Miré a Alfred Inglethorp, que representaba el papel de viudo atribulado con una hipocresía que me pareció del peor gusto. Me pregunté si sabría que sospechábamos de él. Es seguro que no podía ignorar el hecho, por mucho que lo disimuláramos. ¿No sentiría miedo interiormente o confiaría en que su crimen quedaría impune? Era imposible que la atmósfera, cargada de sospechas, no le advirtiera de que era ya un hombre marcado gravemente.
Pero ¿sospecharía todo el mundo de él? ¿Y mistress Cavendish? La observé sentada a la cabecera de la mesa, graciosa, serena, enigmática. Estaba muy hermosa con su ligero vestido gris y aquellos volantes de las muñecas que caían sobre sus manos. Sin embargo, cuando se sirvió, su rostro tenía la inescrutabilidad del de una esfinge. Apenas abrió los labios, pero la gran fuerza de su personalidad nos dominaba a todos.
¿Y la pequeña Cynthia? ¿Sospecharía ella? Me pareció muy cansada y enferma. Su actitud era muy lánguida y pesada. Le pregunté si se sentía mal y me contestó sin ambages:
—Sí, tengo un brutal dolor de cabeza.
—¿Otra taza de café,
mademoiselle
? —preguntó Poirot solícitamente—. La animará mucho. No hay nada como el café para el dolor de cabeza.
Se levantó a coger su taza.
—Sin azúcar —dijo Cynthia, viéndole coger los terrones.
—¿Sin azúcar? Sacrificios de guerra, ¿verdad?
—No, nunca tomo azúcar con el café.
—
Sacré!
—murmuró Poirot entre dientes al devolverle la taza llena.
Sólo yo le oí y, levantando hacia él la vista, vi que se esforzaba en reprimir su excitación y que sus ojos eran verdes como los de un gato. Había visto u oído algo que le había afectado extraordinariamente, pero ¿qué sería? No suelo tenerme por torpe, pero debo confesar que nada fuera de lo corriente había llamado
mi
atención.
Momentos más tarde, la puerta se abrió y apareció Dorcas.
—Míster Wells quiere verle, señor —le dijo a John.
Recordé que Wells era el nombre del abogado a quien mistress Inglethorp había escrito la noche anterior.
John se levantó inmediatamente.
—Páselo a mi estudio —luego se volvió hacia nosotros—. Es el abogado de mi madre. Es también —terminó en voz baja— el
coroner
… Ya me entienden. Si quieren acompañarme…
Asentimos y salimos con él de la habitación. John iba delante de nosotros y aproveché la oportunidad para murmurar al oído de Poirot:
—¿Es que va a haber interrogatorio?
Poirot asintió distraídamente. Parecía tan absorto en sus pensamientos que mi curiosidad se despertó.
—¿Qué ocurre? No está usted escuchando lo que le digo.
—Es cierto amigo. Estoy preocupado.
—¿Por qué?
—Porque mademoiselle Cynthia no toma azúcar con el café.
—¿Cómo? ¡No hablará usted en serio!
—Claro que hablo en serio. Hay algo aquí que no entiendo. Mi instinto no se equivocó.
—¿Qué instinto?
—El instinto que me llevó a examinar esas tazas de café. ¡Chis! A callar ahora.
Seguimos a John a su estudio y se cerró la puerta tras de nosotros.
Míster Wells era un hombre agradable, de mediana edad. Con ojos penetrantes y la boca característica de los abogados. John nos presentó y explicó la razón de nuestra presencia por nuestra inmediata intervención en el asunto.
—Comprenderá usted, Wells —añadió—, que todo esto es estrictamente confidencial. Todavía confiamos en que no haga falta ninguna clase de investigación.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Wells políticamente—. Me hubiera gustado ahorrarles a ustedes el disgusto y la publicidad de una pesquisa; pero, naturalmente, es inevitable, faltando el certificado médico.
—Sí, ya me lo figuro.
—Es inteligente, ese Bauerstein. Una autoridad en toxicología, según parece.
—Desde luego —dijo John con cierta sequedad. Después añadió, dudando—. ¿Tendremos que presentarnos como testigos…, quiero decir, todos nosotros?
—Usted, naturalmente, y… hum, míster Inglethorp también, desde luego.
Siguió una breve pausa, antes de que el abogado continuara, con su tono apaciguador:
—Cualquiera otro testimonio será simplemente confirmatorio, pura cuestión de fórmula.
—Ya.
Una ligera expresión de alivio cruzó por el rostro de John. Me sorprendió, porque no aprecié motivo para ello.
—Si no tiene usted nada que oponer —prosiguió Wells—, he pensado en el viernes. Así tendremos tiempo suficiente para el informe médico. ¿La autopsia se practicará esta noche?
—Sí.
—Entonces, ¿le conviene a usted el viernes?
—Desde luego.
—No necesito decirle, querido Cavendish, lo apenado que estoy con este trágico asunto.
—¿No puede usted ayudarnos a resolverlo,
monsieur
? —intervino Poirot, hablando por primera vez desde que habíamos entrado en el estudio.
—¿Yo?
—Sí. Hemos oído decir que mistress Inglethorp le escribió anoche. Debe de haber recibido usted la carta esta mañana.
—Sí, pero no contiene ninguna información de interés. Es sencillamente una nota pidiéndome que viniera a verla esta mañana, pues quería mi consejo en un asunto de gran importancia.
—¿No le insinúa de qué se trataba?
—No, por desgracia.
—Es una lástima —dijo Poirot.
Nos quedamos en silencio. Poirot se perdió en sus pensamientos durante unos cuantos minutos. Finalmente, se volvió de nuevo al abogado.
—Míster Wells, me gustaría preguntarle una cosa, si no es contrario a su ética profesional. En caso de que mistress Inglethorp muriera, ¿quién heredaría su dinero?
El abogado dudó un momento y luego replicó:
—Todo esto será del dominio público muy pronto, de modo que, si míster Cavendish no tiene nada que objetar…
—En absoluto —intervino John.
—No veo razón que impida contestar a su pregunta. Según el último testamento, fechado en agosto del pasado año, después de varios legados sin importancia a sirvientes, etcétera, deja toda su fortuna a su hijastro míster John Cavendish, al que quería mucho.
—Perdone la pregunta, míster Wells: ¿no era esta disposición muy injusta con respecto a su otro hijastro, Lawrence Cavendish?
—No, no lo creo así. Según los términos del testamento de su padre, en tanto que John heredaría la propiedad, Lawrence, a la muerte de su madrastra, entraría en posesión de una considerable suma. Mistress Inglethorp dejó su dinero a su hijastro mayor sabiendo que él tendría que conservar Styles. A mi modo de ver, fue un reparto muy justo y equitativo.
Poirot asintió, pensativo.
—Sí, ya veo. ¿Pero es cierto que, según la Ley inglesa, ese testamento quedaba automáticamente anulado al volver a casarse mistress Inglethorp?
Míster Wells hizo una señal de afirmación.
—Según iba a decir ahora, monsieur Poirot, ese documento no tiene actualmente ninguna validez.
—
Hein!
—exclamó Poirot, preguntando después de reflexionar un momento—. ¿Conocía este hecho mistress Inglethorp?
—No lo sé. Seguramente…
—Lo sabía —dijo John inesperadamente—. Todavía ayer estuvimos discutiendo acerca de los testamentos anulados por el matrimonio.
—¡Ah! Otra pregunta, míster Wells. Dijo usted «su último testamento». ¿Es que mistress Inglethorp había hecho más testamentos con anterioridad?
—Por término medio, hacía un nuevo testamento por lo menos una vez al año —dijo míster Wells imperturbable—. Era dada a cambiar de opinión respecto a sus disposiciones testamentarias, beneficiando ahora a uno y luego a otro miembro de la familia.
—Supongamos —sugirió Poirot— que, sin saberlo usted, hubiera otorgado otro testamento en favor de alguien que no fuera de la familia, digamos, en favor de miss Howard, por ejemplo, ¿le sorprendería a usted?
—En absoluto.
—¡Ah!
Poirot parecía haber agotado sus preguntas. Me acerqué a él, mientras John y el abogado discutían sobre la conveniencia de revisar los papeles de mistress Inglethorp.
—¿Cree usted que mistress Inglethorp hizo un testamento dejando todo su dinero a miss Howard? —pregunté en voz baja, con cierta curiosidad.
Poirot sonrió.
—No.
—Entonces, ¿por qué lo preguntó usted?
—¡Silencio!
John Cavendish se había vuelto hacia Poirot para preguntarle:
—¿Viene con nosotros, monsieur Poirot? Vamos a revisar los papeles de mi madre. Míster Inglethorp está dispuesto a confiarnos esa tarea a míster Wells y a mí.
—Lo que simplifica mucho las cosas —murmuró el abogado—, ya que legalmente, por supuesto, estaba autorizado a…
No terminó la frase.
—Miraremos primero en el escritorio del
boudoir
—explicó John—, y después subiremos a su cuarto. Tenemos que revisar minuciosamente una caja de documentos de color morado donde guardaba sus papeles más importantes.
—Sí —dijo el abogado—, es muy posible que haya en la caja un testamento posterior al que yo tengo.
—
Hay
un testamento posterior.
Fue Poirot quien habló.
John y el abogado miraron a Poirot, sobresaltados.
—¿Qué?
—Mejor dicho —siguió mi amigo, sin perder su calma—,
lo había
.
—¿Qué quiere usted decir con eso de
lo había
? ¿Dónde está ahora?
—Quemado.
—¿Quemado?
—Sí. Miren esto.
Mostró el fragmento chamuscado que había encontrado en el hogar de la chimenea del cuarto de mistress Inglethorp y se lo entregó al abogado, explicándole brevemente dónde y cuándo lo había encontrado.
—Puede ser que fuera un testamento antiguo.
—No lo creo. En realidad, estoy casi seguro de que fue redactado ayer tarde.
—¿Qué? ¡Imposible! —saltaron a una los dos hombres.
Poirot se dirigió a John.
—Si me permite usted que mande a buscar a su jardinero, se lo demostraré.
—Claro que sí, pero no veo…
Poirot alzó una mano.
—Haga lo que le digo. Después formulará cuantas preguntas desee.
—Muy bien.
Tocó un timbre y Dorcas se presentó sin tardar.
—Dorcas, ¿quiere decirle a Manning que venga, que tengo que hablarle?
—Sí, señor.
Dorcas se retiró.
Esperamos en un silencio lleno de tirantez. Sólo Poirot parecía estar completamente a sus anchas y quitó el polvo de una esquina olvidada de la librería.
Las pisadas en la arena de una botas claveteadas anunciaron la proximidad de Manning. John consultó a Poirot con la mirada y éste asintió con la cabeza.
—Entre, Manning, quiero hablarle —dijo John.
Manning entró despacio y titubeando a través de la puerta-ventana, quedándose tan cerca de ella como le fue posible. Tenía la gorra en la mano y le daba vueltas y más vueltas sin cesar. Se encorvaba mucho, aunque probablemente no era tan viejo como parecía, y sus ojos, vivos e inteligentes, contradecían sus palabras, lentas y cautelosas.
—Manning —dijo John—, este señor va a hacerle unas preguntas y yo quiero que usted le conteste.
—Sí, señor —musitó Manning.
Poirot se acercó a él con ligereza. La mirada de Manning resbaló sobre él con cierto desprecio.
—Estaba usted ayer tarde plantando un macizo de begonias en la parte sur de la casa, ¿no es así, Manning?
—Sí, señor; yo y William.
—Y mistress Inglethorp se acercó a la ventana y les llamó, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Dígame usted exactamente lo que ocurrió después de acaecer esto.
—No gran cosa, señor. Ella le dijo a William que cogiera la bicicleta y fuera al pueblo a buscar papel para un testamento, o algo por el estilo, no sé bien; se lo escribió.
—¿Y qué más?
—William fue, señor.
—¿Y qué ocurrió después?
—Continuamos con las begonias, señor.
—¿No les volvió a llamar mistress Inglethorp?
—Sí, señor; nos llamó a los dos, a William y a mí.
—¿Y luego?
—Nos hizo firmar al final de un papel muy largo, debajo de donde ella había firmado.
—¿Vio usted algo de lo que estaba escrito antes de la firma de ella? —preguntó Poirot vivamente.
—No, señor; había un trozo de secante encima de aquella parte.
—¿Y firmaron ustedes donde les dijo?
—Sí, señor, yo primero y después William.
—¿Qué hizo ella después con el documento?
—Lo metió dentro de un sobre largo y lo guardó en una especie de caja morada que había en el escritorio.
—¿Qué hora era cuando les llamó a ustedes por primera vez?
—A eso de las cuatro, creo yo, señor.
—¿No sería más temprano? ¿A las tres y media, por ejemplo?
—No, me parece que no, señor. Más bien un poco después de las cuatro, no antes.
—Gracias, Manning, está bien —dijo Poirot amablemente.
El jardinero consultó a su amo con la mirada, John asintió y Manning se retiró por la puerta-ventana, llevándose un dedo a la frente a guisa de saludo y murmurando entre dientes algo ininteligible.
Nos miramos unos a otros.
—¡Cielo santo! —murmuró John—. ¡Qué coincidencia más extraordinaria!
—¿Cómo coincidencia?
—Que mi madre hubiera hecho el testamento el mismo día de su muerte.
Wells se aclaró la garganta y observó fríamente:
—¿Está usted seguro de que es una coincidencia, Cavendish?
—¿Qué quiere decir?
—Su madre, según me ha dicho, tuvo una violenta disputa con… alguien, ayer tarde.
—¿Qué quiere decir? —volvió a exclamar John.
Había cierto temblor en su voz a la vez que se había puesto muy pálido.
—Como consecuencia de aquella pelea, su madre, súbitamente y a toda prisa, hace un nuevo testamento. Nunca sabremos el contenido de ese testamento. A nadie habló de sus disposiciones. Sin duda, esta mañana me hubiera consultado a mí el asunto, pero no tuvo oportunidad. El testamento desaparece y ella se lleva el secreto a su tumba. Cavendish, me temo que esto no es una coincidencia. Monsieur Poirot, estoy seguro de que está usted de acuerdo conmigo en que estos hechos sugieren muchas cosas.
—De todos modos —interrumpió John—, estamos muy agradecidos a monsieur Poirot por haber aclarado este punto. De no ser por él, nunca hubiéramos tenido noticia del testamento. ¿Puede decirme,
monsieur
, qué fue lo que le indujo a sospechar su existencia?