En la tarde del 17 de junio, continuó diciendo el fiscal, inmediatamente después de la pelea con su hijo, mistress Inglethorp redactó un nuevo testamento. Este testamento fue encontrado destruido en la chimenea del cuarto de la finada, pero se habían hallado pruebas que demostraban que en él constituía en heredero a su esposo. La muerta ya había hecho un testamento en su favor antes de su matrimonio, pero —míster Philips levantó el índice significativamente— el acusado no conocía este hecho. El motivo que habría inducido a la finada a redactar un nuevo testamento estando en vigor el anterior no podía saberlo míster Philips. Era una señora anciana y posiblemente había olvidado la existencia del otro testamento; o, lo cual le parecía a él más probable, podía haber creído que su matrimonio lo había anulado, ya que había habido una conversación a tal respecto. Las señoras no suelen estar muy versadas en cosas de Leyes. Había redactado un testamento en favor del acusado alrededor de un año antes. Míster Philips presentaría un testigo que probaría que fue el acusado el último que tocó el café de la finada en la noche fatal. Más tarde solicitó entrar en el cuarto de su madrastra, encontrando entonces, sin duda, oportunidad de destruir el testamento, pensando que de este modo convertía en válido el redactado a su favor.
El acusado ha sido arrestado por el detective inspector Japp, funcionario de gran capacidad, como consecuencia de haberse descubierto en su cuarto el mismo frasco de estricnina que había sido vendido en la farmacia del pueblo al supuesto míster Inglethorp el día anterior del asesinato. El Jurado decidiría si estos hechos condenatorios constituían o no prueba abrumadora de la clara culpabilidad del reo.
Y dando a entender que no podía imaginarse a un Jurado diciendo lo contrario, míster Philips se sentó, enjugándose la frente.
Los primeros testigos de la acusación fueron en su mayor parte los que habían sido llamados en la encuesta y, como entonces, con anterioridad había sido oído el informe medico.
Sir Ernest Heavywether, famoso en toda Inglaterra por su falta de escrúpulos para intimidar a los testigos, sólo hizo dos preguntas.
—Tengo entendido, doctor Bauerstein, que la estricnina, como droga, actúa rápidamente.
—Sí.
—Y que usted no puede explicar el retraso en este caso.
—No.
—Gracias.
Míster Mace identificó el frasco que le entregó el fiscal como el que había vendido al «míster Inglethorp». Al ser presionado por sir Ernest, admitió que conocía sólo de vista a míster Inglethorp. Nunca había hablado con él. El testigo no fue interrogado por la parte contraria.
Fue llamado Alfred Inglethorp, quien negó haber comprado el veneno. Negó, asimismo, haber disputado con su esposa. Varios testigos afirmaron la veracidad de estas declaraciones.
Los jardineros declararon que habían firmado como testigos del testamento, y entonces fue llamada Dorcas.
Dorcas, fiel a «su señorito», negó enérgicamente la posibilidad de que la voz que ella había oído fuera la de John y declaró resueltamente, contra toda razón, que era míster Inglethorp quien había estado en el
boudoir
con su señora. En el banquillo, el acusado sonrió anhelante. Demasiado bien sabía él que el animoso desafío de la vieja sirviente no servía de nada, ya que la defensa no tenía intención de negar este punto. Naturalmente, mistress Cavendish no pudo ser llamada a prestar declaración contra su esposo.
Después de varias preguntas sobre otros temas, míster Philips preguntó:
—¿Recuerda usted la llegada, el pasado mes de junio, de un paquete de Parkson, los sastres de teatro, para míster Lawrence Cavendish? Le suplico haga memoria.
—No recuerdo, señor. Puede haber sido así, pero míster Lawrence estuvo fuera durante una parte de aquel mes.
—En caso de que el paquete hubiera llegado en su ausencia, ¿qué hubiera hecho con él?
—Lo hubieran llevado a su cuarto o se lo hubieran mandado a él.
—¿Usted?
—No, señor; yo lo hubiera dejado en la mesa del vestíbulo. Miss Howard era la que se cuidaba de esas cosas.
Llamada miss Howard, fue interrogada primeramente sobre otros aspectos de la cuestión, abordándose al fin el tema del paquete.
—No recuerdo. Llegaban montones de paquetes. Imposible recordar uno determinado.
—¿No sabe usted si le fue enviado a Gales a míster Lawrence Cavendish o si fue dejado en su cuarto?
—No creo que haya sido enviado a Gales. Lo hubiera recordado.
—Suponiendo que llegara un paquete dirigido a míster Lawrence Cavendish y que después desapareciera, ¿lo habría echado de menos?
—No, no lo creo. Supondría que alguien lo había guardado.
—¿Fue usted, miss Howard, quien encontró este pliego de papel de estraza?
Y mostró el mismo pliego de papel polvoriento que Poirot y yo habíamos examinado en el saloncito de mañana de Styles.
—Sí, yo fui.
—¿Cómo se le ocurrió a usted buscarlo?
—El detective belga llamado para investigar el caso me pidió que lo buscara.
—¿Dónde lo encontró usted?
—En la parte superior de… de… un armario.
—¿En el armario del acusado?
—Creo, creo que sí.
—¿No fue usted misma quien lo encontró?
—Sí.
—Entonces, debe usted saber dónde lo encontró.
—Sí. Fue en el armario del acusado.
—Esto ya está mejor.
Un empleado de «Parkson, sastres de teatro», declaró que el 29 de junio habían enviado una barba negra a míster Lawrence Cavendish, según se les había pedido. El encargo había sido hecho por carta, dentro de la cual iba una orden para cobrar en Correos. No, no conservaban la carta. Todas las transacciones se apuntaban en los libros. Según se les indicaba, habían enviado la barba a «Mr. L. Cavendish, Styles Court».
Sir Ernest Heavywether se levantó con estudiada lentitud.
—¿De dónde venía la carta?
—De Styles Court.
—¿De la misma dirección a donde ustedes enviaron el paquete?
—Sí.
—¿Y la carta venía de allí mismo?
—Sí.
Como un ave de presa, Heavywether cayó sobre él:
—¿Cómo lo sabe usted?
—No… no comprendo.
—¿Cómo sabe usted que la carta venía de Styles? ¿Se fijó en el matasellos?
—No, pero…
—¡Ah! ¡
No
se fijó en el matasellos! Sin embargo, usted afirma resueltamente que venía de Styles. En realidad, ¿no podía haber venido de cualquier otro sitio?
—Sí…
—En realidad, la carta, aunque escrita en papel timbrado, ¿no podía haber sido enviada desde cualquier parte? ¿Desde Gales, por ejemplo?
El testigo admitió que podía haber ocurrido así y sir Ernest no ocultó su satisfacción.
Elizabeth Well, segunda doncella de Styles, manifestó que después de haberse ido a la cama recordó que había dejado la puerta principal con el cerrojo echado por dentro, y no cerrada sólo con el picaporte, como míster Inglethorp había ordenado. Por consiguiente, había bajado a rectificar su error. Al oír un ligero ruido en el ala izquierda, atisbo a lo largo del pasillo y vio a míster John Cavendish llamando a la puerta de mistress Inglethorp.
Sir Ernest Heavywether terminó pronto con ella. La intimidó de un modo tan despiadado que se contradijo lamentablemente y sir Ernest se sentó con sonrisa satisfecha.
Annie declaró sobre la mancha de grasa en el suelo y cómo había visto al reo llevar el café al
boudoir
, suspendiéndose la vista hasta el día siguiente, tras su declaración.
Camino de casa, Mary Cavendish se quejó con amargura de los procedimientos del fiscal:
—¡Qué hombre más odioso! ¡Qué red le ha tendido a mi pobre John! ¡Cómo retorcía los hechos hasta hacerles adquirir un sentido distinto!
—Bueno —la consolé—, mañana será otra cosa.
—Sí —dijo Mary, pensativa; de pronto bajó la voz—. Míster Hastings, usted no creerá que… ¡Oh, no, no puede haber sido Lawrence; no, no puede haber sido él!
Pero yo mismo estaba desconcertado y, tan pronto como me reuní con Poirot le pregunté qué sería lo que intentaba sir Ernest.
—¡Ah! —repuso Poirot con admiración—. Es un hombre muy hábil ese sir Ernest.
—¿Creerá culpable a Lawrence?
—Opino que no cree en nada ni le importa nada. No, lo que pretende es sembrar la confusión en el Jurado, que la opinión esté dividida respecto a cuál de los dos hermanos lo hizo. Está tratando de demostrar que hay tantas pruebas contra Lawrence como contra John, y no digo que no lo consiga en algún momento.
Al reanudarse la vista de la causa, el primer testigo requerido fue el detective inspector Japp, quien prestó declaración sucinta y brevemente. Después de relatar los anteriores acontecimientos, continuó:
—Actuando de acuerdo con información recibida, el superintendente Summerhaye y yo registramos el cuarto del acusado, aprovechando su ausencia de la casa. En la cómoda, debajo de unas prendas interiores, encontramos: primero, un par de quevedos con montura de oro, semejantes a los que usa míster Inglethorp —presentó los quevedos—; segundo, este frasco.
El frasco era el que ya había reconocido el ayudante de la farmacia: una pequeña botella de cristal azul con unos granos de un polvo cristalino, y que llevaba la siguiente etiqueta: «Hidrocloruro de estricnina. VENENO».
Los detectives habían descubierto una nueva prueba después de la sesión ante el tribunal de la policía. Se trataba de un largo trozo de papel secante, casi nuevo, encontrado en el talonario de cheques de mistress Inglethorp y que, leído por medio de un espejo, decía claramente: «… de lo que posea al morir se lo dejo a mi amado esposo Alfred Ing…». Con esto quedó establecido sin lugar a duda que el destruido testamento había sido hecho en favor del marido de la difunta señora. A continuación, Japp mostró el trozo de papel medio quemado descubierto en el hogar de la chimenea, y con esto y el hallazgo de la barba en el desván terminó su declaración.
Pero todavía faltaba el interrogatorio de sir Ernest.
—¿En qué día registró usted el cuarto del acusado?
—El martes veinticuatro de julio.
—¿Una semana exactamente después de la tragedia?
—Sí.
—Dice usted que encontró esos dos objetos en la cómoda. ¿Estaba abierto el cajón?
—Sí.
—¿No le parece a usted extraño que un hombre que ha cometido un crimen guarde las pruebas de él en un cajón abierto, donde cualquiera puede encontrarlas a poco que se busque?
—Pudo haberlas escondido allí precipitadamente.
—Pero acaba usted de decir que había transcurrido toda una semana desde el asesinato. Habría tenido tiempo suficiente para sacarlas de allí y destruirlas.
—Quizá.
—Nada de quizá. ¿Tendría o no tendría tiempo suficiente para sacar de allí esos objetos y destruirlos?
—Sí.
—Las prendas interiores bajo las que estaban escondidos los objetos, ¿eran ligeras o gruesas?
—Más bien gruesas.
—En otras palabras, se trataba de prendas de invierno. Era sumamente improbable que el acusado fuera a tal cajón, ¿verdad?
—Quizá.
—Por favor, conteste a mi pregunta. ¿Era probable que el acusado, en la semana más calurosa de un caliginoso verano, fuera al cajón donde guardaba ropa interior de invierno? ¿Sí o no?
—No.
—En tal caso, ¿no es posible que los artículos en cuestión fueran puestos allí por una tercera persona y que el acusado no conociera su presencia?
—No me parece probable.
—¿Pero es posible?
—Sí.
—Eso es todo.
Continuaron las declaraciones. Se declararon las dificultades pecuniarias en que se encontraba el acusado a fines de julio, así como su enredo con mistress Raikes. ¡Pobre Mary, qué amargo debió resultar a su gran orgullo el oír esto! Evelyn Howard había adivinado los hechos, aunque su animadversión contra Alfred Inglethorp le había hecho concluir, llevada por ese odio incomprensible, a que era éste el comprometido.
A continuación subió Lawrence Cavendish al estrado de los testigos. En voz baja, contestando a las preguntas de míster Philips, negó haber encargado algo a la casa Parkson en junio. En realidad, el 29 de junio estaba en Gales pasando una temporada.
Inmediatamente la barbilla de sir Ernest se adelantó belicosamente.
—¿Niega usted haber encargado a Parkson una barba negra el día veintinueve de junio?.
—Lo niego.
—¡Ah! En caso de que le ocurriera algo a su hermano, ¿quién heredaría a Styles Court?
La brutalidad de la pregunta hizo afluir la sangre al rostro pálido de Lawrence. El juez expresó su desaprobación con un débil murmullo y el acusado, en el banquillo, se adelantó furioso.
Heavywether no se impresionó en absoluto por la furia de su cliente.
—Conteste a mi pregunta, por favor.
—Me figuro —dijo Lawrence serenamente— que lo heredaría yo.
—¿Qué quiere decir usted con eso de «me figuro»? Su hermano no tiene hijos. ¿Heredaría usted, sí o no?
—Sí.
—¡Ah, esto está mejor! —dijo Heavywether con alegría salvaje—. Y heredaría usted también una buena cantidad de dinero, ¿no es así?
—Realmente, sir Ernest —protestó el juez—, esas preguntas son improcedentes.
Habiendo lanzado ya la insinuación, sir Ernest se inclinó ante el juez y continuó:
—El martes, diecisiete de julio, visitó usted, según creo, con un invitado de Styles Court, el dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, ¿no es cierto?
—Sí.
—Cuando se quedó usted solo por unos segundos, ¿abrió usted el armario de los venenos y examinó una de las botellas?
—Pue… puede ser que sí.
—¿Debo entender que lo hizo usted?
—Sí.
Sir Ernest lanzó la siguiente pregunta directamente:
—¿Examinó usted una botella en particular?
—No, no lo creo.
—Tenga usted cuidado, míster Cavendish. Me refiero a una botella pequeña de hidrocloruro de estricnina.
—No… Estoy seguro que no.
—Entonces, ¿cómo explica usted que se hayan encontrado en la botella sus huellas dactilares?
El sistema empleado por sir Ernest para amedentrar a los testigos era especialmente eficaz con un temperamento nervioso.
—Me… me figuro que la habré cogido.
—¡Yo también me lo figuro! ¿Sustrajo usted algo del contenido de la botella?