—Entonces, ¿qué consecuencia saca usted?
A mi pregunta contestó mi amigo de modo irritante, animándome a usar mis propias facultades.
—¿Y el sexto descubrimiento? —pregunté—. Supongo será el chocolate.
—No —dijo Poirot pensativo—. Debía haber incluido el chocolate en el sexto, pero no lo hice. No, el sexto me lo reservo de momento hasta que lo crea oportuno.
Echó una rápida ojeada alrededor de la habitación.
—No hay nada más que hacer aquí, a menos que… —se quedó contemplando atentamente durante largo rato las cenizas de la chimenea—. El fuego quema y destruye. Pero puede ser que… podría haber… ¡Vamos a verlo!
Se agachó y comenzó a separar las cenizas del hogar, poniéndolas en el guardafuego y manejándolas con sumo cuidado. De pronto profirió una débil exclamación.
—¡Las pinzas, Hastings!
Se las di rápidamente y extrajo con pericia un pedacito de papel medio quemado.
—¡Vaya,
mon ami
! ¿Qué le parece a usted esto?
Examinó el trozo de papel. A continuación incluyo una reproducción exacta.
Me quedé perplejo. Era un papel muy grueso, completamente distinto del papel de notas corriente. De pronto se me ocurrió una idea.
—¡Poirot! —exclamé—. Es un fragmento de un testamento.
—Exactamente.
Le miré fijamente.
—¿No le sorprende a usted?
—No —dijo gravemente—. Lo esperaba.
Le devolví el trozo de papel y lo guardó en su carpeta, con el mismo cuidado metódico con que hacía todas las cosas. Mi cabeza era un torbellino. ¿Qué significaba aquella complicación del testamento? ¿Quién lo había destruido? ¿La persona que había hecho la mancha en el suelo? Evidentemente. Pero ¿cómo había podido entrar nadie en el cuarto? Todas las puertas tenían echado el cerrojo por dentro.
—Ahora vámonos, amigo mío —dijo Poirot vivamente—. Me gustaría hacer algunas preguntas a la doncella… Se llama Dorcas, ¿verdad?
Pasamos a través del cuarto de Alfred Inglethorp y Poirot se detuvo en él para hacer un examen breve, pero eficiente. Salimos por aquella puerta, cerrándola de nuevo, así como la de mistress Inglethorp.
Poirot había expresado el deseo de ver el
boudoir
y bajamos juntos, dejándole allí mientras yo iba en busca de Dorcas. Sin embargo, cuando volví con ella, el
boudoir
estaba vacío.
—¡Poirot! —grité—. ¿Dónde se ha metido?
—Aquí estoy, amigo mío.
Había salido por la puerta-ventana y allí estaba, aparentemente perdido en la admiración de los varios macizos de flores.
—¡Admirable! —murmuró—. ¡Admirable! ¡Qué simetría! Mire aquella media luna y aquellos rombos. Su elegancia alegra la vista. La distancia entre las plantas es también perfecta. Ha sido arreglado hace poco, ¿verdad?
—Sí, creo que estaban haciéndolo ayer tarde. Pero venga usted, aquí está Dorcas.
—
Eh bien, eh bien!
No me escatimé una satisfacción momentánea de la vista.
—No, pero ese otro asunto es más importante.
—¿Y cómo sabe usted que esas hermosas begonias son menos importantes?
Me encogí de hombros. Cuando adoptaba esa actitud había que dejarlo.
—¿No está usted de acuerdo conmigo? Pues cosas así han pasado. Bueno, entraremos y haremos unas preguntas a la buena de Dorcas.
Dorcas permanecía en pie, las manos cruzadas en actitud respetuosa y el pelo gris asomándole en ondas rígidas por debajo de su gorro blanco. Era el prototipo de la buena sirvienta antigua.
Su actitud hacia Poirot demostraba desconfianza, pero pronto se vino abajo su resistencia. Mi amigo acercó una silla.
—Siéntese, por favor,
mademoiselle
.
—Gracias señor.
—Ha estado usted con su señora muchos años, ¿verdad?
—Diez años, señor.
—La ha servido usted mucho tiempo y con fidelidad. Debía usted de tenerle mucho afecto.
—La señora era muy buena conmigo, señor.
—Entonces no tendrá usted inconveniente en contestar unas cuantas preguntas. Se las hago con la aprobación de míster Cavendish.
—Por supuesto, señor.
—Entonces empezaré a preguntarle acerca de los sucesos de ayer tarde. ¿Tuvo su señora una disputa?
—Sí, señor; pero no sé si debo…
Dorcas titubeó.
Poirot la miró muy seriamente.
—Mi buena Dorcas. Es necesario que yo sepa todos los detalles de esa disputa tan fielmente como sea posible. No piense que está usted traicionando los secretos de su señora. Su señora está en su lecho de muerte y tenemos que saberlo todo si queremos vengarla. Nada puede revivirla, pero si ha habido crimen esperamos entregar al asesino a la Justicia.
—Así sea —dijo Dorcas con fiereza—. Y, sin nombrar a nadie, hay
alguien
en la casa a quien ninguno de nosotros ha podido nunca soportar. ¡Desgraciado el día en que él pisó por primera vez el umbral de esta casa!
Poirot esperó a que su indignación se calmara y preguntó, adoptando de nuevo su tono práctico:
—¿Qué hay de aquella disputa? ¿Cómo se enteró usted?
—Pasaba ayer por casualidad por el vestíbulo…
—¿Qué hora era?
—No lo sé exactamente, señor; pero faltaba mucho aún para la hora del té. Puede que fueran las cuatro, o quizá un poco más tarde. Bueno, señor, como le iba diciendo, pasaba por casualidad cuando oí unas voces fuertes y muy enfadadas. Yo no me proponía escuchar, pero… bueno, el caso es que me detuve. La puerta estaba cerrada, pero la señora hablaba con voz muy aguda y clara y pude oír fácilmente lo que decía: «Me has mentido y engañado». No pude oír lo que contestó míster Inglethorp, porque hablaba mucho más bajo. Pero ella contestó: «¿Cómo te atreves? Te he cuidado, te he vestido, te he alimentado. ¡Me lo debes todo! ¡Y así es cómo me pagas! Manchando nuestro nombre». No pude oír tampoco lo que dijo él, pero ella siguió: «Nada de lo que digas cambiará la situación. Veo claramente cuál es mi deber. Estoy decidida. No creas que me va a detener el miedo a la publicidad o al escándalo entre marido y mujer». Entonces me pareció que salían y me marché a toda prisa.
—Está usted segura de que era la voz de míster Inglethorp la que oyó?
—¡Oh, sí, señor! ¿De quién iba a ser, si no?
—Bien. ¿Qué ocurrió después?
—Más tarde volví al vestíbulo, pero todo estaba tranquilo. A las cinco, mistress Inglethorp tocó la campanilla y me dijo que le llevara una taza de té al
boudoir
, nada de comer. Tenía un aspecto espantoso; estaba muy pálida y como trastornada. «Dorcas», me dijo, «he tenido un disgusto horrible». «Lo siento, señora», dije yo, «sé sentirá usted mejor después de tomar una tacita de té, señora». Tenía algo en la mano. No sé si era una carta o sólo un trozo de papel, pero había algo escrito en él y la señora lo miraba como si no pudiera creer lo que estaba leyendo. Hablaba para sí entre dientes, parecía que había olvidado que yo estaba allí. «Sólo estas palabras y todo ha cambiado». Entonces me dijo: «Nunca confíes en un hombre, Dorcas; no lo merecen». Salí corriendo y le llevé una buena taza de té fuerte. Me dio las gracias, diciendo que se sentiría mejor después de haberlo tomado. «No sé qué hacer», dijo. «El escándalo en un matrimonio es una cosa horrible, Dorcas. Lo ocultaría todo, si pudiera». Mistress Cavendish entró en aquel momento y ya no me dijo nada más.
—¿Tenía todavía la carta, o lo que fuera, en la mano?
—Sí, señor.
—¿Qué cree usted que haría con ella después?
—No lo sé, señor. Supongo que la guardaría en su caja morada.
—¿Era ahí donde acostumbraba a guardar los papeles importantes?
—Sí, señor. La bajaba con ella todas las mañanas y la volvía a subir por la noche.
—¿Cuándo perdió la llave de la caja?
—La perdió ayer, a la hora de almorzar, señor, y me dijo que la buscara por todas partes. Estaba muy angustiada por la pérdida.
—Pero ¿no tenía duplicado de la llave?
—Sí, señor.
Dorcas miraba a Poirot con curiosidad y, si he de decir la verdad, también yo estaba interesado. ¿Qué significaba todo aquello de la llave perdida? Poirot sonrió.
—No tiene importancia, Dorcas. Mi trabajo consiste en enterarme de las cosas. ¿Es esta la llave perdida?
Sacó de su bolsillo la llave que había encontrado en la cerradura de la caja de documentos.
Parecía que los ojos de Dorcas iban a salirse de las órbitas.
—Sí, señor; claro que es ésa. Pero ¿dónde la encontró usted? La busqué por todas partes.
—¡Ah, pero es que ayer no estaba donde estaba hoy! Y ahora, cambiando de tema, ¿tenía su señora un traje de color verde oscuro en su guardarropa?
Dorcas se sobresaltó ante lo inesperado de la pregunta.
—No, señor.
—¿Está usted segura?
—Desde luego, señor.
—¿Tiene alguien en la casa un traje verde?
Dorcas reflexionó.
—Miss Cynthia tiene un traje de noche verde.
—¿Verde claro o verde oscuro?
—Verde claro, señor; una especie de
chiffon
, creo que lo llaman.
—No, no es eso lo que quiero. ¿Y nadie más tiene nada verde?
—No, señor; que yo sepa, al menos.
El rostro de Poirot no traicionó si estaba o no desilusionado. Sólo observó:
—Bueno, dejemos esto y pasemos adelante. ¿Cree usted que su señora tenía intención de tomar anoche polvos de dormir?
—
Anoche
, no, señor; sé que no los tomó.
—¿Cómo lo sabe usted con tanta seguridad?
—Porque la caja estaba vacía. Tomó la última dosis hace dos días y no tenía más cantidad preparada.
—¿Está usted completamente segura de lo que me cuenta?
—Completamente, señor.
—Entonces está claro. Por cierto, ¿no le pidió ayer su señora que firmara ningún papel?
—¿Firmar un papel? No, señor.
—Cuando míster Hastings y míster Lawrence Cavendish volvieron anoche, encontraron a su señora escribiendo cartas. ¿No puede darme usted una idea de a quién iban dirigidas las cartas?
—Lo siento, señor, pero no puede decírselo. Era mi tarde libre. Quizás Annie lo sepa, aunque es una chica muy atolondrada. No recogió las tazas de café anoche. Eso es lo que pasa cuando yo no estoy para cuidarme de las cosas.
Poirot levantó la mano.
—Ya que no ha recogido las tazas, Dorcas, déjelas un poco más, se lo ruego. Me gustaría examinarlas todas con atención.
—Muy bien, señor.
—¿A qué hora salió usted ayer?
—A eso de las seis, señor.
—Gracias, Dorcas, eso es todo lo que tengo que preguntarle —se levantó y se acercó a la ventana—. He estado admirando estos macizos de flores. A propósito, ¿cuántos jardineros hay en la casa?
—Ahora sólo tres, señor. Había cinco antes de la guerra, cuando esta casa era lo que debe ser una casa de señores. Me gustaría que hubiera usted visto entonces el jardín, señor. Estaba precioso. Pero ahora sólo están el viejo Manning, el joven William y una mujer a la última moda, con pantalones y cosas por el estilo. ¡Qué tiempos más horribles!
—Volverán los buenos tiempos, Dorcas. Por lo menos, eso espero. Bien, ¿quiere decirle a Annie que venga?
—Sí, señor. Gracias, señor.
—¿Cómo ha sabido usted que mistress Inglethorp tomaba polvos para dormir? —pregunté con viva curiosidad cuando Dorcas salió del cuarto—. ¿Y lo de la llave perdida y su duplicado?
—Cada cosa a su tiempo. En cuanto a los polvos de dormir, lo supe por esto.
Súbitamente me mostró una pequeña caja de cartón, como las que los farmacéuticos usan para los polvos.
—¿Dónde la encontró usted?
—En el cajón del lavabo del cuarto de mistress Inglethorp. Era el número seis de mi lista.
—Puesto que los últimos polvos los tomó hace dos días, no es de mucha importancia.
—Probablemente no; pero ¿no hay nada en esta caja que le parezca extraño?
La examiné con cuidado.
—No, la verdad.
—Mire la etiqueta.
Leí la etiqueta con atención: «Tómese una dosis antes de acostarse, si hiciera falta. Mistress Inglethorp».
—No, no veo nada de particular.
—¿No le extraña que no tenga el nombre del farmacéutico?
—¡Ah! —exclamé—. ¡Claro que es extraño!
—Ha conocido usted algún farmacéutico que despache una caja como ésta sin que lleve su nombre impreso?
—No, nunca.
Mi excitación iba en aumento, pero Poirot me echó un jarro de agua fría al decir:
—Sin embargo, la explicación es muy sencilla. De modo que no se alarme usted, amigo mío.
No tuve tiempo de contestar, ya que un crujido anunció que Annie se acercaba.
Annie era una muchacha guapa y pizpireta. En aquel momento era presa de gran excitación, mezclada al placer morboso de la tragedia que había ocurrido en la casa.
Poirot fue directamente al asunto, con actividad realmente práctica.
—La he mandado buscar, Annie, porque he creído que quizá usted pudiera decirme algo acerca de las cartas que mistress Inglethorp escribió anoche. ¿Cuántas cartas eran? ¿Recuerda usted los nombres de las personas a quienes iban dirigidas?
Annie meditó un momento.
—Eran cuatro cartas, señor. Una era para miss Howard, una para míster Wells, y las otras dos, creo que no me acuerdo… ¡Ah, sí! Una era para la Casa Ross, los proveedores de Tadminster. De la otra no me acuerdo.
—Trate de recordar —insistió Poirot.