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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

El Mundo de Sofía (65 page)

—Por favor, déjalo ya. ¿No era un conejo blanco?

—¡Basta!

La conversación entre madre e hija no dio más de si, antes de que tuvieran que bajarse en Camino del Trébol. Allí se encontraron con una manifestación.

—¡Qué fastidio! —exclamó Helene Amundsen. Creía que por lo menos en este barrio nos libraríamos del parlamento callejero».

No había más que diez o doce personas. En las pancartas ponía: «PRONTO LLECARÁ EL MAYOR», «SÍ A LA RICA COMIDA EN SAN JUAN» y «MÁS PODER PARA LAS NACIONES UNIDAS».

A Sofía casi le daba pena su madre.

—No te preocupes por ellos, mamá —dijo.

—Pero qué manifestación tan rara, ¿no, Sofía? Casi un poco absurda.

—No es nada.

—El mundo cambia cada vez más deprisa. En realidad, ni siquiera me sorprende.

—Por lo menos deberla sorprenderte el hecho de que no te sorprenda.

—En absoluto. Siempre que no sean violentos. Espero que no hayan pisado los rosales. No veo la necesidad de hacer una manifestación en un jardín.

—Ha sido una manifestación filosófica, mamá. Los filósofos auténticos no pisan los rosales.

—¿Sabes una cosa, Sofía? No sé si creo en los filósofos auténticos. En nuestros días casi todo es sintético.

Pasaron la tarde haciendo preparativos. A la mañana siguiente, decoraron la mesa y el jardín. Luego llegó Jorunn.

—¡Madre mía! Mis padres vendrán con los otros. Es culpa tuya que vengan, Sofía.

Media hora antes de llegar los invitados, todo estaba preparado. Los árboles del jardín estaban decorados con confetis y farolillos japoneses. Habían metido cables alargadores por una ventana del sótano. La verja, los árboles de la entrada y la fachada de la casa estaban decorados con globos. Sofía y Jorunn habían estado toda la tarde soplando para hincharlos.

En la mesa había pollo y ensaladas, panecillos y pan trenzado. En la cocina había bollos, rosquillas y tartas de nata y chocolate, pero en medio de la mesa ya habían colocado un gran pastel de veinticuatro anillas. En lo alto del pastel su madre había colocado la figurita de una muchacha vestida para la confirmación. La madre habla dicho que la figura no tenía por qué representar a una muchacha de confirmación, pero Sofía estaba convencida de que la habla colocado sólo porqué ella había dicho, en alguna ocasión, que no sabia si se iba a confirmar o no. Para su madre era como si con ese pastel y con esa fiesta estuvieran celebrando la confirmación de Sofía.

—Esta vez no hemos escatimado en nada —dijo varias veces durante la última media hora antes de llegar los invitados.

Llegaron los invitados. Primero llegaron tres de las chicas de la clase, con blusas veraniegas, faldas largas, chaquetas de punto y un poco de rimel. Un poco más tarde aparecieron por allí Jorgen y Lasse. Entraron por la puerta del jardín con una mezcla de timidez y arrogancia típica de los chicos de su edad.

—¡Felicidades!

—Por fin, tú también te has hecho mayor.

Sofía se dio cuenta de que Jorunn y Jorgen ya se estaban mirando disimuladamente. Había algo en el aire. Y además era San Juan.

Todo el mundo traía regalos, y como se trataba de una fiesta filosófica, varios de los invitados habían intentado averiguar lo que era la filosofía. Aunque no todos habían conseguido encontrar regalos filosóficos, la mayoría de ellos se había esforzado en escribir algo filosófico en la tarjeta. Le regalaron un diccionario de filosofía y un diario con llave en el que ponía: «MIS ANOTACIONES FILOSÓFICAS PERSONALES».

Conforme iban llegando los invitados, la madre de Sofía les servia sidra en copas altas de vino blanco.

—Bienvenido... ¿Cómo se llama este joven?... A ti no te conozco... Cuánto me alegro de verte, Cecilie.

Cuando todos los jóvenes habían llegado y estaban bajo los árboles frutales con sus copas, el Mercedes blanco de los padres de Jorunn aparcó delante de la casa. El asesor fiscal vestía un correcto traje gris de irreprochable corte. La señora llevaba un traje pantalón rojo con lentejuelas de color rojo oscuro. Sofía habría jurado que la señora había entrado en una tienda de juguetes a comprar una muñeca Barbie que llevara ese traje pantalón. Luego le había dado la muñeca a un sastre, encargándole que le hiciera uno idéntico. También podría ser que el asesor fiscal hubiese comprado la muñeca y que se la hubiese entregado a un mago para que la convirtiera en una mujer de carne y hueso. Pero esta posibilidad era tan improbable que Sofía la rechazó.

Bajaron del Mercedes y, al entrar en el jardín, los jóvenes se quedaron mudos de asombro. El asesor fiscal en persona, de parte de toda la familia Ingebrigtsen, entregó a Sofía un paquete largo y estrecho. Sofía intentó no perder los estribos cuando resultó ser una... si eso... una muñeca Barbie.

—¿Estáis tontos o qué? ¡Sofía ya no juega con muñecas!

La señora Ingebrigtsen acudió en seguida, haciendo tintinear las lentejuelas.

—Es para que la tenga de adorno, claro está.

—Bueno, muchas gracias —dijo Sofía intentando suavizar la situación.

La gente empezaba a circular alrededor de la mesa.

—Entonces ya sólo falta Alberto —dijo la madre de Sofía en un tono ligeramente excitado, intentando ocultar su preocupación. Ya entre los demás invitados había corrido el rumor sobre ese invitado tan especial.

—Ha prometido venir, y vendrá.

—Entonces no nos podemos sentar antes de que venga, ¿no?

—Si, sentémonos.

Helene Amundsen se puso a colocar a los invitados alrededor de la larga mesa, cuidando de que quedara una silla libre entre ella y Sofía. Hizo algún comentario sobre lo que iban a comer, sobre el tiempo, y sobre el hecho de que Sofía era ya una mujer adulta.

Llevaban ya media hora en la mesa cuando un hombre de mediana edad, con perilla y boina, llegó andando por el Camino del Trébol. Traía un gran ramo con quince rosas rojas.

—¡Alberto!

Sofía se levantó de la mesa y fue a recibirle. Le dio un fuerte abrazo y cogió el ramo. Él contestó a la bienvenida hurgando en los bolsillos de su chaqueta, de donde sacó un par de grandes petardos a los que prendió fuego y lanzó al aire. Luego se colocó en el sitio libre entre Sofía y su madre.

—¡Felicidades de todo corazón! —dijo.

El grupo estaba atónito. La señora Ingebrigtsen lanzó una elocuente mirada a su marido. La madre de Sofía, por el contrario, experimentó tal alivio al ver que el hombre había venido, que podría perdonarle cualquier cosa. La homenajeada tuvo que reprimir la risa que le estaba haciendo cosquillas en la tripa.

Helene Amundsen pidió la palabra y dijo:

—Doy la bienvenida también a Alberto Knox a esta fiesta filosófica. Él no es mi nuevo amante; aunque mi marido esté siempre viajando no tengo ningún amante. Este extraño señor es el nuevo profesor de filosofía de Sofía. Además de saber lanzar petardos, sabe muchas más cosas. Este hombre es capaz de sacar un conejo vivo de un sombrero negro de copa. ¿O era una corneja, Sofía?

—Gracias, muchas gracias —dijo Alberto, y se sentó.

—¡Salud! —dijo Sofía, y todos levantaron sus copas con coca-cola.

Estuvieron sentados comiendo durante mucho tiempo. De pronto Jorunn se levantó de la mesa, se acercó con paso decidido a Jorgen y le dio un sonoro beso en la boca, a lo que él respondió intentando tumbarla sobre la mesa para poder agarrarla mejor y devolverle el beso.

—Creo que voy a desmayarme —exclamó la señora Ingebrigtsen.

—En la mesa no, hijos míos —fue el único comentario de la señora Amundsen.

—¿Por qué no? —preguntó Alberto volviéndose hacia ella.

—¡Qué pregunta tan extraña!

—Para un auténtico filósofo nunca está de más preguntar.

Y entonces, algunos de los chicos que no habían recibido ningún beso empezaron a tirar huesos de pollo al tejado. Esto también provocó un comentario de la madre de Sofía:

—No hagáis eso, por favor. Resulta muy molesto tener huesos de pollo en los canalones.

—Pedimos disculpas —dijo uno de los chicos. Y comenzaron a tirar los huesos de pollo al otro lado de la verja.

—Creo que ha llegado la hora de recoger los platos y sacar el postre —dijo finalmente la señora Amundsen—. ¿Cuántos quieren café?

Los señores Ingebrigtsen, Alberto y otros dos invitados levantaron la mano.

—Sofía y Jorunn, ¿queréis ayudarme?

En el camino hacia la cocina, las dos amigas pudieron charlar un poco.

—¿Por qué le besaste?

—Estaba mirando su boca, y de repente me entraron muchas ganas de besarle. No pude resistirme.

—¿A qué te supo?

—Un poco distinto de lo que me había imaginado, pero...

—¿Era la primera vez?

—Pero no será la última.

En seguida estuvieron sobre la mesa el café y las tartas. Alberto había empezado a repartir petardos entre los chicos, pero la madre de Sofía pidió la palabra otra vez.

—No haré un gran discurso —dijo—. Pero sólo tengo una hija, y ha pasado exactamente una semana y un día desde que cumplió quince años. Como podéis ver, no hemos escatimado en nada. En el pastel hay veinticuatro anillas, así que por lo menos hay una anilla para cada uno. Los que se sirvan primero, pueden coger dos anillas, porque empezamos desde arriba, y las anillas se hacen cada vez más grandes. Lo mismo pasa con nuestras vidas. Cuando Sofía era pequeña, daba pasitos en redondo en círculos pequeños y modestos. Pero con los años, los círculos han ido ensanchándose cada vez más. Ahora van desde casa hasta el casco viejo y luego vuelven otra vez a casa. Y como además tiene un padre que viaja mucho, ella llama por teléfono a todo el mundo. ¡Felicidades, Sofía!

—¡Qué delicia! —exclamó la señora Ingebrigtsen.

Sofía no sabía si se refería a la madre, al discurso en si, al pastel de anillas o a la propia Sofía.

El grupo aplaudía, y un chico lanzó un petardo a un peral. Jorunn se levantó de la mesa e intentó levantar a Jorgen de su silla. Él se dejó llevar, se tumbaron en la hierba y siguieron besándose. Al cabo de un rato, rodaron por el suelo bajo unos groselleros.

—Hoy en día son las chicas las que llevan la iniciativa —dijo el asesor fiscal.

Dicho esto, se levantó de la mesa y se fue hacia los groselleros, donde se quedó para estudiar el fenómeno de cerca.

Todos los invitados siguieron su ejemplo. Sólo Sofía y Alberto se quedaron sentados en sus sitios. Pronto los invitados estaban formando un semicírculo alrededor de Jorunn y Jorgen, que ya habían abandonado los inocentes besos, para pasar a una forma más descarada de caricias.

—No hay manera de pararlos —dijo la señora Ingebrigtsen, no sin cierto orgullo.

—Cierto —dijo su marido—. Las generaciones siguen a las generaciones.

Miró a su alrededor para ver si sus acertadas palabras habían sido bien recibidas. Como sólo se encontró con cabezas mudas, añadió:

—¡Qué remedio!

Desde lejos, Sofía vio que Jorgen intentaba desabrochar la blusa de Jorunn, que ya estaba bastante manchada de hierba. Ella estaba manoseando el cinturón de él.

—A ver si os vais a acatarrar —dijo la señora Ingebrigtsen.

Sofía miró abatida a Alberto.

—Esto avanza más deprisa de lo que yo había pensado —dijo él—. Tenemos que marcharnos de aquí; pero antes, quiero decir algunas palabras.

Sofía comenzó a dar palmas.

—¿Queréis volver a sentaros? Alberto va a decir algo.

Todos, menos Jorunn y Jorgen, se acercaron a la mesa y se sentaron.

—¿Nos va a hablar? —dijo Helene Amundsen—. ¡Qué amable!

—Gracias a usted.

—Y luego le encanta pasear, ¿verdad que si? Dicen que es muy importante mantenerse en forma. Resulta muy simpático, en mi opinión, llevarse al perro de paseo. Se llama Hermes, ¿no?

Alberto se levantó y pidió la palabra.

—Querida Sofía —dijo—, creo recordar que ésta es una fiesta filosófica y, por lo tanto, voy a dar un discurso filosófico.

Y fue interrumpido por un aplauso.

—En esta desenfrenada fiesta no vendría mal un poco de razón. Pero no nos olvidemos de felicitar a la anfitriona, que ha cumplido quince años.

Aún no había acabado la frase, cuando se oyó el ruido de un avión que se estaba acercando. Pronto se encontraba volando muy bajo sobre el jardín. El avión llevaba una especie de bandera muy larga en la que ponía: «¡Felicidades en tu decimoquinto cumpleaños!»

Más aplausos y más fuertes.

—Ya veis —exclamó la señora Amundsen—. Este hombre sabe otras cosas aparte de lanzar petardos.

—Gracias, no ha sido nada. Durante las últimas semanas, Sofía y yo hemos realizado una investigación filosófica de gran envergadura. Deseo aquí y ahora exponer los resultados a los que hemos llegado. Vamos a desvelar los secretos más íntimos de la existencia.

De pronto se hizo tal silencio que se oía el canto de los pájaros. También se oían sonoros besos que venían de los groselleros.

—¡Continúa! —dijo Sofía!

—Tras profundas indagaciones, que han abarcado desde los primeros filósofos griegos hasta hoy, nos hemos encontrado con que vivimos nuestras vidas en la conciencia de un mayor. Este señor presta en la actualidad sus servicios como observador de las Naciones Unidas en el Líbano, pero también ha escrito un libro a su hija, que vive en Lillesand. Ella se llama Hilde Møller Knag y cumplió quince años el mismo día que Sofía. El libro, que trata sobre todos nosotros, estaba encima de su mesilla cuando ella se despertó temprano en la mañana del día 15 de junio. En realidad se trata de una carpeta de anillas. Y justo en este momento está notando que las últimas hojas le hacen cosquillas en los dedos.

Una especie de nerviosismo había comenzado a extenderse alrededor de la mesa.

—Nuestra existencia no es ni más ni menos que una especie de entretenimiento para el cumpleaños de Hilde Møller Knag. Porque todos hemos sido creados por la imaginación del mayor, sirviéndole como una especie de fondo para la enseñanza filosófica que ha recibido su hija. Esto quiere decir, por ejemplo, que el Mercedes blanco que hay en la puerta no vale un céntimo. No es nada. No vale más que todos esos Mercedes blancos que ruedan y ruedan por la cabeza de un pobre mayor de las Naciones Unidas, que en este momento acaba de sentarse a la sombra de una palmera, con el fin de evitar una insolación. Hace mucho calor en el Líbano, amigos míos.

—¡Tonterías —exclamó el asesor fiscal—. No son más que disparates.

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