—Desde luego que no.
—Entonces, ¿para qué la cogió usted?
—En otros tiempos he estudiado Medicina. Naturalmente, esas cosas me interesan.
—¡Ah! De modo que los venenos, «naturalmente», le interesan, ¿no es cierto? Sin embargo, esperó usted a encontrarse a solas para satisfacer su «interés».
—Eso fue pura casualidad. Si hubieran estado allí los demás hubiera hecho exactamente lo mismo.
—Sin embargo, ¿dio la casualidad de que los demás no estaban presentes?
—Sí, pero…
—De hecho, durante toda la tarde, usted estuvo a solas durante un par de minutos, y ¿dio la casualidad, estoy diciendo «la casualidad», de que en esos dos minutos usted se entregó a su «natural interés» por el hidrocloruro de estricnina?
—Bueno, yo… yo…
Con semblante expresivo y satisfecho, sir Ernest observó:
—No tengo nada más que preguntarle, míster Cavendish.
El interrogatorio había causado gran excitación en la sala. Las cabezas de muchas de las elegantes señoras presentes se hallaban muy juntas y sus cuchicheos se hicieron tan ruidosos que el juez amenazó indignado con desalojar la sala si no se hacía silencio inmediatamente.
No hubo mucho más que declarar. Los peritos en caligrafía fueron llamados para que opinasen sobre la firma de «Alfred Inglethorp» en el libro de registros de la farmacia. Declararon todos con unanimidad que no era la escritura de Inglethorp y dijeron que, según su punto de vista, podía ser la del acusado desfigurada. Interrogados por la parte contraria, admitieron que podía ser la del acusado hábilmente falsificada.
El discurso de sir Ernest al iniciar la defensa no fue largo, pero estaba respaldado por la fuerza de su enérgica personalidad. Nunca, dijo, en el transcurso de su larga experiencia, se había encontrado con una acusación de asesinato basada en pruebas tan poco convincentes. No sólo se trataba de pruebas de indicios, sino que la mayor parte de ellas no estaban ni siquiera probadas. Que los señores del Jurado recordaran toda la declaración oída y la examinaran imparcialmente. La estricnina había sido encontrada en un cajón del cuarto del acusado. El cajón no estaba cerrado, como había señalado él con anterioridad, y alegó que no podía probarse que hubiera sido el acusado el que había escondido allí el veneno. De hecho, se trataba de una tentativa ruin y malvada por parte de una tercera persona de hacer recaer el crimen sobre el acusado. La acusación había sido incapaz de mostrar la más insignificante prueba en apoyo de su pretensión de que no fue el acusado quien encargó la barba negra a casa Parkson. La discusión que se cruzó entre el acusado y su madrastra había sido abiertamente admitida, pero tanto esta discusión como sus apuros económicos habían sido exagerados groseramente.
Su docto amigo —sir Ernest inclinó la cabeza con descuido hacia míster Philips— había manifestado que, de ser inocente, el acusado habría explicado en la encuesta que él, y no míster Inglethorp, había disputado con la finada. Creía que los hechos habían sido tergiversados, pero lo que en realidad había ocurrido era lo siguiente: al volver el acusado a su casa el martes por la tarde, supo por fuente autorizada que se había producido una violenta disputa entre míster y mistress Inglethorp. El acusado no había sospechado ni remotamente que su voz hubiera sido confundida con la de míster Inglethorp. Como es natural, sacaría la conclusión de que su madrastra había reñido con dos personas la misma tarde.
La acusación había asegurado que el lunes 16 de julio el acusado había entrado en la farmacia del pueblo caracterizado como míster Inglethorp. El acusado, por el contrario, se hallaba en aquel momento en un apartado lugar llamado Marton’s Spinney, a donde había acudido citado por una nota anónima, escrita en términos de chantaje, y en la que se amenazaba con revelar a su esposa cierto asunto a menos que siguiera sus instrucciones. Por consiguiente, el acusado había acudido al lugar de la cita y, después de esperar en vano durante media hora, había regresado a su casa. Desgraciadamente, ni a la ida ni a la vuelta encontró a nadie que pudiera dar fe de su historia, pero por fortuna conservaba la nota que sería presentada como prueba.
En cuanto a la destrucción del testamento, el acusado había practicado anteriormente en el foro y sabía perfectamente que el testamento hecho en su favor el año anterior quedaba automáticamente anulado con el nuevo matrimonio de su madrastra. Presentaría pruebas que demostrarían quién fue la persona que realmente destruyó el testamento y era posible que con ello el proceso adquiriera un aspecto totalmente distinto.
Por último, quería llamar la atención del Jurado sobre el hecho de que existían pruebas contra otras personas, además de John Cavendish. Por ejemplo, las pruebas contra Lawrence Cavendish eran tan consistentes, por lo menos, como las que había contra su hermano.
Ahora llamaría al acusado.
El acusado se mantuvo en actitud digna en la tribuna de los testigos. Llevado con habilidad por sir Ernest, su declaración fue clara y verosímil. El anónimo fue presentado al Jurado para su examen. La prontitud con que admitió sus dificultades económicas y el desacuerdo con su madrastra dio valor a sus negativas.
Al final de su declaración se detuvo y dijo:
—Quisiera dejar bien sentado que desapruebo y rechazo enérgicamente las insinuaciones de sir Ernest con respecto a mi hermano. Estoy seguro de que mi hermano no tiene más participación en el crimen que yo mismo.
Sir Ernest se limitó a sonreír. Su aguda mirada observó que la protesta de John había causado una impresión muy favorable al Jurado.
Entonces empezó el interrogatorio de la parte contraria.
—Creo haber oído decir que ni remotamente le pasó a usted por la cabeza el que los testigos de las pesquisas hubieran podido confundir su voz con la de míster Inglethorp. ¿No le parece muy extraño?
—No lo crea. Me dijeron que mi madre había disputado con míster Inglethorp y no se me ocurrió que no fuera así.
—¿Ni siquiera cuando la sirvienta repitió algunos trozos de la conversación, que usted debió haber reconocido?
—No los reconocí.
—¡Su memoria debe ser muy floja!
—No, pero los dos estábamos enfadados y creo que dijimos más de lo que pretendíamos. No me fijé en las palabras exactas de mi madre.
El escéptico bufido de míster Philips fue un golpe maestro de habilidad. Luego pasó al tema del anónimo.
—Ha presentado usted esta nota muy oportunamente. Dígame, ¿no le resulta familiar la escritura?
—No, que yo sepa.
—¿No opina usted que tiene un notable parecido con la suya propia, disimulada con gran cuidado?
—No, no lo creo.
—¡Le digo a usted que es su propia letra!
—No.
—Le digo que, en su ansiedad por mostrar una coartada, concibió usted la idea de fingir una cita increíble y que usted mismo escribió esta nota para apoyar su afirmación.
—No.
—¿No es cierto que, en la hora que usted declara haber estado esperando en un lugar solitario poco frecuentado estaba usted realmente en la farmacia de Stanley Saint Mary, comprando estricnina a nombre de Alfred Inglethorp?
—No; es mentira.
—Le digo a usted que, llevando uno de los trajes de míster Inglethorp y una barba negra recortada de modo que se pareciera a la suya, usted estaba allí y firmó en el registro con toda tranquilidad y con el nombre de él.
—Eso es completamente incierto.
—Entonces dejaré que el Jurado considere el parecido de la escritura de la nota, del registro y de la suya propia —dijo míster Philips, y se sentó con el aire del hombre que ha cumplido con su deber, pero que se siente horrorizado por tener que oír semejante perjurio.
Después de esto, como se había hecho tarde, la vista de la causa se suspendió hasta el siguiente lunes.
Observé que Poirot parecía completamente descorazonado. Fruncía el ceño.
—¿Qué ocurre, Poirot? —pregunté.
—¡Ay, amigo mío, esto va mal, muy mal!
Sin poderlo remediar, mi corazón dio un vuelco de alegría. Era evidente que había una posibilidad de que John fuera absuelto.
Cuando llegamos a la casa, mi amigo rechazó con un gesto el ofrecimiento de té que le hizo Mary.
—No, gracias, señora. Voy a subir a mi cuarto.
Subí tras él. Todavía frunciendo el ceño se acercó al escritorio y cogió una pequeña baraja. Después acercó una silla a la mesa y, con gran pasmo por mi parte, empezó con todo solemnidad a construir casas con las cartas.
Involuntariamente me quedé con la boca abierta, y él me dijo de pronto:
—No, amigo mío, no estoy en mi segunda infancia. Quiero calmar mis nervios. Nada más que eso. Este ejercicio requiere precisión con los dedos. Con la precisión de los dedos viene la precisión de la mente. ¡Y nunca la he necesitado como ahora!
—¿Pero qué ocurre? —pregunté.
De un manotazo Poirot deshizo el edificio construido con tanto cuidado.
—Lo que ocurre es esto, amigo mío. Que puedo construir con las cartas casas de siete pisos, pero no puedo —manotazo a la mesa— encontrar —nuevo manotazo— el último eslabón que le hablé a usted.
Guardé silencio, no sabiendo qué contestar, y Poirot empezó de nuevo lentamente a construir edificios con las cartas, hablando entrecortadamente mientras lo hacía:
—Se hace… ¡así! Colocando… una carta… sobre la otra… con precisión… matemática.
Bajo su mano, la construcción de cartas crecía piso a piso. Poirot no tuvo ni un fallo, ni un titubeo. Era casi como un conjuro mágico.
—¡Qué firme tiene usted la mano! —observé—. Creo que sólo una vez le he visto temblar.
—Estaría furioso, sin duda alguna —dijo Poirot plácidamente.
—¡Ah, sí, endiabladamente furioso! ¿No lo recuerda? Fue cuando descubrió usted que había sido forzada la cerradura de la caja de documentos de mistress Inglethorp. Se quedó usted en pie junto a la repisa de la chimenea, jugando con las cosas, como acostumbra, y sus manos temblaban como hojas. Creo que…
Pero me callé repentinamente. Porque Poirot, lanzando un grito ronco e inarticulado, redujo a la nada la obra maestra construida con la baraja y, cubriéndose los ojos con las manos, se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como si sufriera una agonía espantosa.
—¡Por Dios, Poirot! —grité—. ¿Qué ocurre? ¿Está usted enfermo?
—No, no —balbució—. Es que, es que… ¡tengo una idea!
—¡Ah, bueno! —exclamé, reconfortado—. ¿Una de sus pequeñas ideas?
—¡Ah,
ma foi
, no! —replicó Poirot—. ¡La de ahora es una idea gigantesca, maravillosa! Y es usted,
usted
, amigo mío, quien me la ha dado.
De pronto me estrechó entre sus brazos, besándome calurosamente en las mejillas, y antes de que me hubiera recobrado de mi asombro salió disparado de la habitación.
En aquel momento entró Mary Cavendish.
—¿Qué le ocurre al monsieur Poirot? Ha pasado por mi lado corriendo y gritando: «¡Un garaje! Por el amor de Dios, señora, dígame dónde hay un garaje». Y sin esperar contestación se precipitó a la calle.
Me acerqué corriendo a la ventana. Cierto, allí estaba, corriendo de un lado para otro, sin sombrero y gesticulando. Me volví hacia Mary Cavendish con expresión desesperada.
—De un momento a otro lo detendrá un policía. ¡Allá va, por la esquina!
Nos miramos sin saber qué hacer.
—¿Pero qué le pasará?
Moví la cabeza negativamente.
—No lo sé. Estaba construyendo casas con una baraja cuando de pronto dijo que tenía una idea y salió disparado, como usted ha visto.
—Bueno —dijo Mary—. Supongo que estará de vuelta antes de la cena.
Pero llegó la noche y Poirot no había regresado.
L
A repentina marcha de Poirot nos tenía muy extrañados. La mañana del domingo se había deslizado lentamente, y Poirot sin aparecer. Pero a las tres de la tarde un terrible y prolongado bocinazo nos llevó a todos a la ventana y vimos a mi amigo apeándose de un coche, acompañado de Japp y Summerhaye. El hombrecillo estaba transfigurado. Irradiaba una satisfacción absurda. Se inclinó ante Mary Cavendish con exagerada cortesía.
—Señora, ¿me permite usted que celebre una pequeña reunión en el salón? Es necesario que no falte nadie.
—Ya sabe usted, monsieur Poirot, que tiene carta blanca para hacer lo que guste.
—Es usted muy amable, señora.
Sin abandonar su sonrisa radiante, Poirot nos condujo a todos al salón, acercando las sillas necesarias.
—Miss Howard, usted aquí. Miss Cynthia. Míster Lawrence. Mi buena Dorcas. Y Annie. ¡Bien! Tenemos que retrasar unos minutos la sesión, hasta que llegue míster Inglethorp. Le he enviado un aviso.
Miss Howard saltó indignada de su asiento.
—¡Si ese hombre entra en esta casa yo me marcho!
—¡No, no!
Poirot se acercó a ella y le suplicó en voz baja que se quedara, hasta que finalmente miss Howard consintió en volver a su asiento. Unos minutos más tarde Alfred Inglethorp hizo su aparición.
Reunida la asamblea, Poirot se levantó de su asiento con el aire de un conferenciante y se inclinó cortésmente ante su auditorio.
—Señoras y caballeros: Como todos ustedes saben, míster John Cavendish solicitó mi ayuda para investigar este caso. Lo primero que hice fue examinar el cuarto de la finada, que, por consejo de los doctores, había permanecido cerrado y, por tanto, no había sufrido la menor alteración desde el momento de la tragedia. Encontré: primero un trocito de tejido verde; segundo, una mancha, todavía húmeda, en la alfombra, cerca de la ventana; tercero, una caja vacía de polvos de bromuro. Empezaremos por el trocito de tejido verde. Lo encontré enganchado en la cerradura de la puerta que comunica aquel cuarto con el antiguo, ocupado por miss Cynthia. Se lo entregué a la Policía, que no le concedió mayor importancia ni supo de lo que se trataba. Era un trocito de un manguito verde de trabajar en la tierra.
Hubo un momento de excitación.
—Ahora bien. Sólo hay una persona en Styles que trabajara en la tierra: mistress Cavendish. Por consiguiente, debía haber sido ella la que entró en el cuarto de la difunta por la puerta que lo comunica con el de miss Cynthia.
—¡Pero si aquella puerta estaba cerrada por dentro! —exclamé.
—Estaba cerrada cuando yo examiné el cuarto, pero no sabemos si lo estaba antes. Sólo tenemos su palabra, ya que fue ella la que examinó la puerta y dijo que estaba cerrada. En la confusión subsiguiente tuvo oportunidad sobrada de correr el cerrojo. Pronto se me presentó ocasión de comprobar que mis suposiciones eran acertadas. Para empezar, el trozo de tela corresponde a una desgarradura de un manguito de mistress Cavendish. Además, en la encuesta, mistress Cavendish declaró haber oído desde su cuarto la caída de la mesa que está junto a la cama. Quise comprobar la exactitud de esta declaración situando a mi amigo, míster Hastings, en el ala izquierda de la casa, junto a la puerta del cuarto de mistress Cavendish. Yo fui con la Policía al cuarto de la difunta, y, mientras estábamos allí, volqué, fingiendo un descuido, la mesa en cuestión. Míster Hastings, tal como yo imaginaba, no había oído nada en absoluto. Esto me confirmó en mi creencia de que mistress Cavendish no decía la verdad al declarar que estaba vistiéndose en su cuarto cuando se dio la alarma. Por el contrario, me convencí de que, lejos de encontrarse en su propio cuarto, mistress Cavendish estaba en el cuarto de la muerta.