Me encogí de hombros. Pensé para mí que Poirot era demasiado aficionado a esas ideas fantásticas. En el presente caso, la verdad era sencilla y patente.
—De modo que ésa era la explicación de la etiqueta en blanco de la caja —observé—. Muy sencillo, como usted dijo. Me extraña realmente que no se me haya ocurrido a mí.
Poirot parecía no escucharme.
—Han hecho otro descubrimiento,
là-bas
—observó, señalando con el dedo en la dirección de Styles—. Míster Wells me lo dijo cuando subíamos.
—¿De qué se trata?
—Dentro del escritorio del
boudoir
encontraron un testamento de mistress Inglethorp, fechado antes de su matrimonio en el que deja su fortuna a Alfred Inglethorp. Debió hacerlo cuando se prometieron. Fue una completa sorpresa para Wells, y para John Cavendish, también. Estaba escrito en uno de esos papeles impresos y firmaron como testigos dos de los criados; Dorcas, no.
—¿Conocía míster Inglethorp su existencia?
—Dice que no.
—Lo dudo mucho —observé escépticamente—. Todos esos testamentos son muy confusos. Y dígame, ¿cómo dedujo usted por aquellas palabras garabateadas en el sobre que ayer por la tarde se había hecho un testamento?
Poirot sonrió.
—
Mon ami!
¿No le ha ocurrido nunca estar escribiendo una carta y encontrarse que no se sabe cómo se escribe una palabra?
—Sí, con frecuencia me ha ocurrido, y supongo que a todo el mundo.
—Exacto. Y en tales casos, ¿no ha escrito usted la palabra una o dos veces en el borde del secante o en un trozo de papel, para ver cómo resulta escrita? Pues bien, eso es lo que hizo mistress Inglethorp
[*]
. Fíjese en que la palabra «possessed» está escrita primero con una «s» y después con dos, correctamente. Para asegurarse formó una frase completa: «I am possessed». Pues bien, ¿qué me dijo eso? Me dijo que mistress Inglethorp había estado escribiendo la palabra «possessed» aquella tarde y, teniendo grabado en mi memoria el trozo de papel que encontramos en la chimenea, se me ocurrió inmediatamente la idea de un testamento, documento donde es casi seguro encontrar tal palabra. Otra confusión reinante, el
boudoir
no había sido barrido aquella mañana y cerca del escritorio había varias huellas de tierra mojada. El tiempo había sido muy bueno desde hacía varios días y ninguna bota normal hubiera dejado tales pegotes de tierra. Me acerqué a la ventana y vi que los macizos de begonias acababan de ser plantados. La tierra de los macizos era idéntica a la que había en el suelo del
boudoir
y usted me dijo que habían sido plantados ayer tarde. Entonces tuve la seguridad de que uno, o quizá los dos jardineros, pues había dos filas de pisadas en el macizo, habían entrado en el
boudoir
. Si mistress Inglethorp hubiera querido solamente hablar con ellos, es seguro que la conversación hubiera tenido efecto en la puerta-ventana. Entonces me convencí de que había hecho un testamento, y llamado a los jardineros como testigos. Los hechos probaron que mi suposición era cierta.
—Muy ingenioso —no pude menos de admitir—. Debo confesar que las conclusiones que yo saqué de las palabras del sobre eran completamente equivocadas.
Poirot sonrió.
—Dio demasiada rienda a su imaginación. La imaginación es un buen servidor, pero un mal amo. La explicación más sencilla es siempre la más probable.
—Otra cosa. ¿Cómo supo usted que la llave del estuche de documentos se había perdido?
—No lo sabía. Fue una suposición que resultó acertada. Ya vio usted que tenía un trozo de alambre retorcido. Eso me sugirió que posiblemente había sido arrancada de uno de los llaveros sencillos. Ahora bien, si la llave se hubiera perdido y la hubieran vuelto a encontrar, mistress Inglethorp la hubiera puesto inmediatamente en el manojo, con las demás; pero con las demás lo que había era un duplicado de la llave, muy nueva y brillante. Por eso supuse que alguien había puesto la llave original en la cerradura de la caja.
—Si —dije—. Alfred Inglethorp, sin duda alguna.
Poirot me miró con curiosidad.
—¿Está usted completamente seguro de su culpabilidad?
—¡Naturalmente! Cada nuevo descubrimiento lo establece con mayor claridad.
—Al contrario —dijo Poirot suavemente—, hay varios puntos en su favor.
—¡Vamos, Poirot!
—Sí.
—Yo sólo veo uno.
—¿Cuál?
—Que no estaba en casa anoche.
—«¡Mal tiro!», como dicen ustedes los ingleses. Ha ido usted a escoger el único punto que yo veo le perjudica.
—¿Cómo?
—Porque si míster Inglethorp hubiera supuesto que su mujer iba a ser envenenada anoche, es lógico que se las arreglara para estar fuera de casa. Está claro que su disculpa es amañada. Esto nos deja dos posibilidades: o bien sabía lo que iba a ocurrir o tenía una razón personal para ausentarse.
—¿Y qué razón? —pregunté, escéptico.
Poirot se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo yo? Sin duda, algo vergonzoso. Ese míster Inglethorp me parece un canalla, pero eso no quiere decir que sea necesariamente un asesino.
Moví la cabeza sin dejarme convencer.
—No está usted de acuerdo conmigo, ¿verdad? —dijo Poirot—. Bueno, dejemos esto. El tiempo dirá quién tiene razón. Vamos a examinar otros aspectos del caso. ¿Cómo interpreta usted el hecho de que todas las puertas del dormitorio estaban cerradas por dentro?
—Bueno —medité— eso hay que considerarlo, ante todo, con lógica.
—Eso es.
—Yo lo explicaría así. Las puertas
estaban
cerradas, lo comprobamos nosotros mismos. Sin embargo, la presencia de la mancha de cera en el suelo y la destrucción del testamento demuestran que alguien entró en el cuarto durante la noche. ¿Está usted de acuerdo conmigo ahora?
—Por completo. Lo explica con admirable claridad. Continúe.
—Bien —dije, animado—. Como la persona no entró en el cuarto por la ventana ni por medios sobrenaturales, está claro que la puerta la abrió la misma mistress Inglethorp desde dentro. Otra prueba de que la persona en cuestión era su marido. Naturalmente, ella no hubiera dejado de abrir la puerta a su propio marido.
Poirot movió la cabeza.
—¿Por qué iba a hacerlo? Mistress Inglethorp había cerrado la puerta de comunicación con el cuarto de él contra su costumbre, y había tenido con él aquella misma tarde una disputa violenta. No, a cualquier persona le hubiera abierto antes que a él.
—¿Pero está usted de acuerdo conmigo en que la puerta la debió abrir la propia mistress Inglethorp?
—Hay otra posibilidad. Pudo haber olvidado cerrar la puerta del pasillo cuando se fue a la cama y levantarse más tarde, de madrugada, para cerrarla.
—Poirot, ¿piensa en serio lo que dice?
—No, no digo que haya ocurrido así, pero pudo ocurrir. Y ahora, volviendo a otro aspecto del asunto, ¿qué cree usted de las palabras que oyó entre mistress Cavendish y su madre política?
—Lo había olvidado —dije pensativo—. Sigue siendo un enigma. Parece increíble que una mujer como mistress Cavendish, tan orgullosa y reservada, haya tratado tan violentamente de mezclarse en lo que no era de su incumbencia.
—Exactamente. Es sorprendente en una mujer de su educación.
—Muy extraño —concedí—. De todos modos, no tiene importancia y no debemos tomarlo en consideración.
Poirot lanzó un gruñido.
—¿Qué es lo que siempre le he dicho a usted? Todo debe ser tomado en consideración. Si un hecho no encaja en la teoría, deje que la teoría siga adelante.
—Bueno, ya veremos —dije, picado.
—Eso es; ya veremos.
Habíamos llegado a Leastways Cottage y Poirot me condujo escaleras arriba hasta su cuarto. Me ofreció uno de los diminutos cigarrillos rusos que fumaba de vez en cuando. Me hizo gracia el verle colocar con todo cuidado las cerillas en un pequeño cacharro de porcelana. Se me había pasado mi pequeño enfado.
Poirot había colocado nuestras sillas frente a la ventana abierta, por la que se divisaba una vista de la calle del pueblo. El aire que entraba era puro, tibio y agradable. Iba a ser un día de calor.
De pronto llamó mi atención un joven de aspecto enfermizo que bajaba la calle a paso muy rápido. Lo extraordinario en él era su expresión, en la que se mezclaban la agitación y el terror.
—¡Mire, Poirot! —dije.
Poirot se inclinó sobre la ventana.
—
Tiens!
—dijo—. Es míster Mace, el de la farmacia. Viene hacia aquí.
El joven se detuvo delante de Leastway Cottage y, después de una corta vacilación, golpeó vigorosamente la puerta.
—¡Un momentito! —gritó Poirot, asomándose—. ¡Ya voy!
Haciéndome señas de que le siguiera, se precipitó escaleras abajo y abrió la puerta. El doctor Mace empezó a hablar en el acto.
—Monsieur Poirot, siento molestarle, pero he oído decir que acaban de llegar ustedes de la Casa.
—En efecto.
El joven se humedeció los labios resecos. Su rostro mostraba una extraña agitación.
—Todo el pueblo habla de la muerte tan repentina de mistress Inglethorp. Dice… —bajó la voz cautelosamente—. Dicen que fue vilmente envenenada.
Poirot permaneció impasible.
—Sólo los médicos pueden decirlo, míster Mace.
—Sí, claro, naturalmente.
El joven titubeaba, pero su tensión nerviosa se hizo excesiva. Agarró a Poirot por un brazo y su voz se convirtió en un susurro:
—Dígame sólo una cosa, monsieur Poirot, no fue… no fue con estricnina, ¿verdad?
No pude oír bien lo que Poirot respondió, pero creería que se reservó su opinión. El joven se marchó y Poirot se quedó mirando, mientras cerraba la puerta.
—Sí —dijo con voz grave—. Tiene algo que declarar en la indagatoria.
Subimos de nuevo lentamente. Iba a empezar a hablar, pero Poirot me detuvo con un gesto de la mano.
—Ahora no, ahora no, amigo mío. Tengo que reflexionar. Tengo la mente en desorden y eso no está bien. He de concentrarme.
Durante cosa de diez minutos permaneció en el más absoluto silencio, completamente inmóvil, a no ser por ciertos movimientos expresivos de las cejas, y sus ojos iban tornándose cada vez más verdes. Al fin, suspiró profundamente.
—Ya está. Pasó el mal momento. Ahora todo está ordenado y clasificado. No debemos consentir nunca que reine la confusión. No es que el caso esté claro todavía, no. ¡Es de los más complicados! ¡Me desconcierta
a mí
, a mí, a Hércules Poirot! Hay dos hechos de gran importancia.
—¿Cuáles son?
—El primero, el tiempo que hizo ayer. Esto es muy importante.
—¡Pero si hizo un día maravilloso! —interrumpí—. ¡Usted me está tomando el pelo!
—En absoluto. El termómetro marcaba ayer cerca de veintisiete grados a la sombra. No lo olvide, amigo mío. ¡Ahí está la clave del enigma!
—¿Y el otro detalle? —pregunté.
—El que míster Inglethorp usa trajes muy extraños, tiene barba negra y lleva gafas.
—Poirot, no puedo creer que esté hablando en serio.
—Completamente en serio, amigo mío.
—¡Pero esto es pueril!
—No, es trascendental.
—Y suponiendo que el jurado pronuncie contra Alfred Inglethorp un veredicto de asesinato premeditado, ¿dónde irán a parar sus teorías?
—No se alteraría porque doce estúpidos cometan un error. Pero no ocurrirá eso. En primer lugar, porque un jurado campesino no desea tomar decisiones de gran responsabilidad y míster Inglethorp ocupa prácticamente la posición del señor del lugar. Además —añadió plácidamente—, yo no lo permitiré.
—¿
Usted
no lo permitirá?
—No.
Miré al extraordinario hombrecillo, entre irritado y divertido. Estaba completamente seguro de sí mismo. Como si leyera en mis pensamientos, insistió dulcemente:
—Sí, sí, amigo mío, haré lo que le digo.
Se levantó y puso una mano sobre mi hombro. Su fisonomía había sufrido un cambio completo. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Ya ve usted, me acuerdo de la pobre mistress Inglethorp, que está muerta. No es que fuera muy querida, no; pero ha sido muy buena con nosotros los belgas y estoy en deuda con ella.
Traté de interrumpirle, pero Poirot continuó con dignidad:
—Déjeme que le diga una cosa, Hastings. La pobre mistress Inglethorp nunca me perdonaría si yo permitiera que su marido fuera detenido
ahora
, cuando una palabra mía puede salvarlo.
E
N el tiempo que medió hasta la celebración de la pesquisa, Poirot desplegó una actividad inagotable. Por dos veces se encerró con míster Wells. Dio también largos paseos por el campo. Me dolió el que no me hiciera sus confidencias, tanto más cuanto que no podía sospechar en absoluto qué era lo que se traía entre manos.
Se me ocurrió que quizá hubiera estado haciendo indagaciones en la granja de Raikes. De modo que, cuando el miércoles por la tarde me acerqué a Leastways Cottage y no lo encontré, anduve por los campos cercanos a la granja, con la esperanza de tropezarme con él. Pero no había el menor rastro de Poirot y no me decidí a ir directamente a casa de Raikes. Abandonando la búsqueda, me alejaba del lugar cuando me encontré con un viejo campesino que me miró con descaro, astutamente.
—Es usted de la Casa, ¿verdad? —preguntó.
—Sí. Estoy buscando a un amigo mío y pensé que podía haber venido en esta dirección.
—¿Un tipo pequeño, que mueve mucho las manos al hablar? ¿Uno de los belgas que están en el pueblo?
—Sí —dije con ansiedad—. ¿Es que ha estado aquí?
—Oh, sí, ¡claro que ha estado aquí! Y más de una vez. ¿Es amigo suyo? Ustedes los señores de la Casa son una buena pandilla.
Y siguió mirándome, cada vez con expresión más zumbona.
—¿Es que los señores de la Casa vienen aquí con frecuencia? —pregunté con tanta indiferencia como me fue posible.
Me guiñó un ojo con astucia.
—
Uno
¡vaya si viene! Sin nombrar a nadie. ¡Y que es un señor muy generoso! ¡Oh, gracias, señor! Sí, estoy seguro.
Continué mi camino en un estado de excitación. ¡De modo que Evelyn Howard tenía razón! Experimenté una fuerte sensación de desagrado al pensar en la generosidad de Alfred Inglethorp con el dinero de otra mujer. ¿Estaría aquella picaresca cara agitanada en el fondo del crimen, o sería el dinero el móvil? Probablemente, una mezcla de ambas cosas.