El mar oscuro como el oporto (6 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Acercar la balsa al pescante —ordenó Reade.

—Acercar la balsa al pescante, sí, señor —repitió Bonden, y, mirando por encima del hombro, atento a la marejada, siguió remando con fuerza. La balsa, dando un bandazo, se acercó al costado del
Franklin
, que estaba tan hundido en el agua que Dutourd no tuvo que dar un paso muy grande para subir a bordo. Después de esperar que las olas subieran dos veces, Bonden enganchó el bichero. Con una mano Dutourd ayudó a Stephen a subir por la destrozada borda, y con la otra se quitó el sombrero, diciendo:

—Estoy profundamente conmovido porque ha tenido la bondad de venir, señor.

Stephen comprendió enseguida que se había inquietado innecesariamente, porque en la agradecida mirada que acompañaba estas palabras no había ni la más mínima indicación de que le reconociese. Era lógico que un hombre público como Dutourd, que constantemente se dirigía a muchedumbres y conocía a veintenas o incluso cientos de personas a diario, no recordara a alguien que había conocido varios años atrás y con quien sólo se había encontrado tres o cuatro veces en el salón de madame Roland, antes de la guerra, cuando sus ideas republicanas le hicieron cambiarse el apellido de Du Tourd a Dutourd, y después en dos o tres banquetes durante la corta paz. Sin embargo, él habría reconocido a Dutourd, un hombre sorprendente, con más vitalidad que la mayoría, por lo que daba la impresión de ser más corpulento de lo que en realidad era, y con una expresión alegre y una gran locuacidad. Era muy apuesto y mantenía la cabeza erguida. Al mismo tiempo que estos pensamientos pasaban por su mente, advirtió que de proa a popa había una gran desolación, marañas de velas y cabos y palos rotos, y que los tripulantes estaban desmoralizados. Algunos todavía bombeaban mecánicamente, pero la mayoría de ellos estaban borrachos o agotados.

Martin, Reade y Plaice subieron a bordo del
Franklin
en tres sucesivos movimientos ascendentes de las olas, mientras Bonden les protegía. Entonces Reade se quitó el sombrero y, con voz alta y clara, dijo:

—Monsieur, je prends le commandement de ce vaisseau.


Bien, monsieur
—respondió Dutourd.

Reade avanzó hacia el trozo del palo mayor que quedaba; Plaice amarró el botalón de un ala que estaba suelto. Luego, en medio de la indiferencia de los tripulantes del
Franklin
, izaron la bandera británica y se oyeron algunos vivas en la
Surprise.

—Caballeros —dijo Dutourd—, la mayoría de los heridos están en la cabina. Les conduciré hasta allí.

Cuando bajaban por la escala, oyeron a Reade pedir a Bonden, quien tenía una potente voz, que llamara al contramaestre de la fragata, su ayudante, Padeen y todos los marineros de que pudieran prescindir porque la presa estaba a punto de hundirse.

En la parte de estribor de la cabina, una docena de hombres estaban tumbados unos junto a otros, y otro estaba tendido sobre la taquilla próxima a las ventanas de popa, y como hacía mucho calor, tenían una sed terrible. El barco estaba tan escorado a babor que en el otro lado había una mezcla de vivos y muertos que se mojaban con cada ola, y de allí salían quejidos, voces que pedían ayuda y que les rescataran, y un desagradable olor.

—Vamos, señor, quítese la chaqueta —dijo Stephen.

Dutourd obedeció, y entre los tres sacaron de allí a los hombres con mucho cuidado. A los muertos los arrastraron hasta la media cubierta y a los vivos los colocaron en orden según la urgencia de su caso.

—¿Le obedecen sus hombres? —preguntó Stephen.

—Creo que algunos —respondió Dutourd—, pero la mayoría están borrachos.

—Entonces, dígales que tiren los muertos por la borda y que traigan cubos de agua y lampazos para limpiar el lugar que ocupaban. —Asomándose por una destrozada ventana de popa, gritó—: ¡Barret, Bonden! ¿Puedes subir el barrilete para que el señor Martin y yo lo cojamos?

—Lo intentaré —respondió Bonden.

—Tendremos que quitar a ese hombre de ahí —dijo, señalando con la cabeza al que estaba en la taquilla—. Está muerto.

—Era el capitán —informó Dutourd—. El último disparo de la fragata causó su muerte y la de la mayoría de la tripulación. Y un cañón explotó.

Stephen asintió con la cabeza. Había visto el terrible daño que podía provocar una andanada y también un cañón al explotar.

—¿Podemos dejarlo caer por la ventana? Tengo que atender a estos hombres enseguida.

—Muy bien —dijo Dutourd.

Cuando el rígido cadáver cayó al mar, Bonden gritó:

—Agárrelo cuando suba con las olas.

Entonces el barrilete subió a bordo, y Martin quitó el tapón con un mazo. Sólo tenía una lata vieja para servir el agua, pero con aquel calor abrasador ni la lata ni la suciedad tenían importancia, sólo la infinitamente valiosa agua.

—Una pinta es suficiente, señor; si no, va a reventarse —dijo Dutourd—. Siéntese aquí y déjeme ver su cabeza.

Debajo del pañuelo, la sangre seca y el pelo enredado, tenía un corte en el cuero cabelludo. Parecía hecho con una navaja, pero seguramente se lo había producido un pedazo de metal que había saltado por el aire. Stephen lo recortó, lo lavó y luego lo cosió, sin que hubiera ninguna reacción cuando introducía la aguja. Después le puso una venda encima.

—Esto es suficiente por el momento. Por favor, suba a la cubierta y ordene a sus hombres que bombeen más rápido. Y puede darles el otro barrilete.

Stephen estaba muy acostumbrado a ver las consecuencias de una batalla naval, y Martin no poco, pero aquí las habituales heridas causadas por cañonazos y trozos de madera desprendidos y el terrible efecto de la explosión de un cañón estaban acompañados por las extrañas heridas provocadas por la erupción volcánica, peores laceraciones que las que habían visto en la
Surprise
y,puesto que el
Franklin
navegaba casi en contra del viento, quemaduras más graves. Los dos estaban exhaustos, tenían escasas provisiones y les faltaban las fuerzas y la respiración en la enrarecida atmósfera de la cabina, y sintieron un gran alivio al ver aparecer a Padeen con estopa, vendas, tablillas y todo lo que a un hombre inteligente se le podía ocurrir, y al oír al señor Bulkeley, el contramaestre, ordenar a los tripulantes del
Franklin
que bombearan. Era posible que no comprendieran el francés del contramaestre, pero no podían equivocarse con respecto al azote, las indicaciones con el dedo y su terrible vozarrón. Jack había mandado con Padeen, además del contramaestre y todos los marineros expertos de que podía prescindir, a Davies
El Torpe
, que obedecía en todo a Stephen. Y los dos médicos atendieron por turnos a los pacientes con la ayuda de esos dos hombres fuertes, que podían cargar, sujetar e impedir su movimiento.

Cuando iban a cortar una pierna a la altura de la cadera, Reade bajó y, volviendo su pálido rostro, dijo:

—Señor, voy a llevar al capitán del
Franklin
a la fragata con sus papeles. ¿Quiere mandar algún mensaje?

—Ninguno, gracias, señor Reade. Padeen, sujétale ahora.

—Antes de irme, ¿quiere que le diga al contramaestre que quite la cubierta de la escala de toldilla?

Stephen no pudo oír su voz por el quejumbroso y prolongado grito que dio el paciente, pero un momento después quitaron la cubierta que estaba sobre ellos y la maloliente cabina se llenó de brillante luz y de una fresca y limpia brisa marina.

* * *

Desde el primer momento, a Jack le disgustó todo lo que oyó de Dutourd. Stephen le describió como un hombre benevolente a quien había engañado ese «maldito miserable de Rousseau» y más tarde se había dejado llevar por la pasión que sentía por su doctrina, basada, era cierto, en el odio a la pobreza, la guerra y la injusticia, pero también en la presunción de que los hombres eran buenos e iguales por naturaleza y que sólo necesitaban una firme mano amiga que les llevara al camino adecuado, el camino de hacer realidad todo su potencial. Esto, obviamente, requería la abolición del presente orden, que tanto les había pervertido, y de las iglesias establecidas. Ésa era una antiquísima teoría y con muchas variaciones conocidas, pero Stephen nunca había oído expresarla tan claramente ni de forma tan apasionada ni con tanta convicción. Pero ni la pasión ni el convencimiento llegaron a Jack con el resumen de Stephen, aunque estaba muy clara la doctrina que igualaba a Nelson con uno de sus barqueros, y ahora miraba fríamente la lancha que se acercaba.

La frialdad se convirtió en franca desaprobación porque Dutourd, después de subir a bordo de forma tradicional, con marineros colocados en el costado ofreciéndole cabos, no saludó a los oficiales en el alcázar. Además, había olvidado ceñirse una espada para hacer la rendición formal. Jack se retiró inmediatamente a su cabina, diciendo a Pullings:

—Tom, por favor, trae a ese hombre abajo con sus papeles.

Recibió a Dutourd sentado, pero no ordenó a Killick que le trajera una silla, y al propio caballero le dijo:

—Según creo, señor, habla usted el inglés con soltura.

—Con cierta soltura, señor. Y usaré toda la que tengo para agradecerle el gesto humano que ha tenido con mis hombres. El cirujano y su ayudante se han portado de forma extraordinaria.

—Es usted muy amable, señor —dijo Jack, haciendo una cortés inclinación de cabeza; y después de preguntarle por su herida, añadió—: Tengo entendido que no es usted un marino de profesión y que no conoce bien las costumbres que imperan en la mar.

—Apenas las conozco, señor. He gobernado un barco de recreo, pero, para navegar por alta mar, siempre he contratado a un capitán. No puedo considerarme un marino, pues he pasado muy poco tiempo en la mar.

Jack pensó: «Eso cambia un poco las cosas». Y después le pidió:

—Por favor, muéstreme sus papeles.

El último capitán que Dutourd había contratado era una persona muy ordenada, además de un experto navegante y un excelente marino, así que Dutourd le entregó un conjunto de documentos muy completo envuelto en un trozo de lona alquitranada.

Jack los revisó con satisfacción, pero después frunció el entrecejo y volvió a mirarlos.

—¿Dónde está su permiso, su patente de corso?

—No tengo ninguna patente de corso, señor —respondió Dutourd, negando con la cabeza y sonriendo tímidamente—. Soy un simple ciudadano, no un oficial de la marina. Mi único propósito era fundar una colonia en beneficio de la humanidad.

—¿No tiene permiso, ni norteamericano ni francés?

—No, no. Nunca se me ocurrió pedir uno. ¿Es una formalidad necesaria?

—Muy necesaria.

—Recuerdo que recibí una carta del titular del Ministerio de Marina en la que me deseaba un feliz viaje. ¿Cree que me servirá?

—Me parece que no. Su felicidad ha incluido capturar algunas presas, según creo.

—Pues… sí, señor. No pensará que es una impertinencia decir que, desgraciadamente, nuestros países están en guerra.

—Eso lo sé. Pero las guerras se hacen según ciertas normas. No son revueltas en las que cualquiera puede participar y apropiarse de lo que pueda vencer. Me temo que si no puede mostrar nada mejor que una carta deseándole feliz viaje, deberá ser ahorcado por pirata.

—Lamento oír eso. Pero tanto por lo que respecta a las presas como a los aspectos puramente relacionados con hacer el corso, el señor Chauncy, el capitán, de hecho, tiene autorización de su gobierno. Navegábamos con bandera norteamericana, como recordará. Se encuentra en un sobre que tiene escrito "Aptitudes y referencias del señor Chauncy" y que está encima de mi escritorio.

—¿No lo trajo?

—No, señor. El joven caballero con un solo brazo me dijo que no había ni un momento que perder, así que dejé todas mis cosas personales.

—Mandaré a alguien a buscarlo. Por favor, describa el escritorio.

—Es un escritorio ordinario de nogal con tiradores de latón y con mi nombre en una placa, pero apenas hay esperanzas de que puedan encontrarlo ahora.

—¿Por qué lo dice?

—Amigo mío, he visto lo que hacen los marineros a bordo de un barco capturado.

Jack, sin responder, miró por la escotilla y vio que Bulkeley y sus ayudantes habían colocado un palo en el trozo del palo mesana. El barco estaba al pairo, con una improvisada vela al tercio, y se movía mucho más suavemente. La
Surprise
se iba a abarloar con él dentro de pocos minutos.

—¿Hay algún oficial superviviente que no esté herido? —preguntó.

—Ninguno, señor. Todos murieron.

—¿Algún sirviente?

—Sí, señor. Se escondió abajo con los rehenes.

—¡Killick! ¡Killick! Llama al capitán Pullings.

—Sí, sí, señor —dijo Killick, que sabía contestar cortésmente cuando había invitados o prisioneros de rango superior—. El capitán Pullings.

Pero en vez del capitán Pullings, apareció el joven Norton, quien dijo:

—Con su permiso, señor. El capitán Pullings y el señor Grainger están en el tope tratando de colocar la cofa. ¿Puedo llevarles un mensaje?

—¿Ya han llegado tan lejos, tan pronto? No les moleste en un momento tan delicado, señor Norton. Vaya corriendo a cubierta, pida prestado un altoparlante y grite al
Franklin
que Bonden y Plaice tenga preparados al sirviente del señor Dutourd con su baúl y su escritorio para que los traigan a bordo en cuanto dispongan de un momento. Pero antes lleve a este caballero a la cámara de oficiales y diga al despensero que le sirva lo que pida. Voy a subir a la cofa del trinquete.

—Sí, sí, señor. El sirviente, el baúl y el escritorio del señor Dutourd tan pronto como dispongan de un momento. Y el señor Dutourd a la cámara de oficiales.

Dutourd abrió la boca para decir algo, pero ya era demasiado tarde. Jack arrojó a un lado la chaqueta y salió rápidamente de la cabina, haciendo temblar la cubierta a su paso.

—Por aquí, señor, por favor —dijo Norton.

Bonden oyó el mensaje unos minutos después, cuando estaba subiendo a bordo un mastelero por los obenques. Entonces habló con el contramaestre.

—Señor Bulkeley, tengo que llevar al sirviente del señor Dutourd, su baúl y su escritorio a la fragata. ¿Puedo coger el esquife?

—Sí, compañero —dijo el contramaestre con la boca llena de estopa—, a menos que puedas caminar. Y tráeme un par de lanteones y de motones y, además, un rollo de cáñamo de Manila de una pulgada y media que está detrás de la escotilla de proa.

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