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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (35 page)

—¡Eduardo! —gritó cuando asimiló todas estas cosas y las puso en orden—. ¡Eduardo, por Dios y la Virgen, ha amanecido y hace menos frío!

Eduardo se despertó inmediatamente y con la mente mucho más despejada. Bendijo a Dios y, haciendo acopio de sus fuerzas, rodeó la llama muerta, empujó la masa de nieve y dijo:

—Ahora el puerto está despejado y Tepec ya esta bajando con otros dos hombres.

Luego sacó al pobre animal de allí. De repente, la luz inundó el lugar y Stephen se miró la pierna lastimada.

—Eduardo, amigo mío —dijo, vacilante, después de examinarla cuidadosamente—. Lamento decirle que se me ha congelado la pierna. Si tengo suerte, sólo perderé algunos dedos, pero aun en ese caso, lo único que puedo hacer es arrastrarme. Por favor, alcánceme un puñado de nieve.

Cuando se frotó con nieve la pálida pierna y el pie, cuyo color azulado parecía un mal presagio, Eduardo se mostró de acuerdo.

—Pero por favor, no se preocupe —dijo—. Muchos de nosotros hemos perdido dedos en las punas sin más consecuencias. Y respecto a llegar a Arica, no se preocupe, porque usará una silla peruana. Mandaré a buscarla al pueblo y viajará usted como el inca Pachacútec, cruzando los puentes, las montañas y los valles en una silla peruana.

CAPÍTULO 10

Cuando sonaron las siete campanadas en la guardia de mañana, la
Surprise
se puso en facha sólo con las gavias desplegadas. Los oficiales empezaron a reunirse en el alcázar y los guardiamarinas en el pasamano, todos con cuadrantes o sextantes, porque el sol se estaba acercando al meridiano e iban a medir su altitud en el momento que lo cruzara para calcular la distancia a que se encontraban al sur del Ecuador a mediodía. Para cualquier hombre de tierra adentro, para un observador superficial, eso hubiera sido un trabajo inútil, porque por la amura de babor se veía claramente la punta Ángeles, el extremo occidental de la bahía de Valparaíso, cuya situación había sido calculada con extrema exactitud desde tiempos inmemoriales, y en medio del aire brillante y transparente se podían ver varias millas de la gran cordillera, el pico Aconcagua, una perfecta indicación del nordeste. Sin embargo para Jack Aubrey eso no tenía importancia, le gustaba gobernar un barco de guerra como siempre se habían gobernado, considerando el mediodía como el principio del día, y ese día era especialmente importante porque era el último día del mes y el primero en el que podía tener la esperanza de encontrar a Stephen Maturin en Valparaíso. Por eso deseaba que no se hiciera nada que pudiera romper la rutina o traer mala suerte. Era cierto que pocos años atrás un tipo exaltado, indudablemente un civil partidario de los
whigs
, había decretado que el día debía empezar a medianoche, pero Jack, a pesar de ser un científico y un oficial progresista, creía, como muchos capitanes compañeros suyos, que no debían darle importancia a esa estúpida innovación. Además, había tardado años en persuadir a Stephen de que los días en la mar realmente empezaban a mediodía, y no quería que eso se pusiera en duda por nada. Por otra parte, en cuanto el último día del mes empezara, iba a hacer unas mediciones para su amigo el polifacético Alexander Humboldt, ahora que navegaban por la corriente norte, fría y llena de pingüinos que llevaba su nombre.

Había silencio de proa a popa y muchos hombres miraban a través de la mirilla de los instrumentos. Jack midió tres veces la altura del sol con respecto al horizonte, y la tercera estaba un poco más bajo que la segunda, que era la verdadera altitud. Apuntó el valor del ángulo y al volver la cabeza vio a Tom Pullings, que en aquel anómalo barco desempeñaba más cargos que el del primer teniente. Estaba allí con la cabeza descubierta y dijo:

—Mediodía y treinta grados al sur, señor, con su permiso.

—Muy bien, capitán Pullings, son las doce.

Pullings se volvió hacia Norton, el ayudante del encargado de la guardia y con voz fuerte y grave anunció:

—Son las doce.

Norton, con la misma gravedad, gritó al suboficial que estaba escasamente a unos pies de distancia:

—Toque ocho campanadas y dé la vuelta al reloj.

Los cuatro tañidos dobles sonaron y, cuando todavía el último se propagaba por el aire, Pullings se volvió hacia el contramaestre y dijo:

—Llame a todos a comer.

Los leones de la torre de Londres hacían un enorme ruido cuando les daban de comer, pero sus rugidos eran simples maullidos de gatos comparados con los rugidos de los tripulantes de la
Surprise
. Además, a los leones no les servían la comida en bandeja de madera, y a los marineros sí, y las golpeaban con mucha fuerza hoy jueves, el día en que les daban carne de cerdo salada, porque iban a servirles un extraordinario pudín de pasas con ocasión del cumpleaños de lord Melville, el hermano del amigo íntimo del capitán Aubrey, Heneage Dundas y primer lord del Almirantazgo cuando a Jack le rehabilitaron. El barullo era tan normal y corriente que Jack apenas lo notó, pero la quietud que lo siguió lo sorprendió. La
Surprise no
era una de esas embarcaciones rigurosas donde a los marineros no se les permitía hablar cuando estaban cumpliendo su deber, porque eso no sólo le hubiera parecido horrible a Jack, sino que también iba en contra de su concepto del mando («una tripulación contenta es lo único importante para un barco que lucha duramente»), y, además, con una tripulación como aquella no hubiera funcionado. A excepción de ocasiones en que había gran actividad, siempre se oía un murmullo en la cubierta. En ese momento, el silencio hizo que la cubierta casi desierta pareciera aún más vacía. Jack habló en voz baja a su escribiente y ayudante en las tareas que requerían esfuerzo intelectual:

—Señor Adams, cuando hayamos medido las temperaturas y la salinidad, podríamos hacer una medición con la sonda. Con los dos cabos tenemos un estupendo triángulo, y me gustaría saber cómo es el fondo en este lugar si es posible alcanzarlo. Cuando hayamos terminado, haremos avanzar la fragata un poco más y después usted seguirá adelante en el cúter, como si fuera a buscar el correo. Le daré dos direcciones en las cuales puede encontrar al doctor y si él está en alguna de ellas, tráigalo inmediatamente pero con la mayor discreción. También con la mayor discreción debe preguntar por ellas. En este caso, es necesario actuar con la mayor discreción, por eso no llevo la
Surprise
al puerto. Tal vez necesitemos algún sistema de señales, pero sería estupendo que pudiéramos sacarlo inmediatamente de la costa. —Añadió bajando la voz—: No se lo diga a nadie, pero parece que ha tenido problemas con un esposo muy furioso que ocupa un alto cargo, problemas de tipo legal y muchos disgustos, ya me entiende.

La tranquilidad duró todo el tiempo durante el cual hicieron las mediciones y los marineros comieron y bebieron el grog. Durante ese tiempo, Reade preparó los rollos de cuerda para medir grandes profundidades a intervalos desde el castillo hasta el pescante de mesana, con el fin de que los marineros las soltaran sucesivamente. No había ido a la camareta de guardamarinas porque estaba invitado a comer en la cabina, invitado a comer una comida mucho mejor de la que encontraría en la camareta, pero dos horas más tarde que su hora habitual de comer, y ahora, para distraer su hambre canina, hacía travesuras impropias de su edad y de su rango, como por ejemplo dar golpes con la sonda contra el costado de la fragata. El rítmico ruido interrumpió los cálculos de Jack:

—¡Señor Reade, señor Reade, por favor, atienda a sus obligaciones!

Atendió a sus obligaciones dos minutos después, cuando la guardia de tarde llegó a la cubierta y los marineros encargados de sondear ocuparon sus puestos, cada uno con un rollo de cuerda de la sonda en la mano. Reade fue hasta el pescante de babor con el bloque de plomo de veintiocho libras oscilando en la mano, bajo las miradas ansiosas de los marineros alineados en el costado. Entonces lo dejó caer al agua y gritó:

—¡Plomo al agua!

Luego regresó a su puesto sin vacilar.

De proa a popa, cada hombre, sosteniendo en la mano veinte brazas de cuerda, gritó mientras la desenrollaba:

—¡Cuidado, cuidado!

Cada uno de los diez hombres repitió lo mismo, excepto el último, que estaba en el pescante de mesana y, sosteniendo fuertemente el extremo (ya no quedaban más rollos), miró a Reade, sonrió y, negando con la cabeza, dijo:

—Esta cuerda no llega al fondo.

Reade atravesó el alcázar, se quitó el sombrero y a su vez repitió:

—Esta cuerda no llega al fondo. —Al ver que Jack ya no estaba molesto, continuó—: Señor, quisiera que mirara por el través de babor. Hay una embarcación muy rara, una balsa, me parece, que se mueve de una forma muy extraña. El viento la ha virado a sotavento tres veces durante los últimos cinco minutos, y el pobre diablo que está en ella parece enredado en las escotas. Es un tipo muy valiente por salir a navegar, pero no sabe manejar una embarcación mejor que el doctor.

Jack miró hacia la embarcación, se cubrió el ojo herido, y mirando fijamente con el otro, ordenó:

—Señor Norton, suba inmediatamente a la cofa con este catalejo y observe esa balsa con la vela morada, y dígame lo que ve. Señor Wilkins, baje al agua el cúter rojo inmediatamente.

—¡Cubierta! —gritó Norton con voz temblorosa por la emoción—. ¡Cubierta! ¡Es el doctor! ¡Ha caído por la borda, no, está arriba otra vez! ¡Creo que ha perdido el timón!

* * *

La balsa, aunque estaba sobrecargada, por definición no podía hundirse, y los marineros subieron a bordo al doctor entre gritos de alegría. Le ayudaron a subir por el costado con tanto afán, que se hubiera caído de cabeza al combés si Jack no le hubiera agarrado con las dos manos.

—¡Bienvenido a bordo, doctor! —exclamó Jack.

Entonces, desafiando el orden y la disciplina, los tripulantes gritaron:

—¡Bienvenido a bordo, sí, sí, bienvenido a bordo! ¡Hurra, hurra!

Tan pronto como llegó a la cabina, y mientras Killick y Padeen le quitaban la ropa mojada y le ponían la seca, y mientras preparaban café, Stephen examinó las heridas de Jack. Encontró bien la pierna, aunque con una cicatriz fea, y observó el ojo sin hacer muchos comentarios, limitándose a decir que necesitaba verlo con más luz. Luego, cuando se sentaron a tomar una olorosa taza de café, explicó:

—Antes de preguntarte cómo está navegando la fragata, cómo te ha ido, y cómo están los tripulantes, voy a decirte por qué vine a encontrarme contigo tan precipitadamente y de una forma que podría calificarse de temeraria.

—Sí, por favor.

—Tenía motivos para desear que las autoridades no prestaran atención a la
Surprise
, pero la causa principal de venir precipitadamente es que tengo información con la que podrías actuar sin perder un minuto.

—¿Ah sí? —preguntó Jack, y en su ojo bueno apareció el antiguo brillo depredador.

—Cuando abandoné Perú a causa de las injustificadas sospechas de un militar que interpretó mal el reconocimiento que hice a su mujer, un tipo muy estúpido, poderoso y sanguinario —esa explicación era para algunas de las acciones más extrañas de Stephen, que ellos dos entendían perfectamente. Estaba calculada, y muy bien calculada, para satisfacer la curiosidad de los marineros, que durante mucho tiempo habían considerado la vida licenciosa del doctor en tierra con indulgencia—, una noche un amigo íntimo, que sabía que yo pertenezco a un barco corsario británico, me informó de que tres barcos estadounidenses que hacían el comercio con China habían zarpado de Boston. Me dio este documento como regalo de despedida, junto con detalles sobre su seguro, los puertos donde harían escala y el cálculo aproximado de su avance, con la esperanza de que pudiéramos interceptarlos. En aquel momento, y a lo largo de cientos de millas más, no le presté gran atención al asunto porque sé que no hay nada seguro respecto a los viajes por mar ni lo había con el mío, por tierra; sin embargo, tan pronto llegué a Valparaíso recibí un mensaje del socio de mi amigo en Argentina: los barcos habían salido de Buenos Aires el día de la Candelaria, iban a atravesar el estrecho de Le Maire y bordear la islas Diego Ramírez por el sur a fin de mes, y después iban a poner rumbo al nordeste para ir a Cantón. Miré el mapa del abate y pensé que, si desplegábamos todas las velas y hacíamos todo los esfuerzos posibles, podríamos llegar allí a tiempo.

—Podríamos —confirmó Jack después de reflexionar un momento, y salió de la cabina. Cuando regresó preguntó—: Stephen, ¿qué vas a hacer con la balsa y las innumerables cajas y bultos que forman una borda como la de un barco cristiano?

—Por favor, diles que los suban a bordo con mucho cuidado. Con respecto a la balsa, a esa mala bestia, déjala abandonada, aunque eso supondrá la pérdida de media corona y dieciocho peniques que pagué por la vela, que estaba casi nueva. La hicieron en el mismo astillero, y siguiendo el mismo modelo de la que sale del monasterio para pescar, y el abate me aseguró que sólo tenía que tirar de un cabo, la escota, hacia atrás para que fuera más rápido, pero no fue así, aunque posiblemente haya tirado del cabo equivocado. Había tantas cajas en la balsa… tantas, y quedaba tan poco espacio para mí, que algunas veces casi me caí al mar.

—¿No podías haber arrojado las peores al mar?

—El amable monje que las ató lo hizo con mucha fuerza, y los nudos estaban muy mojados. Además, en la peor estaba un colimbo que no vuela, un colimbo del Titicaca, y no creerás que yo iba a tirar un colimbo que no vuela.

Pero los monjes me prometieron rezar por mí, y con poca habilidad pude sobrevivir.

La insistente tos de Killick se oyó desde la puerta, y después sus golpes con los nudillos.

—Los invitados han llegado, señor —anunció, y la gravedad de su rostro dio paso a una afectuosa sonrisa que dejó al descubierto sus dientes separados cuando vio al doctor Maturin.

—¿Quieres comer algo, Stephen? —preguntó Jack.

—Cualquier cosa —respondió con convicción Stephen, que acababa de salir de un monasterio ascético donde hacían ayuno como penitencia, y bajando la voz, añadió—: Incluso uno de esos infernales cuyes.

* * *

La comida consistió en anchoas frescas, todavía presentes a millares en esas aguas, un filete de atún, un tolerable pastel marinero y finalmente un esperado y bien acogido
perro manchado
[9]
. Stephen comió vorazmente y en silencio hasta que terminó el pastel marinero. Después, como estaba entre amigos deseosos de escucharle, se echó hacia atrás, se aflojó el cinturón y les contó algunas cosas sobre las observaciones de la naturaleza que había hecho en su viaje de Lima a Arica, donde había tomado un barco para Valparaíso.

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