Por toda Lima las campanas de las iglesias y capillas empezaron a tocar el ángelus con sólo unos segundos de diferencia unas de otras, con una notable mezcla de tonos.
Los dos hombres hicieron la señal de la cruz y permanecieron en silencio un rato. Cuando Stephen volvió a levantar la vista, dijo:
—Excepto en algunas cosas, la Iglesia es una institución no muy bien organizada, apenas organizada; sin embargo, a veces lleva a cabo actos coordinados que demuestran una gran inteligencia y que parecen aún más extraordinarios por ser inesperados. Tal vez haya una analogía entre esta actuación y la del Gobierno español. Gayongos reflexionó sobre esto unos momentos y después le apremió:
—Volvamos a la administración. El nuevo virrey no es inteligente, pero quisiera destacarse por su actividad y su celo. Tiene absoluta lealtad al rey y es inaccesible, como los hombres que ha traído con él, sus inmediatos colaboradores. Pero, afortunadamente, la mayor parte de la secretaría no ha cambiado y tengo algunos informes que le resultarán interesantes. En cuanto a la dirección de los departamentos, no ha habido muchos cambios. La del que atiende los asuntos de las Indias fue ocupada por un hombre muy respetado, un amigo de Humboldt que, como él, es abolicionista; y en el departamento que se ocupa del comercio y la aduana, el subinspector ha ocupado el puesto de su jefe, pero continúa siendo muy amable conmigo, y yo, como tengo tantas conexiones, le doy información sobre buenos negocios, como hacía con su predecesor. Hicieron un paréntesis y hablaron del comercio durante un rato. Ese era un tema que Gayongos dominaba, pues tenía muchos socios y empleados por la costa del Pacífico y más allá del istmo, e incluso en Estados Unidos. Se dedicaba a actividades muy diversas, pero la principal era asegurar barcos y sus cargamentos, a veces siguiendo planes que le parecían extraordinarios. Para conseguir que los planes fueran un éxito, era de vital importancia saber con exactitud cuáles eran las condiciones, la opinión pública y las intenciones de los gobiernos de los distintos territorios.
—Como seguramente sabrá —explicó—, los gobernadores de todas las ciudades, guarniciones y distritos importantes mandan informes confidenciales al virrey. Fue Muñoz el primero en sugerir que los usáramos cuando empecé a dejar que se quedara con una parte de las ganancias de mis negocios, y ahora normalmente me mandan una de las siete copias. Es especialmente importante en este momento, porque contienen un apéndice que habla de la opinión política y la lealtad de muchos altos cargos de la administración, eclesiásticos y servidores de la corona. —Miró a Stephen para comprobar el efecto de sus palabras y, satisfecho, continuó—: Eso nos lleva directamente al Ejército. Pero antes de hablar de los soldados, quisiera preguntarle si sabe que hay una delegación francesa aquí.
—Lo sé —respondió Stephen, sonriendo—. Sería extraño que no la hubiera. Pero sólo sé que existe y quisiera que, por favor, me dijera quiénes la componen y cómo le va.
—La componen cinco hombres, dicen que todos son católicos suizos. El líder y su hermano, los dos Brissacs, son matemáticos y están midiendo la fuerza de la gravedad y la altura de varias montañas. Y dicen que otros dos son naturalistas. El quinto, que habla muy bien el español, aparentemente sólo coordina las expediciones. Trajeron una carta de presentación, o lo que intentaba ser una carta de presentación, para Humboldt, y fueron bien recibidos en la universidad. Es evidente que son hombres de una considerable cultura.
—¿Qué progresos han hecho?
—No muchos. El mayor de los Brissac, Charles, es un hombre que tiene mucha habilidad y ha establecido una relación seria con algunos hombres que están a favor del nuevo orden. Pero la actual postura de los franceses respecto a la esclavitud no agrada al tipo de personas que se relacionan con él, que son abolicionistas, y no tiene dinero suficiente para tentar a los que no resisten la tentación y vale la pena tentar. Por otra parte, a pesar de todo, de
todo
, Francia todavía tiene
glamour
, y eso, mezclado con el nombre de Napoleón y la idea de independencia, provoca el entusiasmo de algunos jóvenes. Los dos naturalistas, que parecen haber participado en la campaña contra Italia, tienen numerosos seguidores. Entre ellos podría estar Castro, que frecuentemente invita al más joven, Lathrobe, y que preparó el viaje de los dos al lugar cercano a Quito donde estaba Humboldt, un lugar tan alto en los Andes que se puede tocar la luna desde el suelo.
—Seguramente era Antisana. Y si no me equivoco, su casa está situada a más de trece mil pies de altura. Si los agentes franceses no son naturalistas de verdad, la subida debe de haber sido muy, muy trabajosa. ¡Pero qué oportunidad! Tengo muchísimos deseos de llegar a los lugares más altos de los Andes. Quiero caminar por la nieve virgen, ver al cóndor en su nido y al puma en su guarida. Y también las altas saxifragias.
—Fui a Quito una vez —dijo Gayongos—. Está a sólo nueve mil pies. Uno sube y sube con los pulmones a punto de estallar y los músculos de la espinilla como el fuego porque a menudo uno tiene que guiar la mula. No volveré nunca jamás. Prefiero la condena de la Inquisición. ¡Qué curioso! Ahí, sin decidirse a cruzar la calle…
Estaban sentados en un balcón bajo y sobresaliente desde donde podían ver sin ser vistos.
—Ahí, ese caballero vestido de negro es un ministro de la Inquisición. Sí, sí, es él. Eso me recuerda que Castro es un marrano. Su abuela era una judía de Toledo. Tal vez por ser un marrano está tan ansioso de gozar del favor del virrey y, al mismo tiempo, desea asegurarse una posición al otro lado.
—Está en una posición difícil. Un marrano no puede permitirse el lujo de buscarse enemigos. Una supuesta aversión al cerdo, el hallazgo de un candelabro de siete brazos en su casa, sea quien sea el que lo haya puesto, y los ministros de la Inquisición irán a buscarle y le acusarán de practicar el judaísmo. Y ya sabe el resto. Sería mejor que Castro permaneciera en silencio.
—Castro no puede estar callado —replicó Gayongos.
De ahí pasaron a hablar de los militares. De la información que tenía Gayongos y de los apéndices se desprendía que entre los capitanes y los tenientes había una buena dosis de idealismo y bastante apoyo a la idea de la independencia. Los oficiales de más antigüedad se preocupaban principalmente de conseguir poder y privilegios y tendían a odiarse unos a otros.
—Hay agrias discusiones sobre cómo distribuir los diversos cargos y mandos —dijo Gayongos.
Después contó que había tres generales relativamente desinteresados y que si se les hablaba de forma apropiada podrían aunar sus fuerzas y precipitar la revolución. Eso tendría más probabilidades de ocurrir si se les suministraran fondos para apoyar cinco o seis regimientos en posiciones claves.
—Podemos permitirnos el lujo de hacerlo —dijo Gayongos—, pero los franceses no. No obstante, esos hombres son difíciles y arrogantes y es importante cómo hacer la presentación del plan. En cualquier caso, es usted quien tiene que decidir qué valor tienen en la situación actual. El más influyente es el general Hurtado, que ahora está en Lima. ¿Le gustaría ir de caza el viernes por la mañana?
—Mucho. No sería prudente pedirle prestado los informes confidenciales, ¿verdad?
—Son muy voluminosos, y aunque yo podría explicar su presencia, nadie más fuera del palacio podría. ¿Quiere que busque algo en especial?
—Me interesaría cualquier reciente mención del padre O'Higgins, el vicario general, del padre Gómez y del padre Panda.
—Ahora que el arzobispo se encuentra mal, el vicario general es el hombre más importante de la diócesis. Es un abolicionista, y estaría de nuestra parte si no fuera porque deplora la violencia y porque la mayoría de los ingleses son herejes. El padre Panda, un africano alto, es su más estrecho colaborador, pero no parece que le importe tanto la violencia. Aunque es muy joven, dicen que es muy apreciado en Roma y es posible que pronto llegue a prelado, pues el vicario general tiene un gran concepto de él. También es un abolicionista, naturalmente. Del padre Gómez lo único que sé es que es descendiente de Pachacútiec Inca, que los indios le veneran y que es muy instruido, justo lo opuesto a mí.
—Creo que muy pronto les conoceré personalmente.
—Estupendo —dijo Gayongos y, sosteniendo en alto la lista de las reuniones acordadas, preguntó—: ¿Y estos caballeros?
—Al general Hurtado el viernes por la mañana. Y sería conveniente dar prioridad al vicario general y ver a los demás después de conocer su opinión.
—Mucho más conveniente.
Aparentemente, no había mucho más que decir en la primera reunión que tenían, aparte de decidir la hora y el lugar donde se reunirían el viernes, pero después de unos momentos, Gayongos dijo:
—Tal vez ésta sea una sugerencia absurda, porque es muy probable que usted no tenga tiempo. Como dijo que tenía muchísimos deseos de llegar a los lugares más altos de los Andes, a Antisana, Cotopaxi, Chimborazo y otros sitios… Lo que quiero decir es que dentro de poco enviaré mensajeros a Panamá y Chagres a través de Quito, y que debería haberle ofrecido sus servicios por si quería mandar cartas a la costa atlántica del istmo, pero me parece que algunas entrevistas tardarán mucho en concertarse porque los mensajeros tardarán mucho en ir y volver, sobre todo a Potosí y Cuzco, y quizás usted tenga tiempo para viajar con ellos hasta Quito. Son hombres de confianza y conocen bien el camino y podrían indicarle dónde encontrar nieve, rocas, hielo, volcanes, osos, guanacos, vicuñas, águilas…
—Me he está tentando. Quisiera poder ir porque me encantan las montañas —dijo Stephen—, pero sentiría remordimientos de conciencia. Me temo que tendré que esperar a que nuestro plan se lleve a cabo. Pero, si me lo permite, voy a molestar a sus hombres dándoles unas cartas. Muchas, muchísimas gracias, amigo mío.
* * *
Durante días el viento había soplado del este y ahora había fuertes olas que atravesaban la corriente del norte, provocando que el
Franklin
cabeceara y se balanceara más de lo que podía considerarse agradable y más de lo conveniente para pasar revista a la tripulación; sin embargo, era domingo, el primer domingo que Jack estaba seguro de que la herida de la pierna le permitiría hacer ejercicio, y decidió pasarla. En el desayuno se había propagado la orden «Prepárense para pasar revista» y ahora el contramaestre, asomado a la escotilla, gritaba:
—¿Me oyen todos de proa a popa? Prepárense para pasar revista a las cinco campanadas. Camisas de dril y pantalones blancos.
Y el único ayudante que le quedaba gritaba:
—¿Lo han oído? Afeitarse y ponerse camisas limpias para pasar revista a las cinco campanadas.
Naturalmente, muchos de los marineros eran antiguos tripulantes de la
Surprise
y para ellos eso formaba parte de una costumbre inmemorial, era algo tan natural en su vida como comer guisantes secos los miércoles, jueves y viernes. Ya estaban preparados porque habían lavado sus mejores camisas y el sábado por la tarde o el domingo por la mañana se habían soltado el pelo, se habían peinado y se habían vuelto a hacer la coleta unos a otros antes o después de acosar al barbero para que les afeitara. Ahora estaban preparados, aunque todavía estaban ayudando a los pobres negros perplejos a ponerse ropa de marineros, peinarse y arreglarse mientras, dándoles palmaditas en la espalda, les tranquilizaban diciendo:
—Tranquilo, compañero, no te preocupes.
También estaba preparado el capitán. Estaba a punto de ponerse los calzones para la ceremonia cuando, por la puerta abierta, Killick le censuró:
—No, no. ¡Oh, no señor! No hasta que yo haya echado un vistazo a la herida de la pierna y a la del ojo. Es orden del doctor, señor, y no puede contradecirla. Ordenes son órdenes.
Tenía superioridad moral, y Jack se sentó y le enseñó el muslo, donde tenía un gran corte que había sido muy doloroso al principio pero que estaba casi curado, como la herida del cuero cabelludo, aunque todavía le impedía caminar bien. Con desgana, Killick admitió que sólo necesitaba un poco de pomada, pero cuando le quitó la venda del ojo dijo:
—Tendremos que ponerle gotas y un poco de pomada. Tiene un aspecto horrible. Parece un huevo duro y está sangriento. Mire, señor, voy a añadir un poco de Gregory a las gotas.
—¿Qué quieres decir con eso de
Gregory
?
—Bueno, todo el mundo conoce la solución patentada por Gregory, señor, que balancea los humores. ¿Y no es necesario balancear los humores? Sí, señor. Nunca he visto nada tan feo. ¡Dios mío!
—¿El doctor mencionó la solución patentada por Gregory?
—Bueno, puse un poco en la herida de Barret Bonden, un corte muy largo y profundo como el de un carnicero, y mire cómo está ahora, totalmente curado. No se preocupe por el dolor, porque esto es por su propio bien.
—Pero añade muy poco —dijo Jack, que conocía la solución de Gregory, el ungüento infalible de Harris, la certera solución de arrurruz de Carey, la mezcla de azufre y melaza que solía tomarse los viernes y otros tipos de medicina casera que formaban parte de la vida en tierra, del mismo modo que las galletas y pasar revista el domingo formaban parte de la vida marinera.
Con el sombrero cuidadosamente colocado sobre el nuevo vendaje (pues a pesar de sus innumerables defectos, Killick no carecía de un poco de ternura), Jack subió la escala de toldilla media hora antes de las cinco campanadas en la guardia de mañana, avanzando trabajosamente escalón tras escalón. El día era muy hermoso, brillante, sin nubes; el cielo tenía un color azul más uniforme e intenso de lo habitual y el mar, en los lugares donde no había blancas olas, tenía un color aún más oscuro, el auténtico azul marino. El viento todavía venía del este y susurraba entre la jarcia, pero a pesar de que el
Franklin
podía haber desplegado las sobrejuanetes, estaba al pairo, cabeceando entre las olas, con la gavia mayor colocada de manera que recibiera el viento por la parte delantera y la mesana inclinada. A su lado estaba su presa más reciente, un barco que comerciaba en pieles y que venía del norte. Era una embarcación ancha y cómoda, pero, obviamente, navegaba muy mal de bolina, y como ahora tenía los fondos tan sucios, era incapaz de situarse en contra del viento. El capitán Aubrey estaba esperando a que regresaran los vientos alisios del sudeste o el sursureste para llevarla a puerto. Aunque el cargamento del mercante no era extraordinario (sus tripulantes iban a llenar las bodegas de pieles de focas frente a Más Afuera), los tripulantes de la
Surprise
que habían estado en el estrecho de Nootka y habían hablado con los prisioneros, y eran muchos, sabían que sólo la parte que les correspondía de las pieles de nutria y de castor equivaldría a unas noventa y tres monedas de ocho chelines, así que la tripulación que el capitán estaba apunto de inspeccionar era una tripulación alegre.