—El mastelero de proa se cayó.
Siguió una larga conversación sobre las bombardas y los morteros que llevaban, y hubo asentimiento y opiniones contrarias. Stephen, que necesitaba tener la mente muy clara y el pulso firme, pensó: «¡Si tuviera hojas de coca!».
Los marineros decían a media voz que, aunque la cofa del mayor estuviera partida, resquebrajada o rota, deberían bajar a la cubierta el mastelero de todas formas, porque la marejada era muy fuerte y la pobre fragata iba a volcarse de un momento a otro. Compadecían a los compañeros que estaban en la cubierta y creían que la situación era peor que en la rápida corriente frente al cabo Sumburgh.
—Un día como hoy nació Judas Iscariote —recordó un marinero de Orkney.
—Señor Martin, la sierra, por favor. Sostenga el colgajo y esté preparado para el torniquete. Padeen, no dejes que se mueva.
Stephen se inclinó sobre el paciente y dijo:
—Esto le dolerá un poco, pero no durará mucho. No se mueva.
La amputación fue seguida de otro desconcertante ejemplo de heridas con desgarro. Entonces llegó Reade, y detrás Killick con una taza de café tapada.
—El capitán le presenta sus respetos, señor —dijo Reade—. Dice que seguramente lo peor ha pasado, porque se ven estrellas al sursudoeste y la marejada ya no es tan fuerte.
—Muchas gracias, señor Reade —respondió Stephen—. Y que Dios te bendiga, Killick.
Se bebió la mitad y le pasó la otra a Martin.
—Dime, ¿han abierto muchos agujeros en el casco? He oído que las bombas están funcionando y que hay bastante agua en el fondo.
—¡Oh, no, señor! Los mástiles y la cofa del mayor han sufrido daños, pero el agua se debe a problemas de la fragata, porque la presión bajo los pescantes ha provocado que las juntas se abran un poco. ¿Podría decirme cómo están el señor West y los marineros de mi brigada Wilcox y Veale?
—El señor West todavía está inconsciente. Creo que tendré que abrirle el cráneo mañana. A Wilcox le amputamos los dedos hace un momento. No dijo ni palabra, y creo que saldrá bien. Y esperaré a que amanezca para atender a Veale, porque los ojos son muy delicados y necesitamos luz natural.
—Bueno, señor, ya no tardará en llegar. Canopo está bajando y amanecerá muy pronto.
Un desganado amanecer y un sol color rojo sangre. A pesar de que el mar iba calmándose con rapidez, aún estaba más agitado de lo que muchos marineros lo habían visto, con gigantescas olas y una extraordinaria marejada. Ahora era una masa gris que hacía violentos movimientos bajo el cielo, de un mortecino color blanco, pero todavía los únicos signos de vida que había en él eran los dos barcos, ahora desmantelados, que cabeceaban como barquitos de papel en un saetín. Se encontraban a cierta distancia uno del otro, ambos aparentemente destrozados y sin control. A cierta distancia de ellos, por barlovento, acababa de aparecer una isla formada por negras rocas y cenizas volcánicas. Ya no salía fuego del cráter, pero de vez en cuando, con un sonido estridente, salía un chorro de vapor de agua mezclado con cenizas y gases volcánicos. En el momento que Jack avistó la isla, tenía una altura de ciento ochenta pies, pero las olas había barrido ya grandes cantidades de escoria de hulla, y cuando el sol terminó de salir de la oscuridad, tenía menos de cincuenta.
La embarcación que estaba más al norte, la
Surprise
, se encontraba muy cerca. Estaba al pairo con una trinquetilla en el único palo macho que no había sufrido daños. Los tripulantes hacían todo lo que un grupo de hombres fatigados podía hacer (todos había trabajado durante toda la noche) para reparar la destrozada cofa del mayor y colocar al menos la verga mayor. Tenían muchos motivos para hacerlo, pues la presa, que estaba desmantelada, girando sobre sí misma de tal modo que las olas cubrían las bordas, se encontraba muy cerca por sotavento. Pero no estaban seguros de que, a pesar de parecer inutilizada, sus tripulantes no colocarían una bandola y se alejarían, pasando desapercibidos gracias al mal tiempo, entre las cegadoras tormentas que se avecinaban.
—¡Tiren de las bolinas de babor! —gritó el capitán Aubrey, mirando ansiosamente el mastelero de repuesto—. ¡Tiren! ¡Amárrenlo! —Se volvió hacia el primer oficial y dijo—: Tom, cuánto me gustaría que el doctor subiera a la cubierta antes de que la isla se pierda de vista.
Tom Pullings movió la cabeza de un lado al otro.
—Cuando le vi por última vez, hace una hora más o menos, se caía de sueño y tenía sangre hasta los codos y cerca de los ojos, por donde se había pasado la mano.
—Sería una lástima que se perdiera esto —dijo Jack.
Aunque no era un naturalista, desde las primeras luces estaba impresionado no sólo por aquel paisaje formado por minerales, sino también por los animales muertos que había alrededor, hasta donde alcanzaba la vista. A ambos lados de la fragata, formando una franja de casi la mitad de su longitud, había innumerables peces muertos, la mayoría desconocidos para él, entre los que flotaban una ballena de un color gris no muy oscuro, criaturas de los abismos y enormes calamares. Pero no se veía ninguna ave, ni una sola gaviota. En ese momento, una ráfaga de vapor sulfuroso de la isla casi le ahogó.
—No me perdonaría nunca si no se lo digo —continuó Jack—. ¿Crees que se ha acostado a dormir?
—Buenos días, caballeros —saludó Stephen desde la escala de toldilla—. ¿Qué es eso que me han contado de una isla?
Estaba muy desarreglado, sin lavarse ni afeitarse, sin peluca, con la camisa manchada de sangre seca y todavía un sangriento delantal atado a la cintura, y era obvio que le parecía inapropiado seguir adelante hasta aquel lugar sagrado.
—Déjame ayudarte —dijo Jack, avanzando por la empinada cubierta.
Stephen se había lavado las manos, no los brazos, y parecían blancos guantes en contraste con el color marrón rojizo de éstos. Jack le cogió por una mano, le subió y le condujo hasta el costado.
—Allí está la isla —indicó—. Pero, dime, ¿cómo está West? ¿Y alguno de los otros marineros está herido de gravedad?
—West no ha experimentado ningún cambio y no puedo hacer nada hasta que haya más luz y más estabilidad. En cuanto a los demás, todavía hay riesgo de infección y gangrena, pero, si Dios quiere, se pondrán bien. Así que ésa es la isla. ¡Pero, Dios mío, cómo está el mar! Parece un cementerio movedizo. Jesús, María y José! Hay ballenas, siete, mejor dicho, ocho especies de tiburones, peces acantopterigios, cefalópodos… y todos medio cocidos. Esto es exactamente de lo que nos habló el doctor Falconer, del
Daisy
: una erupción submarina, una gran turbulencia, la aparición de una isla de roca y cenizas volcánicas con un cono del que salen llamas, vapores venenosos, bombas volcánicas y escoria. En ningún momento me di cuenta de lo que sucedía, a pesar de haber visto allí abajo las típicas heridas con desgarro, a veces acompañadas de quemaduras, y de la prueba de que enormes objetos esféricos golpearon las velas, los mástiles y, por supuesto, al pobre West. Tú sabías lo que pasaba, ¿verdad?
—No hasta que empezamos a amarrar y empalmar con las primeras luces —respondió Jack—. Y cuando me trajeron algunas de esas bombas… ahí tienes una, junto al cabrestante, que debe de pesar cincuenta libras… y me enseñaron las cenizas volcánicas que la lluvia no había barrido. Entonces lo vi todo claramente. Creo que me habría dado cuenta antes si la isla hubiera lanzado llamaradas de forma constante durante cierto tiempo, como Stromboli, pero sólo salían ráfagas muy parecidas a las de una batería de morteros. Al menos no estaba tan equivocado sobre el
Franklin
: está justamente ahí, a sotavento. Tendrás que subirte en la cureña de la carronada para verlo. Aquí tienes mi catalejo.
Al doctor Maturin le interesaba infinitamente menos el
Franklin
que la enciclopedia de la vida marina que se movía con las olas allí abajo, pero subió, miró por el catalejo y dijo:
—Está en muy malas condiciones, sin ningún mástil. ¡Y cómo se balancea! ¿Crees que podremos capturarlo? Parece que nuestras velas no están bien.
—Tal vez —respondió Jack—. Dentro de unos cinco minutos la fragata ya tendrá suficiente velocidad para maniobrar. Pero no hay prisa, porque en la cubierta del barco hay pocos marineros y no son muy rápidos. Prefiero que nos acerquemos cuando estemos totalmente preparados, para que no haya problemas ni se pierdan palos ni cabos y, mucho menos, vidas.
Sonaron las seis campanadas y Stephen dijo:
—Tengo que irme abajo.
Jack le llevó de la mano hasta la escala y, después de recomendarle que se agarrara bien para proteger su preciada vida, le preguntó si iban a reunirse para desayunar, y añadió que aquella infernal marejada disminuiría tan rápido como había aumentado.
—¿Un desayuno tardío? Con mucho gusto —respondió Stephen, descendiendo de uno en uno los escalones y moviéndose como un hombre viejo, según notó Jack por primera vez.
* * *
Fue después de ese tardío desayuno que Stephen se sentó bajo un toldo a contemplar el
Franklin
, que se veía cada vez más grande. Estaba un poco más repuesto y convencido de que no hubiera valido la pena conservar como ejemplares a los animales marinos muertos porque estaban demasiado estropeados por el calor, los golpes y los grandes cambios de profundidad. Él y Martin se conformaron con contar al menos los principales géneros y recordar todo lo que el doctor Falconer había dicho sobre la actividad volcánica submarina, tan frecuente en esa región, pues apenas tenían energía para más. El viento había amainado, una ráfaga de lluvia se había llevado el polvo volcánico, y el sol brillaba con extraordinaria intensidad sobre las agitadas aguas. La
Surprise
, bajo la trinquete y la gavia mayor, se acercaba lentamente al barco corsario, rara vez sobrepasando los tres nudos. Los artilleros cargaron y sacaron los cañones, y los marineros que iban a pasar al abordaje tenían sus armas a mano, pero ya no tenían miedo. La presa había sufrido muchos más daños que la fragata, tenía muchos menos marineros y provisiones y no intentaba escapar. Había que admitir que sólo con un trozo del palo mayor y otro del palo mesana de apenas tres pies, además del palo trinquete partido por la base, su situación era desesperada; sin embargo, podía haber hecho algo con la jarcia rota que estaba por encima de la borda, colgando de los obenques y los estayes, con los palos que todavía se veían en el combés y con el bauprés, que estaba intacto, y por eso los marineros de la
Surprise
la miraban con cierto desprecio. Puesto que las monstruosas olas estaban disminuyendo rápidamente, se habían encendido los fuegos de la cocina muy temprano, y como era jueves, todos ellos habían comido una libra de carne de cerdo razonablemente fresca, media pinta de guisantes secos, parte de los boniatos de Moahu que quedaban y, como algo adicional, una gran cantidad de pudín de pasas. También habían tomado un cuarto de pinta de ron de Sydney, declaradamente diluido con tres cuartos de pinta de agua y jugo de limón, y como ahora tenían el estómago lleno y buen estado de ánimo, les parecía que todas las cosas volvían a su orden natural, que la fragata, a pesar de haber sufrido muchos daños, pronto estaría arreglada y seguiría acercándose a la presa.
Se acercó más y más, y cuando la caprichosa brisa viró la proa, Jack hizo rumbo al sudoeste para que la fragata avanzara paralela al
Franklin
con las velas amuradas al lado contrario. Cuando en el
barco
vieron que la fragata cambiaba el rumbo, se oyeron a bordo gritos confusos y cayó por la borda una especie de balsa, tripulada por un solo hombre con un vendaje ensangrentado alrededor de la cabeza. Jack soltó las escotas para que disminuyera la velocidad de la fragata, y en cuanto se hubo acercado un poco con la marejada, el hombre gritó:
—Por favor, ¿podría darnos un poco de agua para los marineros heridos? Se están muriendo de sed.
—¿Se rinden?
El hombre se incorporó a medias para responder (se notó que no era un auténtico marino) y gritó:
—¿Cómo puede hablar así en un momento como éste, señor? Debería darle vergüenza.
Hablaba con voz chillona y en tono indignado. La expresión de Jack no cambió, pero después de una pausa en que la balsa siguió acercándose, gritó al contramaestre, que estaba en el castillo:
—Señor Bulkeley, ordene bajar el esquife del doctor con un par de barriles de agua.
—Si tienen un cirujano a bordo, actuaría cristianamente si aliviara el dolor de esos hombres —dijo el marinero, aún más cerca.
—Por Dios que… —empezó a decir Jack a la vez que se oyeron exclamaciones en el pasamano, pero como Stephen y Martin ya habían bajado a buscar sus instrumentos, se limitó a añadir—: Bonden y Plaice, llévenles al barco. Y tiren un cabo a esa balsa. Señor Reade, tome posesión del barco.
* * *
Desde que había empezado la persecución, Stephen estaba reflexionando sobre cuál sería su línea de conducta en caso de que triunfaran. Su misión, en cualquier caso, sería muy delicada, pues presuponía actividades que iban en contra de los intereses de España en Sudamérica, en un momento en que era, al menos nominalmente, aliada del Reino Unido. Y ahora que el gobierno británico se había visto obligado a negar la existencia de esa misión, era mucho más delicada todavía. No quería que Dutourd, a quien había conocido en París, le reconociera, no porque fuera partidario de Bonaparte o estuviera relacionado de alguna forma con el servicio secreto francés, sino porque tenía muchas relaciones y hablaba mucho; demasiado para que un servicio secreto pensara utilizarle. Dutourd era el hombre que estaba en la balsa, el dueño del
Franklin
, y una serie de sucesos les habían llevado a estar tan próximos, separados por un cabo de no más de veinte pies. Dutourd, un hombre vehemente y apasionado, se había entusiasmado, como muchos de su época, con la idea de formar un paraíso terrenal en un lugar de clima perfecto, donde hubiera igualdad y justicia y, además, abundancia sin excesivo trabajo, actividades comerciales o uso del dinero, una verdadera democracia, una Esparta más alegre. A diferencia de la mayoría, era lo bastante rico para poner en práctica la teoría y adquirió ese barco corsario norteamericano, lo llenó de futuros colonos y cierto número de marineros, la mayoría franco-canadienses y de Luisiana, y zarpó para la isla de Moahu, situada al sur de Hawai, donde, con la ayuda del jefe de la parte norte y su propia capacidad de persuasión, esperaba fundar su colonia. Pero el jefe del norte había cometido abusos contra algunos marineros y barcos británicos, y el capitán de la
Surprise
, que había sido enviado a resolver la situación, le derrotó antes de que el
Franklin
, un barco de guerra privado con bandera norteamericana, regresara de patrullar la zona. La persecución había comenzado en un lugar que parecía otro mundo, y ahora estaba llegando a su fin. Cuando el abarrotado esquife subía y bajaba con las olas, atravesando el último cuarto de milla, Stephen sintió alivio al pensar que hacía muchos años en París había usado el segundo de sus apellidos, Maturin y Domanova —pues Mathurin, que se escribía con una hache, pero se pronunciaba sin ella, curiosamente se asociaba con la idiotez en la jerga de aquel tiempo—, y que era más fácil fingirse estúpido que sabio, así que, aunque podría ser un error aparentar que no sabía francés, no tenía que hablarlo muy bien.