El Mundo de Sofía (46 page)

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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

—Esto recuerda un poco la «regla de oro» que dice que debes hacer a los demás lo que quieres que los demás te hagan a ti.

—Sí, y es una norma formal que en el fondo abarca a todas las situaciones de elección ética. También puedes decir que la «regla de oro» expresa lo que Kant llama «ley moral».

—Pero todo son simplemente afirmaciones. Hume tenía razón en decir que no podemos probar con la razón lo que es bueno y lo que es malo.

—Según Kant, la ley moral es tan absoluta y de validez tan general como por ejemplo la ley de causalidad, que tampoco puede ser probada mediante la razón, y que sin embargo es totalmente ineludible. Nadie desea refutarla.

—Tengo la sensación de que en realidad estamos hablando de la conciencia. Porque todo el mundo tendrá una conciencia, ¿no?

—Sí. Cuando Kant describe la ley moral, es la conciencia del hombre lo que describe. No podemos probar lo que dice la conciencia, pero de todos modos lo sabemos.

—Algunas veces a lo mejor sólo soy buena con los demás porque me merece la pena. Puede ser una manera de hacerse popular, por ejemplo.

—Pero si compartes algo con los demás sólo con el fin de hacerte popular, entonces no actúas por respeto a la ley moral. A lo mejor actúas de acuerdo con ella, y eso está bien, pero para que algo pueda llamarse «acto moral», tiene que ser el resultado de una superación personal. Si haces algo sólo porque piensas que es tu obligación cumplir la ley moral, se puede hablar de un acto moral. Por eso la ética de Kant se suele denominar ética de obligación.

—Yo puedo sentir que es mi obligación recoger dinero para Cáritas y Manos Unidas.

—Sí, y lo decisivo es que lo harías porque opinas que es lo correcto. Aunque el dinero recogido desapareciera en el camino, o no llegara a alimentar a aquellos a los que estaba destinado, habrías cumplido con la ley moral. Habrías actuado con una actitud correcta, y según Kant es la actitud lo que es decisivo para poder determinar si se trata o no de un acto moral. No son las consecuencias del acto las que son decisivas. Por ello también llamamos a la ética de Kant ética de intención.

—¿Por qué era tan importante para él saber si actuabas respetando la ley moral? ¿Lo más importante no es que lo que hagamos sirva a los demás?

—Pues sí, Kant no estaría en desacuerdo con eso. Pero sólo cuando sabemos que actuamos respetando la ley moral actuamos en libertad.

—¿Sólo cumpliendo una ley actuamos en libertad? ¿No suena eso un poco extraño?

—Según Kant no lo es. Recordarás que tuvo que «postular» que el hombre tiene libre albedrío. Este es un punto importante, porque Kant también pensaba que todo sigue la ley causal. ¿Entonces cómo podemos tener libre albedrío?

—A mí no me lo preguntes.

—Kant divide al hombre en dos, y lo hace de una manera que recuerda a Descartes y al hombre como «ser doble» porque tiene a la vez un cuerpo y una razón. Como seres con sentidos estamos totalmente expuestos a las inquebrantables leyes causales, pensaba Kant. Nosotros no decidimos lo que percibimos, las percepciones nos llegan necesariamente y nos caracterizan, lo queramos o no. Pero los seres humanos no somos únicamente seres con sentidos, sino que también somos seres con razón.

—Explícate

—Como seres que percibimos pertenecemos plenamente a la naturaleza. Por lo tanto también estamos sometidos a la ley causal. Y en ese sentido no tenemos libre albedrío. Pero como seres de la razón formamos parte de lo que Kant llama «das Ding an sich», es decir del mundo tal como es en sí, independientemente de nuestras percepciones. Únicamente cuando cumplimos nuestra «razón práctica», que hace que podamos realizar elecciones morales, tenemos libre albedrío. Porque cuando nos doblegamos ante la ley moral somos nosotros mismos los que creamos la ley por la que nos guiamos.

—Sí, eso es de alguna manera verdad. Soy yo, o algo dentro de mí, la que dice que no debo comportarme mal con los demás.

—Cuando eliges no comportarte mal, aun cuando puedas perjudicar tus propios intereses, entonces actúas en libertad.

—Lo que está claro es que no se es libre ni independiente cuando uno simplemente se deja guiar por sus deseos

—Se puede uno volver «esclavo» de muchas cosas. Incluso de su propio egoísmo. Pues se requiere independencia y libertad para elevarse por encima de los deseos de uno.

—¿Y los animales, qué? Ellos sí siguen sus deseos y sus necesidades. ¿No tienen ninguna libertad para cumplir una ley moral?

—No. Precisamente esa libertad es la que nos convierte en seres humanos.

—Pues sí, ahora lo entiendo.

—Finalmente podemos mencionar que Kant logró sacar a la filosofía del embrollo en que se había metido en cuanto a la disputa entre racionalistas y empiristas. Con Kant muere por tanto una época de la historia de la filosofía. Él murió en 1804, justo cuando comienza a florecer la época llamada Romanticismo. En su tumba en Königsberg se puede leer una de sus más famosas citas. Hay dos cosas que llenan su mente cada vez de más admiración y respeto, pone, y es «el cielo estrellado encima de mí y la ley moral dentro de mí». Y continúa: «Son para mí pruebas de que hay un Dios por encima de mí y un Dios dentro de mi».

Alberto se echó hacia atrás en el sillón.

—Ya está —dijo—. Creo que hemos dicho lo más importante sobre Kant.

—Además son las cuatro y cuarto.

—Pero hay algo más, espera un momento, por favor.

—Nunca me voy de la clase hasta que el profesor ha dicho que ha acabado.

—¿Dije que Kant piensa que no tenemos ninguna libertad si sólo vivimos como seres perceptivos?

—Sí, dijiste algo por el estilo.

—Pero si nos dejamos guiar por la razón universal, entonces seremos libres e independientes. ¿También dije eso?

—Sí. ¿Por qué lo repites ahora?

Alberto se inclinó hacia Sofía mirándola a los ojos y susurró:

—No te dejes impresionar por todo lo que veas, Sofía.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Date la vuelta, hija mía.

—No te entiendo.

—Es corriente decir «Si no lo veo, no lo creo». Pero ni aun entonces deberás creerlo.

—Algo así me dijiste antes.

—Referente a Parménides, sí.

—Pero sigo sin entender lo que quieres decir.

—¡Vaya! Pues que estábamos sentados allí fuera en la escalera charlando. Y entonces un «monstruo marino» comenzó a moverse en el agua.

—¿Y eso no era extraño?

—En absoluto. Luego llega Caperucita Roja y llama a la puerta. «Estoy buscando la casa de mi abuelita.» Es una vergüenza, Sofía. No es más que el teatro puesto en escena por el mayor. Igual que los comunicados dentro de plátanos y tormentas imprudentes.

—Crees...

—Pero te dije que tengo un plan. Mientras sigamos nuestra propia razón él no logrará engañarnos. Entonces somos libres de algún modo. Porque, aunque él nos pueda hacer «percibir» muchas cosas, nada me va a sorprender. Si llega a oscurecer el cielo con elefantes voladores apenas haré un gesto con la boca. Pero siete más cinco son doce. Ése es un conocimiento que sobrevive a cualquier efecto de dibujos animados. La filosofía es lo contrario del cuento.

Sofía se quedó un instante mirándole asombrada.

—Ya te puedes marchar —dijo Alberto finalmente- Te convocaré a una nueva reunión sobre el Romanticismo. Vamos a hablar sobre Hegel y Kierkegaard. Pero sólo falta una semana para que el mayor aterrice en el aeropuerto de Kjevik. Antes de esa fecha tendremos que librarnos de su pegajosa imaginación. No digo nada más, Sofía. Pero debes saber que estoy trabajando en un maravilloso plan para los dos.

—Entonces me voy.

—Espera. Tal vez nos hemos olvidado de lo más importante.

—¿De qué?

—La canción de cumpleaños, Sofía. Hoy Hilde cumple quince años.

—Y yo también.

—Tú también, sí. Cantemos.

Se levantaron los dos y cantaron:

—¡Cumpleaños feliz! ¡Cumpleaños feliz! ¡Te deseamos todos, cumpleaños feliz!

Eran las cuatro y media. Sofía bajó corriendo al lago y cruzó remando hasta la otra orilla. Arrastró la barca hasta los juncos y comenzó a correr a través del bosque.

Ya en el sendero vio de repente moverse algo entre los troncos de los árboles. Se acordó de Caperucita Roja, que había ido sola por el bosque para visitar a su abuela, pero la figura que vio entre los árboles era mucho más pequeña.

Sofía se acercó. La figura no era más grande que una muñeca, era de color marrón, y llevaba un jersey rojo.

Sofía se quedó parada cuando se dio cuenta de que era un osito de peluche.

El que alguien se hubiera dejado un osito de peluche en el bosque no era en sí nada misterioso. Pero este osito estaba vivo, al menos estaba haciendo alguna cosa.

—¿Hola? —dijo Sofía.

El pequeño osito se giró bruscamente.

—Yo me llamo Winnie Pooh. Desgraciadamente me he perdido en este bosque en este día que, de otra manera, habría sido un día estupendo. A ti nunca te había visto antes.

—Quizás es que nunca he estado aquí antes dijo Sofía—. En ese caso puede que tú estés en tu Bosque de los Cien Metros.

—No, ese problema de matemáticas es demasiado difícil para mí. Recuerda que sólo soy un oso con poca razón.

—He oído hablar de ti.

—Serás tú a la que llaman Alicia. Christopher Robin me habló de ti. Bebiste tanto de una botella que te hiciste más y más pequeña. Pero luego bebiste de otra botella y entonces volviste a crecer. Hay que tener cuidado con lo que uno se mete en la boca. Yo una vez comí tanto que me quedé atascado en una madriguera de conejos.

—Yo no soy Alicia.

—No importa nada quiénes somos. Lo que importa es qué somos. Lo dice el Búho, y él tiene mucha razón. Siete más cuatro son doce, dijo una vez en un día de sol completamente normal. Mis amigos y yo nos sentimos muy avergonzados porque los números son muy difíciles de utilizar. Es mucho más fácil calcular el tiempo.

—Yo me llamo Sofía.

—Me alegro, Sofía. Supongo que debes de ser nueva en este bosque. Pero ahora me tengo que ir a buscar al Cerdito porque vamos a una fiesta en el jardín de la casa de otro amigo.

Le dijo adiós con una pata y Sofía descubrió que llevaba una notita en la otra.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó ella.

Winnie Pooh levantó la notita y dijo:

—Por culpa de esto me perdí.

—Pero si sólo es un papelito.

—No, no es en absoluto «sólo un papelito». Es una carta para la Hilde del Espejo.

—Ah bueno, entonces la puedo coger yo.

—¿Pero tú no eres la chica del espejo, no?

—No, pero...

—Una carta siempre debe entregarse a la persona en cuestión. Ayer mismo me lo tuvo que explicar Christopher Robin.

—Pero yo conozco a Hilde.

—No importa. Aunque conozcas muy bien a una persona no debes leer sus cartas.

—Quiero decir que se la puedo dar a Hilde.

—Ah, eso es otra cosa. Toma, Sofía. Si me libro de la carta, encontraré la casa del Cerdito. Para que tú encuentres a Hilde, primero tendrás que encontrar un gran espejo. Pero eso no te resultará fácil por aquí.

Y el osito le dio a Sofía el papelito que llevaba en la mano. A continuación comenzó a correr bosque adentro con sus patitas. Cuando hubo desaparecido, Sofía desdobló la nota y leyó su contenido:

Querida Hilde. Me parece vergonzoso que Alberto no contara a Sofía que Kant abogó por la creación de una «federación de los pueblos». En su escrito La paz perpetua escribió que todos los países deberían unirse en una «federación de los pueblos» que se ocuparía de conseguir una pacífica coexistencia entre las distintas naciones. Aproximadamente 125 años después de la publicación de este escrito en 1795, se creó la llamada «Sociedad de Naciones» tras la Primera Guerra Mundial. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la Sociedad de Naciones fue sustituida por las Naciones Unidas. Se podría decir que Kant es una especie de padrino de la idea de la ONU. Kant pensaba que la «razón práctica» de los hombres impone a los Estados que se salgan de ese «estado natural» que causa tantas guerras, y que creen un nuevo sistema de derecho internacional que las impida. Aunque el camino hasta la creación de una sociedad sea largo, es nuestra obligación trabajar a favor de un «generalizado y duradero seguro de paz». Para Kant la creación de una sociedad tal era una meta muy lejana, casi podríamos decir que era la máxima meta de la filosofía. Yo, por mi parte me encuentro en la actualidad en el Líbano.

Abrazos, papá.

Sofía se metió la notita en el bolsillo y continuó hacia casa. Contra estos encuentros en el bosque le había advertido Alberto. Pero ella tampoco podía dejar que el osito errara eternamente por el bosque buscando a la Hilde del espejo.

El Romanticismo

... el camino secreto va hacia dentro...

Hilde dejó caer la carpeta grande de anillas. Primero sobre sus rodillas y luego al suelo.

Ya había más luz en la habitación que cuando se acostó. Miró el reloj. Eran casi las tres. Se dio la vuelta en la cama para dormir. En el momento de dormirse pensó en por qué su padre había escrito sobre Caperucita Roja y Winnie Pooh...

Durmió hasta las once del día siguiente. Le parecía que había estado soñando intensamente toda la noche, pero era incapaz de acordarse de lo que había soñado. Tenía la sensación de haber estado en una realidad completamente diferente.

Bajó a la cocina y se hizo el desayuno. Su madre se había puesto el mono azul. Iba a bajar a la caseta a arreglar el barco un poco. Aunque no le diera tiempo de llevarlo al agua, al menos debería estar listo para cuando el padre de Hilde volviera del Líbano.

—¿Bajas a echarme una mano?

—Primero tengo que leer un poco más. Luego puedo bajar té y bocadillos, si quieres.

Después de desayunar, Hilde volvió a subir a su habitación, hizo su cama y se puso cómoda con la carpeta de anillas sobre las rodillas.

Sofía se metió por el seto y de nuevo se encontró en ese gran jardín que una vez había comparado con el jardín del Edén...

Ahora se dio cuenta de que había hojas y ramas sueltas por todas partes tras la tormenta de la noche anterior.

Tenía la sensación de que existía una relación entre la tormenta y las ramas sueltas, por un lado, y el encuentro con Caperucita Roja y Winnie Pooh por el otro.

Se fue al balancín y lo limpió de agujas de pino y ramas Menos mal que tenía cojines de plástico, porque así no hacia falta meterlos en casa cada vez que caía un chaparrón.

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