El misterioso caso de Styles (19 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Le conté lo de la carta que habíamos recibido.

—Lo siento —dijo—. Siempre había tenido esperanzas en esa carta. Pero no podía ser. Este asunto tiene que desenredarse desde dentro —se dio unos golpecitos en la frente—. Son estas pequeñas células grises las que tienen que hacer el trabajo.

De pronto me preguntó:

—¿Es usted entendió en huellas dactilares, amigo mío?

—No —dije, muy sorprendido—. A lo único que llega mi ciencia es a saber que no hay dos huellas dactilares iguales.

—Exactamente.

Abrió un pequeño cajón y sacó unas fotografías, que puso sobre la mesa.

—Les he puesto los números uno, dos, y tres. ¿Puede describírmelas?

Estudié las fotografías atentamente.

—Ya veo que están muy ampliadas. Me parece que las de la fotografía número uno pertenecen a un hombre; son del pulgar y el índice. La del número dos son de mujer, son mucho más pequeñas y completamente distintas. Las del número tres… —me detuve un momento— parecen un montón de huellas, todas mezcladas, pero, desde luego, están las del número uno.

—¿Sobre las otras?

—Sí.

—¿Las reconoce sin ningún género de duda?

—Desde luego, son idénticas.

Poirot asintió, cogió con cuidado las fotografías y las guardó de nuevo en el cajón.

—Supongo —dije— que, como de costumbre, no va usted a explicarme nada.

—Al contrario. Las del número uno son las huellas dactilares de monsieur Lawrence. Las del número dos, de mademoiselle Cynthia. No tiene importancia. Las tomé solamente para comparar con las otras. El número tres es más complicado.

—¿Sí?

—Como usted ve, están sumamente ampliadas. No sé si habrá usted notado esa especie de mancha que atraviesa toda la fotografía. No le voy a describir a usted los aparatos especiales, polvos, etcétera, que he utilizado. Es un procedimiento muy conocido de la Policía, con el cual puede usted obtener una fotografía de las huellas dactilares en muy poco tiempo. Bueno, amigo, ya ha visto usted las huellas; ahora sólo me falta decirle en qué objeto han sido encontradas.

—Continúe; estoy interesadísimo.


Eh bien!
La foto número tres representa, sumamente ampliada, la superficie de una botella muy pequeña que hay en lo alto del armario de los venenos del dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, o que suena algo así como el cuento de la casa que hizo Jack
[*]
.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Pero cómo es que estaban en la botella las huellas de Lawrence Cavendish? No se acercó al armario de los venenos el día que estuvimos allí.

—Sí, se acercó.

—¡Imposible! Estuvimos nosotros siempre juntos todo el tiempo.

Poirot meneó la cabeza negativamente.

—No, amigo mío; hubo un momento en que no estuvieron ustedes juntos. Hubo un momento en el que no pudieron haber estado juntos, o no hubieran ustedes llamado a monsieur Lawrence para que se reuniera con ustedes en el balcón.

—Lo había olvidado —admití—; pero fue sólo un momento.

—Lo suficiente.

—¿Suficiente para qué?

La sonrisa de Poirot se hizo muy misteriosa.

—Suficiente para que un señor que ha estudiado Medicina pudiera satisfacer a placer su natural curiosidad.

Nuestras miradas se encontraron. La expresión de Poirot era vaga y apacible. Se puso en pie y tarareó una cancioncilla. Yo le observaba con desconfianza.

—Poirot —dije—. ¿Qué había en la botellita?

Poirot miró a través de la ventana.

—Hidrocloruro de estricnina —dijo por encima de su hombro.

Y continuó tarareando.

—¡Dios mío! —dije quedamente.

No me sorprendió su respuesta. La esperaba.

—Usan el hidrocloruro de estricnina puro muy raramente, sólo en algunas ocasiones, para píldoras. Es la solución empleada en la mayoría de las medicinas. Por eso las huellas dactilares no han sido borradas desde entonces.

—¿Cómo se las arregló usted para tomar esas fotografías?

—Dejé caer el sombrero desde el balcón —explicó Poirot candorosamente—. A aquella hora no estaban permitidas las visitas abajo; así que, a pesar de todas mis disculpas, la compañera de mademoiselle Cynthia tuvo que bajar a cogérmelo.

—¿De modo que usted sabía lo que iba a encontrar?

—No, de ningún modo. Oyendo su historia me di cuenta de que monsieur Lawrence podía haber ido al armario de los venenos. La posibilidad tenía que ser confirmada o eliminada.

—Poirot —dije—, no puede usted engañarme con esa alegría. Este descubrimiento es muy importante.

—No lo sé —dijo Poirot—; pero una cosa me llama la atención. Seguro que también se la ha llamado a usted abiertamente.

—¿Qué cosa?

—Que hay demasiada estricnina en este asunto. Es la tercera vez que nos encontramos con ella. Había estricnina en el tónico de mistress Inglethorp. Tenemos la estricnina que expendió Mace en la farmacia de Styles St. Mary. Ahora tropezamos con una estricnina que tuvo en sus manos uno de los miembros de la casa. Es muy confuso; y, como usted sabe, no me gusta la confusión.

Antes de que pudiera contestar, uno de los belgas abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Hay abajo una señora que pregunta por míster Hastings.

—¿Una señora?

Me puse en pie de un salto. Poirot me siguió escaleras abajo. En la puerta estaba Mary Cavendish.

—Estuve visitando a una anciana en el pueblo —explicó—, y como Lawrence me dijo que estaba usted con monsieur Poirot… se me ocurrió llamarle al pasar.

—¡Qué lástima,
madame
! —dijo Poirot—. Creí que venía usted a honrarme con su visita.

—Lo haré otro día, si usted me invita —prometió ella, sonriendo.

—Eso está mejor. Si necesita usted un confesor,
madame
—Mary se sobresaltó ligeramente—, recuerde que papá Poirot está siempre a su disposición.

Mary se le quedó mirando durante unos segundos, como si quisiera encontrar un significado oculto en sus palabras. Después, bruscamente, dio media vuelta.

—Monsieur Poirot, ¿no viene usted con nosotros?

—Encantado,
madame
.

Durante todo el trayecto, Mary habló muy deprisa y febrilmente. Me pareció que se sentía nerviosa bajo la mirada de Poirot.

El tiempo había cambiado y la furia cortante del viento era casi otoñal. Mary se estremeció ligeramente y se cruzó su abrigo negro de corte deportivo. El viento sonaba entre los árboles con silbido lastimero, como el suspiro de un gigante.

Entramos por la puerta principal de Styles y enseguida nos dimos cuenta de que algo malo ocurría.

Dorcas salió corriendo a nuestro encuentro. Lloraba y se retorcía las manos. Divisé a otros criados que se amontonaban en segundo término, todo ojos y oídos.

—¡Ay, señora! ¡Ay, señora! No sé cómo decírselo…

—¿Qué ocurre, Dorcas? —pregunté con impaciencia—. Dígalo enseguida.

—Esos malditos detectives. Le han arrestado, ¡han arrestado a míster Cavendish!

—¿Que han arrestado a Lawrence? —balbucí.

Sorprendí una expresión extraña en los ojos de Dorcas.

—No, señor; al señorito Lawrence, no. Al señorito John.

Mary Cavendish estaba a mi espalda y con un grito desgarrador cayó sobre mí. Al volverme a cogerla tropecé con la mirada de triunfo de Poirot.

C
APÍTULO
XI
 
LA CAUSA CRIMINAL

E
L juicio contra John Cavendish por el asesinato de su madrastra se celebró dos meses después.

Poco tengo que decir de las semanas que precedieron al juicio. Sólo que Mary Cavendish despertó toda mi admiración y simpatía. Se puso apasionadamente de parte de su marido, rechazando la idea de su culpabilidad, y luchó por él con uñas y dientes.

Le manifesté a Poirot mi admiración y asintió, pensativo.

—Sí, es una de esas mujeres que se crecen en la adversidad. Entonces sale a relucir lo más dulce y auténtico que hay en ellas. Su orgullo y sus celos han…

—¿Celos? —indagué.

—Sí. ¿No se ha dado usted cuenta de que es una mujer extraordinariamente celosa? Como le iba diciendo, ha dejado a un lado su orgullo y sus celos. Sólo piensa en su marido y en el terrible peligro que le amenaza.

Hablaba con mucho sentimiento y le miré gravemente, recordando la tarde en que había estado dudando entre hablar o no. Conociendo su debilidad «por la felicidad de una mujer», me alegré de que no tuviera que decidir.

—Aun ahora —dije— casi no puedo creerlo. Ya ve usted, ¡hasta el último minuto creí que había sido Lawrence!

Poirot hizo una mueca.

—Sabía que usted lo creía.

—¡Pero John, mi viejo amigo John!

—Todo asesino es, posiblemente, el viejo amigo de alguien —observó Poirot filosóficamente—. No puede usted mezclar los sentimientos y la razón.

—Debiera usted haberme insinuado algo.

—Quizá,
mon ami
, y no lo hice, precisamente porque
era
su viejo amigo John.

Me quedé confundido, recordando con cuánto afán le había transmitido a John lo que yo creía era la opinión de Poirot con respecto a Bauerstein. Por cierto, el doctor había sido liberado del cargo contra él. Sin embargo, aunque por esta vez había sido más listo que ellos y no pudo probarse la acusación de espionaje, le habían cortado las alas para el futuro.

Le preguntó a Poirot si creía que John sería condenado. Con gran sorpresa por mi parte, me contestó que, por el contrario, era sumamente probable que lo absolvieran.

—Pero Poirot… —protesté.

—Amigo mío, ¿no le he dicho siempre que no tengo pruebas? Una cosa es saber que un hombre es culpable y otra completamente distinta es probarlo. Y en este caso hay muy pocas pruebas. Ése es el problema. Yo, Hércules Poirot, lo sé todo, pero me falta el último eslabón de la cadena. Y a menos que encuentre ese eslabón perdido…

Movió la cabeza, pensativo.

—¿Cuándo empezó usted a sospechar de John Cavendish? —pregunté.

—¿Usted no sospechó nada?

—Desde luego que no.

—¿Ni siquiera después de las palabras que usted oyó entre mistress Cavendish y su madre política y la falta de sinceridad de la primera pesquisa?

—No.

—Cuando Alfred Inglethorp negó tan insistentemente que hubiera peleado con su esposa, ¿no ató usted cabos y pensó que si no había sido él tenían que haber sido Lawrence o John? Pero si hubiera sido Lawrence, la conducta de Mary Cavendish hubiera sido inexplicable. Sí, por el contrario, se trataba de John, todo quedaba explicado con sencillez.

—¿Así que fue John el que disputó con su madre aquella tarde? —exclamé, haciéndose de pronto la luz en mi cerebro.

—Exactamente.

—¿Y lo ha sabido usted todo el tiempo?

—Desde luego. Sólo de este modo podía explicarse la conducta de mistress Cavendish.

—Y, sin embargo, ¿dice usted que fácilmente puede ser absuelto?

Poirot se encogió de hombros.

—Claro que lo digo. En la sesión ante el tribunal de la policía oiremos el caso para el encausamiento, pero probablemente sus procuradores le aconsejarán que reserve su defensa. Ya lo veremos en la causa. Ah, por cierto, tengo que hacerle una advertencia. Yo no debo aparecer en este asunto.

—¿Qué?

—No. Oficialmente no tengo nada que ver con todo esto. Hasta que encuentre ese eslabón que falta en la cadena tengo que quedarme entre bastidores. Mistress Cavendish debe creer que estoy trabajando en favor de su marido, no en contra de él.

—¡Me parece muy sucio su juego! —protesté.

—De ningún modo. Tenemos que habérnoslas con un hombre muy inteligente y sin escrúpulos y debemos usar todos los medios que estén a nuestro alcance o se nos escapará de entre las manos. Por eso he tenido cuidado de permanecer en segundo término. Japp ha hecho todos los descubrimientos y toda la gloria será para él. Si me llaman a prestar declaración —se sonrió abiertamente—, probablemente será como testigo de la defensa.

Apenas podía dar crédito a lo que oía.

—Está completamente
en règle
—continuó Poirot—. Por extraño que parezca, mi declaración puede destruir uno de los puntos de apoyo de la acusación.

—¿Cuál?

—El que se refiere a la destrucción del testamento. John Cavendish no destruyó el testamento.

Poirot resultó ser un verdadero profeta. No entraré en los detalles de la sesión ante el tribunal de la policía, porque implicaría muchas repeticiones tediosas. Sólo diré simplemente que John Cavendish reservó su defensa y fue debidamente condenado a juicio.

Septiembre nos encontró a todos en Londres. Mary tomó una casa en Kensington y Poirot fue incluido en la familia.

A mí me dieron un puesto en el Ministerio de la Guerra, de modo que pude verlos con mucha frecuencia.

Según iban pasando las semanas, Poirot estaba cada vez más nervioso. Seguía sin encontrar aquel «último eslabón» del que había hablado. En mi interior yo deseaba que no apareciera, porque ¿qué vida esperaba a Mary si John no era absuelto?

El 15 de septiembre, John Cavendish apareció en el banquillo de Old Bailey, acusado del «asesinato premeditado de Emily Agnes Inglethorp», declarándose «no culpable».

Se encargaba de la defensa sir Ernest Heavywether

El fiscal, míster Philips, inició la sesión. El asesinato, dijo, demostraba una premeditación y sangre fría extraordinarias. Se trataba, ni más ni menos, del deliberado envenenamiento de una mujer cariñosa y confiada por un hijastro para quien había sido más que una madre. Lo había mantenido desde su infancia. Él y su esposa habían vivido en Styles una vida de lujo, rodeados de su cariño y cuidados. Había sido para ellos una bienhechora cariñosa y espléndida.

Propuso llamar a testigos que demostrarían que el acusado, disoluto y manirroto, no sabía qué hacer para conseguir dinero y sostenía relaciones amorosas con una tal mistress Raikes, esposa de un granjero de la vecindad. Habiendo llegado esto a oídos de su madrastra, le afeó su conducta en la tarde anterior a su muerte y a continuación se desarrolló entre ellos una disputa, parte de la cual fue oída. El día anterior, el acusado había comprado estricnina en la farmacia del pueblo, llevando un disfraz por medio del cual pensaba echar la responsabilidad del crimen sobre otro hombre; esto es, sobre el marido de mistress Inglethorp. Míster Inglethorp pudo presentar una coartada incuestionable.

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