El misterioso caso de Styles (15 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Después del desayuno, Dorcas se me acercó con mucho misterio y me preguntó, casi en voz baja, si podía hablar unas palabras conmigo.

—Desde luego. ¿De qué se trata, Dorcas?

—Bien, señor, no es más que esto. ¿Va usted a ver hoy al caballero belga?

Yo asentí.

—Bien, señor. ¿Recuerda usted aquella pregunta tan rara que me hizo sobre si la señora o alguien de la casa tenía un traje verde?

—Sí, sí. ¿Es que ha encontrado usted uno?

Mi interés se había despertado.

—No, eso no, señor. Pero después he recordado lo que los señoritos —John y Lawrence eran todavía «los señoritos» para Dorcas— llaman «el arca de los disfraces». Está en el desván, señor. Es un gran cofre lleno de ropas viejas, trajes de carnaval y cosas por el estilo. Y se me ocurrió de pronto que podía ser que hubiera allí un traje verde. De modo que si quiere usted decírselo al caballero belga…

—Se lo diré, Dorcas —prometí.

—Muchas gracias, señor. Es un caballero muy agradable, señor. Y muy distinto de los dos detectives de Londres que andan por ahí espiando y haciendo preguntas. Por regla general no me gustan los extranjeros. Pero por lo que dicen los periódicos, esos valientes belgas no son como los demás extranjeros, y, desde luego, él es un caballero que habla con mucha educación.

¡Querida Dorcas! Allí, de pie, con el honrado rostro levantado hacia mí, era el prototipo de la criada antigua, especie que está desapareciendo tan rápidamente…

Me pareció que sería mejor bajar al pueblo inmediatamente para ver a Poirot, pero me lo encontré a mitad del camino en dirección a la casa y le di el mensaje de Dorcas.

—¡Ah!, la buena de Dorcas. Miraremos el arca, aunque… Pero no importa, la examinaremos de todos modos.

Entramos en la casa por una de las puertas-ventana. No había nadie en el vestíbulo y subimos directamente al desván.

En efecto, allí estaba el cofre, un elegante mueble antiguo, tachonado de clavos de bronce y lleno hasta desbordar de ropas de todas clases imaginables.

Poirot lo amontonó todo en el suelo, sin ninguna ceremonia. Había una o dos prendas verdes de diferentes tonalidades; pero Poirot meneó la cabeza al verlas. Parecía rebuscar con apatía, como si no esperara gran cosa de su trabajo. De pronto profirió una exclamación.

—¿Qué pasa?

—¡Mire!

El arca estaba casi vacía y allí, en el fondo, había una magnífica barba negra.


Ochó!
—exclamó Poirot—.
Ochó!
—cogió la barba y le dio muchas vueltas, examinándola atentamente—. Nueva —observó—. Sí, completamente nueva.

Después de titubear un momento, volvió a colocarla en el cofre, amontonó encima, como estaban antes, todas las demás cosas y bajó rápidamente la escalera. Se fue directamente al
office
, donde encontramos a Dorcas, muy atareada limpiando la plata.

Poirot le dio los buenos días con áulica cortesía y continuó:

—Hemos estado mirando ese cofre, Dorcas. Le estoy muy agradecido por haberlo mencionado. Verdaderamente tienen ustedes allí una buena colección de cosas. ¿Y usan todo eso con frecuencia?

—Bueno, señor, no con mucha frecuencia en estos tiempos, aunque de tarde en tarde tenemos lo que los señoritos llaman una «noche de disfraces». Y algunas veces es muy divertido, señor. El señorito Lawrence ¡es maravilloso, de lo más cómico! No se me olvidará la noche en que bajó vestido como el Sha de Persia o algo así, dijo él, una especie de rey oriental. Llevaba un gran cuchillo de papel en la mano y me dijo: «¡Mucho cuidado, Dorcas, tiene usted que ser muy respetuosa! ¡Con esta cimitarra le cortaré la cabeza si me disgusta!». Miss Cynthia era lo que llaman un apache o algo por el estilo; me pareció que era como un bandido a la francesa. ¡Había que verla! Parece mentira que una señorita tan guapa como ella se hubiera convertido en semejante bandolero. Nadie la hubiera reconocido.

—Deben de haber resultado muy divertidas todas esas fiestas —dijo Poirot en tono afable—; ¿y míster Lawrence se pondría esa hermosa barba negra que hay en el cofre del desván cuando se vistió de Sha de Persia?

—Llevaba la barba, señor —replicó Dorcas sonriendo—. Bien que me acuerdo, porque me cogió dos madejas de la lana negra de mi labor para hacerla. Y le aseguro que de lejos parecía natural. No sabía que hubiera una barba arriba. Han debido traerla hace poco. Sé que había una peluca roja, pero ninguna otra cosa de pelo. Generalmente se tiznaban con corchos quemados, aunque es muy sucio y muy difícil de quitar. Miss Cynthia se disfrazó una vez de negro y ¡qué trabajo le costó!

—De modo que Dorcas no sabe nada de la barba negra —musitó Poirot pensativo cuando volvíamos de nuevo vestíbulo.

—¿Cree usted que esa es
la
barba? —susurré con ansiedad.

Poirot asintió.

—Sí, eso creo. ¿No ha notado usted que ha sido recortada?

—No.

—Pues sí. Tenía la forma exacta de la de Inglethorp y encontré algunos cabellos recortados. Hastings, este asunto es muy oscuro.

—¿Quién la pondría en el cofre?

—Alguien muy inteligente —observó Poirot seriamente—. ¿Se da usted cuenta de que ha escogido el único lugar en toda la casa donde su presencia no hubiera llamado la atención? Sí, es muy inteligente. Pero nosotros tenemos que ser más inteligentes que él. Tenemos que ser tan inteligentes como para pasar a su ojos por tontos.

Yo asentí.

—Amigo mío, puede usted ayudarme mucho, pero mucho, en todo ello.

Me complació mucho el cumplido. Hubo momentos en los que creí que Poirot no me apreciaba en mi verdadero valor.

—Sí —continuó, mirándome pensativo—. Usted será de valor incalculable.

Esto era muy agradable de oír, pero las siguientes palabras de Poirot no lo fueron tanto.

—Tengo que tener un aliado en la casa —dijo pensativo.

—Me tiene usted a mí —protesté.

—Cierto, pero usted no es suficiente.

Esto me dolió y no lo oculté. Poirot se apresuró a explicarse.

—No ha comprendido usted lo que quiero decir. Todo el mundo sabe que trabaja usted conmigo. Necesito a alguien que no se relacione con nosotros en ningún momento.

—¡Ah, ya! ¿Qué le parece John?

—No, creo que John no.

—Puede que el pobre John no sea muy brillante —dije, pensativo.

—Ahí viene miss Howard —dijo Poirot de pronto—. Es la persona más indicada. Pero me ha puesto en su lista negra desde que demostré la inocencia de míster Inglethorp. De todos modos, puede intentarse.

Con una inclinación de cabeza secamente cortés miss Howard accedió a la petición que le hizo Poirot de unos minutos de conversación.

Entramos en el pequeño saloncito y Poirot cerró la puerta.

—Bueno, monsieur Poirot —dijo miss Howard con impaciencia—. ¿Qué ocurre? Suéltelo pronto. Estoy ocupada.

—¿Recuerda usted, señorita, que una ocasión le pedí que me ayudara?

—Lo recuerdo —asintió miss Howard— y le contesté que le ayudaría con gusto… a colgar a Alfred Inglethorp.

—¡Ah! —Poirot estudió su rostro con seriedad—. Miss Howard, voy a hacerle una pregunta. Le ruego que me conteste sinceramente.

—¡Nunca digo mentiras! —replicó miss Howard.

—Es ésta. ¿Todavía cree usted que mistress Inglethorp fue envenenada por su marido?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella desabrida—. No crea usted que sus preciosas explicaciones me convencen lo más mínimo. Admito que no fue él quien compró la estricnina en la farmacia, pero ¿eso qué importa? Creo que utilizó papel de matar moscas, como le he dicho desde el primer momento.

—Eso es arsénico, no estricnina —aclaró Poirot suavemente.

—¿Qué importa? El arsénico quitaría de en medio a la pobre Emily tan eficazmente como la estricnina. Si estoy convencida de que lo hizo, no me importa un bledo
cómo
lo hizo.

—Exactamente, si usted está convencida de que lo hizo… —dijo Poirot con calma—. Le haré la pregunta de otra forma. ¿Ha creído usted alguna vez, en lo más recóndito de su corazón, que mistress Inglethorp fue envenenada por su esposo?

—¡Cielo Santo! —exclamó miss Howard—. ¿No he dicho siempre que la mataría en su propio lecho? ¿No lo he odiado siempre como al mismísimo diablo?

—Exactamente —dijo Poirot—. Esto confirma por completo mi pequeña idea.

—¿Qué pequeña idea?

—Miss Howard. ¿Recuerda usted una conversación que se celebró aquí el día de la llegada de mi amigo? Me la ha repetido y hay una frase de usted que me impresionó mucho. ¿Recuerda que usted afirmó que si se asesinaba estaría usted segura de conocer por instinto al criminal, aunque no pudiera comprobarlo?

—Sí, recuerdo haberlo dicho. Y es cierto. Supongo que usted creerá que es una tontería…

—De ningún modo.

—¿Y sin embargo no hace usted caso de lo que mi instinto me dice en contra de míster Inglethorp?

—No —repuso Poirot concisamente—; porque su instinto no está contra míster Inglethorp.

—¿Qué?

—No. Usted desea creer que él ha cometido el crimen. Usted lo cree capaz de cometerlo. Pero su instinto le dice que no lo cometió. Le dice… ¿Continuó?

Ella le miraba con los ojos abiertos, fascinada, y con la mano hizo un movimiento afirmativo.

—¿Le explico por qué se ha puesto usted tan apasionadamente en contra de míster Inglethorp? Porque usted, trata de creer lo que quiere creer, porque está usted esforzándose en callar y ahogar su instinto, que apunta hacia otra persona.

—¡No, no, no! —miss Howard dio un grito salvaje, levantando los brazos—. ¡No lo diga! ¡No lo diga! ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! ¡No sé cómo ha podido entrar en mi cabeza esa idea tan disparatada, tan horrible!

—¿Tengo razón o no?

—Sí, sí. Debe de ser usted un brujo para haberlo adivinado. Pero no puede ser cierto, es demasiado monstruoso, es imposible.
Tiene
que ser Alfred Inglethorp.

Poirot movió la cabeza con gravedad.

—No me pregunte —continuó miss Howard—, porque no se lo diré. Ni aun a mí misma quiero admitírmelo. He debido estar loca para pensar semejante cosa.

Poirot asintió, como si estuviese satisfecho.

—No le preguntaré nada. Me basta con saber que es como yo había pensado. Y… también a mí me dice algo mi instinto: nos dirigimos juntos hacia una meta común.

—No me pida que le ayude, porque no lo haré. No moveré un dedo para… para… —balbució.

—Me ayudará usted, mal que le pese. No le pido nada, pero será usted mi aliado. Usted no sería capaz de ayudar por sí misma, pero hará lo único que le pido.

—¿Y qué es lo que me pide usted?

—¡Vigilar!

Evelyn Howard inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos.

—Sí, no puedo dejar de hacerlo. Siempre estoy vigilando, con la esperanza de comprobar que me he equivocado.

—Si nos equivocamos, tanto mejor —dijo Poirot—. Nadie se alegrará más que yo. Pero ¿y si tenemos razón? Si tenemos razón, miss Howard, ¿en qué lado se pondría usted?

—No sé, no sé…

—Vamos, hable.

—Podríamos callarlo…

—No, no podríamos.

—La pobre Emily… —se interrumpió.

—Miss Howard —acusó Poirot gravemente—, su actitud es indigna de usted.

De pronto, miss Howard separó las manos de su rostro.

—Sí —dijo recobrando su calma—. La que hablaba antes no era Evelyn Howard —levantó la cabeza con orgullo—. Evelyn Howard aparece ahora y está al lado de la justicia, ¡cueste lo que cueste! ¡Lo haría!

Y con estas palabras salió decidida de la habitación.

—Ahí va un aliado valioso —dijo Poirot, siguiéndola con la vista—. Esa mujer, Hastings, tiene cabeza y corazón.

No respondí.

—El instinto es algo maravilloso —musitó Poirot—. No podemos negar su existencia, aunque no pueda ser explicado.

—Parece ser que usted y miss Howard saben de lo que hablan —observé fríamente—. Quizá no se da usted cuenta de que yo sigo en las nubes.

—¿De verdad? ¿Es cierto, amigo mío?

—Sí. ¿Quiere usted explicarme?

Poirot me observó atentamente durante unos instantes. Al fin, con gran sorpresa por mi parte, movió la cabeza negativamente.

—No, amigo mío.

—¡Pero, vamos! ¿Por qué no?

—No deben compartir un secreto más de dos personas.

—Me parece muy injusto que me oculte los hechos.

—No estoy ocultando hechos. Todos los hechos que conozco los conoce usted. Puede usted sacar sus propias conclusiones. Ahora es cuestión de ideas.

—De todos modos sería interesante conocerlas.

Poirot me miró muy serio y movió la cabeza de nuevo.

—No —dijo tristemente—, usted no tiene instinto.

—Era inteligencia lo que usted pedía hace un momento —indiqué.

—Con frecuencia van los dos juntos —dijo Poirot con voz misteriosa.

La observación me pareció tan fuera de lugar que ni siquiera me tomó la molestia de replicar. Pero decidí que, si hacía algún descubrimiento importante o interesante, lo cual era seguro, me lo guardaría para mí y sorprendería a Poirot con el resultado final.

C
APÍTULO
XI
 
EL DOCTOR BAUERSTEIN

N
O había tenido la oportunidad todavía de transmitirle a Lawrence el mensaje de Poirot. Pero, un poco más tarde, paseándome por el césped y alimentando aún un resentimiento contra mi amigo por su conducta arbitraria, vi a Lawrence en el campo de croquet. Golpeaba a la ventura dos pelotas muy viejas con un mazo más viejo todavía.

Me pareció una buena oportunidad para entregarle el mensaje. De otro modo, el mismo Poirot me hubiera relevado de ello. Era cierto que no se alcanzaba su propósito muy claramente, pero me hacía ilusiones de averiguarlo por la contestación de Lawrence y por unas cuantas preguntas hábiles que yo le hiciera. Le abordé, por tanto.

—Te estaba buscando —mentí.

—¿Sí?

—Sí. Tengo un mensaje para ti… de Poirot.

—¿De veras?

—Me dijo que esperara a estar a solas contigo.

Y al decir esto bajé la voz significativamente, vigilándole con astucia con el rabillo del ojo. Siempre he sido muy hábil para eso que llaman, según creo, «crear atmósfera».

—¿Y qué?

La expresión de su rostro, moreno y melancólico, no cambió. ¿Tendría idea de lo que iba a decirle?

—El mensaje es éste —bajé aún más la voz—: «Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz».

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