Recibí un carta de Evelyn Howard un par de días después de su marcha; en ella me decía que trabajaba como enfermera en el gran hospital de Middlingham, ciudad industrial a unas quince millas de Styles, y me rogaba le hiciera saber si mistress Inglethorp daba muestras de desear reconciliarse.
La única sombra que enturbiaba la tranquilidad de mi estancia en Styles era la extraordinaria preferencia de mistress Cavendish por la compañía del doctor Bauerstein, preferencia que me parecía incomprensible. No podía comprender qué era lo que veía en él, pero siempre estaba invitándole y con frecuencia hacían largas excursiones juntos. Sinceramente, su atractivo era para mí un misterio.
El 16 de julio cayó en lunes. Fue un día de mucho movimiento. La famosa tómbola se había inaugurado el sábado anterior, y aquella noche se representaría una función relacionada con la fiesta de la caridad, en la que mistress Inglethorp recitaría un poema patriótico. Habíamos estado toda la mañana muy atareados arreglando y decorando el local del pueblo donde la función iba a celebrarse. Almorzamos tarde y salimos al jardín a descansar. Observé que la actitud de John no era del todo normal. Parecía muy excitado e inquieto.
Después del té, mistress Inglethorp se retiró a sus habitaciones y yo desafié a Mary Cavendish a un partido de tenis.
A eso de las siete menos cuarto, mistress Inglethorp nos avisó a gritos que la comida se adelantaría aquella noche y que no íbamos a estar a punto. Tuvimos que darnos mucha prisa para llegar a tiempo y, antes de terminar de comer, el coche ya esperaba en la puerta.
La función constituyó un gran éxito y la actuación de mistress Inglethorp fue premiada con una ovación. Hubo también algunas cuadros plásticos en los que intervino Cynthia. La muchacha no regresó con nosotros, por haber sido invitada a una cena y a pasar la noche con unos amigos que habían actuado con ella en la representación.
A la mañana siguiente, mistress Inglethorp desayunó en la cama, por encontrarse muy cansada; pero a las doce y media se presentó muy animada y nos arrastró a Lawrence y a mí a una comida en casa de unos amigos.
—Una invitación amabilísima de mistress Rolleston. Es hermana de lady Tadminster. Los Rolleston vinieron a Inglaterra con Guillermo el Conquistador. Una de nuestras familias más antiguas.
Mary se había excusado de asistir, pretextando un compromiso con el doctor Bauerstein.
La comida resultó muy agradable y, al volver, Lawrence sugirió que pasáramos por Tadminster, dando un rodeo de una milla escasa, y le hiciéramos una visita a Cynthia en su dispensario. A mistress Inglethorp le pareció una idea excelente, pero como tenía que escribir varias cartas dijo que nos dejaría allí y que volviéramos con Cynthia cuanto antes en el tílburi.
El portero del hospital nos detuvo por sospechosos hasta que apareció Cynthia y respondió por nosotros. Su aspecto era reposado y estaba muy mona con su larga bata blanca. Nos llevó a su cuarto y nos presentó a un compañero suyo, individuo de aspecto terrible, a quien Cynthia llamaba alegremente
Nibs
.
—¡Qué cantidad de botellas! —exclamé, dejando vagar la mirada por el pequeño cuarto—. ¿Sabe usted realmente lo que hay en todas ellas?
—Diga algo original —rezongó Cynthia—. Todo el que viene aquí dice lo mismo. Estamos pensando en conceder un premio al primero que no diga: «¡Qué cantidad de botellas!». Y ya sé qué es lo que va a decir ahora: «¿A cuántas personas ha envenenado?».
Me confesé culpable, riendo.
—Si supieran ustedes lo fácil que es envenenar a una persona por error, no bromearían acerca de ello. Vamos, vamos a tomar el té. Tenemos toda clase de provisiones en el armario. No, Lawrence, ¡ése es el armario de los venenos! El grande, eso es.
Tomamos el té alegremente y ayudamos a Cynthia a fregar los cacharros. Acabábamos de guardar la última cucharilla cuando se oyó un golpe en la puerta. Súbitamente, los rostros de Cynthia y Nibs se endurecieron, adquiriendo una expresión antipática.
—Pase —dijo Cynthia, en tono profesional.
Apareció una joven enfermera de aspecto asustado, que entregó a Nibs una botella. Éste, a su vez, se la dio a Cynthia, diciendo enigmáticamente:
—Yo no estoy aquí hoy.
Cynthia cogió la botella y la examinó con la severidad de un juez.
—Tenían que haberla traído esta mañana.
—La enfermera lo siente mucho. Se olvidó.
—La enfermera debería haber leído las instrucciones que hay en la puerta.
Por la expresión de la enfermerita comprendí que no había la menor probabilidad de que se atreviera a transmitir el mensaje a la temible «enfermera».
—De modo que ya no se puede hacer nada hasta mañana —concluyó Cynthia.
—¿No sería posible hacerlo esta noche?
—Estamos muy ocupados, pero si hay tiempo se hará —dijo Cynthia, condescendiente.
La pequeña enfermera se retiró y Cynthia cogió un frasco del estante, llenó la botella y la colocó en la mesa.
Me reí.
—¿Manteniendo la disciplina?
—Eso es. Venga al balcón. Desde allí se ven todos los pabellones.
Seguí a Cynthia y a su amigo, quienes me señalaron las diferentes salas. Lawrence se quedó atrás, pero al cabo de unos segundos Cynthia se volvió y le dijo que se reuniera con nosotros. Entonces miró su reloj de pulsera.
—¿No nos queda nada que hacer, Nibs?
—No.
—Muy bien. Entonces cerraremos y nos vamos.
Aquella tarde había visto a Lawrence bajo un aspecto totalmente distinto. Comparado con John, era extraordinariamente difícil llegar a conocerlo. Era opuesto a su hermano en casi todo. Sin embargo, había cierto encanto en su modo de ser y me pareció que, conociéndolo bien, podría tomársele gran afecto. Por regla general, su actitud respecto a Cynthia era algo cohibida, y ella, por su parte, se sentía tímida en su presencia. Pero aquella tarde estaban los dos muy alegres y charlaban como un par de chiquillos.
Cuando cruzábamos el pueblo, recordé que necesitaba unos sellos y, por consiguiente, nos detuvimos ante la oficina de correos.
Al salir de esta oficina, tropecé con un hombrecillo que entraba. Me hice a un lado, ofreciendo mis excusas, cuando de pronto, con una exclamación, me estrechó entre sus brazos y me besó calurosamente.
—¡Mi amigo Hastings! —exclamó—. Pero ¡si es mi amigo Hastings!
—¡Poirot! —exclamé.
Me volví a explicar a mis amigos, que seguían en el tílburi:
—Cynthia, es un encuentro realmente agradable para mí. Mi viejo amigo monsieur Poirot, a quien no había visto desde hace años. Ya comprenderá mi alegría ante tal encuentro.
—Pero si ya lo conocemos —dijo Cynthia, alegremente—. Y no tenía la menor idea de que fuera amigo suyo.
—Es cierto —dijo Poirot seriamente—. Conozco a mademoiselle Cynthia. Si estoy aquí es gracias a la bondadosa mistress Inglethorp. Sí, amigo mío, ha ofrecido hospitalidad a siete refugiados de mi país. Nosotros, los belgas, le estamos eternamente agradecidos.
Poirot era un hombrecillo de aspecto fuera de lo corriente. Mediría escasamente 1,60 de altura, pero su porte resultaba muy digno. Su cabeza tenía la forma exacta de un huevo y acostumbrara a inclinarla ligeramente hacia un lado. Su bigote era tieso y de aspecto militar. La pulcritud de su atuendo era casi increíble; dudo que una herida de bala pudiera causarle el mismo disgusto que una mota de polvo. Sin embargo, este curioso hombrecillo, que, por desgracia, y según pude observar cojeaba ligeramente, había sido en sus tiempos uno de los miembros más destacados de la Policía belga. Como detective, su olfato era extraordinario, y había obtenido resonantes éxitos ventilando algunos de los casos más desconcertantes de la época.
Me señaló la casita donde habitaban él y su compatriota y prometí ir a verle en fecha próxima. Saludó ceremoniosamente a Cynthia, quitándose el sombrero, y nos marchamos.
—Es un hombrecillo encantador —dijo Cynthia—. No tenía idea de que lo conocía usted.
—Han dado ustedes albergue a una celebridad —repliqué.
Y durante todo el camino les recité las hazañas y éxitos de Hércules Poirot.
Llegamos a casa en alegre disposición de ánimo. Al atravesar el vestíbulo, vimos a mistress Inglethorp que salía de su
boudoir
. Parecía nerviosa y trastornada.
—¡Ah!, sois vosotros —dijo.
—¿Pasa algo, tía Emily? —preguntó Cynthia.
—Claro que no —dijo bruscamente mistress Inglethorp—. ¿Que va a pasar?
Y viendo a Dorcas, la doncella, que se dirigía al salón, le dijo que le llevara unos sellos al
boudoir
.
—Sí, señora —la vieja sirvienta titubeó y dijo al fin, tímidamente—. ¿No cree usted, señora, que haría bien en irse a la cama? Parece usted fatigada.
—Puede ser que tenga usted razón, Dorcas, sí… No, ahora no. Tengo que terminar algunas cartas para que alcancen el correo. ¿Ha encendido el fuego en mi cuarto, como le dije?
—Sí, señora.
—Entonces me iré a la cama inmediatamente después de comer.
Entró de nuevo en su
boudoir
y Cynthia se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
—¡Por Dios bendito! ¿Qué pasará? —le dijo a Lawrence.
Él no la oyó, al parecer, pues sin decir una palabra giró sobre sus talones, nos echó una mirada y salió de la casa inmediatamente.
Le propuse a Cynthia un rápido partido de tenis antes de cenar y, habiendo sido aceptada mi proposición, corrí escaleras arriba a buscar mi raqueta.
Mistress Cavendish bajaba en aquel momento. Puede ser que fuera mi imaginación, pero parecía agitada.
—¿Fue agradable el paseo con el doctor Bauerstein? —pregunté, tan indiferente como me fue posible.
—No fui —contestó bruscamente—. ¿Dónde está mistress Inglethorp?
—En el
boudoir
.
Su mano se agarraba con fuerza a la baranda. Después pareció acumular energías para una entrevista difícil y, rápidamente, bajó las escaleras y cruzó el vestíbulo en dirección al
boudoir
, donde entró cerrando la puerta tras ella.
Unos minutos después, camino del campo de tenis, tuve que pasar por delante de la ventana abierta del
boudoir
y no pude evitar oír lo siguiente:
—¿Entonces no quiere usted enseñármelo? —decía Mary Cavendish con la voz de una persona que hace esfuerzos desesperados por dominarse.
—Querida Mary, no tiene nada que ver con el asunto —replicó mistress Inglethorp.
—Pues enséñemelo entonces.
—Ya te he dicho que no es lo que te imaginas. No te incumbe en absoluto.
A lo cual Mary Canvendish replicó con amargura creciente:
—¡Claro está! ¡Debería haber supuesto que usted lo protegería!
Cynthia me esperaba y me recibió diciendo con vehemencia:
—¡Oiga, Hastings! ¡Ha habido un lío espantoso! Se lo he sacado a Dorcas.
—¿Qué clase de lío?
—Entre tía Emily y él. Espero que, al fin, sabrá quién es.
—¿Y estaba Dorcas presente?
—Claro que no. Estaba «cerca de la puerta, por casualidad». Ha sido algo serio. Me gustaría saber el motivo.
Recordé la cara agitanada de mistress Raikes y las advertencias de miss Howard, pero decidí prudentemente guardar silencio, mientras Cynthia agotaba toda posible hipótesis. Al fin dijo, esperanzada:
—Tía Emily le echará de casa y no volverá a dirigirle la palabra.
Tenía grandes deseos de hablar con John, pero no pude encontrarle. Era evidente que algo muy grave había ocurrido, sin querer, y a pesar de todos mis esfuerzos, no conseguía apartarlo de mi imaginación. ¿Qué relación tendría Mary Cavendish con el asunto?
Inglethorp estaba en el salón cuando bajé a cenar. Su rostro aparecía tan impasible como de costumbre y volvió a impresionarme la extraña irrealidad que emanaba en gran manera de su persona.
Mistress Inglethorp fue la última en bajar. Parecía estar todavía fatigada y durante la comida reinó un silenció un poco forzado. Generalmente rodeaba a su mujer de pequeñas atenciones, colocando un cojín a su espalda y representando el papel de marido complaciente. Después de comer, mistress Inglethorp se retiró de nuevo a su
boudoir
.
—Mándame allí mi café, Mary —pidió—. Sólo tengo cinco minutos si quiero que las cartas no pierdan el correo.
Cynthia y yo nos sentamos junto a la ventana abierta del salón. Mary Cavendish nos llevó allí el café. Parecía excitada.
—¿Quiere la gente joven que encienda las luces o prefieren la semioscuridad del crepúsculo? —preguntó—. Cynthia, por favor, llévale el café a mistress Inglethorp. Voy a servirlo.
—Déjelo, Mary; yo lo haré —dijo Inglethorp.
Él mismo lo sirvió y salió del cuarto llevándolo con cuidado.
Lawrence le siguió y mistress Cavendish se sentó junto a nosotros.
Permanecieron los tres en silencio durante algún tiempo. Era una noche maravillosa, cálida y tranquila. Mistress Cavendish se abanicaba suavemente con una hoja de palma.
—Hace casi demasiado calor. Tendremos tormenta a no tardar.
¡Lástima que estos momentos llenos de armonía no puedan durar! El sonido de una voz conocida que yo detestaba profundamente hizo añicos mi paraíso.
—¡El doctor Bauerstein! —exclamó Cynthia—. ¡Vaya unas horas de venir!
Dirigí a Mary Cavendish una mirada recelosa, pero permanecía impasible, sin que se alterase siquiera la deliciosa palidez de sus mejillas. Segundos más tarde, Alfred Inglethorp introducía al doctor, quien se disculpaba riendo por entrar en el salón en aquella facha. Realmente, estaba cubierto de barro de pies a cabeza y ofrecía un aspecto lamentable.
—¿Qué ha estado usted haciendo, doctor? —exclamó mistress Cavendish.
—Tengo que disculparme —dijo el medico—. No quería entrar, pero míster Inglethorp insistió con todo ahínco.
—La verdad es, Bauerstein, que está usted hecho una pena —dijo John, que venía del vestíbulo—. Tome una taza de café y cuéntenos qué le ha ocurrido.
—Gracias.
Se rió con melancolía y explicó que había descubierto una especie muy rara de helecho en un lugar inaccesible, y que en sus esfuerzos por apoderarse de él había perdido pie, cayendo de modo lamentable a una charca.
—Me sequé pronto al sol —añadió—, pero mi aspecto es lamentable.
En este momento, mistress Inglethorp llamó a Cynthia desde el vestíbulo y la muchacha salió corriendo.