El libro de Alfred Borden contenía una larga sección sobre trucos de cartas, y en otra describía trucos con cigarrillos y monedas. Cada sección estaba acompañada de dibujos explicativos e instrucciones. Al final del libro había un capítulo sobre trucos pensados para ser realizados sobre un escenario, con muchas ilustraciones de cajas con compartimentos secretos, otras con botones falsos, mesas con mecanismos de elevación ocultos detrás de cortinas, y otros artefactos. Eché un vistazo por algunas de estas páginas.
La primera mitad del libro no estaba ilustrada, pero contenía una larga descripción de la vida del autor y de su actitud ante la magia. Comenzaba con las siguientes palabras:
«Escribo en el año 1901.
»Mi nombre, mi verdadero nombre, es Alfred Borden. La historia de mi vida es la historia de los secretos con los que he vivido. Están descritos en esta narración por primera y última vez; ésta es la única copia existente.
»Nací en 1856 en el octavo día del mes de mayo, en la ciudad costera de Hastings.
Fui un niño saludable y vigoroso. Mi padre era un comerciante de ese municipio, un eximio carretero y tonelero. Nuestra casa…»
Enseguida imaginé al escritor de este libro acomodándose para comenzar sus memorias. Por ninguna razón en particular lo visualicé como un hombre alto, de cabellos oscuros, con rasgos duros y barba, un poco encorvado, llevando pequeñas gafas para leer, trabajando en un oasis de luz arrojada por una lámpara solitaria situada cerca de su codo. Imaginé el resto de la casa en un silencio deferencial, dejando al maestro en paz mientras escribía. La realidad era sin duda distinta, pero es difícil deshacerse de los estereotipos de nuestros antepasados.
Me pregunté qué relación tendría Alfred Borden conmigo. Si la línea de ascendencia era directa, en otras palabras, si no era un primo o un tío, entonces sería mi tatarabuelo. Si nació en 1856, rondaría los 45 años cuando escribió el libro; parecía más bien entonces que no se trataba del padre de mi padre, sino de una generación anterior.
La introducción estaba escrita con el mismo estilo que el texto principal, con variadas y largas explicaciones acerca del origen del libro, que parecía estar basado en el cuaderno de anotaciones privado de Borden, el cual no estaba pensado para ser publicado. Colderdale había ampliado y aclarado considerablemente la narración, y agregado las descripciones de muchos de los trucos. No había ninguna información biográfica adicional sobre Borden, pero seguramente encontraría alguna si leía el libro entero.
No veía de qué modo el libro iba a decirme nada acerca de mi hermano, y seguía siendo el único interés que yo sentía por mi familia biológica.
En aquel momento mi teléfono móvil comenzó a sonar. Contesté rápidamente, sabedor de que los otros pasajeros del tren pueden irritarse con estas cosas. Era Sonja, la secretaria de mi editor, Len Wickham. De inmediato sospeché que Len le había pedido que me llamara, para asegurarse de que estaba en el tren.
—Andy, ha habido un cambio de planes con respecto al coche —dijo—. Eric Lambert tuvo que llevarlo para que le repararan los frenos, y está en un garaje.
Me dio la dirección. Únicamente la disponibilidad de aquel coche en Sheffeld, un Ford con varios kilómetros encima, conocido por sus frecuentes averías, me había impedido venir en mi propio coche. Len no autorizaría los gastos si había un auto de la empresa disponible.
—¿Dijo algo más el jefe? —pregunté.
—¿Como qué?
—¿Sigo con esta historia?
—Sí.
—¿Llegó algo más de las agencias?
—Nos llegó una confirmación por fax de la Prisión Estatal de California. Franklin todavía está preso.
—Muy bien.
Colgamos. Aún con el teléfono en la mano marqué el número de mis padres, y hablé con mi padre. Le dije que estaba camino a Sheffeld, que conduciría desde allí hasta Peak District y que si les parecía bien (por supuesto que sí) podría ir a pasar la noche. Mi padre pareció alegrarse. Él y Jilian todavía vivían en Wilmslow, Cheshire, y en ese momento que yo trabajaba en Londres no iría a verlos muy frecuentemente.
Le dije que había recibido el libro.
—¿Tienes idea de por qué te lo han enviado a ti? —preguntó.
—Ni la más mínima.
—¿Lo leerás?
—No es mi estilo. Algún día lo miraré.
—Noté que fue escrito por alguien llamado Borden.
—Sí. ¿Ella dijo algo sobre eso?
—No, creo que no.
Después de colgar, metí el libro en mi maletín y me dispuse a mirar la campiña por la ventana del tren. El cielo estaba gris, y las gotas de lluvia surcaban el cristal; tenía que concentrarme en el incidente que me habían enviado a investigar. Yo trabajaba para el
Chronicle
, concretamente como un escritor de temas generales, cargo que parecía más importante de lo que era en realidad. Papá era también periodista, y había trabajado anteriormente para el
Evening Post
de Manchester, un periódico del mismo grupo que el
Chronicle
. Era una cuestión de orgullo para él que yo hubiera conseguido el puesto, a pesar de que siempre sospeché que había movido algunos hilos para mí. No soy un periodista desenvuelto, y en el programa de formación que he estado siguiendo no me ha ido bien. Una de mis grandes preocupaciones a largo plazo es que algún día tendré que explicarle a mi padre por qué renuncié a lo que él considera como un puesto de prestigio en el mejor periódico británico.
Mientras tanto, sigo adelante de mala gana. Cubrir el incidente por el que estaba viajando fue en parte consecuencia de otra historia que había entregado unos meses antes, acerca de un grupo de entusiastas de los ovnis. Desde entonces Len Wickham, mi editor supervisor, me encargaba cualquier historia relacionada con aquelarres de brujas, levitación, combustiones espontáneas y demás temas alternativos. Tal y como ya había descubierto, en la mayoría de los casos, una vez que me adentraba bien en estos temas, no había generalmente mucho que decir, y muy pocas de las historias que entregué fueron editadas. Aun así, Wickham continuaba enviándome a cubrirlas.
Aquella vez hubo una vuelta de tuerca. Con cierta complacencia, Wickham me informó de que alguien de la secta había telefoneado para preguntar si el
Chronicle
planeaba cubrir la historia, y si así era habían pedido que fuera yo en persona.
Habían visto algunos de mis artículos anteriores, pensaban que yo mostraba el grado correcto de honesto escepticismo, y por lo tanto se podía confiar en que escribiría un artículo sincero. A pesar de esto, o tal vez debido a esto, todo indicaba que resultaría ser otra birria.
Una secta religiosa californiana llamada Iglesia Extasiada de Jesús había establecido una comunidad en una gran casa de campo de un pueblo de Derbyshire. Una mujer miembro de esta comunidad había muerto por causas naturales hacía unos días. Su médico de cabecera estaba presente, al igual que su hija. Mientras yacía paralizada, al borde de la muerte, un hombre entró en la habitación. Se quedó de pie junto a la cama e hizo ciertos gestos tranquilizadores con sus manos. La mujer murió poco después, y el hombre abandonó la habitación inmediatamente sin hablarles a los otros dos. No se le volvió a ver. Fue reconocido por la hija de la mujer y por dos miembros de la secta, que habían entrado en la habitación mientras él estaba allí, como el fundador de la secta. Éste era el Padre Franklin, y la secta había surgido a su alrededor debido a su conocida habilidad para estar en dos lugares al mismo tiempo.
El incidente fue digno de noticia por dos razones. Era la primera vez que Franklin estaba en dos lugares al mismo tiempo, en presencia de personas que no eran miembros de la secta, una de las cuales resultaba ser un médico profesional, conocido en la zona. Y la otra razón era que el paradero de Franklin en el día en cuestión se podía establecer con seguridad: era un preso de la Prisión Estatal de California, y tal como Sonja me lo había confirmado por teléfono, aún estaba allí.
La comunidad se estableció en las afueras del pueblo de Peak District en Caldlow, antiguamente un centro minero, cuyo ingreso actual más importante procedía de los excursionistas. En el centro del pueblo había una tienda del National Trust
[1]
, un club de senderismo de ponis, varias tiendas de regalos y un hotel. Mientras conducía por el pueblo, una fría llovizna caía sobre el valle, oscureciendo las colinas rocosas que se erigían a cada lado.
Me detuve en el pueblo para tomar una taza de té y tal vez hablar con alguien del lugar sobre la Iglesia Extasiada. Sin embargo, a no ser por mí el café habría estado vacío, y la mujer que trabajaba detrás de la barra me dijo que venía diariamente desde Chesterfeld.
Mientras estaba allí sentado, pensando en la posibilidad de almorzar antes de seguir, de improviso mi hermano hizo contacto conmigo. Fue una sensación tan distinta, tan urgente, que giré la cabeza sorprendido, y por un momento pensé que alguien en el café se había dirigido a mí. Cerré los ojos, bajé la cabeza y me quedé escuchando.
Ni una palabra. Nada explícito. Nada que pudiera contestar o escribir, ni siquiera algo que pudiera poner en palabras. Parecía sentir esperanza, felicidad, excitación, placer, ánimo.
Intenté responder: «¿Para qué es esto? ¿Por qué una bienvenida? ¿Para qué me das ánimos? ¿Tiene algo que ver con esta comunidad religiosa?».
Esperé, sabiendo que estas experiencias nunca toman la forma de un diálogo y que, por lo tanto, formular preguntas no iba a darme ningún tipo de respuesta. Aun así, esperaba que me llegara otra señal de su parte. Intenté alcanzarlo mentalmente, por si su contacto conmigo era una forma de impulsarme a comunicarme con él, pero en este sentido no pude percibir nada de su parte.
Mi expresión debía de traslucir mi agitación interior, porque la mujer que estaba detrás de la barra me miraba fijamente con curiosidad. Terminé el resto de mi té, devolví la taza y el platillo a la barra, sonreí atentamente y salí disparado hacía el coche. Mientras me sentaba y cerraba la puerta, me llegó un segundo mensaje de mi hermano. Era igual que el primero, un claro deseo de que yo llegara, de que estuviera allí con él. Todavía era imposible ponerlo en palabras.
La entrada de la Iglesia Extasiada era un empinado camino que salía de la carretera principal, pero cercado por un par de portones de hierro forjado y una torre de entrada. Había un segundo portón a un lado, también cerrado, con un cartel que decía «Privado». Las dos entradas formaban un espacio adicional; aparqué mi coche allí y fui caminando hacia la torre de entrada. Dentro del porche de madera había un moderno timbre contra la pared, y debajo de él la siguiente nota impresa en láser:
LA EXTASIADA IGLESIA DE JESÚS LE DA LA BIENVENIDA
NO SE RECIBEN VISITAS SIN CITA PREVIA
PARA ENTREVISTAS LLAMAR A CALDLOW 393960
VENDEDORES Y OTROS PRESIONEN EL TIMBRE DOS VECES
JESÚS TE AMA
Toqué el timbre dos veces, sin escuchar ningún efecto. Había algunos folletos en un buzón semiabierto, y debajo de él una caja de metal con candado, con una moneda encajada en el borde superior, atornillada firmemente a la pared. Cogí un folleto, deslicé una moneda de cincuenta peniques dentro de la caja, luego regresé al coche y descansé la espalda contra un lado del auto mientras lo leía. La primera página era una breve historia de la secta, y llevaba una foto del Padre Franklin. Las otras tres páginas contenían una selección de citas bíblicas.
Cuando volví a mirar hacia los portones descubrí que empezaban a abrirse silenciosamente de forma automática, accionados a distancia, así que entré en el coche y subí por el empinado camino de gravilla. Éste hacía una curva no muy pronunciada a medida que ascendía por la colina, con un verde campo emergiendo a un lado. Había árboles ornamentales y arbustos plantados que se espaciaban bajo el velo de la llovizna. En el lado más bajo había grandes matas de rododendros de hojas oscuras. Por el espejo retrovisor vi cómo se cerraban los portones detrás de mí al alejarme de ellos. Pronto apareció ante mis ojos la casa principal: era un enorme y poco atractivo edificio de cuatro o cinco pisos, con techos de color negro pizarra y sólidas paredes hechas de piedra y de sombríos ladrillos marrón oscuro. Las ventanas eran altas y estrechas, y reflejaban claramente el cielo lluvioso. El lugar me produjo una sensación fría y sombría, pero a pesar de esto, mientras conducía hacia el aparcamiento, sentí la presencia de mi hermano en mí otra vez, alentándome.
Vi un cartel que indicaba «Visitas por aquí», y seguí por un camino de gravilla que había contra el muro principal de la casa, esquivando el goteo de la hiedra cada vez más abundante. Empujé una puerta y entré en un angosto pasillo, que olía a polvo y madera vieja, y me recordaba al pasillo de la escuela primaria a la que fui. Este edificio producía la misma sensación institucional, pero al contrario que mi escuela, estaba inmerso en el silencio.
Llegué a una puerta con un letrero que ponía «Recepción», y llamé. Al no obtener respuesta, asomé la cabeza por la puerta, pero el lugar estaba vacío. Había dos escritorios de metal que parecían antiguos, y sobre uno de ellos había un ordenador.
Oí unos pasos y volví al pasillo; unos minutos después apareció una delgada mujer de mediana edad al pie de las escaleras. Llevaba varias carpetas de archivos.
Sus pies hacían un ruido fuerte sobre las desnudas escaleras de madera, y al verme allí me miró inquisitivamente.
—Busco a la señora Holloway —dije—. ¿Es usted?
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
No había rastros del acento americano que podía esperarse. —Mi nombre es Andrew Westley, y soy del
Chronicle
. —Le mostré mi carnet de prensa, pero apenas lo miró—. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre el Padre Franklin.
—En este momento el Padre Franklin está en California.
—Eso creo, pero aquel incidente la semana pasada…
—¿A cuál se refiere? —dijo la señora Holloway.
—Tengo entendido que el Padre Franklin fue visto por aquí.
Movió su cabeza lentamente. Estaba de pie, de espaldas a la puerta que daba a su oficina. —Creo que está usted cometiendo un error, señor Westley.
—¿Vio usted al Padre Franklin cuando estuvo aquí? —pregunté.
—No lo vi. Ni él estuvo aquí. —Me estaba dando evasivas, lo cual era totalmente inesperado—. ¿Ha hablado con nuestra oficina de prensa?