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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (33 page)

Un aimará que parecía superior a los demás le dio un fuerte golpe en la rodilla, hablando en tono grave y desaprobatorio y señalando a Eduardo.

—Don Esteban —repitió Eduardo desde un poco más delante—, estamos casi al borde de la puna. Si quiere desmontar, creo que podré enseñarle algo esta vez.

Stephen levantó la vista. Justo delante había una pared rocosa rojiza y encima la redondeada cima hacia la cual se dirigían desde hacía tanto tiempo y que ahora, de repente, estaba muy cerca. Pensó que deberían de haber subido dos o tres mil pies más, y se dio cuenta de que el aire era aún más escaso y el frío más intenso.

—Nos reuniremos con ellos en el próximo recodo —anunció Eduardo.

Entonces condujo a Stephen a un sendero de pizarra que ascendía por la pared rocosa, mientras las llamas seguían por el camino, que en aquel lugar era muy ancho y se distinguía bien.

—Sin duda, ahí había una mina —continuó Eduardo, mientras señalaba un túnel y un montón de escoria—. O intentaron excavar una mina.

Stephen asintió con la cabeza. No habían pasado por ninguna montaña, por muy despoblada, lejana, poco accesible y escasa de agua que fuera, en que no hubiera rastros de hombres que habían estado allí buscando oro, plata, cobre, cinabrio o estaño. Pero no dijo nada. El corazón le latía como si quisiera ocuparle todo el pecho, sin dejar espacio para respirar. Apenas pudo llegar arriba. Permaneció allí, controlando o intentando controlar sus jadeos, mientras Eduardo le decía el nombre de los resplandecientes picos nevados que estaban a ambos lados y enfrente y que, uno tras otro, emergían como islas de una franja de nubes anaranjadas y brillaban en medio del aire frío y transparente.

—Ahora creo que podré dejarle sin aliento —dijo Eduardo.

Stephen sonrió mecánicamente y le siguió, caminando con cuidado entre la alta y áspera hierba amarillenta, que crecía en pequeños montones. Los árboles habían quedado atrás hacía mucho, mucho tiempo, y allí no había ni un arbusto, por raquítico que fuera, sólo los ichos se extendían por toda la meseta alta y estéril. El terreno parecía plano, pero en realidad tenía altibajos. Eduardo se detuvo junto a un crestón y miró a Stephen con gesto triunfante. Stephen, que ahora estaba medio ciego, siguió su mirada, y abajo, al final de la pendiente, vio con asombro un conjunto de árboles que al principio le parecieron palmeras de grueso tronco y de unos quince pies de altura, pero algunas tenían una gruesa vara que se elevaba por encima de la copa a una altura casi igual a la del tronco.

Corrió, casi perdiendo el equilibrio, hasta el árbol más cercano. Tenía las hojas parecidas al agave, puntiagudas y con muchas espinas en las dos caras; la gran vara era una masa de flores de color amarillo pálido, miles y miles de flores que estaban muy juntas.

—¡Madre de Dios! —exclamó y, después de un rato, dijo—: Es una bromeliácea.

—Sí, señor —dijo Eduardo, satisfecho y orgulloso—. La llamamos puya.

—Ruiz no la conocía. No está descrita en ninguna parte, y mucho menos incluida en la
Flora peruvianae et chilensis
. ¿Qué habría hecho Linneo con una planta como ésta? ¡Oh, oh! —exclamó.

En ese momento vio que varios colibríes verdes, cuya presencia allí era tan insólita como la de las bromeliáceas, batían las alas suspendidos en el aire sobre una flor, de la que chupaban el néctar, y luego pasaban a otra rápidamente, sin hacerle caso.

* * *

Una semana más tarde y a dos mil pies más de altura, Stephen y Eduardo caminaban con paso rápido por la falda de un volcán inactivo. A la izquierda había un caótico montón de rocas, algunas enormes; a la derecha, había extendida gran cantidad de ceniza volcánica que se había depositado allí desde hacía tiempo y se había puesto de color verdoso a causa de un reciente chubasco. Llevaban escopetas, porque en la puna que estaba al otro lado era posible encontrar las perdices de que Eduardo hablaba, pero su principal objetivo era observar la cara inaccesible de un peñón donde los cóndores habían anidado en el pasado y podrían estar anidando ahora.

Atravesaron aquel caos y, a pesar de que las rocas que daban al norte estaban cubiertas de hielo casi perenne, vieron algunas plantas interesantes y algunos excrementos que, según Eduardo, eran de vicuñas.

—¿En qué se diferencian de los del guanaco? —preguntó Stephen.

—Aparte de que están separados en vez de acumulados en un solo montón, me sería difícil decir en qué se diferencian —respondió Eduardo—, aunque si viera unos y otros juntos, los distinguiría enseguida. Pero éste es un lugar bajo para la vicuña. Seguramente bajó para comer la hierba del otro lado.

—Tal vez podamos cazarla —aventuró Stephen—. Usted mismo dijo que estaba harto de comer cuy frito y jamón.

—Así es —respondió Eduardo y después de vacilar unos momentos, añadió—: Pero, don Esteban, me apenaría que la matara. Los incas siempre han protegido las vicuñas e incluso los españoles las dejan en paz. Mis seguidores lo tomarían a mal.

—Bueno, conmigo estará segura. Pero mi poncho está hecho de lana de vicuña.

—Efectivamente. Algunos las matan de vez en cuando… Ahí está el cóndor.

Allí estaba, ciertamente, su negra figura en el cielo azul oscuro, volando hacia la pared rocosa todavía distante, y lo observaron hasta que se perdió de vista. Stephen no volvió a hablar de la vicuña y Eduardo estaba avergonzado. Había cosas que no estaban claras sobre las viejas costumbres. Eduardo y sus seguidores eran católicos practicantes, pero eso no les impedía meter un dedo en la taza y sostenerla en alto para dar gracias al sol antes de beber, como sus antepasados habían hecho desde tiempos inmemoriales. Y observaban otras ceremonias de la misma naturaleza.

—Como usted bien sabe —dijo Eduardo—, la cría no puede volar hasta los dos años; por eso, si está ahí y si la luz es como me gustaría, podremos verla asomarse al borde.

—¿No podemos subir y mirarla desde allí?

—¡Oh, no! —exclamó Eduardo—. No podríamos llegar abajo antes del crepúsculo, y es horrible que a uno le sorprenda la noche en la puna. Piense en los terribles vientos nocturnos, en los terribles vientos matutinos y en el intenso frío, en que no tendríamos nada que comer, nada que beber ni un lugar donde refugiarnos.

Cuando Stephen pensaba en estas cosas, mientras atravesaban una franja de terreno accidentado para rodear un montón de rocas, oyó la voz chillona de un guanaco. Los dos se detuvieron en seco. A la izquierda vieron el guanaco que habían oído, y un poco más lejos a otros que huían en fila a gran velocidad y finalmente desaparecían al bajar la cuesta.

El guanaco volvió a gritar, todavía más alto y con voz más chillona, pisoteó los altos y puntiagudos ichos con las patas delanteras, empezó a levantarse sobre las patas traseras, moviendo la cabeza con furia, y no retrocedió ni un pie cuando ellos se acercaban.

—Le está desafiando —dijo Eduardo—. Ha estado luchando. Fíjese que tiene sangre en los costados. Es posible que le ataque dentro de poco. No puede pedir una oportunidad mejor para dispararle, ni una cena mejor.

—¿Pero no se supone que no debo matarlo?

—¡Oh, don Esteban! —exclamó Eduardo—. ¿Cómo puede hablar así? No es una vicuña, es demasiado grande para ser una vicuña y tiene otro color. Es un guanaco y una pieza de caza perfectamente aceptable.

Stephen tenía una escopeta con un cilindro cargado de munición y otro con una bala. Se arrodilló, lo que enfureció al guanaco, apuntó y disparó. El animal, herido en el corazón, dio un salto y desapareció, aparentemente porque se había desplomado sobre la alta hierba.

—El primer día comemos filetes cortados muy finos —explicó Eduardo cuando bajaban por la pendiente con rapidez—. Al día siguiente, las espaldillas se dejan al sol para que se pongan tiernas.

Eduardo podía expresar tanta alegría como un europeo, pero era obvio que por su herencia ancestral no demostraba ningún sentimiento penoso sino calma estoica. No obstante eso, ahora su expresión alegre y expectante se transformó en una de indisimulado desencanto al notar que el guanaco había estado brincando al borde de un precipicio y que al dar aquel salto convulsivamente había caído abajo.

Estaba tendido doscientos pies más abajo y la pared rocosa estada cortada verticalmente. Intentaron en vano encontrar un modo de bajar y, después de observar la posición del sol y la sombras que debajo de ellos iban ascendiendo, en contra de su voluntad, se dieron la vuelta. En ese momento el cóndor macho, seguido por su compañera, empezaron a revolotear por encima de ellos.

* * *

Otro día, cuando estaban otra vez en una puna, se detuvieron junto a un grupo de puyas situadas tan convenientemente que Stephen pudo recoger semillas de la flor más baja. Acababan de bajar de un lago donde nacía un río que confluía con el Amazonas y finalmente llegaba hasta el Atlántico (aunque desde allí, cuando las mañanas eran claras, podía verse brillar el Pacífico) y en la helada orilla del lago Eduardo le había enseñado a Stephen el hermoso ganso con el cuerpo blanco y alas de color verde oscuro que llamaban huachua. Era tarde, pero por primera vez la noche era tan tranquila como el día y la caravana podía verse claramente en el camino más abajo.

—Bajemos separados —dijo Eduardo, mirando su rifle—. Todavía tengo esperanzas.

—Muy bien —aceptó Stephen.

Los dos bajaron separados veinte yardas y cuando estaban a tiro de piedra del camino, un ave de mediano tamaño salió de un montón de hierbas altas batiendo las alas. Sin duda, era el ave de que hablaba Eduardo, y él le disparó. Le dio tan fuerte que el ave rebotó al caer.

—¡Por fin! —exclamó, tan alegre como un niño—. Aquí está la perdiz de que le hablé o, al menos, el ave que los españoles llaman perdiz.

—Es un ave muy hermosa, sin duda —dijo Stephen dándole vueltas una y otra vez—. Es obvio que se parece un poco a la perdiz, pero dudo que sea una gallinácea.

—Yo también. A ella y a su parienta las llamamos tuyas.

—Creo que es el tinamú descrito por Lathan.

—Seguro que tiene razón. Una cosa interesante respecto a las tuyas es que el macho incuba los huevos de varias hembras, como el ñandú. Posiblemente tengan cierta relación.

—Indudablemente, el pico no es muy diferente… Pero nunca me habían dicho que había ñandúes a tan gran altura.

—Los hay aquí e incluso más arriba. No son como los torpes ñandúes de la pampa, sino hermosas aves de plumaje gris, de no más de cuatro pies de altura, que corren como el viento. Si Dios quiere, le enseñaré algunos en el altiplano, poco después de que dejemos el monasterio.

—¡Qué amable es usted, Eduardo! —exclamó Stephen—. ¡Tengo tantas ganas de verlos! —Entonces, palpando el ave, notó los huesos bajo el abultado pecho y dijo—: Me gustaría hacerle una disección.

—Eso significaría comer cuy frito otra vez.

—No, si solamente prestamos atención a sus huesos —dijo Stephen—. Si un ave está en remojo en un recipiente durante unas horas, siempre deja los huesos allí. Podrá usted decir que la carne no sabrá igual que si se asara, y es cierto, pero estará mucho mejor que la del aburrido cuy.

* * *

El monasterio al que Eduardo se refería estaba al sudeste, a cinco días de camino, pero la idea de ver los ñandúes del altiplano, los lagos salados con diferentes especies de flamencos y los extensos desiertos de blanca sal había dado alas a Stephen Maturin. Con ayuda del extraordinario buen tiempo, llegaron a la solitaria misión en cuatro días, aunque iban cargados con insectos, plantas y los despojos de animales del lago Titicaca: la piel de dos colimbos, dos ibises de especies diferentes, un pato con cresta y varias rálidas.

Eduardo y la caravana llegaron poco después que la oscuridad. Tuvieron que tocar insistentemente en la puerta y dar gritos durante un rato antes de que les abrieran, y cuando por fin les dejaron entrar les recibieron con gesto preocupado y disgustado. El edificio había pertenecido a una misión de la Compañía de Jesús hasta que la orden fue suprimida y ahora era de los capuchinos, y los monjes, aunque eran muy piadosos y tenían buen corazón, carecían de la educación y la capacidad de disimulo atribuida a los jesuitas.

—No les esperábamos hasta mañana —fue el saludo del prior.

—Hoy es miércoles, no jueves —dijo el subprior.

—No hay nada que comer —intervino un fraile que estaba detrás, en la oscuridad.

—Juan Morales iba a traernos un cerdo asado y varias gallinas mañana. ¿Por qué no mandaron a avisarnos que vendrían hoy? Si hubieran avisado ayer por la mañana, habríamos dicho al negro López que le pidiera a Juan que trajera el cerdo hoy, pues el negro López iba a bajar de todas maneras.

Después de un silencio, el hermano Porter dijo:

—Bueno, tal vez queden varios cuyes donde se guardan los manuscritos.

—Corra, padre Jaime —le apremió el prior—. Animémonos, que al menos siempre tenemos un poco de vino.

Stephen escribió:

Cariño:

El prior dijo: «Al menos siempre tenemos un poco de vino» y no tengo palabras para expresar lo bien que me sentí al beberlo. Tampoco las encuentro para expresar cuánto deseo que pasen los próximos días, pues mi amable compañero ha prometido enseñarme las maravillas del altiplano y llevarme hasta el borde de la provincia de Atacama, donde llueve una vez cada cien años. Ya me ha enseñado pequeños periquitos de color verde brillante que viven a quince mil pies de altura en desolados terrenos rocosos, las viscachas de las montañas, animales parecidos a los conejos pero con la cola como la de las ardillas que viven en el desolado terreno rocoso y emiten un alegre silbido, y también otros encantos de estos lugares solitarios rodeados de picos nevados, algunos de los cuales son volcanes y se vuelven incandescentes de noche. Y ha prometido enseñarme más cosas, ya que en condiciones climáticas extremas todas las formas de vida llegan a límites extremos. Pero no quisiera que el cuy llegara a límites extremos. No es hermoso ni inteligente y su carne es la más insípida que uno pueda imaginarse, y apenas parece comestible después que uno ha comido la primera docena. Por desgracia, puede domesticarse fácilmente y, además, conservarse bien seco, ahumado o salado y luego transportarse indefinidamente con este aire tan seco y frío, gracias al cual también se pueden secar, congelar y volver a secar las patatas para guardarlas en bolsas después. Traté de hacerlo un poco más agradable al paladar añadiéndole setas, nuestras setas europeas comunes, Agaricus campestris, que para mi asombro encontré en algunos prados en las montañas; pero mi querido compañero me dijo que me caería muerto si lo hacía y sus seguidores me aseguraron que me hincharía y luego me caería muerto. Les molestó tanto que yo sobreviviera una semana, que Eduardo tuvo que rogarme que dejara de usarlas porque eso podría traer mala suerte a todo el mundo. Me miran como a un bicho raro y debo admitir que yo tampoco puedo decir que ellos tengan buen aspecto. A esta altura, con este frío y haciendo un constante esfuerzo, la cara se les ha puesto de color azul, un color azul plomizo y apagado.

Pensó un rato en los indios y en Eduardo y después volvió a mojar la pluma en la tinta y escribió: «Voy a decirte dos cosas ahora, antes de que me olvide. La primera es que aquí arriba no hay mal olor, de hecho no hay ningún olor. La segunda…». Intentó mojar la pluma otra vez, pero la tinta se había congelado, lo que no le sorprendía. Entonces, envolviendo su pequeño cuerpo en el poncho de vicuña, fue a meterse en la cama, donde, cuando sintió un poco de calor, empezó a pensar en Eduardo y en las conversaciones que había tenido esa tarde cuando subieron hasta allí desde La Guaira. Eduardo le había contado muchas cosas del inca Pachacútec, el primer gran conquistador, y de su familia desde la época de Huaina-Cápac, el gran inca, hasta la de Atahualpa, que había sido ahorcado por Pizarro, y la del inca Manco, un antepasado de Eduardo. También le habló de las familias colaterales descendientes de Huaina-Cápac que todavía existían. A Stephen no le causó asombro la enemistad entre los primos, ni los feudos que se habían conservado desde tiempos inmemoriales hasta el presente, ni el fratricidio, porque, después de todo, había muchos precedentes; pero sí le sorprendió advertir, después de un rato, que Eduardo parecía cada vez más interesado en llevar la conversación hacia la idea del apoyo exterior a una de las familias reales con el fin de que pudiera neutralizar los otros clanes quechuas y reunir a suficientes indios y hombres de buena voluntad para liberar al menos Cuzco, la ciudad de sus antepasados. Le sorprendió porque hubiera jurado que un hombre de la inteligencia de Eduardo debía darse cuenta de la imposibilidad de semejante plan, la existencia de un increíble número de intereses en conflicto, la escasa probabilidad de reconciliación entre los grupos hostiles y el nefasto resultado del reciente levantamiento de Túpac Amaru, reprimido de forma sangrienta por los españoles con la ayuda de otros indios, algunos de ellos de sangre real. Ocultó su asombro y no prestó atención a lo que decía, y deliberadamente trató de no conservar en su memoria la genealogía, los nombres de los que apoyaban la causa y todos los que la habían abrazado. Mientras estaba allí tumbado en el frío, sin dormir, su memoria, extraordinariamente retentiva, le hizo recordar las listas de nombres. Cuando todavía iba por los descendientes del inca Huáscar, un monje descalzo llegó con un brasero de carbón y le preguntó si estaba despierto, y dijo que, si lo estaba, al prior le gustaría que se reuniera con ellos en una novena dedicada a san Isidoro de Sevilla para rogar que intercediera a favor de los viajeros.

Al regresar a su habitación, ahora más caliente, Stephen se sumió en una duermevela. Soñó que Diana estaba sentenciada a muerte por un crimen sin resolver y se encontraba ante el juez en un tribunal informal, custodiada por un guardia cortés pero reservado. Llevaba un camisón, y el juez, un hombre bien educado y obviamente avergonzado por la situación y por la tarea que debía realizar, estaba haciendo un lazo en una soga nueva y blanca para ahorcarla. La tristeza de Diana aumentó cuando el nudo se cerró, y entonces miró a Stephen con los ojos llenos de terror, pero él no podía hacer nada.

Otro fraile descalzo se asomó distraídamente a la celda de Stephen y le sorprendió que todavía no se hubiera reunido con don Eduardo y sus acompañantes, que ya estaban en el patio con las llamas cargadas, porque el sol estaba saliendo ya por Anacochani.

* * *

En efecto, estaba saliendo, aunque el cielo, por el oeste, todavía tenía un color añil en la parte más baja. Cuando Stephen miró hacia allí, recordó las palabras que quería escribirle a Diana antes de quemar la carta con la vela: «Con este aire frío e inmóvil, las estrellas no parpadean sino que están fijas como un conjunto de planetas», pues allí estaban, como cuentas doradas que no emitían destellos. Pero no sentía satisfacción al verlas porque el sueño todavía le angustiaba, y tuvo que esforzarse por sonreír cuando Eduardo le dijo que en vez de patatas secas había reservado un pedazo de pan para el desayuno, un pedazo de pan de trigo.

El quejumbroso grito de las llamas al partir, el constante ruido de los cascos de la mula en el camino, la hermosa luz del día ascendiendo por el cielo hasta una altura inconmensurable. A ambos lados estaban las pardas montañas coronadas de blanco y el escaso aire, que era cortante, se calentó cuando el sol subió por encima de los picos.

No hablaban mucho ni hablarían hasta que el calor y el ejercicio hubieran eliminado la tensión en su ancho pecho. Su respiración era todavía irregular y parecían totalmente absortos en sus meditaciones. Pero apenas la caravana había avanzado dos o tres millas cuando el prolongado y ondulante grito de un aimará hizo que todos se detuvieran.

Lo dio un aimará bajo y robusto que apareció detrás de ellos en una curva del camino. Estaba a gran distancia, pero como había tanta claridad, Eduardo dijo enseguida:

—Quipus.

Y sus seguidores, a cada lado, murmuraron:

—Quipus.

—Estoy seguro de que usted habrá visto quipus a menudo, don Esteban —dijo Eduardo.

—Nunca en mi vida, amigo mío —respondió Stephen.

—Los verá enseguida —dijo Eduardo, y ambos observaron cómo el indio se acercaba corriendo por el camino, mientras su bastón de colores se movía arriba y abajo—. Son ramales de un conjunto de cuerdas con nudos y finas tiras, nuestra forma de escritura, que es concisa, ingeniosa y secreta. Soy un pecador, pero apenas en unas pocas pulgadas puedo acumular todo lo que tengo que recordar en la confesión y sólo yo puedo leerlo porque el primer nudo da la pista para los restantes.

El mensajero llegó corriendo, con la cara azul pero respirando tranquilamente. Besó a Eduardo en las rodillas, desenrolló las cuerdas de colores con tiras del bastón y se las entregó. La caravana siguió avanzando y Stephen tiró de las riendas.

—No —le detuvo Eduardo—. Por favor, mire. Verá cómo los leo tan rápido y tan fácilmente como las letras.

Y así lo hizo, pero mientras leía, su expresión cambió. Su joven rostro, de expresión amable y confiada, se puso grave, y al final dijo:

—Lo siento, don Esteban. Pensaba que era un mensaje de mi agente de Cuzco preguntándome si podía llevar un grupo de llamas a Potosí, porque éste es el indio que suele traer sus mensajes, pero es algo muy diferente. No debemos seguir avanzando hacia el sur. Gayongos tiene un barco que zarpará con destino a Valparaíso y va a hacer escala en Arica. Debemos tomar un atajo por Huechopillan… Es un puerto muy alto, don Esteban, pero a usted no le importará pasar por un puerto muy alto, ¿verdad? Lo siento mucho, pero esta vez debo renunciar al placer de enseñarle los ñandúes del altiplano y los grandes depósitos de sal. Sin embargo, no lejos de Huechopillan hay un lago donde le prometo enseñarle algunos patos, gansos, gaviotas y rálidas muy poco comunes. Perdóneme.

Rápidamente tomó el sendero, y mientras Stephen lo seguía, le oyó dar órdenes que hicieron retroceder por el camino a tres cuartos de la caravana.

Stephen estaba convencido de que en los quipus había noticias sobre algunos primos de Eduardo que se oponían a él en relación con el movimiento de liberación del que había hablado el día anterior, además de la noticia del barco de Gayongos. Aunque le parecía más sensato que el barco hubiera hecho escala un poco más al sur, en Chile, pues Arica, como él y Eduardo sabían, todavía estaba bajo la jurisdicción de Perú, no dijo lo que era obvio porque eso sólo podría causar disgustos, discusiones inútiles y mal humor.

La mayor parte de la caravana que retrocedía pasó junto a él, que se había detenido montado en la mula. Pasó silenciosamente, con aparente indiferencia, o al menos ocultando su desaprobación. Continuó cabalgando para reunirse con los demás y notó que Eduardo tenía el rostro impasible y daba órdenes con firmeza, pero a veces le miraba inquisitivamente y con angustia. Stephen no decía nada, pero observó que ahora los indios que parecían más hábiles y más amables eran los que guiaban las bestias más fuertes y con mayor carga. Siguieron adelante y al cabo de media hora recobraron el ritmo acompasado.

A mediodía se encontraban en una amplia plataforma rocosa y despoblada donde convergían tres cordilleras bajo el ardiente sol y donde el sendero desaparecía, aunque ni Eduardo ni sus hombres parecían preocupados por eso. Siguieron cruzándola y doblaron a la derecha, donde la cordillera situada más al oeste descendía hasta una pequeña llanura. Luego atravesaron un terreno relativamente fértil y resguardado, salpicado de arbustos donde se enredaban los montones de hierba áspera y amarillenta.

Avanzaban con más facilidad y con mucha mejor orientación.

—Hemos llegado a uno de los caminos por donde los incas llevaban los mensajes —explicó Eduardo, rompiendo el silencio—. Un poco más adelante, donde el terreno es pantanoso, está pavimentado. Mis antepasados no conocían la rueda, pero sabían hacer caminos. Más allá de la parte pantanosa, donde podremos detenernos para cazar algunas aves salvajes, hay muchas rocas amontonadas debido a un terremoto que ocurrió hace mucho tiempo y están cubiertas de musgo, además de curiosos hongos de la madera que me parece que usted no ha visto. Se llaman
yarettas
y crecen a esta altura, de aquí hacia el oeste, y junto con los excrementos de guanaco sus cabezas producen un excelente fuego. En las rocas hay abundantes viscachas, y si llevamos nuestras escopetas podremos dejar de comer cuy durante mucho tiempo. Las viscachas son muy sabrosas. Pero doctor, me parece que está triste. Siento haberle decepcionado por no enseñarle los ñandúes del altiplano.

—No estoy decepcionado en absoluto, amigo mío. He visto una pequeña bandada de fringílidos de alas blancas y un ave que me parece que es un caracará de las montañas.

Eduardo no parecía convencido y, después de escrutar el rostro de Stephen, insistió:

—Aun así —dijo, mirando ansiosamente hacia el cielo despejado—, si este tiempo se mantiene, llegaremos al puerto en tres días y, sin duda, encontraremos maravillas en el lago.

El segundo día por la mañana el puerto podía verse claramente, un poco por encima de la franja nevada, entre dos picos iguales que se elevaban otros cinco mil pies y de color blanco brillante bajo la luz del sol, que estaba casi a su nivel.

—Ahí está la casa de postas de los incas —anunció Eduardo, enfocando el catalejo—, justo debajo de la franja nevada y un poco a la derecha. Fue construida por Huaina-Cápac y sigue tan sólida como siempre. El puerto es alto, como puede ver, pero al otro lado el camino es fácil porque es cuesta abajo todo el tiempo, hasta llegar a la mina de plata de uno de mis hermanos y a un pueblo donde cultivan las mejores patatas de Perú, además de maíz y cebada, y donde crían excelentes llamas. Todos estos animales son de allí, y ésa es una de las razones por las que andan tan bien. Es cierto que después tendremos que atravesar el despeñadero, por donde pasa el Uribu, pero hay un puente colgante en muy buenas condiciones y a usted no le atemorizan las alturas que llenan de horror a los débiles. Los marinos no prestan atención a la altura porque alguien que da la vuelta al mundo está acostumbrado a estar a enormes alturas. ¿Qué ha encontrado, don Esteban?

—Un curioso insecto.

—En efecto, muy curioso. Un día me pondré a estudiar los insectos en serio. El lago también está al otro lado. Me parece que llegaremos a la casa de postas con tiempo suficiente para que los hombres descansen y nosotros vayamos hasta el lago. En esta época del año no se formará hielo en la superficie hasta mucho después de que se ponga el sol y podremos encontrar cientos de patos y gansos. Nos llevaremos a
Molina
, la mejor llama, para traer lo que cacemos.

Stephen pensó: «Si está usted tan equivocado sobre las aves como sobre mi tolerancia a las alturas,
Molina
no tendrá nada que traer». A menudo había oído hablar, cada vez con mayor preocupación, de los puentes colgantes de los incas. Por ellos los intrépidos indios pasaban por encima de torrentes situados a miles de pies, llevando incluso animales inmovilizados por medio de un primitivo torno, y contaban que todo el conjunto se balanceaba desesperadamente incluso cuando un solo viajero llegaba al centro y que el primer paso en falso era el último.

Entonces se preguntó cuánto tiempo se tardaría en caer mil pies. Trató de hacer el cálculo, pero no se le daba ni se le había dado nunca bien la aritmética y, descartando por absurda la respuesta de siete horas y algunos segundos, se dijo: «Lo bastante para hacer un acto de contrición».

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