—Señor Grainger, llame a todos a sus puestos.
* * *
El atronador sonido del tambor, los pitidos y los gritos que se oían por la escotilla, el ruido de los cañones al sacarlos y los pasos apresurados despertaron a Martin.
—¿Es usted, Maturin? —susurró, mirando aterrorizado hacia un lado.
—Sí —respondió Stephen, tomándole el pulso—. Buenos días.
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios! —exclamó Martin con voz temblorosa por el terror—. Pensé que estaba muerto y me encontraba en el infierno. Esta cabina es horrible, horrible. —Estaba muy agitado y su pulso era muy rápido—. Maturin, no estoy en mis cabales. Apenas acabo de salir de una pesadilla que ha durado toda la noche. Perdóneme por haberle ofendido.
—Con su permiso, señor —dijo Reade, entrando—. El capitán pregunta por el señor Martin y quiere que le diga a usted que nos estamos acercando a un potente barco pirata que sostiene una batalla con el
Franklin
. Dentro de poco se romperán algunas cosas.
—Gracias, señor Reade. El señor Martin no está bien. —Y cuando ya se alejaba le gritó—: Muy pronto estaré en mi puesto.
—¿Puedo ir yo? —preguntó Martin.
—No —respondió Stephen—. Apenas puede tenerse en pie, querido colega, está muy enfermo.
—Por favor, déjeme. No soporto estar en esta cabina. La odio. No tenía valor ni de pasar por la puerta. Aquí fue donde yo… donde la señora Oakes… El castigo del pecado es la muerte. Me estoy pudriendo aquí en esta vida, mientras en la otra…
Christie eleison.
—
Kyrie eleison
—corrigió Stephen—. Pero, escúcheme, Nathaniel, por favor. Usted no se está
pudriendo
en el sentido en que lo dicen los marineros, de ninguna manera. Estas llagas son producidas por la sal únicamente, a menos que usted haya tomado una medicina inapropiada. En esta fragata usted no ha podido contraer una infección de ese tipo. No hay posibilidad, ninguna posibilidad de haber contraído la infección mediante besos, caricias o por tomar en el mismo vaso que otra persona o de otra manera. Lo garantizo como médico.
* * *
El viento había rolado un poco hacia la proa. La
Surprise
, con una gran cantidad de velamen desplegado y tenso como un tambor, navegaba ahora a poca velocidad y el agua pasaba lentamente por los costados. Desde lo alto de la jarcia Jack comprendió bastante bien la situación: los barcos aún estaban unidos por los rezones. Los tripulantes del
Alastor
habían abordado el
Franklin
por el combés, pero Tom, luchando cuerpo a cuerpo, les oponía resistencia. Varios todavía esperaban detrás, mientras que algunos tripulantes del
Franklin
habían invadido el castillo del
Alastor
y luchaban allí contra los franceses. Algunos trataban aún de soltar el
Alastor
, y los tripulantes del
Franklin
seguían intentando impedirlo. Jack pudo ver a los barbudos seguidores de Seth arrojar con furia a tres franceses desde el bauprés. Otro grupo de piratas estaba girando una de las carronadas de proa del
Franklin
hacia la popa para abrir una brecha entre los que luchaban cuerpo a cuerpo, pero el enorme grupo de sus propios compañeros y los disparos de mosquete desde el castillo de su barco se lo impidieron, y la carronada se deslizó por la cubierta sin control.
Jack, proyectando la voz hacia abajo, gritó:
—¡Atención, artilleros, saquen los cañones!
Llegó a la cubierta con estrépito y pasó entre los grupos de marineros bien armados y atentos hasta llegar a la proa, donde el cañón de bronce de su propiedad,
Belcebú
ya estaba fuera de la porta.
—¡El velacho! —exclamó.
Entonces los artilleros, trabajando como un solo hombre, giraron el cañón, y Bonden y él, entre gruñidos y palabras entrecortadas, lo apuntaron. Jack miró por la mira y tiró de la rabiza. Luego se arqueó para que el cañón, al retroceder, pasara por debajo de él, y en medio del estruendo gritó:
—¡El otro!
El humo se dispersó por delante de ellos, y apenas se había disipado cuando hizo fuego el otro cañón. Ambos cañonazos, que pocos barcos podían disparar con tanta precisión, cumplieron su objetivo: perforar el velacho del
Alastor
para asustar a sus tripulantes y animar a los del
Franklin
, cuyos vivas podían oírse ahora, aunque débilmente.
* * *
Pero esas dos detonaciones, que resonaron en las entrañas del barco, hicieron que el pobre Martin, cuya mente estaba débil, en un precario equilibrio, cayera en el desvarío. Su ansiedad aumentó tanto que empezó a gritar. Stephen le ató al coy con dos vendas y fue corriendo a la enfermería. En el camino encontró a Padeen, que le dijo que habían llamado a todos a sus puestos.
—Lo sé —dijo—. Ve a sentarte con el señor Martin. Regresaré enseguida.
Regresó con el paciente que estaba en mejores condiciones, un hombre que tenía una hernia reciente.
—Cuida de que todo esté bien allá abajo, Padeen —le pidió.
Cuando Padeen salió, preparó una fuerte dosis del láudano, la tintura de opio que guardaba en secreto y a la que él y Padeen fueron adictos una vez.
—John, sujétale por los hombros —dijo al marinero y, después de una pausa, añadió—: Nathaniel, Nathaniel, amigo mío, aquí tiene su medicina. Le ruego que se la trague de una sola vez. —Después de otra pausa, agregó—: Acuéstele despacio. Ahora se quedará tranquilo, si Dios quiere. Quédese sentado con él, John, y cálmele si se despierta.
* * *
—¡Compañeros de tripulación! —gritó Jack desde el saltillo del alcázar—. Nos vamos a abarloar con ese barco de cuatro mástiles lo más rápido posible. Algunos de nuestros hombres están en el castillo; algunos de los suyos están en el
Franklin
intentando llegar a la popa. Tan pronto como estemos enganchados, vengan conmigo a despejar el combés del
Alastor
y luego iremos a ayudar al capitán Pullings. La brigada del señor Grainger irá directamente a la cubierta inferior del
Alastor
para evitar que hagan daño con sus cañones. Ninguno cometerá un error si mata a un enemigo. Los marineros, que tenían una feroz mirada y un aspecto horrible con su largo pelo suelto, dieron vivas, y su alegría parecía rara en ese momento en que la fragata se acercaba a los dos barcos que sostenían una batalla. Por encima de la franja de agua que se estrechaba, se oían cada vez más claramente gritos fuertes y los chasquidos que acompañaban la encarnizada batalla.
Avanzó hacia el timón con el pesado sable colgado de la cintura y acercó la fragata al barco, con el corazón latiéndole aceleradamente y el rostro radiante, hasta que los penoles se engancharon en los obenques del
Alastor
y ambas embarcaciones quedaron unidas.
—¡Síganme, síganme! —gritó, saltando al barco.
A ambos lados tenía un enjambre de tripulantes de la
Surprise
que cruzaban con sables, pistolas y hachas de abordaje en la mano. A su derecha estaba Bonden; a su izquierda, Davies
El Torpe
, echando espuma por la boca. Los tripulantes del
Alastor
corrieron hacia ellos furiosos. En el primer choque, uno le voló el sombrero a Jack de un disparo y la bala le rozó el cráneo. Otro le clavó una pica y le derribó.
—¡Derribaron al capitán! —gritó Davies.
Entonces le cortó las piernas al marinero que tenía la pica y Bonden le abrió la cabeza en dos. Luego Davies siguió dando cortes al cadáver mientras los tripulantes del
Franklin
llegaban gritando y atacaban a los tripulantes del
Alastor
por un flanco.
Se formó una densa amalgama y apenas había espacio para atacarse, pero los golpes eran terribles y muchas pistolas rozaban la cara de los enemigos. La batalla se intensificó en la parte delantera y al final. En ambas se sumaron a ellas más marineros, y todos, con el sentido de la orientación completamente perdido, pisoteaban a otros marineros muertos o vivos. La matanza fue interrumpida por el estampido de la carronada del
Franklin
, que los tripulantes habían logrado girar y disparar por fin, pero hicieron fuego con tan poca precisión que mataron a muchos de los que intentaban ayudar. Los tripulantes del
Alastor
que quedaban volvieron en tropel a su barco, seguidos por los hombres de Pullings, que les atacaban por detrás mientras los tripulantes de la
Surprise
les atacaban por el frente y ambos lados, pues habían oído el grito «¡Derribaron al capitán!» y la lucha alcanzó un grado de ferocidad extraordinario.
En poco tiempo sólo había marineros que huían gritando y trataban de refugiarse bajo la cubierta, pero les perseguían y les mataban. Finalmente se hizo un espantoso silencio y sólo se oía el crujido de los barcos en el mar agonizante y el gualdrapeo de las nacidas velas.
En el sollado del
Alastor
encontraron encerrados una docena de esclavos y varios muchachos pintados con colorete y perfumados, y les pusieron a arrojar a los muertos por la borda. Mucho antes de que llegaran a la parte de la cubierta donde estaba Jack Aubrey, el capitán se levantó de debajo de tres cadáveres y un hombre herido de gravedad.
—Fue una batalla sangrienta como pocas que he visto —dijo a Pullings, sentándose junto a él en la brazola mientras trataba de detener el flujo de sangre de la herida y se tocaba el ojo ensangrentado—. ¿Cómo estás, Tom? —preguntó otra vez—. Y, ¿cómo está el barco?
— Consiento en dejarte, pero totalmente en contra de mi voluntad —dijo Stephen, sentado en la cabina del
Franklin.
—Eres muy amable y te agradezco que digas eso, pero hemos pasado por esto muchas veces antes y tengo que decirte que no tienes elección —sentenció Jack, mostrando cierta obstinación—. Debes ir a Callao con los demás, tan pronto como todo esté listo.
—No me gusta cómo tienes el ojo ni la pierna —dijo Stephen—. Y en cuanto a la herida del cuero cabelludo, aunque es espectacular, no es muy importante. Creo que te dolerá durante unas semanas ya ambos lados el pelo se te pondrá blanco una o dos pulgadas, pero creo que no debes preocuparte, no tendrás complicaciones.
—Aún me hace sentirme aturdido o irritable a veces —dijo Jack y después, pretendiendo hacer un esfuerzo por cambiar deliberadamente de tema, añadió—: Si Sam sube a bordo, aunque no es muy probable porque no tendría motivos, o tal vez no esté todavía en Perú, por favor, transmítele mi cariño y dile que espero llevar el
Franklin
hasta allí y que me gustaría mucho que comiera con nosotros. Por ahora, si sube a bordo, lo que dudo, también quiero que le preguntes, por favor, qué podemos hacer con los negros que encontramos en el
Alastor
. No son marineros ni son útiles para nada. Pero como eran esclavos y Perú es un país donde hay esclavitud, no quiero dejarles en la costa; podrían capturarles y venderles. Me desagrada mucho la idea porque, por el hecho de estar en un barco inglés, según creo ahora son hombres libres. No sé cómo esto se puede armonizar con el comercio de esclavos, pero así es como yo interpreto la ley.
—Tienes razón. Hubo un caso en Nápoles en que varios esclavos subieron a bordo de un barco de guerra y se envolvieron en la bandera y nunca les entregaron. Se puede desobedecer la ley y hay muchos tratantes de esclavos navegando, aunque ilegalmente, pues el Gobierno abolió ese despreciable tráfico.
—¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Dónde estábamos nosotros en 1807? —Pensó en ese año durante un rato y recordó un viaje tras otro—. ¡A propósito! —dijo después—. Voy a mandar a Callao a los franceses que no quieren continuar con nosotros y a los que no tienen habilidad para ser marineros. Les prometí que les pagaría allí, ¿recuerdas? Y, ahora que lo pienso, hay un francés en este barco —añadió refiriéndose al
Franklin
, pues ahora estaban sentados en la gran cabina de éste, adonde Jack se había cambiado—, un hombre que fue ayudante de un boticario en Nueva Orleans, que quiere quedarse. Tal vez te sería útil, pues te faltan ayudantes. Creo que a Martin le ayudó mucho.
—Entonces deberías dejarle contigo —le recomendó Stephen.
—No —respondió Jack—. Killick, bajo tus órdenes, me ha atendido desde antes de la paz. El hombre se llama Fabien. Te lo mandaré. —Stephen sabía que discutir sería inútil y no dijo nada. Jack continuó—: Mandaré a un grupo, a todos los que quieran ir.
—Pero no mandarás a Dutourd, ¿verdad? —preguntó Stephen.
—Pensé en hacerlo —contestó Jack—. Me mandó una nota muy cortés pidiéndome permiso para despedirse, agradeciéndonos nuestra amabilidad y comprometiéndose a no volver a navegar.
—Desde mi punto de vista, eso podría resultar imprudente.
Jack le miró y comprendió que tenía que llevar el asunto con inteligencia, y asintió con la cabeza.
—¿Tienes que hacer objeciones al traslado de alguien más? —preguntó—. Adams te enseñará la lista.
—No, amigo mío —respondió Stephen, y miró hacia la puerta que se abría.
—Con su permiso, señor —dijo Reade—. El capitán Pullings le presenta sus respetos y dice que todo está preparado.
—El doctor irá enseguida —respondió el capitán Aubrey.
—Dentro de cinco minutos —aseguró el doctor Maturin. Le levantó la venda del ojo a Jack y luego examinó la herida producida por la pica—. Debes jurarme por Sophie que soportarás que Killick te cambie la venda de las dos heridas y les aplique las correspondientes lociones y pomadas antes del desayuno, de la comida y antes de acostarte. Le he dado instrucciones precisas. Júralo.
—Lo juro —dijo Jack, levantando la mano derecha—. Estará insoportable, como de costumbre. Stephen, por favor, dale las gracias a Martin encarecidamente. Fue muy generoso por su parte venir a la cubierta para sepultar a nuestros hombres. No había visto nunca a un hombre tan cerca de la muerte: huesudo, con las mejillas hundidas y de color mortecino. Apenas podía sostenerse en pie.
—No era solamente por la debilidad, sino porque ha perdido la noción del equilibrio. Y no creo que la recupere. Debe dejar de navegar.
—Eso me dijiste. Dejar de navegar… ¡Pobre hombre, pobre hombre! Pero lo comprendo. Sin duda, debe volver a su casa. Bueno, amigo mío, tu lancha está enganchada desde hace un siglo. Estarás mucho mejor solo durante un tiempo. Creo que en los últimos días he sido como una piedra en el zapato.
—No, en absoluto, al contrario.
—En cuanto a Dutourd, Adams responderá a su nota diciendo que lamento no poder concederle su petición y que debe permanecer a bordo del
Franklin
. También le presentará mis respetos, por supuesto, y le hablará del alojamiento. Una última cosa, Stephen. Discúlpame la indiscreción, pero, ¿tienes idea de cuánto tiempo tendrás que quedarte en tierra para terminar tus asuntos?