una persona envidiable. En esta fragata siempre le han mirado con recelo por ser un clérigo, porque trae mala suerte que haya uno a bordo, y ahora que saben que ocupa el cargo de párroco en dos parroquias que están en territorios heredados por Jack, el recelo ha aumentado. Además, por ser un hombre de cierta cultura, que conoce el hebreo, el griego y el latín, no es un buen compañero de los sectarios, pues en el caso de discrepancia en cuestiones teológicas, de una interpretación diferente de la original, ellos están desarmados. Obviamente, es, por definición, contrario a la separación de la iglesia institucional y partidario del obispado, el diezmo y, además, el bautismo infantil, que la mayoría de nuestros compañeros detestan. Por otra parte, como es un hombre callado, introvertido, carece por completo de la amabilidad que emana naturalmente de Dutourd. Todos a bordo saben que es un buen hombre, un solícito ayudante de cirujano y alguien que en anteriores misiones escribía cartas por encargo (ahora hay poco tiempo para eso, y los pocos analfabetos que hay suelen acudir al señor Adams), pero no le tienen afecto. Ha sido pobre, incluso miserable, pero ahora, en comparación con los marineros, es rico, y algunos creen que está demasiado encumbrado. Pero además de esto, se sabe (en un barco todo se sabe después de recorrer varios miles de millas) que el capitán no simpatiza mucho con él, y en la mar la opinión del capitán es tan importante para la tripulación como la de un rey absoluto para la corte. Jack nunca le ha tratado irrespetuosamente, pero le cohíbe su presencia, y los dos tienen muy poco que decirse. En resumen, que Martin no ha logrado la hazaña de ganarse la amistad del íntimo amigo de su amigo. Creo que el intento rara vez tiene buen resultado, y, por otra parte, quizá Martin no lo haya hecho nunca. Sea por lo que sea, no son amigos, y eso significa que los tripulantes le estiman menos de lo que creo que se merece. Eso me sorprende, y debo decir que pensé que le tratarían con más consideración. Tal vez en parte la causa sea, en el caso de muchos de los actuales tripulantes de la fragata, el maldito diezmo, al que tantos se oponen, ya que él es una de las personas que recibe o recibirá el odiado impuesto.
En cualquier caso, creo que está perdiendo el gusto por la vida. Ya no siente satisfacción al contemplar las aves o las criaturas marinas, y un hombre culto a quien no le interesen las ciencias naturales no tiene cabida en un barco, a menos que sea un marino.
Recuerdo que en otras misiones, en circunstancias similares, se alegraba de ver una ballena distante o un petrel maloliente, y su cara resplandecía y en su único ojo aparecía un brillo de satisfacción. Entonces no tenía dinero, aparte de su miserable paga. En momentos en que la relación causa-efecto parece evidente, me inclino a creer que la culpa es de su prosperidad. Ahora posee dos parroquias, aunque nunca ha estado en ellas, y una buena porción del botín; así que, desde el punto de vista mundano, es un hombre mucho más importante que antes. Como eso no cambia su importancia a bordo, pero sí en tierra, creo que da excesivo valor a la felicidad que le traerán el bienestar y la importancia y la considera una compensación por las decepciones sufridas en la mar, y por eso añora estar en tierra. Creo que le he decepcionado y…
Stephen, sosteniendo la pluma en el aire, pensó en Clarissa Oakes, una joven a la que apreciaba mucho, que estaba condenada por asesinato y fue deportada y finalmente se escapó y viajó de Sydney Cove a Moahu en la fragata. Pensó en ella sonriendo, y luego pensó en su ambigua relación con Martin, que también podría haber influido mucho en la actitud de la tripulación. Si un pastor pecaba (aunque Stephen no estaba convencido de que lo hiciera), su pecado se multiplicaba con cada sermón que pronunciaba.
… otros también, incluyendo él mismo. Pero como muchos pobres hombres, casi seguro confunde la influencia de la riqueza en la felicidad la primera vez que posee una suma considerable. Habla del dinero mucho más a menudo de lo que sería agradable, y el otro día, refiriéndose a su matrimonio, que es casi ideal, dijo una insensatez: que sería aún más feliz con la parte que le correspondía de la actual presa.
Stephen hizo otra pausa. En medio del silencio de la fragata, oyó a Martin tocando la viola en su cabina, cuya puerta daba a la cámara de oficiales. Tocó una escala ascendente, con bastante precisión, y luego una descendente, mucho más lenta, más vacilante, que terminó con un prolongado e infinitamente triste
si
bemol. Entonces prosiguió:
No tengo que decirte, cariño mío, que a pesar de haber hablado como un asceta del dinero, no desprecio ni he despreciado nunca una suma suficiente para vivir. A lo que me refiero es a la relación de lo superfluo con la felicidad. Ya sabes que me siento más afortunado que tú sólo con doscientas libras al año.
La viola dejó de tocar. Stephen guardó la carta bajo llave, pasó a la gran cabina, se tumbó sobre la taquilla acolchada que estaba junto al ventanal de popa y, después de mirar durante un rato los danzarines rayos de sol reflejados en el techo, se quedó dormido.
Como la vieja costumbre le indicaba, le despertaron pasos que parecían de animales salvajes, en cuanto las lanchas de la
Surprise
fueron subidas a bordo. Luego se oyeron gritos —como «¡Tú, estúpido inútil!»—, la voz chillona del contramaestre llamando a los marineros, el choque de los motones, el grito «¡Despacio, despacio, William!» (de Grainger a su joven sobrino) y, en vez de las tradicionales órdenes «¡Amarrar!» y «¡Basta!», se oyó un unánime y entusiasta viva seguido de risas. Se preguntó: «¿Qué significará eso?». Y cuando buscaba una respuesta plausible desde el punto de vista marinero, notó que en la cabina había alguien que reprimía la risa. Eran Emily y Sarah, que estaban allí de pie, muy juntas, con sus delantales blancos.
—Hemos estado mucho rato aquí, señor —dijo Sarah—, mientras estaba meditando. El capitán le presenta sus respetos y dice que si quiere ver una maravilla.
—Prodigio —la corrigió Emily.
—Maravilla-dijo Sarah y luego murmuró—: ¡Tú, estúpida inútil!
Cuando el capitán vio en la cubierta a Stephen, todavía un poco atontado, exclamó:
—¡Ah, estás aquí, doctor! ¿Estabas durmiendo?
—No, rara vez duermo —respondió Stephen.
—Bueno, si hubieras estado durmiendo, aquí hay un espectáculo que te despertaría aunque fueras una epístola a los efesinos. Mira por la aleta de sotavento. La aleta de
sotavento.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Stephen, al reconocer al
Franklin
por fin—. ¡Qué transformación! Tiene tres mástiles cristianos y gran cantidad de velamen. ¡Qué esplendor bajo el sol! Y, sin duda, tiene velas de todo tipo, incluyendo las sobrejuanetes.
—Exactamente. ¡Ja, ja, ja! Nunca pensé que pudiera conseguirlo en este tiempo. Desplegaron las velas hace menos de cinco minutos, y ya la distancia que la separa de la fragata se ha reducido en un cable
[2]
. Sin duda, es una embarcación pequeña pero hermosa. Tendremos que desplegar las nuestras. Señor Grainger —añadió, alzando la voz—, creo que debemos largar nuestras sobrejuanetes.