El misterioso caso de Styles (12 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿No es costumbre que todo el que compre un veneno firme en un libro?

—Sí, señor, y míster Inglethorp firmó.

—¿Tiene usted aquí el libro?

—Sí, señor.

El libro fue mostrado, y con unas palabras de severa censura del fiscal despidió al desdichado míster Mace.

Entonces, en medio del silencio más absoluto, fue llamado míster Inglethorp. Me pregunté si se daría cuenta de cómo iba apretándose la soga alrededor de su cuello.

El fiscal fue derecho al asunto.

—En la tarde del último lunes, ¿compró estricnina con el propósito de envenenar un perro?

Inglethorp replicó con perfecta calma:

—No, no lo hice. No hay ningún perro en Styles, con excepción de un perro pastor que disfruta de excelente salud.

—¿Niega usted haber comprado estricnina a Albert Mace el pasado lunes?

—Lo niego.

—¿También niega usted eso?

El fiscal le entregó el registro en el que figuraba su firma.

—Naturalmente que lo niego. Esta escritura es completamente diferente de la mía. Se lo demostraré inmediatamente; vea…

Sacó de su bolsillo un sobre viejo y escribió en él su nombre, entregándoselo luego al jurado. La escritura era, efectivamente, distinta por completo.

—Entonces, ¿cómo explica usted la declaración de míster Mace?

Alfred Inglethorp replicó, imperturbable:

—Míster Mace debe haberse equivocado.

El fiscal dudó un momento y dijo:

—Míster Inglethorp, por pura fórmula, le importaría decirnos dónde estaba la tarde del lunes dieciséis de julio?

—Realmente… no recuerdo.

—Eso es absurdo, míster Inglethorp —dijo el fiscal severamente—. Piense usted mejor.

Inglethorp movió la cabeza negativamente.

—No puedo recordarlo. Tengo una idea de que estaba paseando.

—¿En qué dirección?

—Es que no puedo recordarlo.

La expresión del fiscal se hizo más severa.

—¿Estaba usted con alguien?

—No.

—¿Se encontró a alguien en su paseo?

—No.

—Es una pena —dijo el fiscal secamente—. ¿Debo entender que se niega a declarar dónde estaba en el momento en que míster Mace asegura haberle visto en la tienda comprando estricnina?

—Si quiere usted interpretarlo de ese modo…

—¡Tenga cuidado, míster Inglethorp!

Poirot se removía, nervioso.


Sacré!
—murmuró—. ¿Es que ese imbécil
quiere
que lo detengan?

Indudablemente, Inglethorp estaba causando muy mala impresión. Sus fútiles negativas no convencían a un niño. Sin embargo, el fiscal pasó rápidamente al siguiente punto y Poirot respiró, aliviado.

—¿Tuvo usted una discusión con su esposa el martes por la tarde?

—Perdón —interrumpió Alfred Inglethorp—, le han informado mal. Yo no he disputado con mi querida esposa. Toda esa historia es absolutamente falsa. Estuve fuera de casa toda la tarde.

—¿Hay alguien que pueda atestiguar lo que usted dice?

—Tiene usted mi palabra —dijo Inglethorp altivamente.

El fiscal no se molestó en contestar.

—Hay dos testigos dispuestos a jurar que le han oído discutir con mistress Inglethorp.

—Esos testigos se equivocan.

Yo estaba desconcertado. El hombre hablaba con tal seguridad que empecé a dudar. Miré a Poirot. Su rostro tenía una expresión de regocijo cuya razón no pude comprender. ¿Estaría convencido, después de todo, de la culpabilidad de Alfred Inglethorp?

—Míster Inglethorp —apuntó el fiscal—, ha oído usted repetir aquí las últimas palabras de su esposa. ¿Puede usted explicarlas de algún modo?

—Claro que puedo.

—¿De verdad?

—Es muy sencillo. El cuarto estaba medio a oscuras, y el doctor Bauerstein es más o menos de mi estatura y también lleva barba. En la semioscuridad y enferma como estaba, mi pobre esposa lo confundió conmigo.

—¡Ah! —murmuró Poirot entre dientes—. ¡Es una idea!

—¿Cree usted que es cierto? —susurré.

—No digo eso. Pero es una suposición muy ingeniosa.

—Usted interpreta las últimas palabras de mi esposa como una acusación —continuaba Inglethorp—, pero eran, por el contrario, una llamada.

El fiscal reflexionó un momento y dijo:

—Creo, míster Inglethorp, que usted mismo sirvió el café y se lo llevó a su esposa aquella noche.

—Efectivamente, lo serví, pero no se lo llevé. Pensaba hacerlo, pero me dijeron que me esperaba un amigo en la puerta y dejé la taza en la mesa del vestíbulo. Cuando volví, minutos más tarde, no estaba allí.

Me pareció que esta manifestación, cierta o no, no mejoraba mucho las cosas para Inglethorp. De todos modos, había tenido tiempo sobrado para echar el veneno en el café.

En aquel momento, Poirot me dio con el codo suavemente, señalándome dos hombres sentados cerca de la puerta. Uno de ellos era menudo, moreno, con expresión astuta y cara de hurón; el otro era alto y rubio.

Le pregunté a Poirot con la mirada y él acercó los labios a mi oído.

—¿Sabe usted quién es ese hombre menudo?

Moví la cabeza negativamente.

—Es James Japp, detective inspector de Scotland Yard. El otro también es de Scotland Yard. Las cosas van deprisa, amigo.

Miré a los dos hombres detenidamente. Nada en ellos recordaba al policía. Nunca hubiera creído que fueran personajes oficiales.

Todavía seguía mirándolos cuando me sobresalté al oír el veredicto:

—Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.

C
APÍTULO
VII
 
POIROT PAGA SUS DEUDAS

A
L salir del hotel, Poirot me llevó aparte, presionándome suavemente en el brazo. Comprendí su propósito. Estaba esperando a los hombres de Scotland Yard.

Minutos más tarde aparecieron y Poirot se adelantó y abordó al más bajo de los dos.

—No sé si me recordará usted, inspector Japp.

—¡Pero si es monsieur Poirot! —exclamó el inspector. Se volvió hacia el otro hombre—. ¿No me ha oído usted hablar de monsieur Poirot? Trabajamos juntos en mil novecientos cuatro en el caso del falsificador Abercombie, ¿recuerda?, que fue cazado en Bruselas. ¡Ah, qué días aquellos, señor! ¿Y el «barón» Altara? ¡Menudo bribón! Había escapado de las garras de la Policía de media Europa, pero al fin lo cogimos en Amberes, gracias a monsieur Poirot.

Mientras se entregaba a sus recuerdos, me acerqué y fui presentado al detective inspector Japp, quien, a su vez, nos presentó a su compañero, el superintendente Summerhaye.

—No necesito preguntarles lo que están haciendo ustedes aquí, señores —indicó Poirot.

Japp guiñó un ojo con inteligencia.

—Desde luego que no. Me parece un caso bastante claro.

Pero Poirot contestó gravemente:

—No lo veo yo tan claro.

—¡Vamos! —dijo Summerhaye, abriendo los labios por primera vez—. Está tan claro como la luz del día. El hombre ha sido cogido con las manos en la masa, como quien dice. Lo que me choca es que haya sido tan estúpido.

Pero Japp miró a Poirot con atención.

—No se excite, Summerhaye —observó jocosamente—. Monsieur Poirot y yo nos conocemos de antiguo y creo en su juicio más que en el de ningún otro. O estoy completamente equivocado o algo oculta. ¿No es así, señor?

Poirot sonrió.

—Sí, he sacado ciertas conclusiones.

Summerhaye continuaba en su escepticismo, pero Japp siguió sonsacando a Poirot.

—El caso es —dijo— que hasta ahora nosotros sólo hemos visto el caso desde fuera. En casos como éste, en que el asesinato sale a la luz, por decirlo así, después del interrogatorio. Scotland Yard está en situación de inferioridad. Depende mucho de estar en el lugar en el primer momento, y ahí es donde monsieur Poirot nos lleva ventaja. Ni siquiera hubiéramos estado todavía aquí de no ser por cierto doctor que nos dio el soplo por medio del fiscal. Pero usted ha estado aquí desde el principio y puede haber encontrado algunas pistas. Según lo que hemos oído en las pesquisas, es tan seguro como que ahora es de día que Inglethorp asesinó a su esposa, y si alguien que no fuera usted insinuara lo contrario, me reiría en sus barbas. Me extrañó mucho que el jurado no dictara veredicto de culpabilidad contra él sin más dilación. Creo que lo hubieran hecho a no ser por el fiscal, que parecía estar refrenándolos.

—Sin embargo, puede que usted tenga una orden de arresto en su bolsillo —insinuó Poirot.

Sobre el expresivo semblante de Japp cayó como una cortina de reserva oficial.

—Puede ser que sí y puede ser que no —replicó fríamente.

Poirot le miró pensativo.

—Deseo vivamente, señores, que no sea detenido.

—Eso parece —observó Summerhaye sarcásticamente.

Japp contemplaba a Poirot con cómica perplejidad.

—¿No puede ir un poco más lejos, monsieur Poirot? Viniendo de usted, cualquier afirmación es buena. Usted ha estado en el lugar del hecho y Scotland Yard no quiere cometer errores.

Poirot asintió con gravedad.

—Eso es exactamente lo que yo creo. Bien, lo que les digo es esto: utilicen su orden de arresto, detengan a míster Inglethorp, pero no obtendrán con ello ninguna gloria. La causa contra él se vendría abajo en un abrir y cerrar de ojos, se lo aseguro.

E hizo sonar sus dedos expresivamente.

El rostro de Japp se tornó más grave, aunque Summerhaye lanzó un bufido de incredulidad.

En cuanto a mí, me quedé mudo de asombro. La única explicación era que Poirot se había vuelto loco.

Japp había sacado un pañuelo y se lo pasaba suavemente por la frente.

—No me atrevo, monsieur Poirot. Yo creo en su palabra, pero hay otros que me preguntarían que diablos estoy haciendo. ¿No puede adelantarme nada más?

Poirot reflexionó un momento.

—Lo haré —dijo al fin—. La verdad es que preferiría no hablar, seguir por ahora trabajando en la sombra. Pero las circunstancias me obligan. Lo que usted dice es muy justo; la palabra de un policía belga retirado no es suficiente. Y hay que evitar que Alfred Inglethorp sea arrestado. Lo he jurado, como mi amigo Hastings, aquí presente, sabe muy bien. Mire, querido Japp, ¿va usted ahora a Styles?

—Dentro de una media hora. Tenemos que ver primero al fiscal y al médico.

—Muy bien. Recójame al pasar; es la última casa del pueblo; iré con usted. En Styles, míster Inglethorp le dará a usted pruebas, o, si él se niega, lo que es muy probable, se las daré yo, que le convencerán de que la acusación contra él no puede sostenerse. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Japp cordialmente—, y en nombre de Scotland Yard le doy las gracias, aunque le confieso que, por el momento, no veo la menor posibilidad de encontrar un fallo en las pruebas presentadas. Claro que usted ha sido siempre maravilloso. Hasta luego entonces, monsieur Poirot.

Los dos detectives se alejaron a grandes pasos, Summerhaye con expresión de duda.

—Bueno, amigo —exclamó Poirot, antes de que yo pudiera pronunciar una sola palabra—, ¿qué cree usted?
Mon Dieu!
Pasé un mal rato en el interrogatorio. No creí que ese hombre tuviera la cabeza de chorlito y rehusara decir nada en absoluto. Decididamente, su conducta fue la de un imbécil.

—¡Hum! Hay otras explicaciones posibles, además de la imbecilidad —observé—. Porque si la teoría contra él es cierta, ¿cómo iba a defenderse, sino con el silencio?

—¡Vaya! Hay mil modos ingeniosos —exclamó Poirot—. Mire, si yo hubiera cometido ese asesinato, podía haber contado siete historias más verosímiles, mucho más convincentes, desde luego, que las frías negativas de míster Inglethorp.

Me reí, sin poderlo remediar.

—Querido Poirot, ¡estoy seguro de que es usted capaz de inventar setenta! Pero hablando en serio, a pesar de lo que les dijo a los detectives, es imposible que crea usted todavía en la inocencia de Alfred Inglethorp.

—¿Por qué voy a creer en ella menos ahora que antes? Nada ha cambiado.

—¡Son tan convincentes las pruebas!

—Sí, demasiado convincentes.

Entramos en Leastways Cottage y subimos las ya familiares escaleras.

—Sí, sí, demasiado convincentes —continuó Poirot, más bien para sí mismo—. Las pruebas, cuando son auténticas, son generalmente vagas e insuficientes. Tienen que ser examinadas, desmenuzadas. Pero aquí todo está preparado y a punto. No, amigo mío, esta declaración ha sido amañada muy hábilmente, tan hábilmente que su propio fin ha fallado. Porque mientras las pruebas contra él eran vagas e intangibles, era muy difícil refutarlas. Pero en su ansiedad, el criminal ha cerrado tanto la red que un simple corte dejará a Inglethorp en libertad.

Yo permanecí en silencio y, después de un minuto o dos, Poirot continuó:

—Vamos a considerar el asunto de este modo. Tenemos un hombre que se dispone a envenenar a su mujer. Ha vivido siempre de gorra, como vulgarmente se dice. Esta gente suele tener cierta inteligencia y es de suponer que Inglethorp no es completamente tonto. Pues bien, ¿qué es lo primero que hace? Va temerariamente a la farmacia del pueblo y compra estricnina, dando su propio nombre e inventando una historia absurda sobre un perro, historia cuya falsedad es muy fácil de comprobar. No utiliza el veneno aquella noche, no; espera a tener con su mujer una disputa violenta de la que todo el mundo tiene noticia y que, naturalmente, le hace sospechoso. No prepara su defensa, ni siquiera la más débil coartada, sabiendo que el que le vendió la estricnina se presentará a declarar los hechos. ¡Bah!, no me pida que crea que hay nadie tan idiota. Sólo actuaría así un lunático que quisiera suicidarse haciéndose ahorcar.

—Sin embargo, no veo… —empecé.

—Ni yo tampoco. Le digo a usted, amigo mío, que este caso me tiene desconcertado a mí, a mí, a Hércules Poirot.

—Pero si le cree usted tan inocente, ¿cómo explica el que haya comprado la estricnina?

—Muy sencillamente; no la compró.

—Pero si Mace le ha reconocido.

—Perdone que le contradiga: Mace vio un hombre con una barba negra, como míster Inglethorp, con gafas, como míster Inglethorp, y vestido con la misma ropa llamativa que míster Inglethorp. No pudo reconocer a un hombre a quién probablemente sólo ha visto a distancia; recordará usted que Mace sólo lleva en el pueblo quince días y que mistress Inglethorp solía comprar sus medicinas en Coots, en Tadminster.

—De modo que usted cree…

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