Poirot contestó sonriendo:
—Un viejo sobre garabateado y un macizo de begonias recién plantado.
Supongo que John hubiera seguido preguntando, pero se oyó el ronroneo del motor de un coche y todos nos acercamos a la ventana, a tiempo de ver un automóvil que pasaba rápidamente.
—¡Evie! —exclamó John—. Perdóneme, Wells.
Salió corriendo al vestíbulo.
Poirot me miró instintivamente.
—Miss Howard —expliqué.
—Ah, me alegro de que haya venido. Esa mujer tiene cabeza y corazón, Hastings, aunque Dios no le haya dado belleza.
Seguí el ejemplo de John y salí al vestíbulo, donde miss Howard luchaba por desembarazarse del montón de velos que envolvían su cabeza. Cuando fijó en mí sus ojos, un doloroso sentimiento de culpabilidad me hirió. Esa mujer me había advertido encarecidamente del peligro y, por desgracia, yo no había tenido en cuenta su advertencia. ¡Qué pronto y qué despectivamente la había alejado de mi imaginación! Me sentí avergonzado al ver comprobados sus temores de modo tan trágico. Miss Howard conocía bien a Alfred Inglethorp. Me pregunté si la tragedia hubiera ocurrido de hallarse ella en Styles. ¿Habría temido el asesino su mirada vigilante?
Me sentí aliviado cuando me estrechó la mano con aquel apretón doloroso que yo recordaba muy bien. Me miró tristemente, pero sin reprocharme nada. Comprendí por lo rojo de sus párpados que había llorado amargamente, pero su actitud era tan áspera como de costumbre.
—Salí al recibir el telegrama. He tenido guardia de noche. Alquilé un coche. El modo más rápido de llegar aquí.
—¿Has comido algo, Evie?
—No.
—Lo suponía. Ven, todavía no han retirado el desayuno y pueden hacerte té nuevo —se volvió hacia mí—. Cuídate de ella, Hastings, ¿quieres? Wells me está esperando. Ah, aquí está monsieur Poirot. Está ayudándonos en este asunto, Evie.
Miss Howard estrechó la mano de Poirot, pero miró a John con suspicacia por encima de su hombro.
—¿Qué quiere decir eso de «ayudándonos»?
—Está ayudándonos en la investigación.
—Nada de investigación. ¿Está ya en la cárcel?
—¿En la cárcel? ¿Quién?
—¿Quién? Alfred Inglethorp, por supuesto.
—Querida Evie, ten cuidado. Lawrence opina que mi madre ha muerto de un ataque al corazón.
—¡El tonto de Lawrence! —replicó miss Howard—. Está claro que Alfred Inglethorp asesinó a la pobre Emily, como siempre lo pronostiqué.
—Querida Evie, no grites tanto. Por mucho que pensemos o sospechemos, es mejor hablar lo menos posible por el momento. La indagatoria no se celebrará hasta el viernes.
—¡Rábanos cocidos! —el resoplido de miss Howard fue realmente magnífico—. Habéis perdido todos la cabeza. Para entonces el hombre estará fuera del país. Si tiene algún sentido, no se va a quedar aquí esperando a que lo cuelguen.
John Cavendish la miró con desesperación.
—Ya sé lo que pasa —le afeó ella—. Habéis estado escuchando a los médicos. ¿Qué saben ellos? Nada, o lo bastante para hacerlos peligrosos. Lo sé bien; mi padre era médico. Ese Wilkins es el tonto más redomado que me encontré en mi vida. ¡Ataque al corazón! ¡Qué se va a esperar que diga ése! Cualquiera que no esté loco vería enseguida que su marido la ha envenenado. Siempre he dicho que acabaría asesinándola en su propia cama. ¡Alma mía! Ya lo ha hecho. Y todo lo que se os ocurre decir es que si ataque al corazón, que si la indagatoria… Debías estar avergonzado, John Cavendish.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó John, sin poder reprimir una débil sonrisa—. Déjalo ya, Evie, no puedo arrastrarlo al puesto de policía agarrado por el pescuezo como si fuera un perro.
—Bueno, tienes que hacer algo. Descubrir cómo lo hizo. Es un tipo muy astuto. Juraría que usó papeles de matar moscas. Pregunta a la cocinera si le falta alguno.
Comprendí que albergar bajo el mismo techo a miss Howard y a Alfred Inglethorp y mantener la paz entre ellos iba a ser tarea de romanos y no envidié a John. Pude ver por la expresión de su rostro que se daba cuenta de lo difícil de la situación. Por de pronto, trató de salvarse con la retirada y salió del cuarto precipitadamente.
Dorcas trajo el té recién hecho. Cuando se marchó, Poirot se acercó desde la ventana donde había permanecido todo el tiempo y se sentó, mirando a miss Howard.
—Señorita —dijo gravemente—, quisiera hacerle una pregunta.
—Adelante —dijo ésta, mirándole con cierta animosidad.
—Quisiera poder contar con su ayuda.
—Le ayudaré con gusto a colgar a Alfred —replicó, ceñuda—. Aunque la horca es demasiado buena para él. Debería ser arrastrado y descuartizado, como en los buenos tiempos.
—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Poirot—, porque yo también quiero colgar al criminal.
—¿A Alfred Inglethorp?
—A él o a quien sea.
—No puede ser otro. La pobre Emily no fue asesinada hasta que
él
vino. No digo que no estuviera rodeada de tiburones, lo estaba. Pero lo único que hacían era vigilar su pulso. Su vida no estaba en peligro. Pero viene míster Alfred Inglethorp y en dos meses, ¡pumba!
—Créame, miss Howard —dijo Poirot muy seriamente—: si míster Inglethorp es el hombre que buscamos, no se me escapará. Palabra de honor que haré que lo cuelguen en lo más alto.
—Eso es otra cosa —dijo miss Howard con más entusiasmo.
—Pero tengo que pedirle que confíe en mí. Su ayuda puede serme muy útil. Y le diré por qué: porque de todos los de la casa, sus ojos son los únicos que han llorado.
Miss Howard pestañeó y su voz brusca sonó algo distinta.
—Si lo que quiere usted decir es que la quería, sí, es cierto, la quería. ¿Sabe usted? Emily era una vieja egoísta a su modo. Era muy generosa, pero siempre quería su recompensa. Nunca dejaba a las personas olvidar lo que había hecho por ellas, y por eso no se hizo querer. No creo que se diera cuenta de esto, o echara de menos el cariño; al menos, así lo espero. Mi posición era muy distinta. Supe ocupar mi puesto desde el primer momento. «Le cuesto a usted tantas libras al año. Muy bien pero ni un penique más ni un par de guantes, ni una entrada al teatro». Ella no lo comprendió. Algunas veces se ofendía mucho. Decía que yo era estúpidamente orgullosa. No era eso. Era algo que no puedo explicar. De todos modos, pude mantener mi propia estimación. Y por eso, estando fuera de la pandilla, fui la única que pudo permitirse el lujo de quererla. Yo la custodiaba, la guardaba de todos ellos. Y entonces aparece un granuja con mucha labia y, ¡hala!, todos mis años de devoción perdidos.
Poirot asintió, comprensivo.
—Comprendo,
mademoiselle
, comprendo todo lo que usted siente. Es completamente natural. Usted cree que somos muy fríos, que nos falta fuego y energía; pero créame, no es así.
En ese momento John asomó la cabeza y nos invitó a subir al cuarto de mistress Inglethorp, ya que él y míster Wells habían terminado de revisar el escritorio del
boudoir
.
Subiendo las escaleras, John volvió la vista hacia el comedor y dijo en tono confidencial:
—Oigan, ¿qué va a pasar cuando esos dos se encuentren?
Moví la cabeza con desesperación.
—Le he dicho a Mary que haga todo lo posible por mantenerlos separados.
—¿Lo conseguirá?
—Sólo Dios lo sabe. Claro que el propio Inglethorp no estará precisamente ansioso de encontrarse con ella.
—Tiene usted las llaves, ¿verdad, Poirot? —pregunté cuando llegamos a la puerta del cuarto cerrado.
Cogiendo las llaves que Poirot le ofreció, John abrió la puerta y todos entramos. El abogado fue directamente al escritorio y John le siguió.
—Mi madre guardaba la mayor parte de sus papeles importantes en esta caja, creo.
Poirot sacó el pequeño manojo de llaves.
—Permítame. La cerré esta mañana, por precaución.
—Pues ahora no está cerrada.
—¡Imposible!
—Mire.
Y John levantó la tapa mientras hablaba.
—
Mille tonnerres!
—gritó Poirot, confundido—. ¡Y yo que tenía las llaves en el bolsillo! —se precipitó sobre la caja. De pronto, se puso rígido—.
En voilà une affaire!
¡La cerradura ha sido forzada!
—¿Qué?
Poirot dejó la caja en su sitio.
—¿Pero quién la ha forzado? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¡Si la puerta estaba cerrada!
Todas estas exclamaciones salieron de nosotros desconectadamente.
Poirot contestó categóricamente, casi de un modo maquinal:
—¿Quién? Ahí está el problema. ¿Por qué? ¡Ah, si lo supiera! ¿Cuándo? Después que yo estuve aquí, hace una hora. En cuanto a que la puerta estuviera cerrada, la cerradura es muy corriente. Probablemente, cualquiera de las llaves de las puertas que dan al pasillo podría abrirla.
Nos miramos unos a otros, estúpidamente. Poirot se había acercado a la chimenea, donde mecánicamente se puso a ordenar los diversos objetos colocados en la repisa. Estaba aparentemente tranquilo, pero sus manos temblaban.
—Escuchen; lo que pasó es esto —dijo al fin—. Algo había en esa caja, alguna prueba, quizá de poca importancia en sí misma; pero que bastaba para relacionar al asesino con el crimen. Era vital para él destruirla antes de que fuera descubierta y comprendió su significado. Por eso corrió el riesgo, el enorme riego de entrar aquí. Como la caja estaba cerrada, tuvo que forzarla, denunciando así su presencia. Para que se haya arriesgado de este modo, tenía que ser algo sumamente importante.
—¿Pero qué era?
—¡Ah! —gritó Poirot con gesto airado—. ¡Eso no lo sé! Sin duda un documento, posiblemente el trozo de papel que Dorcas vio en su mano ayer por la tarde —su ira estalló libremente—. Y yo, ¡estúpido de mí!, sin sospecharlo. ¡Me he portado como un imbécil! No debí haber dejado aquí la caja, de ninguna manera. Debí habérmela llevado conmigo. ¡Burro y más que burro! Y ahora no está. Lo habrán destruido. ¿O quizá no? Habiendo una posibilidad, no debemos dejar piedra sobre piedra.
Se precipitó fuera del cuarto como un verdadero loco y yo le seguí, tan pronto como volví en mí. Pero cuando llegué a la escalera, ya no se le veía.
Mary Cavendish estaba en el lugar en que la escalera se bifurcaba, mirando con los ojos muy abiertos hacia el vestíbulo, por donde Poirot había desaparecido.
—¿Qué le ha ocurrido a su extraordinario amigo, míster Hastings? Pasó por mi lado corriendo como un caballo desbocado.
—Hay algo que le preocupa sobremanera —repliqué débilmente. En realidad, no sabía cuánto quería Poirot que yo dijera. Al ver en la boca expresiva de mistress Cavendish una sonrisa pálida, traté de desviar la conversación diciendo—. ¿Todavía no se han encontrado?
—¿Quiénes?
—Míster Inglethorp y miss Howard.
Me miró de un modo desconcertante.
—¿Cree usted realmente que sería un desastre tan grande si se encontrasen?
—¿Usted no?
—No —sonreía a su modo tranquilo—. Me gustaría presenciar un buen arrebato de cólera. Purificaría la atmósfera. Hasta ahora, todos pensamos mucho y decimos muy poco.
—John no piensa así —observé—. Quiere evitar a toda costa que se encuentren.
—¡Ah, John!
Algo en el tono de su voz me excitó, y estallé:
—¡John es un chico estupendo!
Me observó con curiosidad durante un minuto o dos y al fin dijo, con gran sorpresa por mi parte:
—Es usted leal con su amigo. Por eso me gusta usted.
—¿No es usted amiga mía también?
—Yo soy muy mala amiga.
—¿Por qué dice eso?
—Porque es cierto. Soy encantadora con mis amigos un día y al siguiente los olvido por completo.
No sé lo me empujó a ello, pero estaba irritado e hice una observación tonta y del peor gusto:
—Con el doctor Bauerstein, no obstante, es usted siempre encantadora.
Inmediatamente me arrepentí de mis palabras. Su rostro se endureció. Tuve la impresión de que una cortina de acero ocultaba su verdadera personalidad. Sin una palabra, giró sobre sus talones y se fue rápidamente escaleras arriba, mientras yo me quedaba como un idiota, mirándola boquiabierto.
Me sacó de mis pensamientos un horrible alboroto en el piso de abajo. Poirot hablaba a gritos con los criados, dándoles toda clase de explicaciones. Me irritó pensar que mi diplomacia había sido inútil. Poirot parecía querer convertir toda la casa en confidente suyo, procedimiento que juzgué improcedente. Una vez más lamenté el que mi amigo fuera tan inclinado a perder la cabeza en momentos de excitación. Bajé rápidamente las escaleras. Al verme, Poirot se calmó casi inmediatamente. Me lo llevé aparte.
—Pero amigo mío —dije—, ¿le parece prudente lo que hace? ¿No querrá usted que toda la casa se entere del hecho? Está usted haciendo el juego al criminal.
—¿Lo cree usted así, Hastings?
—Estoy seguro.
—Bueno, bueno, amigo mío; me guiaré por usted.
—Bien. Aunque, por desgracia, es un poco tarde.
—Cierto.
Parecía tan cabizbajo y avergonzado que lamenté lo dicho, aunque seguía pensando que mi reprimenda había sido justa y sensata.
—Bien, vámonos,
mon ami
—dijo al fin.
—¿Ya ha terminado aquí?
—Por el momento, sí. ¿Me acompaña hasta el pueblo?
—Con mucho gusto.
Cogió su maletín y salimos por la puerta-ventana del salón. Cynthia entraba en aquel momento y Poirot se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Perdone un momento,
mademoiselle
.
—Dígame.
La muchacha se volvió, interrogante.
—¿Ha preparado usted alguna vez las medicinas de mistress Inglethorp?
Un tinte rosa coloreó sus mejillas y contestó forzadamente:
—No.
—¿Únicamente los polvos?
El rubor de Cynthia se acentuó al contestar:
—¡Ah, sí! Una vez le llevé unos polvos para dormir.
—¿Estos?
Poirot mostró la caja de polvos vacía.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Puede decirme en qué consistían? ¿Sulfonal? ¿Veronal?
—No, eran polvos de bromuro.
—¡Ah! Gracias,
mademoiselle
; buenos días.
Mientras nos alejábamos a buen paso, le miré más de una vez. Ya antes había observado con frecuencia que, cuando algo le excitaba, sus ojos se volvían verdes como los de los gatos. Entonces estaban brillantes como esmeraldas.
—Amigo mío —saltó por fin—, tengo una pequeña idea; es una idea muy extraña y quizá completamente imposible; pero encaja.