Era muy temprano, y aunque el tiempo era muy bueno, no había nadie en el alcázar que no tuviera que estar allí por obligación: Vidal y Reade, el oficial y el guardiamarina de guardia, los hombres que llevaban el timón, el carpintero y dos de sus ayudantes, que estaban junto al coronamiento arreglando las guirnaldas talladas. Siguió la habitual procesión de Jemmy Ducks, Sarah y Emily, que llevaban los gallineros y la cabra
Amalthea
, y después, como siempre, Jack pensó en el rápido crecimiento de las pequeñas y en el de sus propias hijas, en la altura que tendrían, en el posible pero improbable progreso que harían en modales, francés y piano bajo la tutela de la señorita O'Hara. Pero ni Stephen ni Martin, ni ninguno de los rehenes, aparecieron. Después de recorrer una milla y media reflexionando sobre su familia, pensó otras dos cosas: «Tengo que preguntar a Wilkins si podrá ocupar el puesto de tercer teniente hasta que lleguemos a Callao. Dicen que era oficial de derrota en el
Agamemnon»
. Lo segundo le llevó a reflexionar sobre los jóvenes que, después de haber pasado el examen de teniente de la Armada, continuaban siendo guardiamarinas u oficiales de derrota porque no «aprobaban el examen de caballeros», un examen no escrito y silencioso cuyo resultado sólo se conocía por la ausencia de un nombramiento, algo cada vez más frecuente. Pensó en las ventajas que eso tenía: la cámara de oficiales era más homogénea y tenía menos fricciones, y los marineros respetaban más a los caballeros que a los hombres como ellos. Pero también pensó en las desventajas: la exclusión de hombres como Cook, la indeterminada preparación y los variados criterios de quienes hacían la elección y la imposibilidad de apelar. Estaba reflexionando todavía cuando, al llegar a la borda y dar la vuelta, vio que el joven en cuestión, uno de los rehenes, estaba allí en compañía de otros a quienes se permitía pasear por el alcázar. Después de dar otras cuatro vueltas, oyó el grito de Reade:
—¡Oh, no, señor, no puede hablar con el capitán!
Entonces vio que llevaban a Dutourd, firmemente asido, hacia el grupo de sotavento.
—Pero, ¿qué he hecho? —preguntó Dutourd a Stephen, que acababa de subir la escala de toldilla—. Sólo quería felicitarlo por su interpretación.
—Amigo mío, no puede hablar al capitán —dijo Stephen.
—No puede ir al costado de barlovento sin que le inviten —le advirtió Wilkins.
—Ni siquiera yo puedo hablar con él, salvo cuando estoy de guardia —dijo Reade.
—Bueno —aceptó Dutourd, recuperándose de su sorpresa y ocultando bastante bien su enfado—. Ésta es una sociedad muy formal y jerárquica, por lo que veo. Pero, espero, señor —añadió, volviéndose hacia Maturin—, que pueda decirle, sin cometer una falta, que me encantó su interpretación. El adagio de Boccherini fue interpretado con maestría, con maestría.
Caminaron hablando de Boccherini, y Dutourd demostró conocerlo y apreciarlo realmente. Stephen, que por naturaleza no era sociable, intentaba evitar hablar con Dutourd de los principios en general, pero ahora, voluntariamente, hubiera permanecido en su compañía si no hubieran sonado las seis campanadas. La sexta fue seguida de un pandemónium de proa a popa, cuando acercaron al costado la lancha que llevaban a remolque, para que bajaran a ella al señor Reade, la tripulación, barriles de agua para el sediento
Franklin
y dos carronadas. La valiosa agua, afortunadamente, podía bombearse de la bodega a los barriles que estaban en la lancha, pero las carronadas no. Había que bajarlas desde el peñol de la verga mayor, después de reforzarlo, y con infinitas precauciones, como si estuvieran hechas de cristal en vez de metal, y había que recibirlas con más precauciones aún. Eran pequeños y horribles objetos, pero tenían ciertas ventajas: su peso era sólo un tercio del de los cañones de doce libras de la
Surprise
, pero disparaban balas que pesaban el doble. Además, las podían manejar brigadas de artilleros más pequeñas: dos hombres eran suficientes, mientras que hacían falta siete u ocho para los cañones largos de doce libras. Por otra parte, no podían lanzar las balas muy lejos ni con mucha precisión. Por esa razón, Jack, a quien le gustaba utilizar bien la artillería y dañar a un oponente a distancia antes de abarloarse y abordarlo, las llevaba principalmente como lastre, y sólo las subía a la cubierta cuando iba a hacer una operación de rescate y necesitaba entrar en un puerto y disparar a las baterías que lo protegían mientras las lanchas iban a buscar la presa. En esa ocasión, las usaría hasta que el
Franklin
, que estaba desarmado, tuviera de nuevo una batería de doscientas cuarenta libras.
—Si este tiempo continúa —observó Jack—, y el barómetro parece inamovible, el
Franklin
será pronto un acompañante muy útil. Y nos acercamos a la zona por donde pasan los mercantes y algunos balleneros.
—Quisiera que continuara —dijo Stephen—. La temperatura del Paraíso debe de haber sido así.
Continuó así y se sucedieron los días dorados. Por las tardes, a menudo se oía a Martin y Dutourd tocando música, a veces, obviamente, practicando, porque repetían el mismo pasaje una y otra vez.
Pero a pesar de que Martin tocaba música y lo hacía mejor con el francés que en la cabina, no estaba contento. Stephen rara vez estaba en la cámara de oficiales, entre otras cosas porque Dutourd, que la visitaba con frecuencia, era un hombre inquisitivo, dispuesto a hacer preguntas y no siempre discreto, y evadir preguntas era a veces peor que contestarlas. Además de ir a tomar el aire al alcázar, Stephen se reunía con su ayudante en la enfermería o en su cabina, donde guardaban los historiales clínicos. A ambos les preocupaban mucho los efectos de los tratamientos y habían apuntado cuidadosamente los datos durante un largo período de tiempo, y ahora buena parte de su trabajo consistía en estudiar y comparar esos historiales.
En una de esas reuniones, Stephen dijo:
—Una vez más, no hemos excedido los cinco nudos en ningún momento del día, a pesar de que los marineros dan silbidos y tocan las burdas. Y hace mucho que no se permite usar agua para lavar nada que no sea la ropa de los enfermos, a pesar de nuestros ruegos de que llueva. Si no morimos de sed, me consuela pensar que, incluso a este lánguido paso, nos acercaremos cien millas más a las hojas de coca, al lugar donde podremos mecernos en tibias aguas, quitarnos la sal que tenemos impregnada y mascar hojas de coca.
Martin agarró un fajo de papeles y, después de un momento, dijo:
—No sé nada de esos paliativos que tan pronto se convierten en habituales. Mire lo que le pasó al pobre Padeen y cómo tuvimos que mantener el láudano bajo llave.
Mire el pañol del ron de la fragata, el único lugar sagrado, que es necesario vigilar día y noche. En una de mis parroquias hay nada menos que siete cervecerías, y en algunas se venden licores prohibidos. Espero cerrarlas todas o, al menos, algunas. Las bebidas alcohólicas son la maldición del país. A veces pienso dar un sermón animando a los fieles a confiar en su propia capacidad, en su propia fuerza, en vez de la cerveza, el tabaco y las bebidas alcohólicas fuertes.
—Si un hombre mete la mano en agua hirviendo, ¿cree que no la sacará?
—Por supuesto que sí, y será una acción instantánea. Lo que yo desapruebo es la persistente indulgencia.
Stephen miró a Martin con curiosidad. Ésa era la primera vez que su ayudante le hablaba con descortesía, incluso casi groseramente, y se le ocurrieron varios comentarios, pero no dijo nada. Se quedó allí sentado, preguntándose qué frustraciones, qué celos, qué disgustos habían producido en Nathaniel Martin no sólo un cambio de tono, sino también de voz y de identidad. Sus palabras y la forma en que las había pronunciado eran totalmente impropias de su carácter. Después de unos momentos de silencio, Martin dijo:
—Espero que no crea que hay nada personal en mis comentarios. Al hablar de las hojas de coca, me hizo pensar en otras cosas…
Le interrumpió el ruido ensordecedor que hizo el
Franklin
al disparar primero la batería de estribor, seguida por la de babor, y las palabras del capitán, que gritó a sus hombres:
—¡Atentos, atentos y echen una mano!
Sólo dispararon dos para probar el deslizamiento con los motones, pero fueron muy precisas y duraron lo suficiente para ahogar las últimas palabras de Martin y las primeras de Norton, que llegó en ese momento, aunque las dijo a voz en cuello. Por tanto, Norton tuvo que repetirlas y, como si gritara desde el tope de un palo, dijo:
—El capitán presenta sus respetos al señor Martin y dice que le gustaría cenar en su compañía mañana.
—Presenta mis respetos al capitán y dile que con mucho gusto le visitaré mañana —respondió Martin.
Entonces, volviéndose hacia el doctor Maturin, dijo:
—Desde el
Franklin
nos han gritado que al capitán Pullings se le volvió a desencajar la mandíbula.
—Iré enseguida —se ofreció Stephen—. Por favor, señor Norton, ordenen que bajen mi esquife. Padeen —dijo en irlandés a su corpulento ayudante—, baja al esquife y llévame al barco.
—¿Quiere que traiga las vendas y el linimento de Batavia? —preguntó Martin.
—No, no, no se mueva. Vi la herida desde que se la hicieron.
Eso había ocurrido hacía muchos años, en el mar Jónico, cuando un turco hirió en la cara a Pullings con un alfanje y causó tanto daño al maxilar y su articulación que la mandíbula a veces se salía de ella, sobre todo cuando el capitán Pullings gritaba con mucha fuerza. Stephen lo había colocado más o menos bien entonces, y ahora volvió a hacerlo, pero la operación era un poco delicada y requería el conocimiento de la herida.
Ésa fue la primera vez que Stephen subió a bordo del
Franklin
después de los primeros días críticos, cuando su horizonte lo formaban prácticamente las paredes de las salas de operaciones y de vendajes, donde sólo veía huesos, tablillas, gasas, vendas, sierras, retractores y pinzas para las arterias. Había tenido muy poco tiempo de ver el barco por dentro entonces, y el capitán Pullings no había tenido tiempo aún de enseñarle la embarcación que tenía bajo su mando y que ya quería tanto.
—Me alegro de que no haya tenido que venir antes que tuviéramos todas las armas a bordo —dijo—. Ahora verá lo bien colocadas que están junto a las portas y lo bien que pueden moverse, especialmente las del combés. Y le enseñaré las nuevas jaretas, que colocamos esta misma tarde. Sondas que recogen los obenques del palo trinquete y del mayor, como seguramente habrá notado cuando Padeen le trajo. Y hay muchas otras cosas que le asombrarán.
En verdad, había muchas, muchas más de las que el doctor Maturin suponía que pudiera haber en un barco. Hacía mucho, mucho tiempo, al principio de la carrera del doctor Maturin en la Armada, Pullings, entonces un guardiamarina alto y delgado, le había enseñado la
Sophie
, una corbeta de Su Majestad, la pequeña embarcación en la que Jack Aubrey había ejercido el mando. Se la había enseñado con amabilidad y a conciencia, pero como un subordinado que señalaba sus características a un hombre de tierra adentro. Ahora Pullings era un capitán que mostraba su nuevo barco a un hombre con muchos años de experiencia en la mar, y no le ocultó nada a Stephen: los cabos colocados según nuevos principios, las jaretas, naturalmente, y los dibujos de una nueva base para el timón, que montarían cuando lo carenaran en Callao. A pesar de que el guía era ahora mucho más grueso y apenas se le podía reconocer debido a las horribles heridas, actuaba con la misma amabilidad y con el mismo amor a la vida marinera. Stephen le siguió, admirado, exclamando «¡Dios mío, es estupendo!» hasta que el sol se puso y la penumbra descendió desde el cielo con la rapidez característica del trópico, impidiendo que Pullings pudiera señalar nada más.
—Gracias por mostrarme tu barco —dijo Stephen, bajando por el costado—. Para su tamaño, es muy hermoso.
—¡Oh, no se merecen! —negó Tom, sonriendo—. Creo que fui muy aburrido.
—De ninguna manera, amigo mío. Que Dios te bendiga. Vamos a zarpar, Padeen.
—Buenas noches, señor —dijeron los siete seguidores de Seth, con sus radiantes sonrisas destacándose sobre las enormes barbas, cuando bajaron el esquife con un botalón.
—Buenas noches, doctor —dijo Pullings—. Olvidé el plano de los motones móviles, pero le prometo que se lo enseñaré mañana. El capitán me invitó a comer.
Entonces Stephen, agitando el sombrero, pensó: «Me alegro mucho. Así el grupo será menos raro».
* * *
No volvió a ver a Martin esa tarde, pero pensó en él de vez en cuando. Cuando se fue a dormir, mientras estaba tumbado en el coy, mecido suavemente en las tranquilas aguas, reflexionó no tanto sobre el exabrupto de aquella tarde como sobre el cambio de identidad. Lo había visto con frecuencia. Un niño o un adolescente encantador, interesado en todo, vivaz y afectuoso, podía convertirse en una bestia, en un estúpido, y nunca recuperarse; un hombre que empieza a envejecer podía convertirse en una persona egoísta, indiferente a los que habían sido sus amigos y avaro. Pero aparte de las innobles pasiones que generan las herencias o la discrepancia política, nunca había visto el cambio en un joven ni en un viejo. Siguió meciéndose y reflexionando. Su pensamiento vagaba, y a veces se detenía en un tema completamente distinto, la inconstancia en el amor, y pronto se dio cuenta de que también pasaría aquella noche sin dormir.
La luna estaba alta cuando subió a la cubierta, y había un espeso rocío. Mientras sentía la húmeda borda bajo sus manos se preguntó: «¿Por qué si el rocío es tan espeso no oculta la luna ni las estrellas?».
—Así que ha venido a la cubierta, señor —le saludó Vidal, que estaba encargado de la guardia de media.
—Así es —respondió Maturin—, y le agradecería que me hablara del rocío. Unos dicen que cae, pero, ¿cae realmente? Y si cae, ¿de dónde cae? ¿Y por qué cuando cae no oculta la luna?
—Sé muy poco sobre el rocío, señor —se disculpó Vidal—. Sólo puedo decir que aparece cuando la noche es clara y el aire está casi inmóvil. Y todos los marineros saben que endurece mucho los cabos, así que hay que aflojarlos para que los palos no se tuerzan. Esta noche el rocío es muy espeso, sin duda —continuó, después de reflexionar—, y hemos colocado guirnaldas en los palos para recogerlo a medida que descienda. Si escucha con atención podrá oír como cae en los toneles. No es mucho, y no sabe muy bien porque los palos están pintados con sebo, pero en muchos viajes ha sido bienvenido. En cualquier caso, es agua fresca y podrá quitarle la sal a las camisas o, aún mejor —añadió, bajando la voz—, a los calzoncillos. La sal es muy molesta en las partes pudendas. Y eso me recuerda, señor, que tengo que pedirle un poco de ungüento.