—Es posible que haya algún tipo de esclavitud tolerable en las casas. ¿Quién no ha visto algo parecido en países esclavistas? Pero siempre están ahí la tentación, la posibilidad de caer en el exceso, la tiranía latente, el servilismo latente. ¿Y quién está preparado para estar expuesto constantemente a la tentación? Por otra parte, me parece que no hay ninguna posibilidad de que exista un tipo de esclavitud tolerable en la industria, porque destruiría por completo ambas partes. El pueblo portugués es amable y amistoso, pero en las plantaciones y las minas…
Después de un rato, cuando habían avanzado un gran trecho por el camino y tenían el río a la derecha, Sam se detuvo de repente y en tono vacilante dijo:
—Querido doctor, discúlpeme. Estoy hablando sin parar y en voz alta a un hombre como usted, que podría ser mi padre y que seguramente sabe más que yo y ha reflexionado sobre esto desde antes de que yo naciera. ¡Qué vergüenza!
—¡Oh, no, Sam! No tengo ni la décima parte de tu experiencia, pero sé lo suficiente para estar seguro de que la esclavitud es mala. La abolieron en los primeros tiempos de la Revolución en la Francia de mi juventud, pero Bonaparte la reinstauró. Y él es tan malo como el sistema. Dime una cosa: ¿el arzobispo piensa como tú?
—Su señoría es un caballero muy viejo, pero el vicario general, el padre O'Higgins, sí piensa igual.
—Muchos de mis amigos de Irlanda e Inglaterra son abolicionistas —dijo Stephen, y decidió no hacer más comentarios sobre eso—. Me parece que puedo distinguir el
Alastor
entre los barcos que están a la izquierda de la iglesia de los dominicos. Está pintado de negro y tiene cuatro mástiles. Ahí nos alojaremos mientras reparan la
Surprise
, que, según creo, tiene los baos de la batería en un estado preocupante. Estoy ansioso por presentarte a mis niñas, Sarah y Emily, que son dos buenas, buenísimas católicas, aunque apenas han podido ver una iglesia por dentro. También estoy ansioso por enseñarte a los negros medio liberados protegidos por el capitán, que están tristes y desconcertados, y quiero pedirte ayuda para encontrar un lugar para mis pacientes por si la presa se vende antes de que se pongan bien. ¡Ah, Sam! —exclamó cuando ya entraban en Callao—. Más tarde, cuando estés libre, me gustaría mucho hablar de la opinión de la gente en Perú, no sólo sobre la abolición de la esclavitud, sino también sobre el libre comercio, la representación, la independencia y cosas parecidas.
Las niñas, llenas de orgullo y asombro tras ser bautizadas, fueron ayudadas a subir al coche después de la misa pontificia en la catedral de Lima. Se alisaron los blancos vestidos y las bandas marianas azules y se sentaron muy erguidas y con un gesto tan alegre como lo permitía el sentimiento religioso que las embargaba, pues acababan de oír el fuerte sonido del órgano por primera vez y las había bendecido el arzobispo con su mitra.
La escalinata y las calles abarrotadas quedaron detrás. El magnífico coche del virrey, escoltado por dos guardias de uniforme rojo y escarlata, avanzó hacia el palacio, a quince yardas de distancia, y la blanca plaza se veía cada vez más claramente.
—En el centro está la más espléndida fuente del mundo.
—Sí, padre —dijeron.
—¿Veis el agua saliendo de arriba? —preguntó Stephen.
—Sí, señor —respondieron.
Después no se atrevieron a decir nada más hasta que llegaron a la residencia de Sam, situada en una plaza con arcos que estaba detrás de la universidad, muy parecida a un cuadrángulo de las más pequeñas facultades de Oxford. Se limitaron a decir «Sí, padre» o «Sí, señor» cuando les contaron que la fuente tenía cuarenta pies de alto (sin contar la figura representando la fama de la parte superior, que estaba rodeada de veinticuatro piezas de artillería y dieciséis cadenas de hierro de extraordinario peso y que la Casa de la Inquisición tenía como único rival la de Madrid), que dos de las calles por las que pasaban habían sido pavimentadas con lingotes de plata para dar la bienvenida a un virrey anterior, que debido a los frecuentes terremotos los pisos superiores del palacio y algunos inferiores estaban construidos con estructuras de madera rellenas de fuertes juncos, recubiertas de yeso y pintadas de color ladrillo y con rayas convenientemente situadas para crear la ilusión de que lo eran, y que lo mejor que se podía hacer por si ocurría un terremoto era abrir la puerta, porque si no podría trabarse y uno quedaría sepultado bajo las ruinas.
Cuando entraron y les dieron comida se volvieron más habladoras, más humanas. Les causó buena impresión el sirviente de Sam, Hipólito, porque llevaba una banda más ancha que las suyas, pero del color violeta usado por los clérigos; les encantó ver que la puerta estaba abierta y calzada con una cuña y les gustó aún más notar que Hipólito se parecía mucho a Killick. Los dos tenían la misma expresión malhumorada e indignada de quien se cree tratado injustamente y el mismo deseo de hacer todo según su propia idea del orden. Pero había una diferencia esencial entre ellos: Killick dependía del cocinero del capitán para todo excepto el café y un sencillo desayuno, mientras que Hipólito podía preparar una excelente comida sólo con la ayuda de un muchacho que llevara las fuentes. No obstante, como esta comida iba a servirse muy temprano y había invitadas de muy corta edad, fue lo más simple posible y sólo consistió en gazpacho, un plato hecho con anchoas frescas y una paella con vino afrutado de Pisco. Después hubo fruta, incluida la de un árbol anonáceo peruano, la chirimoya, y las niñas comieron tantas que les ordenaron contenerse, tantas que no pudieron comer muchos pasteles de almendra, que habrían sido un buen final para el banquete en caso de que les hubieran permitido quedarse. Pero Hipólito ya estaba viejo, y ni Stephen ni Sam tenían idea de cómo ocuparse de las niñas, salvo poniendo tomos de Eusebius en la sillas para que alcanzaran la comida. Les llenaron las copas de vino a menudo y ellas se las tomaron, y al final de la comida, cuando vieron en la puerta al muchacho haciendo muecas a espaldas de su jefe, no pudieron contenerse y se rieron tímidamente, pero después ya no podían controlar la risa y ninguna se atrevía a mirar a la otra y mucho menos al muchacho. Las dos sintieron un gran alivio cuando las dejaron salir al patio y les dijeron que podían jugar y correr sin hacer ruido hasta que Jemmy Ducks pasara a recogerlas en el coche.
—Lo siento mucho, padre —dijo Stephen—. Nunca se habían comportado así. Les habría dado unos azotes si no hubiera sido domingo.
—¡Oh, no, por Dios, señor! Habría sido una lástima que hubieran guardado un silencio carmelitano. Sin duda, un niño saludable debe reírse de vez en cuando, si no la vida sería muy triste. La verdad es que son muy buenas, se mantuvieron sentadas muy formales y con las servilletas bien colocadas.
Le pasó les pasteles de almendras y le sirvió café, y después continuó:
—Por lo que respecta a la opinión pública aquí en Perú, creo que está bastante a favor de la independencia, especialmente porque el actual virrey ha tomado algunas medidas impopulares que favorecen a los nacidos en España y van en detrimento de los nacidos aquí. En algunos casos, el deseo de poner fin a la esclavitud está vinculado a esta idea, pero no creo que esté tan extendido como en Chile, ya que probablemente aquí haya diez veces más esclavos y muchas plantaciones dependen totalmente de su trabajo. Pero hay hombres muy respetados e influyentes que la detestan. Tengo dos amigos, dos colegas, que saben mucho más de eso. Uno es el padre O'Higgins, el vicario general y mi superior inmediato, que es muy, muy amable conmigo, y el otro es el padre Íñigo Gómez, que enseña lenguas indígenas en la universidad. Es un descendiente de una de las grandes familias incas por parte de madre. Como seguramente sabrá, todavía hay muchas, aún después del último desesperado levantamiento. Son las familias que se oponían al rebelde Túpac Amaru y aún tienen muchos seguidores. Obviamente, él entiende esa parte mejor que cualquier castellano. ¿Le gustaría conocerles? Ambos son abolicionistas, pero no hay duda de que harían todo lo posible por hablar sin prejuicios.
El reloj de bolsillo de Stephen, con sonido de campanillas que a menudo era como su conciencia, le avisó una vez más. Entonces se levantó y, hablando bajo pero rápido, dijo:
—Sam, no quiero abusar de la confianza de tus amigos y mucho menos de la tuya. Quiero que sepas que no sólo soy totalmente opuesto a la esclavitud, sino también a la dependencia de un país de otro. Puedes sonreírte, Sam, porque fuiste educado por misioneros irlandeses, que Dios bendiga, pero cuando hablo de independencia me refiero a la de cualquier país de otro, por lo que es posible que las autoridades piensen que tengo ideas políticas subversivas. No quiero que tú ni tus amigos se pongan en peligro, pues la Inquisición es suave comparada con los agentes secretos, sus aliados y los que mantienen el orden establecido.
Sam, reprimiendo una sonrisa que no era del todo inesperada, dijo:
—Querido doctor, usted es mucho más sincero que los franceses, que son como víboras.
—Ahora dime una cosa, Sam. ¿Dónde está la calle de los mercaderes? Si está a diez minutos de aquí, llegaré veinte minutos tarde.
—Si sale por el establo, es la tercera a mano derecha. Le confiaré las niñas al marinero que venga en el coche.
* * *
Pascual Gayongos, a pesar de su nombre, era catalán. Después de algunas arbitrarias preguntas que Stephen le hizo para comprobar su identidad, dijo en catalán:
—Le esperaba hace mucho, mucho tiempo.
—Lo siento mucho —respondió Stephen—. Me extendí en una interesante conversación. Pero, ¿no le parece que es excesivo calificar de «mucho, mucho tiempo» veinte minutos?
—No me refería a veinte minutos ni a veinte semanas. Estos fondos han estado en mi poder durante mucho más tiempo.
—¡Por supuesto! Algunos de los detalles de nuestra empresa se filtraron en España. —Gayongos asintió con la cabeza y Stephen prosiguió—: Entonces pensaron que era conveniente que cambiara a otro barco y volviera a la
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en una fecha acordada. Era un plan inteligente y no iba a provocar mucho retraso, pero no estaba previsto que ese barco encallara en un aislado lugar de las Indias Orientales ni que en las inevitables escalas en Java y Nueva Gales del Sur pasáramos días, semanas y meses que nunca volverían.
—Durante ese período la situación de aquí ha cambiado radicalmente —dijo Gayongos en tono molesto—. Ahora Chile está en una posición mucho más conveniente para hacer la serie de tareas necesarias para llevar a cabo esta empresa.
Stephen le miró atentamente. Gayongos era un hombre de mediana edad, con muchas canas, alto y obeso. Ahora toda su gordura vibraba a causa de la pasión que trataba de ocultar. Sus negocios le habían proporcionado siempre mucha riqueza y no tenía nada que ganar en esto, por lo que sus motivos eran puros, si el odio podía considerarse puro. Odiaba a los españoles por la forma en que trataban a Cataluña; odiaba a los revolucionarios franceses y a Bonaparte por destruir el país.
—¿El gobierno lo sabe? —preguntó Stephen.
—He tratado de informarlo por los canales habituales, y me han dicho que me ocupe de mis asuntos y que el Ministerio de Asuntos Exteriores sabe más que yo.
—Yo he recibido el mismo trato —dijo Stephen y, después de reflexionar unos momentos, continuó—: Pero en este momento tengo que seguir las instrucciones, pues la orden de cualquier cambio podría tardar seis meses en llegarme, y en esos seis meses, que habría que sumar al retraso, terminaría por destruirse la estructura que hemos formado aquí y en España. Haré lo mejor que pueda y a la vez trataré de no distribuir lo que tenemos a nuestra disposición hasta que veamos que hay algunas probabilidades de éxito.
Después de un silencio, Gayongos hizo un gesto de resignación y dijo:
—Si el Ministerio de Asuntos Exteriores fuera una compañía aseguradora de mercantes, iría a la bancarrota en menos de un año. Pero que sea como usted quiera. Voy a preparar lo antes posible las reuniones que acordamos, o al menos las que todavía son importantes.
—Antes de hablar de ellas, por favor, tenga la bondad de contarme cómo ha cambiado la situación.
—Primeramente, el general Mendoza ha muerto. Su caballo le tiró al suelo y cuando le recogieron estaba muerto. Era uno de los hombres más populares del Ejército, especialmente entre los criollos, y podría haber arrastrado a muchos oficiales. En segundo lugar, el arzobispo está en estado senil, aunque no me gusta usar esa palabra para referirme a un hombre tan generoso y que ha defendido abiertamente el abolicionismo, y carecemos de su importante apoyo. En tercer lugar, Juan Muñoz ha regresado a España y ha sido reemplazado en el servicio secreto y las investigaciones del Gobierno por García de Castro, que es demasiado cobarde para ser corrupto y totalmente fiable. Es inteligente, pero muy débil. Le aterroriza el virrey y perder su puesto. Es mejor no tener nada que ver con él ni de cerca ni de lejos.
—La ausencia de Muñoz me preocupa —dijo Stephen—. Si Castro tiene acceso a sus documentos, mi posición es casi insostenible.
—Me parece que no debe angustiarse —intentó tranquilizarle Gayongos—. Actuamos muy bien con Muñoz, y, al margen de los regalos, estaba de nuestra parte. No creo que los buenos regalos y los puestos que les he dado en mi compañía a su sobrino y a sus hijos naturales no hayan influido en él, pero no era un hombre débil ni sin principios, como Castro, y era capaz de actuar decididamente en apoyo de sus amigos. Los informes de nuestra posible intervención aquí, que por cierto no fueron tomados muy en serio en Madrid, pasaron primero por sus manos y les quitó casi todo su valor. Le resultó fácil, porque entonces el virrey estaba a punto de irse y estaba enfermo y harto del país y de todo lo que tenía que ver con él. Cuando la
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llegó la primera vez que vino sin usted, él fue secretamente a Callao, corroboró que era lo que en realidad decían, un barco corsario, y al día siguiente hizo que la inspeccionaran oficialmente y aprobaran su entrada. Antes de salir de Perú destruyó muchos expedientes, y si algunos de los más voluminosos aunque inocuos informes se hubieran conservado, usted aparecería en ellos con el nombre de Domanova, pero dudo que eso haya pasado. Y no creo que el nombre del capitán del barco corsario haya llegado a conocerse.
—Esto es tranquilizador, sin duda-dijo Stephen, aguzando el oído para oír algo por la ventana.