—¡Hombre al agua!
La fragata orzó y puso todas las velas en facha con un ruido enloquecedor. El
Franklin
disparó un solo cañón, formando una inmensa nube de humo, y se oyó un extraordinario informe que fue ahogado por las órdenes del capitán Aubrey.
—¡Enrollen la vela, enrollen la vela! —gritó, y enseguida salió de debajo de ella y preguntó—: ¿Dónde?
—Por la aleta de babor, señor —gritaron varios marineros—. Es el señor Reade.
—Continúe, capitán Pullings —dijo Jack, quitándose rápidamente la camisa y lanzándose al mar.
Era un excelente nadador, el único en la fragata, y de vez en cuando, como una foca, salía un poco del agua para comprobar la dirección que llevaba. El señor Reade, un guardiamarina de catorce años, nunca había logrado más que mantenerse a flote, y desde que había perdido un brazo en una reciente batalla, no se había bañado en el mar. Afortunadamente, con el brazo que le quedaba se había agarrado a las barras de un gallinero que sus compañeros le habían lanzado desde el alcázar, y aunque estaba empapado y amoratado, todavía conservaba la sensatez.
—¡Oh, señor! —gritó cuando estaba a una distancia de veinte yardas—. ¡Oh, señor, lo siento mucho! ¡Espero que no hayamos perdido la presa!
—¿Te has hecho daño? —preguntó Jack.
—No, en absoluto, señor, pero siento mucho que usted haya tenido que…
—Entonces, agárrate a mi pelo —dijo el capitán, que tenía el pelo largo y recogido en una coleta—. Colócate sobre mis hombros. ¿Me has oído?
Cuando regresaban a la fragata, Reade le susurraba a Jack de vez en cuando alguna disculpa o sus esperanzas de que no hubieran perdido la presa. Sin embargo, gran parte del tiempo estaba medio ahogado con el agua salada, porque Jack nadaba contra el viento y la corriente y se hundía bastante en cada brazada.
Reade fue recibido a bordo con menos frialdad de la que podía esperarse. Por una parte, todos los marineros lo apreciaban mucho, y por otra, era obvio para todos que su rescate no había retrasado la persecución de la presa, pues tanto si Reade se hubiera caído por la borda como si no, antes de que la fragata pudiera reemprender su ruta tenían que reemplazar la destrozada cruceta y subir a lo alto de la jarcia nuevos palos, velas y cabos. Los pocos marineros que no estaban muy ocupados con el enredo de proa le lanzaron un cabo formando un seno, le subieron a bordo y le preguntaron con sincera amabilidad cómo se encontraba. Luego le dejaron en manos de Sarah y Emily Sweeting, dos niñas negras de una remota isla de Melanesia que pertenecían al doctor Maturin y a quienes les gustaba ayudar en la enfermería, y ellas le acompañaron abajo para que se pusiera ropa seca y tomara una taza de té. Al pasar Davies
El Torpe
, que había sido rescatado dos veces y a menudo le molestaba compartir esa distinción, gritó:
—Fui yo quien le tiró al gallinero, señor. Yo lo tiré por la borda. ¡Ja, ja, ja!
En cuanto al capitán, enseguida empezó a hablar con el señor Bulkeley, el contramaestre, y la única felicitación que recibió fue de Pullings, que, antes de avanzar hasta los motones de la proa, dijo:
—Bueno, así que lo ha hecho otra vez, señor.
Jack no esperaba más, ni siquiera eso, pues durante su vida en la mar había sacado a tantas personas del agua que apenas pensaba en ello. Y los hombres que estaban a sus órdenes desde que había tomado el mando de su primer barco, como su timonel Bonden, su despensero Killick y varios más, le habían visto hacerlo tan a menudo que les parecía natural y sólo decían: «Un maldito marinero de agua dulce se cayó y el capitán le sacó del agua». Por otra parte, los corsarios y los contrabandistas, que componían la mayor parte del resto de la tripulación, habían adoptado casi la misma actitud flemática que sus compañeros.
De todas formas, estaban tan concentrados en acondicionar la fragata para que pudiera reanudar la persecución que no podían permitirse el lujo de ocupar su mente con pensamientos abstractos. Para espectadores objetivos como Maturin y su ayudante, era un placer ver trabajar a aquel grupo de expertos marinos que sabían exactamente qué hacer y lo hacían con diligencia, que trabajaban duro, con precisión, con mucha energía y casi en silencio. Los galenos salieron agachados de debajo del contrafoque, fueron abajo, y encontraron perfectamente bien a Reade, a quien las niñas daban de comer galletas de la enfermería. Luego se pusieron a observar la intensa actividad desde el alcázar, donde unos cuantos continuaban la vida rutinaria de la fragata: West, el oficial de guardia, permanecía en su puesto con el catalejo bajo el brazo, y los timoneles y el suboficial encargado de las señales estaban detrás del timón.
—Dé la vuelta al reloj de arena y toque la campana —ordenó el suboficial en voz alta y con gravedad.
Naturalmente, allí no había nadie para obedecer la orden, por lo que él mismo dio la vuelta al reloj y avanzó hacia el campanario para tocar la campana. Sin embargo, como ambos pasamanos estaban obstruidos por palos, cabos y multitud de esforzados marineros, se vio obligado a bajar al combés. Tenía que pasar entre el carpintero y sus ayudantes, quienes, sudorosos bajo el sol abrasador, ahora a medio camino del cénit en el cielo cobrizo, estaban haciendo la nueva cruceta y, además, la base del nuevo mastelerillo de juanete de proa. Era un grupo de hombres diligentes que trabajaban extraordinariamente bien en un barco en movimiento y con instrumentos afilados, y les impacientaba la más mínima interrupción. Pero como el suboficial era un hombre obstinado y había servido en el
Agammemnon
y el
Vanguard
bajo el mando de Nelson, no iba a detenerse por un puñado de carpinteros, y poco después sonaron cuatro campanadas con doble tañido. El suboficial regresó seguido de blasfemias, y trajo consigo a los dos timoneles que iban a demostrar su habilidad con el timón.
—Señor West —dijo Stephen—, ¿cree que comeremos hoy?
La expresión del señor West era difícil de interpretar. La falta de la nariz, que se le había congelado al sur del cabo de Hornos, daba a su rostro, de gesto dulce, amable, casi estúpido, un aspecto malvado que acentuaban una serie de oscuros surcos recientemente adquiridos.
—¡Oh sí! —exclamó distraídamente—. A menos que estemos en medio de una batalla, siempre hacemos las mediciones solares y llamamos a comer a mediodía.
—No, no. Me refiero a nuestra ceremonia en la cámara de oficiales.
—¡Oh, por supuesto! —replicó West—. Con la caída de Reade por la borda, nuestra detención por culpa de la presa y su huida rápida como el rayo en el momento en que íbamos a adelantarla, lo había olvidado. ¡Eh, el tope! —gritó—. ¿Qué ve?
—Casi nada, señor —respondió una voz que bajó flotando en el aire—. Hay una espesa niebla, una especie de niebla anaranjada al sudeste, pero a veces me parece que veo el brillo de unas juanetes.
West movió la cabeza de un lado a otro, pero continuó hablando:
—No, no, doctor, no se preocupe por la comida. El cocinero y el despensero la prepararon muy bien y, aunque es posible que la comamos un poco tarde, estoy seguro que la comeremos. Fíjese, ¿lo ve?, están subiendo la cruceta. Enseguida guindarán el mastelerillo.
—¿De verdad? ¿Habrá orden después del caos tan pronto?
—Naturalmente que sí. Y no se preocupe por la comida.
—No me preocuparé —dijo Stephen.
Admitía que los marinos le hablaran de los barcos con la misma simplicidad que él les hablaba a ellos de sus cuerpos. Les decía: «Tome esta pastilla, que estabilizará los humores completamente», y ellos, apretándose la nariz (porque a menudo contenía asa fétida), se esforzaban por tragar aquella masa redonda, jadeaban y enseguida se sentían mejor. Ahora, más tranquilizado, se volvió hacia Martin.
—Vamos a hacer la ronda de la mañana —dijo, y después bajaron.
Cuando West se quedó solo, volvió a sus reflexiones, tal vez un término inadecuado para describir su preocupación por el futuro y su angustia por el presente. El capitán Aubrey había empezado este viaje, interrumpido numerosas veces, con su antiguo compañero de prisión John Pullings en el puesto de primer teniente y con dos oficiales apartados del servicio, West y Davidge, como segundo y tercero. Sólo conocía a éstos como marinos competentes, pero sabía que las penas a que habían sido condenados por los consejos de guerra eran consideradas extremadamente duras en la Armada (a West le habían expulsado por batirse en duelo y a Davidge por firmar las cuentas de un deshonesto contramaestre sin haberlas comprobado) y que su objetivo en la vida era ser rehabilitados. Hasta fecha muy reciente, ambos habían estado muy cerca de conseguirlo, pero cuando la
Surprise
se encontraba aproximadamente a mil millas de Sydney, navegando hacia el este por el Pacífico, se descubrió que uno de los guardiamarinas de más antigüedad, de apellido Oakes, había escondido a una joven en el sollado, lo que provocó que todos los oficiales, menos el doctor Maturin, se comportaran rematadamente mal. El inmediato matrimonio de la joven con Oakes la liberó, pues dejó de ser una fugitiva que podía ser apresada nuevamente, pero no la liberó de los deseos, las proposiciones adúlteras y los celos de sus compañeros de tripulación. West y Davidge fueron los peores, y el capitán Aubrey, que se enteró tarde de la situación, les dijo que si no dejaban de demostrar abiertamente su profunda animadversión, que provocaba la discordia y la ineficiencia en la fragata, él los dejaría en tierra y perderían para siempre sus esperanzas de ser rehabilitados.
A Davidge le habían matado en una batalla reciente, por la que la isla polinesia de Moahu se había convertido, al menos nominalmente, en parte del Imperio británico, y Oakes había zarpado hacia Batavia con Clarissa en una presa que habían recuperado. Pero, hasta ahora, el capitán no había dicho nada; y West no sabía si por haber preparado con diligencia la batalla de Moahu, trasladar las carronadas por un terreno accidentado y tener una pequeña participación en la batalla le había perdonado, o si iba a dejarle en tierra cuando llegaran a Perú, y esta idea le atormentaba. De lo que sí estaba seguro era de que una valiosa presa, de la cual le correspondería una parte aunque más tarde fuera expulsado, probablemente había logrado escapar. No la alcanzarían antes de que oscureciera, y, en medio de la niebla, en una noche sin luna, podría avanzar cien millas y perderse de vista.
Aquello era un tormento para él, al que había que añadir que esa mañana el capitán Aubrey hubiera ascendido a Grainger, un marinero del castillo de la guardia de estribor, para que ocupara la vacante dejada por Davidge a su muerte, y también a Sam Norton, para que sustituyera a Oakes. West tenía que admitir que Grainger era un excelente marino que estuvo al mando de un bergantín en la ruta de Guinea hasta que unos piratas de Berbería le apresaron frente al cabo Spartel, pero no le gustaba en absoluto como persona. Ya sabía lo que era estar encerrado en la cámara de oficiales con un compañero que detestaba, viéndole en cada comida y oyendo su voz, y ahora parecía que debía pasar nuevamente por esa amarga experiencia; al menos mientras atravesaban el Pacífico. Pero además de eso, le parecía que la cámara de oficiales y el alcázar, los lugares privilegiados de un barco de guerra, no sólo eran sagrados en sí mismos, sino que también conferían a sus legítimos moradores una especie de santidad, una identidad, un modo de ser particular. Estaba convencido de ello, aunque la idea era difícil de expresar, y, muerto Davidge, no tenía nadie con quien hablar de ella. Pullings era hijo de un pequeño terrateniente; Adams, aunque trabajaba como contador, en realidad sólo era el escribiente del capitán; Martin no parecía dar mucha importancia a la familia ni a la casta; el doctor Maturin, que vivía casi permanentemente con el capitán porque era su mejor amigo, era hijo ilegítimo, por eso no se podía hablar de ese tema con él. Pero, aunque West hubiera gozado del favor del capitán, hubiera sido inútil que le dijera que si era necesario ascender a los marineros, como en este caso, les nombrara ayudantes de oficial de derrota, porque así tendrían que alojarse con los guardiamarinas y la cámara de oficiales estaría protegida. Hubiera sido inútil, porque Jack Aubrey pertenecía a la antigua Armada, donde el segundo oficial de un carbonero como James Cook podía morir siendo un honorable capitán de navío y un marinero como William Mitchell podía empezar su vida profesional azotado ante los barcos de toda la flota y terminar como vicealmirante; y en cambio, en la moderna Armada, para que a un oficial le concedieran un ascenso, no sólo tenía que aprobar el examen de teniente, sino también demostrar que era un caballero.
* * *
El doctor Maturin y su ayudante tenían que tratar las habituales enfermedades de marineros y vendar unas cuantas heridas. Las heridas no eran producto de la reciente batalla, que había sido una carnicería (un ataque con disparos a corta distancia a un enemigo atrapado en un desfiladero rocoso), sino de arrastrar trabajosamente los cañones por la ladera de una montaña cubierta de vegetación. También tenían un caso interesante, el de un marinero que, por andar menos seguro en tierra que en un barco, se había caído y se había clavado la punta de una rama cortada de bambú, por lo que el aire había entrado en la cavidad torácica y la pleura, produciendo un extraño efecto en un pulmón. Hablaron sobre él en latín durante mucho tiempo, para gran satisfacción de los que estaban en la enfermería, que volvían su rostro grave hacia el uno y el otro, asintiendo con la cabeza. Mientras tanto, el paciente se mantenía con la vista en el suelo, y Padeen Colman, un irlandés casi exclusivamente monolingüe que era el sirviente del doctor Maturin y también su ayudante en la enfermería, tenía un gesto reverente propio de los que están en misa.
No oyeron las órdenes que acompañaron el proceso de guindar el nuevo mastelerillo, un proceso angustioso por tener que hacerse a tanta altura y con esa marejada. Tampoco oyeron el grito «¡Colocado!», que dio el ayudante del contramaestre cuando clavó la cuña en la base del mastelerillo para que quedara apoyado sobre la cruceta del mastelero. Además, se perdieron la complicada tarea de asegurar el largo mastelerillo, muy complicada porque, a pesar de que antes de guindarlo se colocaban por encima del tope los obenques, las burdas, los brandales, los contraestayes y el estay, había que tirar con motones y amarrar todos esos cabos simultáneamente, lo más rápido posible, para que ejercieran la misma fuerza por los lados, por delante y por detrás. También pasó desapercibida para ellos la operación de envergar la verga juanete y colocar todos los accesorios, así como dos cosas típicas de la marina, que a veces parecían contradictorias: por un lado, que los marineros más delgados fueran los que se tumbaran sobre la verga para soltar la vela, y por otro, que después de soltarla y cazar y tirar de las escotas, el capitán, que pesaba unas 225 libras, subiera a lo alto de la jarcia con su catalejo para observar la parte del horizonte que aún se distinguía vagamente a través de la espesa niebla.