* * *
Jack regresó a la cabina muy satisfecho. A pesar de la ausencia del señor Bulkeley y de muchos marineros de primera, la
Surprise
se había recuperado de forma extraordinaria. Era cierto que al menos quedaba media docena de marineros del castillo que, independientemente de los papeles, podían haber servido como contramaestres en barcos de guerra, y también era cierto que, como Jack era rico, tenía una gran cantidad de pertrechos; pero, de todas formas, el cambio del estado de caos que había al amanecer al actual, casi de orden perfecto, era realmente asombroso. A ese paso, la fragata, con los cuatro pares de contraestayes que le habían colocado por la mañana, podría estar navegando con las gavias y las mayores al día siguiente, pues los vientos alisios ya se habían entablado sobre el mar, ahora en un estado casi normal.
—Di al señor Dutourd que venga.
—Pero su apellido es Turd —comentó Killick a su compañero Grinshaw, antes de ir a la cámara de oficiales para despertar al francés de ojos enrojecidos.
—Aquí tiene, señor —dijo Jack cuando hicieron pasar al francés a la cabina—. Aquí está su baúl y aquí está lo que parece ser su escritorio —añadió, señalando una caja con una plancha de metal que Killick había pulido, y que tenía escrito el nombre Jean du Tourd.
—¡Asombroso! —exclamó Dutourd—. Nunca pensé volver a verlo.
—Espero que pueda encontrar el sobre de que me habló.
—Estoy seguro de que sí, porque todavía está cerrado con llave —dijo Dutourd, buscando la llave.
—Con su permiso, señor —les interrumpió Adams, el apreciado escribiente de Jack—. Falta menos de un minuto para la hora.
—Discúlpeme,
monsieur
—dijo Jack, levantándose de un salto—. Volveré dentro de unos momentos. Por favor, busque ese papel.
Jack y Adams hacían una serie de observaciones a determinados intervalos: la dirección e intensidad del viento, la corriente, la presión barométrica, las variaciones de la brújula, la humedad, la temperatura del aire y la del mar, junto con la salinidad a diferentes profundidades y la intensidad del azul del cielo. Esta serie de observaciones tenían que hacerla alrededor del mundo y entregarla a Humboldt y a la Royal Society, y era una lástima que rompieran la secuencia en un momento tan importante.
Una larga pausa; gritos propios de la navegación; el clic-clic-clic de las lengüetas del cabrestante. En ese momento una gruesa verga subió y, casi inmediatamente después del grito «¡Amarrar!», el capitán Aubrey regresó.
—He encontrado el certificado —anunció Dutourd, saliendo de su letargo y entregándole un papel.
—Me alegro de saberlo —dijo Jack.
Se sentó en su escritorio y, después de leer el documento atentamente, frunció el entrecejo y dijo:
—Sí, está muy bien. Esto permite al señor William B. Chauncy, que presumiblemente era el capitán contratado por usted, apresar, quemar y destruir barcos o navíos que pertenezcan a Su Majestad o lleven su bandera, pero no menciona al señor Dutourd; no lo menciona en ninguna parte.
Dutourd no dijo nada, pero se puso pálido y se llevó la mano a la cabeza. Jack tuvo la impresión de que ya no le importaba si le iban a ahorcar o no por pirata, sino que le dejaran tumbarse un rato tranquilamente.
Jack estuvo pensativo unos momentos y después dijo:
—Bueno, señor, debo confesar que usted es un tipo de prisionero anómalo, como la criatura que no es humana ni es un ave ni un arenque, pero tiene algo de todos: la esfinge. Usted es el dueño de un barco, una especie de capitán, pero no está en el rol, y es también una especie de pirata. No estoy seguro de qué debo hacer con usted. Como no tiene un mando por escrito, no puedo tratarle como a un oficial y no puede quedarse en la cámara de oficiales.
Tras una pausa, durante la que Dutourd cerró los ojos, Jack prosiguió:
—Pero, afortunadamente, la
Surprise
es una embarcación bastante grande con una tripulación pequeña, y en la cubierta inferior, justo en la proa, hemos hecho cabinas para el condestable, el contramaestre y el carpintero. Aún quedan dos libres, puede quedarse en una. Puesto que ninguno de sus oficiales sobrevivió, tendrá que comer solo, pero seguramente los oficiales le invitarán a menudo. Y, desde luego, tendrá libertad para estar en el alcázar.
Dutourd no dijo nada sobre la oferta. Bajó la cabeza, y a causa del balanceo, se cayó de la silla de cabeza. Jack le recogió, le acostó en la parte superior de la taquilla de popa, que estaba acolchada, y llamó a Killick.
—¿Qué piensa, señor? —preguntó su despensero—. ¿No ve que está sangrando como un cerdo por debajo de la venda?
Killick fue corriendo al retrete para buscar una toalla y se la puso a Dutourd debajo de la cabeza.
—Ahora tengo que quitar todas estas mantas y meterlas en agua fría enseguida, pero no hay agua, porque el barril de la cubierta está vacío y hasta que no venga Astillas no reparará la palanca de la bomba.
—No te preocupes por las mantas manchadas de sangre —dijo Jack; y su repentino malhumor, debido al terrible cansancio, alcanzó incluso a Killick—. Ve rápidamente con Grinshaw a la cabina que está junto a la del contramaestre, pide un coy al señor Adams, cuélgalo, y acuéstale en él. Y ordena que le lleven también su baúl, ¿me has oído?
El terrible cansancio se había extendido a los dos barcos, equiparando a los tristes vencidos con los alegres vencedores. Ambos grupos hubieran renunciado al botín o a la libertad con tal de que les permitieran irse abajo para descansar. Pero eso no era posible. Los pocos prisioneros que se encontraban bien tenían que bombear constantemente para mantener su barco a flote o tirar de un cabo al oír la orden; y en ambas embarcaciones, todos los marineros debían permanecer en la cubierta hasta que hubieran desplegado velamen suficiente para estar al pairo sin correr riesgo en caso de tormenta, y ni a mediodía ni ahora, por la tarde, el cielo parecía fiable.
De todos, los únicos que aparentemente estaban inactivos eran los médicos. Habían vuelto a la fragata hacía poco tiempo, habían hecho las rondas de la enfermería y sus aledaños, y ahora esperaban a que hubiera un momento de pausa en la actividad general y alguien llevara a Martin a pasar la noche al
Franklin
, atravesando la estrecha franja de agua turbulenta que separaba ambas embarcaciones. Aunque los dos sabían remar, a su manera, ninguno podía permitirse tener los dedos torpes, porque era muy probable que tuvieran que hacer alguna operación.
Estaban observando cómo extraían los trozos de los mástiles rotos y los sustituían por bandolas, y de vez en cuando Stephen explicaba las diferentes operaciones.
—Allí, ¿la ve? —preguntó—. Donde están esas patas largas que se unen a la altura de la cofa, con dos grandes motones en el punto de unión. La base descansa en las planchas situadas a cada lado de la cubierta. Ésa es la cabria de que le hablé. Mire, los marineros los suben rectos con un cabo, tal vez una guindaleza, que pasa a otro motón o polea, como yo diría, y luego al cabrestante. Al mismo tiempo, cualquier movimiento indebido es contrarrestado por el… Señor Reade, ¿cuál es el nombre de esos cabos que van de proa a popa y hacia los lados?
—Guías, señor. Yesos, en la base de la cabria, son las rabizas.
—Gracias, amigo mío. Y permítame aconsejarle que no corra con tanto ímpetu.
—¡Oh, señor, no estaba corriendo con ímpetu!
—Señor Reade, ¿fue a dormir otra vez? —preguntó Pullings en tono duro, muy irritado.
—Ahora, como ve, Martin, la cabria está completamente vertical y están bajando el motón inferior. El contramaestre lo está enganchando al mástil roto con un nudo determinado. Ahora ordena izarlo, anima a los marineros con gritos y pitidos. Ésos deben de ser los perezosos prisioneros. Suben el trozo del mástil, lo separan, y luego lo desatan. Ahora traen el palo nuevo. Me parece que es uno de nuestros masteleros de repuesto. Ahora lo amarran. Y sube, sube y sube hasta que queda colgando encima del agujero, y alrededor ponen una pieza para sujetarlo. ¡Pero cómo se mueve, con el balanceo del barco! El señor Bulkeley lo agarra. Ahora grita y los marineros bajan el motón y entonces el mástil desciende. Está firme, sin duda, porque está sujeto con pernos y ajustado con una cuña. Están subiendo hasta la cruceta a alguien, seguramente a Barret Bonden, para colocar la jarcia por encima en el debido orden.
—Con su permiso, señor —le interrumpió Emily—. Padeen pregunta si Willis puede tomar ahora su poción de limo.
—Puede tomarla cuando suene la última de las tres campanadas —dijo Stephen.
La niña se marchó corriendo, y su delgada figura negra pasó inadvertida, mientras sorteaba los grupos de marineros concentrados en diferentes tareas, demasiado cansados para hacer bromas.
—Si dejo a uno, tendré que dejar a todos, y luego vendrá el caos.
A menudo había dicho eso, y Martin se limitó a asentir con la cabeza. Observaron en silencio cómo la cabria se movía hacia delante, hasta donde estaba el trozo del palo mayor del
Franklin
, al que unieron un curioso objeto hecho con otro mastelero de repuesto y otro palo unidos por dos tamboretes en el centro y por uno doble por encima de la recién reparada cofa.
Stephen no trató de explicar esa operación porque no la había visto nunca. Hasta ahora no habían hablado de la muerte de West, salvo en unos breves momentos en la enfermería, pero durante una pausa del martilleo que se oía detrás de ellos y los repetidos gritos del
Franklin
, Stephen dijo:
—En mi opinión, el cerebro había sufrido tanto daño que haber hecho una operación antes y con más destreza no hubiera producido un resultado diferente.
—Estoy seguro —repuso Martin.
Stephen pensó: «Ojalá que yo lo estuviera. Pero, por otra parte, lo que es satisfactorio para el ego no es necesariamente mentira».
La trabajosa colocación del tamborete doble siguió y siguió, y ambos la observaron como atontados, sin comprender.
—¡Buenas noticias, señor! —exclamó Reade, pasando por su lado—. El capitán ordenó colocar una vela latina en el palo mesana. Será un magnífico espectáculo. No tardará.
El sol casi rozaba el horizonte, y tanto en la
Surprise
como en el otro barco podía verse a los marineros enrollando cabos y recogiendo. Los carpinteros estaban recogiendo sus herramientas; Stephen, embargado por la melancolía, recordaba sus movimientos con la claridad que llevan aparejada ciertos niveles de cansancio y algunos sueños. Podía sentir las vibraciones del trépano al cortar el cráneo herido, una operación que había hecho muchas, muchas veces sin fallar, y podía ver cómo levantaba el disco hecho en el hueso y el flujo de sangre extravasada.
Ambos estaban lejos con el pensamiento. Stephen casi había olvidado que no estaba solo, cuando Martin, con los ojos fijos en la presa, dijo:
—Sin duda, usted entiende más de estas cosas. Por favor, dígame qué acciones le parece que debe comprar un hombre de mi posición y mi cargo, de ¿Navy Fives o de compañías del Pacífico?
* * *
A Stephen le llamaron sólo dos veces esa noche. Su tercer sueño fue muy agradable, y cambió de algo parecido a un coma a un estado consciente y totalmente relajado, de paz mental y de bienestar físico. Permaneció tumbado, parpadeando en la luz de la mañana y pensando en una gran variedad de cosas agradables: la amabilidad con que Diana le había tratado cuando estaba enfermo en Suecia, los halcones palumbarios que había visto, una sonata para violonchelo de Bocherini, ballenas… Un ruido constante, estridente y familiar traspasaba esa agradable quietud, pero varias veces, después de identificarlo, rechazó el resultado por absurdo. Conocía la Armada desde hacía años y estaba familiarizado con sus excesos, pero esto era demasiado extraño. Sin embargo, al oír la última combinación de los sonidos producidos al pulir y frotar con el choque de cubos, roncos susurros, y el ruido del agua que corría, de los lampazos que la empujaban a los imbornales y de pies descalzos, ya no podía negar que la guardia de babor y los marineros del combés limpiaban la cubierta, sacando el polvo volcánico y las cenizas volcánicas de debajo del enjaretado, las cureñas y lugares insospechados, como los cajones de la bitácora.
Pero cuando la parte consciente de su mente aceptó esto, volvieron todos los recuerdos del día anterior, y la actividad de los marineros dejó de parecerle extravagante. El señor West había muerto. Le iban a sepultar en el mar durante la guardia de mañana, y todos procuraban que la fragata estuviera en bastante buen estado cuando le arrojaran por la borda. No era un oficial muy popular ni muy inteligente, y a veces era arrogante y presumía de ser un oficial, no un marinero raso, pero no era malo (nunca informaba al capitán de que un marinero había cometido una falta) y su valor no podía ponerse en duda. Se había distinguido cuando la
Surprise
había sacado la
Diane
del puerto de Saint Martin, y en la última batalla, en Moahu, había hecho todo lo que un oficial bueno y diligente podía hacer. Pero, sobre todo, los marineros estaban acostumbrados a él, pues habían navegado en su compañía desde hacía mucho tiempo. Les gustaba aquello a lo que estaban acostumbrados, y sabían lo que se debía hacer por un compañero.
Si hubiera existido el peligro de que Stephen olvidara eso, se lo habría recordado el aspecto de la cubierta cuando salió al aire libre y a la luz brillante después de hacer la larga ronda matutina. El combés, la parte entre el alcázar y el castillo, que por lo general estaba ocupado por una masa de vergas, mástiles y perchas de repuesto cubiertos por una lona alquitranada, entre los cuales se encontraban las lanchas, estaba casi vacío porque la mayoría de los palos se habían usado y unas lanchas estaban ocupadas y otras remolcaban los barcos por la popa. Eso le daba a la fragata un aspecto austero. Pero aparte de esto, se había producido un cambio de la aparente confusión y la suciedad del día anterior al orden dominical, pues las velas estaban aferradas a la flamenca, los objetos de bronce relucían al sol, las vergas se mantenían perfectamente en escuadra por los amantillos y las brazas. Y había un cambio aún más grande en el ambiente, la formalidad y la seriedad de Sarah y Emily, que estaban en lo alto de la escala. Ambas habían terminado sus tareas en la enfermería hacía una hora y estaban en el castillo, con sus mejores vestidos, mirando el
Franklin
. Cerca del otro extremo estaba Jack Aubrey, que, vestido con su magnífico uniforme de capitán de navío y en compañía de Martin, era transportado por sus barqueros remando a intervalos exactos.