Permanecieron en silencio. A lo largo del pasamanos y en el castillo había pequeños grupos de marineros que miraban con igual atención, y unos cuantos murmuraron algunas palabras.
—Esto no es muy diferente al tifón que casi nos destrozó cuando navegábamos con rumbo a las islas Marquesas, al sur del Ecuador —dijo Jack—. Pero hay diferencias fundamentales, y una de ellas es que el barómetro está fijo. A pesar de todo, creo que bajaré los mastelerillos.
Alzando la voz, llamó al contramaestre y le dio la orden. Inmediatamente se oyeron pitidos y gritos totalmente inútiles.
—¡Todos los marineros a bajar los mastelerillos! ¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros! ¿Me han oído?
Los pacientes tripulantes de la
Surprise
subieron a lo alto de la jarcia para deshacer lo que habían hecho con tanto trabajo en la guardia de mañana, pero sin una queja ni poner mala cara, porque eran de la misma opinión que el capitán. Soltaron todos los cabos que tenían que soltar, amarraron la guindaleza y, con gran esfuerzo, izaron la juanete de proa para poder sacar otra vez la cuña y bajar todo el conjunto. Hicieron lo mismo sucesivamente a los otros mastelerillos, metieron el botalón, amarraron todo y reforzaron las lanchas con cabos dobles.
—Quedaría como un tonto si estos pobres hombres tuvieran que guindar los mastelerillos mañana otra vez —murmuró Jack—. Pero siendo muy joven, aprendí una lección: no se debe tardar en bajar los mastelerillos a la cubierta. ¡Qué lección! Ahora que estamos en la cubierta podría contarte todo sobre eso, mostrándote los diferentes cabos y palos.
—Me gustaría mucho —dijo Stephen.
—Fue cuando regresaba de El Cabo en la
Minerva
, una embarcación que no era estanca, bajo el mando del capitán Soules. Cuando llegamos al norte del Ecuador nos encontramos con un tiempo horrible, una serie de tormentas que venían del oeste, pero el día después de Navidad el viento amainó y nosotros sólo quitamos un rizo de la gavia mayor y guindamos el mastelerillo con su verga. Durante la noche el viento aumentó nuevamente de intensidad y volvimos a aferrar las gavias, bajamos la verga juanete a la cubierta y preparamos el mastelerillo.
—¿Entonces no estaba preparado todavía?
—¡Qué tipo más raro eres Stephen! Preparar un mástil significa ponerlo en condiciones adecuadas para bajarlo. Sin embargo, cuando estábamos haciendo esta operación y los marineros estaban amarrando la guindaleza, la que lo eleva un poco para que pueda bajar sin dificultades, ¿comprendes?, el barco dio un tremendo bandazo lanzando a los imbornales a todos los marineros, aún agarrados a la guindaleza. Y puesto que todos, como buenos marineros, siguieron agarrados, subieron la base del mastelerillo por encima de la cruceta, así que no se podía bajar a pesar de que habían quitado la cuña. ¿Entiendes lo que digo de la cuña, la base y la cruceta, Stephen?
—Perfectamente, amigo mío. Era una situación muy desagradable.
—Te aseguro que lo era. Antes de que pudiéramos hacer nada, se rompieron los contraestayes del mastelero, y después el estay, por lo que el palo cedió a unos cuantos pies por encima del tamborete y cayó sobre el penol de sotavento de la verga de la gavia y la derribó. Entonces se cayó otra pieza sobre la verga mayor, soltando el amantillo de sotavento. Ése es el amantillo de sotavento, ¿lo ves? Entonces el extremo de barlovento de la verga mayor golpeó la cofa y destrozó la parte de barlovento de la cruceta, de modo que, en lo referente a las velas, el palo mayor quedó inutilizado. En ese mismo momento, el barco orzó y una enorme masa de agua entró por la popa. Sobrevivimos, pero desde entonces quizá soy demasiado precavido. Pero esta tarde, de todas formas, quería disminuir el velamen.
—¿No tienes miedo de perder la presa?
—Naturalmente que tengo miedo a perder la presa. No diría nada que traiga mala suerte como «No, la presa es nuestra». Es posible que la pierda, desde luego, pero ya viste que tiró el agua por la borda, ¿no?
—Por supuesto que la vi tirar el agua y los cañones, y también vi cómo se alejaba liberada de ese peso. Y después de pasar unos momentos sacando de los escombros tras el excusado al pobre Martin, a quien le dan tanto escrúpulo los excrementos, volví a alzar la vista y vi que parecía mucho más pequeña y avanzaba a una velocidad sobrenatural.
—Si, puede coger mucho viento, pero no puede atravesar el Pacífico con la poca agua que le queda. Además, vi que sacaban desesperadamente toneladas de agua con las bombas, así que seguro que regresará a Moahu. Las islas Sandwich están mucho más lejos. Creo que empezará a navegar con el viento en popa alrededor de las diez para intentar pasar por nuestro lado con las luces apagadas en la guardia de media, y no hay luna, ¿sabes? Así que podría estar al oeste de la fragata al amanecer, mientras que nosotros seguiríamos navegando rápidamente como locos con rumbo este. El plan que he trazado es poner la fragata al pairo dentro de poco y mantener en lo alto a un serviola de vista muy aguda. Si no me equivoco, al rayar el día la divisaremos un poco al sur, con el viento por la aleta y la mayor cantidad posible de velamen desplegado. Debería añadir que hay que tener en cuenta el abatimiento —dijo después de una breve pausa, en la que Stephen parecía estar pensativo—. Lo he estado calculando desde que empezó la persecución. Mi intención es atraparla a considerable distancia al sur.
—Yo pensaba lo mismo —dijo Stephen—, aunque no quería tener la presunción de decirlo. Pero dime, ¿no crees que antes de poner la fragata al pairo podríamos calmar nuestro espíritu si interpretamos, por ejemplo, a Corelli, en vez de contemplar esta vista apocalíptica? Apenas hemos tocado unas notas desde que salimos de Moahu. Nunca pensé que me disgustaría ver una puesta de sol, pero ésta añade un aspecto siniestro a lo que está a la vista, que ya era desagradable antes. Además, esas nubes de color ocre pasando en todas direcciones, esas olas irregulares y esos remolinos me producen melancolía.
—Me encantaría —exclamó Jack—. No voy a llamar a los hombres a sus puestos de combate esta noche, porque ya han trabajado bastante hoy, y así podrán empezar muy temprano mañana.
Empezaron muy temprano, y las olas irregulares, que habían cambiado la idea que del orden de la naturaleza tenía Stephen, provocaron que se cayera de cabeza de la escala de toldilla. El señor Grainger, que estaba al pie de la escala, le cogió con la misma indiferencia que hubiera cogido medio saco de guisantes secos, le puso de pie en el suelo y le dijo que siempre debería usar «una mano para él y otra para el barco». Como el doctor había empezado a caer de lado, y luego, al rozar la barandilla, había girado sobre sí mismo hasta quedar en posición vertical, y como Grainger, al cogerlo, lo apretó muy fuerte con una mano en el estómago y otra en la columna y lo dobló muchísimo, apenas tenía aliento para decir una palabra de agradecimiento. Cuando por fin recuperó el aliento y la capacidad de hablar, supo que tendría que amarrar su silla a dos cabillas para poder tocar el violonchelo con comodidad y de una forma segura.
Tenía un Gerónimo Amati en su casa, lo mismo que Aubrey tenía un Guarnieri, pero ambos viajaban con viejos instrumentos que podían soportar temperaturas extremas y mucha humedad. Al principio de la tarde los viejos instrumentos desafinaron mucho, pero con el tiempo lograron afinarlos como deseaban, y, haciéndose una señal con la cabeza, empezaron a tocar un dúo que conocían muy bien porque lo habían ejecutado juntos a lo largo de más de diez años, pero en el que encontraban siempre algo nuevo, alguna frase medio olvidada y particularmente feliz. Se turnaban para añadir fragmentos propios, bien como pequeñas improvisaciones o bien como repeticiones, y podrían haber agradado al fantasma de Corelli, porque demostraban el atractivo que su música aún tenía para posteriores generaciones; pero no agradaban a Preserved Killick, el despensero del capitán.
—¡Tin, tin, tin! —se mofó Killick a su compañero al oír los conocidos sonidos—. Ya están tocando otra vez. Me dan ganas de ponerles veneno para las ratas en las tostadas con queso.
—No pueden seguir mucho tiempo —dijo Grimble—. La trapisonda está aumentando extraordinariamente.
Era cierto. La fragata estaba haciendo movimientos tan bruscos que incluso Jack, que era como un tritón, tuvo que sentarse sobre una taquilla para quedar encajado en un sitio. Cuando cambió la guardia, después de comer las tradicionales tostadas con queso, subió a la cubierta para aferrar las mayores y dejar la fragata al pairo con la gavia mayor arrizada, pues, al menos según la estima que había hecho, ya había alcanzado el punto al que se dirigía. Esperaba que al amanecer el inevitable abatimiento hubiera hecho el resto, y que ahora el movimiento de la fragata fuera menos violento.
—¿Es muy desagradable estar allí arriba? —preguntó Stephen cuando Jack regresó—. Oigo el atronador ruido de la lluvia en la claraboya.
—No es tan desagradable como extraño —respondió Jack—. Está negro como boca de lobo y ni por asomo se ve una estrella. Todo está mojado. También hay una fuerte trapisonda con olas que parecen tener tres direcciones diferentes, lo que es ilógico, y se ven relámpagos de un intenso color rojo por encima de las nubes. Pero hay algo más que no sé cómo llamar.
Entonces acercó el farol al barómetro, movió la cabeza de un lado al otro y volvió a sentarse en la taquilla diciendo que, sin duda, el movimiento de la fragata era menos violento y quizá podrían regresar al andante.
—Con mucho gusto —dijo Stephen—, si me pueden amarrar a la silla con un cabo alrededor de la cintura.
—Por supuesto que sí —dijo Jack—. ¡Killick! Killick, amarra al doctor a la silla y trae otra botella de oporto.
El andante siguió su lento curso con un curioso, impredecible y jadeante ritmo, y ambos lo llevaron hasta el vacilante final, lanzándose una mirada de reproche cada vez que alguno daba una nota falsa.
—Propongo que brindemos por Céfiro, el hijo de Astreo —dijo Jack.
Cuando se estaba sirviendo una copa de vino, la fragata dio un violento cabeceo, como si hubiera caído en un agujero. Estuvo a punto de caerse y el vino de la copa saltó por el aire, formando una masa compacta durante un segundo.
—Esto no saldrá bien —dijo Jack—. ¿Qué demonios fue ese estrépito?
Por un momento se quedó inmóvil escuchando, y luego, al oír que llamaban a la puerta, gritó:
—¡Adelante!
—Señor, el señor West, el oficial de guardia, dice que se oyen disparos por la amura de babor —informó Norton, un joven recién nombrado guardiamarina, chorreando agua sobre el suelo de cuadros blancos y negros.
—Gracias, señor Norton —dijo Jack—. Iré enseguida.
Guardó rápidamente el violín en el estuche y subió corriendo a la cubierta. Todavía estaba en la escala cuando oyó otro estrépito, y tan pronto como estuvo en el alcázar, bajo la copiosa lluvia, oyó varios más por la proa.
—Allí, señor —dijo West, señalando una roja llamarada borrosa a causa de la tibia lluvia—. Van y vienen. Creo que estamos bajo el fuego de morteros.
—Llame a todos a sus puestos —ordenó Jack, y el ayudante del contramaestre hizo la llamada—. Señor West… ¡Señor West! ¿Meoye?
Entonces, alzando mucho la voz, pidió un farol, y pudo ver a West tendido bocabajo, desangrándose.
—¡Larguen el velacho! —gritó Jack.
La fragata se puso con el viento a favor, y mientras ganaba velocidad, dos marineros de la guardia de popa llevaron a West abajo.
—¡Larguen también la vela de estay de proa y el foque! —añadió.
La fragata volvió a la vida, y todos volvieron a ocupar sus puestos de combate tan ordenadamente y con tanta rapidez que Jack, si hubiera tenido un momento para advertirlo, se hubiera sentido satisfecho.
Stephen todavía se encontraba en la enfermería con Martin, todavía soñoliento, y con Padeen, aún a medio vestir, cuando bajaron a West. Y tras él trajeron a media docena de marineros de la proa, dos de los cuales todavía podían caminar.
—Tiene una fractura en la sutura coronal —dijo Stephen, después de examinar a West bajo la potente luz de un farol—. Y además, esta laceración que aparentemente no tiene importancia. Está en coma profundo. Padeen y Davies, levántenle con mucho cuidado y pónganle en el colchón que está allí detrás en el suelo. Pónganle boca abajo con una almohadilla bajo la frente para que pueda respirar. ¡El siguiente!
El siguiente era un caso de fractura en el brazo izquierdo y varios tajos en el costado, y requirió un prolongado proceso: coser, cortar con tijeras y vendar. El hombre tenía una fortaleza extraordinaria incluso para un marinero, y entre jadeos les contó lo ocurrido. Era el serviola del lado de babor de la crujía y había visto de repente una roja llamarada por barlovento y después un resplandor bajo las nubes. Cuando avisó a la cubierta, oyó un ruido como si cayeran piedras o metralla en la gavia, luego un estruendo, y enseguida se encontró abajo. Pasó un tiempo tendido en el pasamano, mirando por los imbornales y empapado por la lluvia, antes de comprender qué había pasado, y vio otras dos llamaradas. Eran parecidas a las de los cañones, pero de un rojo más intenso y podían verse durante más tiempo. Tal vez eran de una batería, tal vez de sucesivos disparos. Después, por la trapisonda y un bandazo de la fragata, cayó en el combés, donde estuvo hasta que el viejo Plaice y Bonden le recogieron.
Los quejidos de un hombre que estaba a un lado se convirtieron casi en gritos.
—¡Ay, ay, ay! Discúlpenme compañeros, pero no puedo soportarlo. ¡Ay, ay, ay!
—Señor Martin, por favor, vaya a ver qué podemos hacer —dijo Stephen—. Sarah, cariño, dame la aguja con hilo de seda.
Cuando se la dio, Sarah le dijo al oído:
—Emily está asustada.
Stephen asintió con la cabeza mientras sujetaba la aguja con la boca. No estaba, por decirlo así, asustado, pero temía poner un instrumento o una sonda en el lugar inadecuado. Incluso allí abajo, la fragata se movía con una violencia que no había visto nunca antes. El farol oscilaba a una velocidad vertiginosa y con un movimiento arrítmico, y él apenas podía mantenerse en pie.
—Esto no puede continuar —murmuró.
Pero continuó, y por la noche, mientras él y Martin trabajaban, la parte de su mente que no se ocupaba de sondar, serrar, entablillar, coser y vendar, atendía y registraba en parte lo que pasaba a su alrededor: la conversación de los marineros que curaba y los que esperaban para ser atendidos, las noticias sobre los nuevos casos, la interpretación que hacían los marineros de los diversos sonidos y gritos que se oían en la cubierta.