—¿Un ángel?
—Hilde es aquella a la que se dirige el «espíritu».
Con esto, Sofía se marchó corriendo de casa de Alberto y salió a la tormenta. ¿Podría haber sido la misma tormenta que había llegado a Bjerkely unas horas después de que Sofía cruzara, la ciudad corriendo?
Mañana es mi cumpleaños, pensó. ¿No resultaba demasiado penoso tener que reconocer que la vida es un sueño justo el día antes de cumplir quince años? Era como soñar que te tocaban diez millones en a lotería y de repente, justo antes del gran sorteo, darte cuenta de que todo había sido un sueño.
Sofía cruzó corriendo el campo de deportes mojado. De repente se dio cuenta de que una persona venía corriendo hacia ella. Era su madre. Los rayos reventaron el cielo repetidamente.
Cuando se encontraron las dos, la madre la abrazó.
—¿Qué es lo que nos está sucediendo, mi pequeña?
—No lo sé —contestó Sofía llorando. Es como una pesadilla.
Hilde notó que sus ojos estaban húmedos. «Ser o no ser, ésa es la cuestión. »
Tiró la carpeta sobre la cama y se levantó para pasearse por la habitación. Al final se puso delante del espejo de latón, y allí se quedó de pie hasta que su madre vino a avisarla de que estaba preparada la cena. Cuando llamó a la puerta, Hilde no tenía idea de cuánto tiempo había estado así, de pie. Pero estaba segura, estaba totalmente segura de que el reflejo del espejo le había guiñado los ojos.
Durante la cena intentó ser una homenajeada agradecida. Pero estaba pensando constantemente en Alberto y Sofía.
¿Qué les pasaría ahora que sabían que el padre de Hilde era el que decidía todo? Aunque... saber saber... en realidad no sabían nada. ¿No era más bien que papá hacía como si supieran? Pero de todos modos el problema seguía siendo el mismo: ahora que Sofía y Alberto lo «sabían» todo, habían llegado en cierta manera al final del camino.
Estuvo a punto de atragantarse con un trozo grande de patata, cuando de pronto se dio cuenta de que ese planteamiento a lo mejor era también aplicable a su propio mundo. Los hombres habían llegado cada vez más lejos en la comprensión de las leyes de la naturaleza. ¿La Historia podía simplemente seguir y seguir incluso después de que las últimas piezas de los puzles de la filosofía y de la ciencia se hubiesen colocado? ¿O los hombres se estaban acercando al fin de la Historia? No había una conexión entre el desarrollo del pensamiento y de la ciencia, por un lado, y el efecto invernadero y selvas tropicales quemadas, por el otro? Quizás no fuera, al fin y al cabo, ninguna tontería llamar «pecado original» a la necesidad del hombre de saber.
Esta pregunta era tan grande y tan aterradora que Hilde intentó olvidarse de ella. Además seguramente entendería más al seguir leyendo el regalo de cumpleaños de papá.
Cuando se terminaron el helado con fresas italianas, dijo la madre:
—Ahora haremos exactamente lo que más te apetezca.
—Sé que suena un poco raro, pero sólo tengo ganas de seguir leyendo el regalo de papá.
—Sí, pero no debes permitir que te deje completamente aturdida.
—No te preocupes.
Hilde se acordó de cómo Sofía había hablado con su madre. ¿A lo mejor papá había metido algo de la madre de Hilde en esa otra madre? Decidió no hablar de conejos blancos que se sacan del sombrero de copa del universo, al menos no hoy.
—Por cierto... —dijo al levantarse de la mesa.
—No encuentro mi cruz de oro.
La madre la miró con cara de misterio.
—La encontré junto al muelle hace muchas semanas. ¡Debiste de perderla allí, despistada!
—¿Se lo has contado a papá?
—No me acuerdo pues, sí, supongo.
—¿Entonces dónde está?
Su madre fue a buscarla en su propio joyero. Hilde oyó un grito de sorpresa desde el dormitorio: pronto volvió al salón.
—¿Sabes... ?, en este momento no la encuentro.
—Lo suponía.
Abrazó a su madre y subió a la buhardilla de nuevo. Por fin pudo seguir leyendo sobre Sofía y Alberto. Se tumbó en la cama con la pesada carpeta sobre las rodillas.
Sofía se despertó cuando su madre entró en su cuarto con una bandeja llena de regalos. En una botella vacía había metido una bandera.
—¡Felicidades, Sofía!
Sofía se restregó los ojos para despertarse. Intentó acordarse de todo lo que había pasado el día anterior. Pero todo eran simplemente piezas sueltas de un rompecabezas. Una de las piezas era Alberto, otras eran Hilde y el mayor. Una era Berkeley, otra era Bjerkely. La pieza más negra era la tremenda tormenta. Casi le había dado una especie de ataque de nervios. Su madre le había dado un masaje y la había metido en la cama con una taza de leche caliente con miel. Se había dormido instantáneamente.
Creo que estoy viva balbució.
—Claro que estás viva. Y hoy cumples quince años.
—¿Estás completamente segura?
—Completamente segura. ¿No iba a saber una madre el día en que nació su única hija? El 13 de junio de 1975..., a la una y media, Sofía. Fue el momento más feliz de mi vida.
¿Estás segura de que no es todo un sueño?
—Pero al menos es un buen sueño despertarse con panecillos y Fanta y regalos de cumpleaños.
Dejó la bandeja con los regalos sobre una silla y salió un momento de la habitación. Cuando volvió trajo otra bandeja esta vez con panecillos y Fanta. La puso en el extremo de la cama de Sofía y fue como todos los cumpleaños. Desenvolvieron los paquetes mientras recordaban tiempos pasados, hasta el parto hacía quince años. Su madre le regaló una raqueta de tenis. Nunca había jugado al tenis, pero había una pista al aire libre muy cerca de su casa. Su padre le había enviado un mini-televisor con radio incorporada. La pantalla no era mayor que una fotografía normal. Y había otras cosas de tías y de amigos de la familia.
Al cabo de un rato, su madre dijo:
—¿Te parece que debo tomarme el día libre hoy?
—No, ¿por qué?
—Es que ayer estabas muy desconcertada. Si esto sigue así creo que tendremos que pedir hora a un psicólogo.
—Te lo puedes ahorrar.
¿Sólo fue la tormenta, o también fue ese Alberto?
—¿Y tú, qué? «¿Qué nos está pasando, hija mía?», dijiste.
—Me preocupaba que últimamente estuvieras vagando por la ciudad para encontrarte con extraños. Quizás sea culpa mía...
—Nadie tiene la culpa de que yo haga un pequeño cursillo de filosofía en mi tiempo libre. Vete al trabajo, mamá. Tenemos una reunión en el colegio hoy a las diez. Sólo para que nos den las notas y para tomar algo.
—¿Sabes ya las notas?
—Sólo sé que tendré más sobresalientes que la última vez.
Al poco rato de marcharse la madre, sonó el teléfono.
—Sofía Amundsen.
—Soy Alberto.
—Ah...
—El mayor estuvo derrochando dinamita ayer.
—No entiendo lo que quieres decir.
—Los truenos, Sofía.
—No sé qué pensar.
—Esa es la mayor virtud del filósofo. Estoy orgulloso de cuánto has aprendido en tan poco tiempo.
—Tengo miedo de que nada sea real
—Se llama angustia existencial y suele ser simplemente una transición a un nuevo conocimiento.
—Creo que necesito una pausa en el curso.
—¿Hay muchas ranas en tu jardín estos días?
Sofía tuvo que reírse. Alberto prosiguió.
—Creo que deberíamos seguir trabajando. Por cierto, felicidades. Tenemos que acabar completamente el curso antes de San Juan. Es nuestra última esperanza.
—¿Nuestra última esperanza de qué?
—¿Estás cómodamente sentada? Vamos a necesitar un poco de tiempo, ¿sabes?
—Estoy cómoda.
—¿Te acuerdas de Descartes?
—«Pienso, luego existo. »
—Por el momento estamos completamente vacíos en nuestra duda metódica. Quizás resulte que somos pensamiento, y eso es algo muy distinto a pensar uno mismo. Tenemos buenas razones para creer que pertenecemos a la imaginación del padre de Hilde y de ese modo constituimos una especie de entretenimiento en el cumpleaños de la hija del mayor en Lillesand. ¿Me sigues?
—Sí...
—Pero en esto también va incorporada una contradicción. Si somos fruto de la imaginación de alguien, no tenemos derecho a «creer» nada en absoluto. En ese caso, toda esta conversación telefónica es pura imaginación.
—Y entonces no tenemos libre albedrío. Es el mayor el que planifica todo lo que decimos y hacemos. De modo que simplemente podemos colgar.
—No, ahora estás simplificando demasiado.
—¡ Explícate!
—¿Dirías que una persona planifica todo aquello con lo que sueña? Puede que el padre de Hilde esté al tanto de todo lo que hacemos, y que intentar escapar de su omnisciencia resulte tan difícil como intentar escapar de la propia sombra. Pero puede ser, y por eso he empezado a elaborar un plan, que el mayor no haya decidido de antemano lo que va a pasar. Puede ser que no lo decida hasta el mismo momento, es decir, hasta el momento de la creación. Puede que justo en ese momento tengamos iniciativa propia para dirigir nuestros hechos y nuestros movimientos. Una iniciativa así estará compuesta de impulsos tremendamente débiles comparados con los del mayor. Poca resistencia podremos poner contra fuertes situaciones exteriores tales como perros que hablan, aviones de hélice con cintas de felicitación, recados en plátanos y truenos encargados de antemano. Pero no debemos excluir que tengamos una pequeñísima y débil voluntad propia.
—¿Cómo puede ser posible eso?
—El mayor es evidentemente omnisciente en nuestro pequeño mundo, pero no significa que sea omnipotente. Al menos debemos intentar vivir nuestras vidas como si no lo fuera.
—Creo que entiendo lo que quieres decir.
—El truco sería poder lograr hacer algo completamente por nuestra cuenta, me refiero a algo que el mayor ni siquiera fuera capaz de descubrir.
—¿Cómo va a ser eso posible si no existimos?
—¿Quién ha dicho que no existimos? La cuestión no es si existimos sino qué somos y quién somos. Aunque resultara que solamente somos impulsos en la compleja mente del mayor, eso no nos quita nuestra poca existencia.
—¿Y tampoco nuestro libre albedrío?
—Estoy en ello, Sofía.
—Pero el padre de Hilde también sabrá que tú «estás en ello».
—Decididamente. Pero no conoce el plan en sí. Intento encontrar un punto «arquimédico».
—¿Un punto «arquimédico»?
—Arquímedes era un científico helenístico. «Dame un punto fijo», dijo, «y yo moveré el mundo». Un punto así es lo que tenemos que buscar para podernos salir del universo interno del mayor.
—Sería una verdadera hazaña.
—Pero no nos vamos a poder escapar antes de haber terminado del todo el curso de filosofía. Hasta entonces nos tendrá bien cogidos. Al parecer ha decidido que yo debo guiarte a través de los siglos hasta nuestra propia época. Pero nos quedan pocos días antes de que coja el avión de vuelta en Oriente Medio. Si no hemos logrado librarnos de su pegajosa imaginación antes de que llegue a Bjerkely, entonces estaremos perdidos.
—Me das miedo...
—Primero tendré que darte la primera información indispensable sobre la Ilustración francesa. Luego tendremos que mirar a grandes rasgos la filosofía de Kant, antes de acercarnos al Romanticismo. Y para nosotros dos, Hegel será una pieza importante. Y con él tampoco podemos evitar describir el indignado ajuste de cuentas de Kierkegaard a la filosofía hegeliana. También tendremos que decir algunas palabras sobre Marx, Darwin y Freud. Y si nos da tiempo a hacer unos comentarios concluyentes sobre Sartre y el existencialismo, el plan podrá ponerse en marcha.
—Eso es mucho para sólo una semana.
—Por eso tenemos que empezar ahora mismo. ¿Puedes venir ahora?
—Tengo que ir al colegio. Nos van a dar las notas y vamos a tomar algo.
—Déjalo. Si somos pura conciencia sólo es pura imaginación el que dulces y coca-colas y cosas así sepan a algo en absoluto.
—Pero las notas...
—Sofía, o vives en un universo maravilloso en un planeta minúsculo en una de los millones de galaxias, o constituyes algunos impulsos electromagnéticos en la conciencia del mayor. Y tú hablas de «notas». ¡Debería darte vergüenza!
—Lo siento.
—Pero bueno, pásate por el colegio antes de vernos. Podría tener mala influencia sobre Hilde el que tú hicieras novillos el último día de colegio. Ella seguramente va al colegio aunque sea su cumpleaños, porque es un ángel.
—Entonces iré justo después del colegio.
—Podemos vernos en la Cabaña del Mayor.
—¿En la Cabaña del Mayor?
—Clic.
Hilde puso la carpeta de anillas sobre las rodillas. Con eso último su padre lograba que le remordiera un poco la conciencia por haber hecho novillos el último día del colegio. ¡El granuja!
Se quedó un instante meditando en qué clase de plan podía tramar Alberto. Se sintió tentada a mirar la última hoja de la carpeta, pero no, eso sería hacer trampa. Más valía darse prisa y seguir leyendo.
No obstante, estaba convencida de que Alberto si tenía razón en un punto. Una cosa era que el padre tuviera una especie de control sobre lo que les sucedía a Sofía y Alberto. Pero seguro que no sabía lo que les iba a suceder mientras estaba escribiendo. A lo mejor escribía alguna cosa a toda prisa, algo que no descubriría hasta mucho más tarde. Precisamente en este espacio estaba la relativa libertad de Sofía y Alberto.
De nuevo Hilde tuvo la sensación de que Sofía y Alberto eran personas reales. Aunque el mar esté en calma total, no significa que no esté sucediendo algo en la profundidad, pensó.
¿Pero por qué lo pensó?
Por lo menos no era un pensamiento que se movía en la superficie.
En el colegio todo el mundo felicitó a Sofía.
En cuanto hubo escuchado los últimos «feliz verano» del profesor, Sofía se fue corriendo a casa. Jorunn intentó retenerla, pero Sofía le dijo que tenía cosas que hacer.
En el buzón encontró dos postales del Líbano. En ambas postales ponía «HAPPY BIRTHDAY — 15 YEARS». Eran de esas tarjetas que se compran para los cumpleaños.
Una de las dos iba dirigida a «Hilde Møller Knag c/o Sofía Amundsen... ». Pero la otra tarjeta era para la propia Sofía. Ambas llevaban el matasellos del Batallón de las Naciones Unidas del 15 de junio.
Sofía leyó primero la tarjeta dirigida a ella:
Querida Sofía Amundsen. Hoy también tú te mereces una felicitación. Felicidades, Sofía. Y gracias por todo lo que has hecho por Hilde hasta ahora.
Atentamente Mayor Albert Knag.