Recordé aquella conversación tan enigmática entre Poirot y miss Howard. ¿Sería eso lo que querían decir, la monstruosa posibilidad que Emily se esforzara en no creer?
Sí, todo parecía encajar. No era extraño que miss Howard hubiera querido ocultar el asunto. Entonces comprendí aquella frase suya que no terminó: «La misma Emily…». E interiormente estuve de acuerdo con ella. ¿No hubiera preferido mistress Inglethorp que su muerte quedara impune antes de ver deshonrado el nombre de los Cavendish?
—Hay otra cosa aún —dijo John de pronto, y el inesperado sonido de su voz me sobresaltó, sintiéndome culpable—. Algo que me hace dudar de que lo que dices pueda ser cierto.
—¿Qué pasa? —pregunté, dando gracias a Dios al ver que había abandonado el tema referente a cómo podía haber sido introducido el veneno en el chocolate.
—El que el doctor Bauerstein haya solicitado la autopsia… No tenía por qué haberlo hecho. El pobre Wilkins hubiera estado muy contento de dejarlo como ataque al corazón.
—Sí —dije pensativo—. Pero no sabemos. Puede que haya pensado que era más seguro a la larga. Podía haber habladurías más tarde. Entonces el Ministerio del Interior podía ordenar la exhumación. Todo habría salido a la luz y él se hubiera encontrado en una situación difícil, porque nadie hubiera creído que un hombre de sus conocimientos se equivocara en lo del ataque al corazón.
—Sí, es posible —admitió John; y añadió—. Sin embargo, que me desuellen si veo qué motivo puede haber tenido.
Me eché a temblar de nuevo.
—Mira —dije—. Puedo estar completamente equivocado. Y recuerda que todo esto es confidencial.
—Ah, por supuesto, ni que decir tiene.
Mientras hablábamos habíamos llegado a la puerta pequeña del jardín. Oímos voces cercanas, porque estaban sirviendo el té bajo el sicómoro, como en el día de mi llegada.
Cynthia había vuelto del hospital y acerqué mi silla a la suya, transmitiéndole el deseo de Poirot de visitar el dispensario.
—Desde luego. Me encantará su visita. Que vaya a tomar el té conmigo una tarde. Tengo que ponerme de acuerdo con él. ¡Es un hombrecillo tan agradable! Pero es cómico. El otro día me hizo quitar el broche que llevaba en la blusa y ponérmelo otra vez, porque al parecer no quedaba derecho.
Me reí.
—Sí, es una verdadera manía.
—¿Verdad que sí?
Estuvimos callados durante un par de minutos, y entonces, mirando en la dirección de Mary Cavendish y bajando la voz, Cynthia dijo:
—Míster Hastings.
—Dígame, Cynthia.
—Quiero hablar con usted, después del té.
El modo como miró a Mary me dio que pensar. Supuse que entre las dos no había gran simpatía. Por primera vez se me ocurrió preguntarme cuál sería el futuro de la muchacha. Mistress Inglethorp no había dejado ninguna disposición con respecto a ella, pero supuse que John y Mary insistirían para que se quedara a vivir con ellos, al menos hasta el fin de semana. John, indudablemente, le tenía gran afecto y sentiría que se marchara.
John que había entrado en la casa, apareció de nuevo. Su rostro, generalmente afable, presentaba una desacostumbrada expresión de ira.
—¡Malditos detectives! ¡Pero qué andarán buscando! Han estado en todas las habitaciones de la casa, poniéndolo todos patas arriba. ¡Es realmente horrible! Me figuro que se aprovecharon de que todos estábamos fuera. La próxima vez que vea a Japp me las va a pagar.
—¡Pandilla de fisgones! —gruñó miss Howard.
Lawrence opinó que tenían que aparentar que hacían algo. Mary Cavendish no dijo una palabra.
Después del té invité a Cynthia a dar una vuelta y, sin prisa, nos dirigimos juntos al bosque.
—¿De qué se trata? —pregunté tan pronto como estuvimos a salvo de miradas curiosas, protegidos por la cortina de árboles.
Con un suspiro, Cynthia se quitó el sombrero y se tumbó en el suelo. La luz del sol, atravesando los árboles, convertía su cabello rojizo en oro palpitante.
—Míster Hastings, usted ha sido siempre tan bueno y sabe usted tanto…
Caí entonces en la cuenta de que Cynthia era realmente una muchacha encantadora. Mucho más encantadora que Mary, que nunca decía cosas así.
—Siga usted —la animé, viendo que titubeaba.
—Quiero pedirle consejo. ¿Qué voy a hacer?
—¿Qué va usted a hacer de qué?
—¡Ya lo está usted viendo! La tía Emily siempre me había dicho que se acordaría de mi futuro. Supongo que se olvidó, o quizá no pensó que iba a morir tan pronto. De todos modos, no se acordó de mí. Y no sé qué hacer. ¿Cree usted que debo marcharme inmediatamente?
—¡Por Dios, claro que no! Estoy seguro de que no quieren separarse de usted.
Cynthia titubeó un momento, arrancando la hierba con sus pequeñas manos. Al fin dijo:
—Mistress Cavendish quiere que me vaya. Me odia.
—¿Qué la odia? —exclamé, atónito.
Cynthia asintió.
—Sí. No sé por qué, pero no puede resistirme; ni
él
tampoco.
—Eso sí que no —dije con calor—. Al contrario, John le tiene a usted mucho cariño.
—¡Ah, sí, John! Me refería a Lawrence. Naturalmente, no es que me importe el que Lawrence me odie o no. Pero es horrible cuando nadie la quiere a una, ¿verdad?
—¡Pero si la quieren, mi querida Cynthia! —dije sinceramente—. Estoy seguro de que se equivoca usted. Mire, están John y miss Howard.
Cynthia asintió, sombría.
—Sí, supongo que John me quiere, y Evie, con todas sus brusquedades, es incapaz de matar una mosca. Pero Lawrence nunca me habla si puede evitarlo, y Mary tiene que hacer un esfuerzo para tratarme con educación. Quiere que se quede Evie, se lo ha pedido, pero no me quiere a mí, y yo… yo… no sé lo que voy a hacer.
Súbitamente, la pobre chiquilla se echó a llorar.
No sé lo que se apoderó de mí. Quizá fue que estaba muy bella, sentada allí, con el sol reflejándose en su cabeza; quizá el alivio que representaba el encontrarse con alguien completamente desconectado de la tragedia; o simplemente sincera compasión hacia su juventud y abandono. El caso es que me incliné hacia ella y cogiendo su manita le dije con voz torpe:
—Cásase conmigo, Cynthia.
Sin proponérmelo, había encontrado un remedio maravilloso para sus lágrimas. Se enderezó inmediatamente, retiró su mano de la cara y dijo con alguna aspereza:
—¡No sea usted tonto!
Me enfadé un poco.
—No soy tonto. Le estoy pidiendo que me conceda el honor de ser mi mujer.
Con gran sorpresa por mi parte Cynthia se echó a reír y me llamó «querido payaso».
—Es muy amable por su parte —dijo—; pero usted bien sabe que no desea casarse conmigo.
—Sí, quiero. Tengo…
—No importa lo que tenga usted. Usted no quiere realmente casarse conmigo… y yo tampoco.
—En ese caso, no hay más que hablar —dije ofendido—. Pero no veo en ello motivo de risa. No hay nada de cómico en una proposición matrimonial.
—Claro que no —dijo Cynthia—. Puede que alguien le acepte la próxima vez. Adiós, me ha animado usted mucho.
Y desapareció entre los árboles con una última explosión de regocijo.
Pensando en la entrevista, la encontré profundamente desagradable.
Se me ocurrió de pronto que haría bien en bajar al pueblo y ver a Bauerstein. Alguien tenía que vigilarlo. Al mismo tiempo, sería prudente calmar las sospechas que sobre él pesaban. Recordé la confianza que había depositado Poirot en mi diplomacia. Por consiguiente, me dirigí a la bonita casita donde sabía se alojaba. En la ventana había un cartel con el letrero «Departamentos». Golpeé en la puerta.
Una mujer vieja salió a abrir.
—Buenas tardes —dije amablemente—. ¿Está el doctor Bauerstein?
Se me quedó mirando.
—¿Pero ¿no lo sabe?
—¿Si no sé qué?
—Lo que ha pasado.
—¿Qué le ha pasado?
—Se lo han llevado.
—¿Que se lo han llevado? ¿Se ha muerto?
—No; se lo ha llevado la «poli».
—La Policía —corregí con dificultad—. ¿Quiere usted decir que lo han detenido?
—Sí eso es; y…
No esperé oír más, sino que crucé el pueblo corriendo en busca de Poirot.
C
ON gran disgusto por mi parte, Poirot no estaba en su casa y el anciano belga que contestó a mi llamada me informó que creía que había ido a Londres.
Me quedé sin habla. ¿Qué se le había perdido a Poirot en Londres? ¿Se había decidido de pronto o tendría ya esa idea cuando se despidió de mí horas antes?
Tomé el camino de Styles algo molesto. Sin Poirot no sabía cómo actuar. ¿Habría previsto el arresto? ¿No habría sido obra suya? No pude contestar a estas preguntas. Pero, entretanto, ¿qué hacer? ¿Anunciaría a todos en Styles el arresto? Aunque no quería confesármelo a mí mismo, no podía apartar de mi imaginación el recuerdo de Mary Cavendish. ¿No sería un choque terrible para ella? Por de pronto rechacé cualquier sospecha que pudiera haber tenido de su culpabilidad. No podía estar complicada, o acaso hubiera oído yo alguna insinuación al respecto.
Naturalmente, era ya imposible ocultar por mucho tiempo la detención del doctor Bauerstein. Todos los periódicos del día siguiente lo dirían. Sin embargo, no me decidía a dar la noticia. Si hubiera tenido a mano a Poirot le hubiera pedido consejo. ¿Qué mosca le habría picado para marcharse a Londres tan rápida e inexplicablemente?
A pesar mío, mi buena opinión sobre su sagacidad se fortaleció. Nunca se me hubiera ocurrido sospechar del doctor si él no me hubiera metido la idea en la cabeza. Sí, decididamente el hombrecillo era inteligente.
Tras reflexionar un poco, decidí convertir a John en mi confidente y dejarle a él la alternativa de hacer pública la noticia o no, según le pareciera mejor.
Al comunicarle el hecho, John lanzó un silbido.
—¡Atiza! Entonces
tú
tenías razón. No podía creerlo.
—No, es asombroso hasta que te acostumbrabas a la idea y ves como todo encaja. Y ahora, ¿qué vamos a hacer? Naturalmente, todo el mundo lo sabrá mañana.
John reflexionó.
—No importa —dijo por fin—, no diremos nada por ahora. No es necesario. Como tú has dicho, todos lo sabrán a su debido tiempo.
Pero, con gran sorpresa por mi parte al bajar temprano a la mañana siguiente y abrir con ansiedad los periódicos, no encontré ni una palabra sobre la detención. Había una columna de relleno acerca de «El envenenamiento de Styles», pero nada más. Era inexplicable; pero pensé que, por alguna razón, Japp quería ocultar la noticia a los periódicos. Me preocupó un poco esto, porque parecía indicar la posibilidad de nuevos arrestos.
Después del desayuno decidí bajar al pueblo y ver si Poirot había regresado, pero antes de ponerme en camino un rostro familiar asomó por una de las puertas-ventana y una voz conocida dijo:
—
Bonjour, mon ami.
—¡Poirot! —exclamé reconfortado, y agarrándole con ambas manos lo arrastré a la habitación—. Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien. Escuche, sólo se lo he dicho a John. ¿He hecho bien?
—Amigo mío —replicó Poirot—, no sé de qué me habla.
—De la detención del doctor Bauerstein; ¿de qué voy a hablar? —contesté con impaciencia.
—¿De modo que han arrestado a Bauerstein?
—¿No lo sabía usted?
—Primera noticia.
Pero después de una pausa añadió:
—Bien mirado, no me sorprende. Recuerde que sólo estamos a cuatro millas de la costa.
—¿La costa? —preguntó desconcertado—. ¿Qué tiene eso que ver?
Poirot se encogió de hombros.
—Está clarísimo.
—Para mí no. Debo de ser muy tonto, pero no veo la relación que puede tener la proximidad de la costa con el asesinato de mistress Inglethorp.
—Ninguna en absoluto —replicó Poirot sonriendo—. Pero estamos hablando de la detención del doctor Bauerstein.
—Pero está detenido por el asesinato de mistress Inglethorp…
—¿Cómo? —exclamó Poirot, al parecer completamente estupefacto—. ¿Que el doctor Bauerstein está detenido precisamente por el asesinato de mistress Inglethorp? ¿Está usted seguro?
—Claro.
—¡Imposible! ¡Qué absurdo! ¿Quién le ha dicho eso, amigo mío?
—Como decir, no me lo ha dicho nadie —confesé—; pero está detenido.
—¡Ah, sí, desde luego! Pero fue por espionaje, mi pobre amigo.
—¿Espionaje? —balbucí.
—Exactamente.
—¿No está detenido por el asesinato de mistress Inglethorp?
—No, a menos que nuestro amigo Japp haya perdido la cabeza —replicó Poirot tranquilamente
—Pero…, ¡pero si yo creía que usted también pensaba lo mismo…!
Poirot me dirigió una mirada compasiva. Evidentemente la idea le parecía absurda.
—¿Quiere usted decir —pregunté, adaptándome lentamente a la nueva situación— que el doctor Bauerstein es un espía?
Poirot asintió.
—¿No lo sospechaba usted?
—Ni me pasó por la cabeza.
—¿No le pareció extraño que el famoso médico de Londres viniera a enterrarse en un pueblo como éste y tuviera la costumbre de vagabundear por ahí a altas horas de la noche?
—No —confesé—, nunca pensé en semejante cosa.
—Desde luego, es alemán de nacimiento —reflexionó Poirot—, aunque ha ejercido su profesión durante tanto tiempo en este país que nadie diría que no es inglés. Se naturalizó hace unos quince años. Un hombre muy inteligente. Judío, naturalmente.
—¡El muy canalla!
—Nada de canalla; al contrario, es una patriota. Piense en lo que arriesga. Personalmente, yo le admiro.
Pero yo pude considerar el hecho con el mismo sentido filosófico que Poirot.
—¡Pensar que mistress Cavendish se ha paseado por todo el país con ese hombre! —exclamé, indignado.
—Sí. Supongo que a él le resultaría muy útil esa amistad. Mientras se murmuraba acerca de ellos, cualquier otra extravagancia del doctor pasaría inadvertida.
—Entonces, ¿usted cree que nunca estuvo sinceramente interesado por ella? —pregunté ansiosamente, quizá demasiado ansiosamente, dadas las circunstancias.
—Eso no puedo saberlo, como es natural; pero ¿quiere que le dé mi opinión personal, Hastings?
—Sí.
—Ahí va: a mistress Cavendish ni le importa ni le ha importado nunca un bledo el doctor Bauerstein.
—¿De veras lo cree usted así? —pregunté, sin poder ocultar mi satisfacción.