El mar oscuro como el oporto (17 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Es un hombre muy corpulento.

—Generalmente lo son. Las otras lanchas están esperando muy cerca, listas para pasarle cabos si la ballena se sumerge otra vez. Si vuelve a mirar hacia el barco, señor, verá que han tenido una mañana estupenda porque han matado dos ballenas y están amarrados a una tercera. Ahora están vaciando la cabeza de la primera junto al costado, o lo estaban haciendo hasta que nos vieron y empezaron sus estratagemas. Seguramente les era difícil por las olas que rompían y la cubrían. Las dos lanchas que están cerca remolcan la segunda ballena. Los hombres de las lanchas amarradas a la vieja ballena no nos han visto todavía porque están muy ocupados vigilando, pero creo que dentro de poco el barco disparará un cañonazo.

Stephen siguió mirando. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro por el distante ballenero. Se veían claramente, pero estaban en silencio porque eran inaudibles, lo que daba un toque absurdo a su angustia. Algunas, incluida la de un hombre que parecía el capitán porque golpeaba y daba bofetadas a los otros, estaban en la crujía, cerca de las ollas donde se derretía la grasa, esforzándose por sacar un cañón de entre los toneles y el desorden habitual de los balleneros.

—El hombre que está en la cofa de serviola parece muy interesado en conseguir que se vayan a la derecha. Está dando saltos.

—Sí, señor, el
Franklin
está situado al oeste. ¿No lo había advertido?

—A decir verdad, no. Pero, ¿por qué quiere que se acerquen a él?

—Porque tiene la bandera estadounidense y nosotros la británica. Ésa es una estratagema del capitán, ¿comprende? Ellos lo conocen porque ha hecho el corso en estas aguas desde marzo. El serviola quiere que se acerquen a él porque todavía están a tiempo, pero no sabe que lo apresamos. Con el viento soplando de esta manera, necesitamos dar dos largas bordadas para llegar hasta el ballenero, ¿comprende?, y para entonces ya podría estar al amparo del
Franklin.

—Pero no les serviría de mucho.

—No, doctor, pero ellos no lo saben. Y tampoco saben qué cañones llevamos nosotros.

—¿Eso no significaría abandonar a sus amigos que están al este?

—¡Oh, sí! También significaría abandonar tres buenas ballenas, lo que rompería el corazón de cualquier ballenero. Dudo que lo hagan. Es más probable que esperen a que el
Franklin
se acerque y que después se enfrenten a nosotros los dos juntos. Tal vez tengan la esperanza de que nos vayamos o piensen lanzar un ataque situándose con el viento en popa y apoyándose mutuamente. Pero es posible que el capitán prefiera conservar la bodega llena. ¿Sabe usted, señor —añadió Grainger en tono confidencial—, que los tripulantes de un ballenero no reciben una paga sino sólo una parte de los beneficios? Así que mientras menos regresen, más obtienen los supervivientes. ¡Oh, Dios mío, van a hacerlo! —gritó—. ¡Están dejando atrás a sus compañeros!

Los marineros habían dejado el cañón para ocuparse de tirar de las brazas para hacer girar las vergas. Los de las lanchas más cercanas habían soltado la ballena y se acercaban rápidamente al costado, luchando contra el oleaje. Las velas se desplegaron, las vergas subieron y la proa del ballenero viró. Cuando los marineros de las lanchas subían a bordo, el barco empezó a ganar velocidad. Tenía el viento, cuya intensidad permitía llevar desplegadas las sobrejuanetes, por la aleta, y empezó a moverse a una sorprendente velocidad. Los marineros desplegaron el velamen más rápido de lo que parecía posible siendo tan pocos. Sus cálculos eran correctos: el ballenero, con una bandera estadounidense en cada mástil, llegó junto al
Franklin
antes que la
Surprise
, que se detuvo para remolcar las lanchas que estaban al este.

Cuando el ballenero estaba a tiro de pistola, los marineros del
Franklin
arriaron la bandera de las barras y las estrellas, izaron la británica y dispararon una bala de veinticuatro libras que pasó por delante de la roda del ballenero. Soltaron las escotas y Tom Pullings gritó:

—¡Ríndanse y colóquense a sotavento!

Todavía estaba allí cuando la
Surprise
llegó remolcando las dos lanchas. Jack viró y abarloó la fragata con el costado de estribor del ballenero.

—Se lo he dejado a usted, señor —gritó Pullings, al otro lado de la cubierta de la presa.

—Muy bien, Tom —dijo Jack, quitándose las salpicaduras de la cara, pues incluso allí, a sotavento de las dos embarcaciones, las olas eran muy altas—. Bajen el cúter azul. Y usted, señor Grainger, por favor, vaya a tomar posesión de él y envíe al capitán aquí con sus papeles. ¡Eh, el ballenero!

—¿Señor?

—Vierta un par de barriles por proa y popa.

—Sí, sí, señor —respondió el capitán.

Era un hombre de poco pelo y facciones duras y ahora estaba deseoso de agradar. Un momento después salió aceite de ballena por los imbornales y se extendió con rapidez. Las olas no cesaron, pero no hubo más salpicaduras porque no se formó más espuma entre las embarcaciones ni a cierta distancia por sotavento.

—¿Te gustaría ir, doctor? —preguntó Jack con amabilidad—. Creo que siempre has deseado ver un ballenero.

Stephen asintió con la cabeza y enseguida se pasó una tira de vendaje por encima del sombrero y la peluca y se la ató bajo la barbilla. Jack proyectó la voz hacia las lanchas medio llenas de agua y dijo:

—Amigos, es mejor que suban a bordo antes de que se ahoguen.

Tardaron un poco en bajar al doctor hasta el cúter azul y un poco más en subirle por el grasiento costado del ballenero, donde el capitán le ayudó tendiéndole la mano y Bonden empujándole desde abajo. Apenas había llegado a la asquerosa cubierta, cuando los tripulantes de las lanchas del ballenero subieron con sus instrumentos. Unos marineros llevaban lanzas y otros brillantes arpones. La mayoría de ellos subieron por la aleta, tan ágiles como gatos, y avanzaron hacia la proa dando confusos gritos. El capitán retrocedió hacia el palo mayor.

—¡Cerdo, nos dejaste en el océano para que muriéramos! —gritó el primero.

—¡Desplegaste las velas y te fuiste a toda velocidad! —exclamó el segundo, apenas articulando las palabras, mientras agitaba la lanza.

—¡Judas! —gritó el tercero.

—Bueno, Zeek, aparta esa lanza —dijo el capitán—. Debería haberos recogido…

El corpulento arponero, el hombre que estaba amarrado a la gran ballena, fue el último en subir. Se abrió paso entre la multitud que gritaba y, sin decir nada, le clavó el arpón en el pecho al capitán, hasta llegar a la madera.

Stephen volvió a la
Surprise
cubierto de sangre, después de un examen inútil porque el hombre tenía partidos el corazón y la columna vertebral, y se enteró de que a Martin le habían llevado abajo porque estaba enfermo. Se enjuagó las manos en un cubo de agua salada y bajó corriendo. A pesar de la actividad que había en la cubierta, la cámara de oficiales era un ejemplo de la inevitable disipación de la vida marinera. Dos oficiales, con expresión angustiada, estaban sentados a la mesa frente a un cuenco de sopa y unas galletas; el cocinero estaba de pie en la puerta con la lista para la comida en la mano y la dama gris y barbuda de la cámara de oficiales estaba echada junto a él. Todos escuchaban con preocupación los quejidos y las exclamaciones de Martin en el retrete, un asqueroso y reducido espacio situado detrás del pañol del pan que servía de excusado a los oficiales, pues la cubierta estaba demasiado baja para poner algo mejor que un cubo.

Por fin Martin salió, arreglándose la ropa y con un aspecto inhumano. Fue tambaleándose hasta su cabina y se dejó caer en el coy respirando entrecortadamente. Stephen le siguió, se sentó en un taburete y, aproximándose a la cabeza de Martin, dijo en voz baja:

—Querido colega, creo que no está bien. ¿Podría hacer algo, mezclar algún paliativo suave, alguna poción?

—No, no, gracias —respondió Martin—. Es una indisposición pasajera. Todo lo que necesito es descansar y estar tranquilo —añadió, y se volvió hacia el otro lado.

Estaba claro para Stephen que en ese momento nada de lo que dijera sería eficaz, y en cuanto Martin empezó a respirar profundamente, le dejó solo.

El resto de la fragata irradiaba vida. Los prisioneros subían a bordo con sus baúles, y un grupo de tripulantes iba a tomar posesión de la presa. Como era costumbre, el señor Adams, el escribiente del capitán, comprobó la presencia de los marineros del ballenero por el rol en la gran cabina. Jack y Tom Pullings estaban allí, observándoles, escuchando sus respuestas y pensando cómo dividirles. Ahora esos hombres estaban tristes y decepcionados porque en un momento habían perdido lo acumulado en los tres años que habían estado surcando los mares, pero dentro de poco recobrarían el ánimo. En muchas ocasiones los prisioneros se habían rebelado contra sus captores y se habían apoderado del barco. Además, los marineros de las colonias del norte podían ser tan molestos y belicosos como los irlandeses.

Sin embargo, parecía que apenas una veintena pertenecía a la tripulación original, que procedía de Nantucket, Martha's Vineyard y New Bedford. En tres años muchos habían muerto ahogados o por causa de la violencia y las enfermedades y dos o tres habían huido, por lo que les habían reemplazado por habitantes de las islas del Pacífico sur y por los marineros que habían encontrado en los extraños puertos del Pacífico: portugueses, mexicanos, indios de baja casta y un chino errante. La división fue bastante simple, a pesar de la escasez de tripulantes que ya tenía la
Surprise.

El último prisionero, un joven corpulento que se había quedado atrás, se detuvo delante de la mesa y, con voz potente y un fuerte e inequívoco acento de Wapping, se presentó:

—Edward Shelton, señor, lancero, guardia de estribor, nacido en Wapping.

—¿Qué hace usted en un barco enemigo? —preguntó Adams.

—Me fui a pescar ballenas en tiempo de paz y me enrolé en este barco mucho antes de que empezara la guerra americana —informó Shelton con seguridad—. ¿Puedo decirle dos palabras al capitán?

Adams miró a Jack, quien, en un tono amable pero que no parecía prometer nada, preguntó:

—¿Qué tiene que decir, Shelton?

—Usted no me conoce, señor —empezó Shelton, tocándose la frente con el índice doblado, como era costumbre en la Armada—, pero le he visto muchas veces en Puerto Mahón, cuando estaba al mando de la
Sophie
. Vi cómo traía el
Cacafuego
a remolque, señor. Y le vi muchas veces en Pompey
[6]
cuando subía a bordo del
Euryalus
, que estaba bajo el mando del capitán Dundas, Heneage Dundas, pues yo era uno de los marineros que ayudaba a subir por el costado.

Tras hacerle una o dos preguntas por cuestiones de conciencia, Jack le dijo:

—Bueno, Shelton, si quiere regresar a la Armada, si quiere enrolarse voluntariamente, recibirá una recompensa y será clasificado convenientemente.

—Gracias por su amabilidad, señoría —dijo Shelton—, pero lo que quería contarle era algo que pasó en Callao. Salimos de allí el día 7, y cuando estábamos subiendo a bordo las provisiones… alquitrán, cabos, lona y estocafís…, había en el muelle un mercante de Liverpool que iba de regreso a Inglaterra y se estaba preparando para doblar el cabo de Hornos. Salimos el día 7, que era un martes, también con destino a nuestro país, aunque no del todo satisfechos porque el viaje no había sido muy bueno y no estábamos muy contentos, sólo a medias. Al alba, cuando estábamos frente a Chinchas, vimos un barco de cuatro mástiles a barlovento. Parecía un barco de guerra, pero nuestro capitán dijo: «Lo conozco, compañeros, y es amigo. Es un barco corsario francés, de Burdeos». Entonces puso el barco en facha, pues no podía hacer otra cosa porque estaba a sotavento de un barco de treinta y dos cañones con enormes vergas y una bandera negra ondeando en un mástil. Cuando nos quedamos así, el capitán empezó a pasearse arriba y abajo mordiéndose las uñas y diciendo: «¡Dios mío, espero que se acuerde de mí!». Y luego dijo a su ayudante, que era el único hijo de su tía. «Chuck, ¿crees que es posible que se acuerde de nosotros?» Y se acordó. Enseguida arrió la bandera negra y nos abarloamos con él. El capitán preguntó por el mercante de Liverpool y le contestamos que saldría del puerto en menos de un mes. Entonces dijo que se desplazaría hacia el oeste, por si encontraba un ballenero inglés o un mercante de los que hace el comercio con China, y que luego volvería a situarse frente a Chinchas. Añadió que a unas treinta leguas al oestenoroeste el mar estaba lleno de balleneros y ballenas. Zarpamos juntos y fuimos separándonos poco a poco. Al día siguiente de dejar de ver sus juanetes, llegamos a esa zona, y había ballenas resoplando a todo alrededor.

—Hábleme de sus cañones.

—Tenía treinta y dos cañones de nueve libras o quizá de doce, pero todos eran de bronce. Además, tenía carronadas. Nunca había visto un barco corsario armado así, pero no quise subir a bordo ni demostrar demasiada curiosidad, ni mucho menos hacer preguntas en medio de una multitud de granujas.

—¿La bandera negra era auténtica?

—¡Oh, sí, señor, era auténtica! Eran hombres de armas tomar, como no había visto nunca. Eran capaces de pisotear el crucifijo. Pero usted y su compañero podrían acabar con ellos. Es más, creo que la
Surprise
podría hacerlo sola, aunque la batalla sería reñida. Y se arriesgaría mucho, porque ellos tienen que hundir o ser hundidos. Lo que quiero decir es que si les matan, ellos matan, y si les apresan, les cuelgan. Hay media docena de…

En ese momento dejó de oírse su voz y bajó la cabeza, pues notó cierta frialdad que indicaba que había hablado demasiado.

—Tan duro como largo —dijo Jack, con cierta amabilidad—. Bien, Shelton, ¿quiere que el señor Adams le inscriba como marinero voluntario, o reclutado a la fuerza?

—Como voluntario, señor, por favor —respondió Shelton.

—Inscríbale así, señor Adams, y, por el momento, clasifíquele como marinero de primera de la guardia de estribor —ordenó Jack. Entonces, en un pedazo de papel, escribió: «Shelton, entregue este papel al oficial de guardia».

—Bueno, Tom —continuó después cuando Shelton se fue—, ¿qué piensas?

—Le creo, hasta la última palabra, señor —respondió Pullings—. No doy más valor a mi opinión que a la suya, pero le creo.

—Yo también —dijo Jack.

El viejo y experimentado Adams asintió con la cabeza. Jack tocó la campanilla.

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