El misterioso caso de Styles (5 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿Y cómo se enteró usted de la noticia? —pregunté.

—Wilkins fue a despertar a Denby para contárselo. ¡Mi pobre Emily! ¡Era tan sacrificada, tan noble! Agotó su salud.

Un movimiento de repulsión me sacudió. ¡Redomado hipócrita!

—Tengo prisa —dije, dando gracias al cielo porque no me preguntó a dónde me dirigía.

Minutos más tarde llamaba a la puerta de Leastways Cottage.

No obteniendo respuesta, repetí con impaciencia mi llamada. Una ventana sobre mi cabeza se abrió con cuidado y por ella asomó el propio Poirot.

Profirió una exclamación de sorpresa al verme. En pocas palabras, le expliqué la tragedia que acababa de ocurrir y que solicitaba su ayuda.

—Espere, amigo; entre usted y volverá a contármelo todo mientras me visto.

Momentos después había desatrancado la puerta y subí tras él hasta su cuarto. Me ofreció una silla y le expliqué toda la historia, sin reservarme nada ni omitir ningún detalle, por insignificante que pareciera, mientras él se arreglaba con todo cuidado y esmero.

Le conté cómo me había despertado, las últimas palabras de mistress Inglethorp, la ausencia de su esposo, la disputa del día anterior, el fragmento de conversación entre Mary y su madre política que yo había oído sin querer, pelea entre mistress Inglethorp y Evelyn Howard y las insinuaciones de esta última.

Mi relato no resultó tan claro como yo deseaba. Me repetí varias veces, y en distintas ocasiones, tuve que retroceder para contar algún detalle que había olvidado. Poirot me sonreía bondadosamente.

—Su mente está confusa, ¿no es así? Tómese tiempo, amigo mío. Está usted agitado, excitado. Es natural. Dentro de poco, cuando estemos más tranquilos, ordenaremos los hechos cuidadosamente, poniendo a cada uno en el sitio debido. Pondremos en un lado los detalles de importancia; los que no la tienen, ¡puf!, los echaremos a volar.

Él, hinchando sus mejillas de querubín, sopló cómicamente como un niño.

—Todo eso está muy bien —objeté—, pero ¿cómo va usted a saber qué cosa es importante y qué cosa no lo es? A mi modo de ver, ésa es la dificultad.

Poirot movió la cabeza enérgicamente. Estaba arreglando su bigote con exquisito cuidado.

—No es así.
Voyons!
Un hecho conduce a otro, y continuamos. ¿Qué el siguiente encaja en lo que ya tenemos?
A merveille!
¡Muy bien! Podemos seguir adelante. El siguiente hecho no. ¡Ah, es curioso! Falta uno, un eslabón en la cadena. Examinamos. Indagamos. Y ponemos aquí ese hecho curioso, ese detallito, quizá insignificante, que no concuerda —hizo con la mano un ademán extravagante—. ¡Es importante! ¡Es formidable!

—S… í…

Poirot agitó su índice con ademán tan terrible que me acobardé.

—¡Ah! ¡Tenga cuidado! Pobre del detective que dice de un hecho cualquiera: «Es insignificante, no importa, no encaja; lo olvidaré». Este sistema implica confusión. Todo es importante.

—Ya lo sé. Siempre me decía usted lo mismo. Por eso he estudiado todos los detalles de este asunto, me parecieran pertinentes o no.

—Y estoy muy satisfecho de usted. Tiene buena memoria, y me ha contado los hechos con toda fidelidad. De lo que no diré nada es del orden realmente deplorable en que me los presentó. Pero le disculpo; está usted trastornado. A ello atribuyo el que se haya olvidado de un hecho de la mayor importancia.

—¿Cuál? —pregunté.

—No me ha dicho usted si mistress Inglethorp cenó bien anoche.

Me quedé mirándole de hito en hito. Indudablemente, la guerra había afectado el cerebro del hombrecillo. Estaba cepillando su abrigo con todo cuidado antes de ponérselo, y parecía absorto en la tarea.

—No recuerdo —dije— y, de todos modos, no veo qué…

—¿Usted no ve? Pues es de la mayor importancia.

—No veo por qué —dije, algo irritado—. Me parece recordar que no comió mucho. Evidentemente, estaba muy disgustada y no tenía apetito. Es natural.

—Sí… —asintió Poirot, pensativo—; es natural.

Abrió un cajón del que sacó una pequeña cartera de documentos y se volvió hacia mí.

—Ya estoy listo. Vámonos a Styles y estudiaremos el caso sobre el terreno. Perdóneme,
mon ami
, se ha vestido muy deprisa y su corbata está torcida. Permítame que yo se la arregle.

Con gesto hábil la colocó en su sitio.


Ça y est!
¿Qué? ¿Nos vamos?

Cruzamos el pueblo rápidamente y entramos en Styles por la puesta principal. Poirot se detuvo un instante y contempló tristemente el hermoso parque, que aún resplandecía con el rocío de la mañana.

—Tan hermoso, tan hermoso, y sin embargo, la pobre familia sumida en el dolor, postrada de pena.

Me miraba fijamente mientras hablaba y me sentí enrojecer.

¿Estaba la familia postrada por el dolor? ¿Era tan grande la pena por la muerte de mistress Inglethorp? Me di cuenta de que faltaba emoción en el ambiente. La muerta no tenía poder para hacerse amar. Su muerte constituía un sobresalto y una desgracia, pero no iba a ser sentida muy hondamente.

Poirot pareció adivinar mis pensamientos. Movió la cabeza gravemente.

—No, tiene usted razón —dijo—. No es como cuando hay lazos de sangre. Ha sido buena y generosa con estos Cavendish, pero no era su madre. La sangre llama, recuerde siempre esto; la sangre llama.

—Poirot —dije—. Me gustaría que me explicara por qué quería usted saber si mistress Inglethorp cenó bien anoche. Por más vueltas que le he dado, no veo que tenga nada que ver con el asunto.

Seguimos caminando en silencio durante un minuto o dos y al fin dijo:

—No me importa decírselo, aunque ya sabe usted que no es mi costumbre dar explicaciones antes de llegar al final. Es de presumir que mistress Inglethorp murió envenenada con estricnina, probablemente mezclada con el café.

—¿Y qué?

—Bueno, ¿a qué hora se sirvió el café?

—Alrededor de las ocho.

—Por lo consiguiente, lo tomó entre las ocho y las ocho y media; sin ninguna duda, no mucho después. Pues bien: la estricnina es un veneno bastante rápido. Sus efectos tenían que haberse sentido muy pronto, probablemente una hora después de haber sido tomado. Sin embargo, en el caso de mistress Inglethorp los síntomas no se manifiestan hasta las cinco de la mañana siguiente. ¡Nueve horas! Ahora bien: una comida pesada puede retardar sus efectos, aunque algo difícilmente hasta ese extremo. Sin embargo, es una posibilidad que hay que tener en cuenta. Pero según lo que usted ha dicho, cenó muy poco, a pesar de lo cual los síntomas no se presentaron hasta la madrugada. Es muy curioso, amigo mío. Puede surgir algo en la autopsia que lo explique. Entretanto, recuérdelo.

Ya cerca de la casa, John salió a nuestro encuentro. Parecía cansado y sombrío.

—Todo esto es espantoso, monsieur Poirot —dijo—. Supongo que Hastings le habrá explicado que a toda costa queremos evitar la publicidad.

—Comprendo perfectamente.

—Sólo se trata de una sospecha, por el momento. No tenemos en qué apoyarnos.

—Exactamente. Se trata sólo de una precaución.

John se volvió hacia mí, sacando su pitillera y encendiendo un cigarrillo.

—¿Sabes que Inglethorp ha vuelto?

—Sí. Me lo encontré.

John tiró la colilla a un macizo de flores próximo, lo que resultó excesivo para la sensibilidad de Poirot. Recuperó la colilla y la enterró pulcramente.

—No sabe uno cómo tratarle. Es una situación difícil.

—Esa dificultad durará mucho — declaró Poirot suavemente.

John se quedó perplejo, sin comprender el significado de la misteriosa frase. Me entregó las dos llaves que el doctor Bauerstein le había dado a él.

—Enséñale a monsieur Poirot todo lo que quiera examinar.

—¿Están cerrados los cuartos? —preguntó Hércules Poirot.

—El doctor Bauerstein lo consideró conveniente.

Poirot asintió pensativamente.

—Entonces es que está seguro. Bueno, eso simplifica las cosas.

Subimos juntos al cuarto de la tragedia. Por considerarlo de utilidad, incluyo un plano del cuarto y los principales muebles
(P
LANO
)
.

Poirot cerró la puerta por dentro y procedió a una minuciosa inspección. Saltaba de un objeto a otro con la agilidad de un saltamontes. Yo permanecí en la puerta, temiendo destruir alguna pista. Sin embargo, Poirot no pareció agradecerme mi precaución.

—¿Qué le ocurre, amigo mío? —exclamó—. Se queda usted ahí como… ¿Cómo dicen ustedes? ¡Ah, sí!, como un cerdo degollado.

Le explique que tenía miedo de destruir posibles pisadas.

—¿Pisadas? ¡Pero, qué idea! ¡Si se puede decir que ha entrado en el cuarto un verdadero ejército! ¿Qué pisadas vamos a encontrar? No, venga usted aquí y ayúdeme en mi registro. Dejaré aquí mi carpeta hasta que la necesite.

Colocó la carpeta en la mesa redonda próxima a la ventana, pero más le valiera no haberlo hecho, porque el tablero estaba flojo, se ladeó y la carpeta cayó al suelo.


En voilà une table
—gritó Poirot—. ¡Ay, amigo mío, puede uno vivir en una gran casa y no tener comodidad!

Después de su filosófico comentario, reanudó la búsqueda.

Un pequeño estuche de documentos, color violeta, que descansaba en el escritorio con la llave en la cerradura, llamó mi atención durante algún tiempo. Sacó la llave y me la entregó a mí para que la examinara. Pero no vi en ella nada de particular. Era una llave corriente, de tipo Yale, atada con un trocito de alambre retorcido.

A continuación examinó el armazón de la puerta forzada, asegurándose de que el cerrojo había sido corrido. Después se dirigió a la puerta del lado opuesto, que comunicaba con el cuarto de Cynthia. También esta puerta tenía echado el cerrojo, como yo había hecho constar. Sin embargo, Poirot llegó al extremo de descorrer el cerrojo y abrir y cerrar la puerta varias veces; lo hizo teniendo mucho cuidado de no hacer ruido. De pronto, algo en el cerrojo mismo pareció llamar su atención. Lo examinó con sumo cuidado y con unas pinzas que sacó vivamente de su carpeta extrajo de él algo muy pequeño que encerró en un sobrecito.

Sobre la cómoda había una bandeja y en ella una lámpara de alcohol y un cazo pequeño. El cazo contenía una pequeña cantidad de un líquido oscuro y cerca de él reposaban una taza vacía, en la que habían bebido de aquel líquido, y un plato.

Me pregunté cómo había podido ser tan mal observador y pasar esto por alto. Aquella pista valía la pena. Poirot introdujo delicadamente un dedo en el líquido y lo probó con cierto escrúpulo, haciendo una mueca.

—Chocolate, creo que con ron.

A continuación pasó a examinar los objetos esparcidos por el suelo, donde la mesilla de noche había sido volcada. Consistían en una lamparita, algunos libros, cerillas, un manojo de llaves y fragmentos desmenuzados de una taza de café.

—¡Qué curioso! —dijo Poirot.

—Le confieso que no veo nada de particular.

—¿No? Fíjese en la lámpara: el tubo de cristal está roto en dos partes; ahí están, tal como quedaron al caer. Pero mire, la taza está completamente hecha cisco.

—Bueno —dije sin mostrar interés—. Alguien la habrá pisado.

—Eso es —dijo Poirot con voz extraña—. Alguien la habrá pisado.

Se levantó, dirigiéndose lentamente a la repisa de la chimenea, donde permaneció absorto, manoseando las figuritas y poniéndolas en orden, viejo recurso suyo cuando estaba agitado.


Mon ami!
—dijo volviéndose hacia mí—, alguien pisó esa taza, desmenuzándola, y la razón para hacerlo fue, o bien que contenía estricnina o bien que no la contenía, lo que es mucho más serio.

No contesté. Estaba desconcertado, pero bien sabía que era inútil pedirle explicaciones. Después de unos minutos, se levantó y continuó sus investigaciones. Cogió del suelo el manojo de llaves y les dio vueltas entre sus dedos hasta escoger una muy reluciente, que introdujo en la cerradura de la caja de documentos, de color violeta. La llave abrió la caja, pero Poirot, después de un momento de duda, volvió a cerrarla y deslizó en su bolsillo el manojo, así como la llave que anteriormente estaba en la cerradura.

—No tengo autoridad para examinar esos papeles. Pero hay que hacerlo, y enseguida.

Examinó cuidadosamente los cajones del lavabo. Luego atravesó la habitación en dirección a la ventana de la izquierda, donde pareció interesarle especialmente una mancha redonda, apenas visible en la alfombra color castaño oscuro. Se arrodilló, examinándola minuciosamente, incluso oliéndola.

Por último, vertió unas gotas de chocolate en un tubo de ensayo, cerrándolo cuidadosamente. A continuación sacó un cuadernito.

—Hemos encontrado en esta habitación —dijo escribiendo afanosamente— seis puntos de interés. ¿Los enumero yo o lo hace usted?

—Usted —repliqué con prontitud.

—Muy bien. Uno, una taza de café triturada; dos, una caja de documentos con una llave en la cerradura; tres, una mancha en el suelo.

—La mancha puede llevar ahí algún tiempo —interrumpí.

—No, porque todavía está húmeda y huele a café. Cuatro, una brizna de tela verde oscuro, sólo un hilo o dos, pero lo suficiente para saber lo que es.

—¡Ah! —exclamé—. Eso fue lo que usted guardó en el sobre.

—Sí. A lo mejor resulta ser de un traje de mistress Inglethorp y carece de importancia. Ya veremos. Cinco,
esto
… —y con gesto dramático señaló una gran mancha de esperma de bujía en el suelo, cerca de la mesa escritorio—. No podía estar ayer; una buena doncella la hubiese quitado inmediatamente con un papel secante y una plancha caliente. Uno de mis mejores sombreros, una vez…, pero éste es otro asunto.

—Es muy probable que date de anoche. Estábamos todos muy agitados. También puede ser que la propia mistress Inglethorp hubiera dejado caer su vela.

—¿Sólo trajeron ustedes una vela a esta habitación?

—Sólo una. La llevaba Lawrence Cavendish. Pero estaba muy impresionado. Parecía haber visto algo por ahí —indiqué la repisa de la chimenea— que le dejó completamente paralizado.

—Eso es interesante —dijo Poirot rápidamente—. Sí, es un hecho lleno de sugestiones —sus ojos recorrían, mientras hablaba, toda la extensión de la pared—. Pero no fue su vela la que produjo esa gran mancha, porque, como usted puede ver, esta cera es blanca, mientras que la vela que llevaba monsieur Lawrence, que todavía está ahí en el tocador, es de color de rosa. Por otra parte, mistress Inglethorp no tenía candelabro en la habitación, y sí tan sólo una lamparita de alcohol.

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