—¿Están aquí?
—Tenemos una oficina en Londres en la que se concretan todas las entrevistas de prensa.
—A mí me enviaron aquí.
—¿Nuestro encargado de prensa?
—No… tengo entendido que se envió una solicitud al
Chronicle
, después de que el Padre Franklin hiciera una aparición. ¿Niega usted que esto haya sucedido?
—¿Se refiere al envío de la solicitud? Aquí nadie ha estado en contacto con su periódico. Si se refiere a si niego la aparición del Padre Franklin, la respuesta es sí.
Nos miramos fijamente el uno al otro. Me debatía entre la irritación que me producía la mujer y la frustración que sentía conmigo mismo. Cuando estas situaciones no se desarrollaban con naturalidad, le echaba la culpa a mi falta de experiencia y de motivación. Los otros reporteros del diario parecían saber cómo manejar a personas como la señora Holloway.
—¿Puedo ver al responsable? —le pregunté.
—Yo soy la encargada de administración. Todos los demás están a cargo de la enseñanza.
Estaba a punto de rendirme, pero dije:
—¿Le suena mi nombre?
—¿Acaso debería?
—Alguien preguntó directamente por mí.
—Eso debió de ser de la oficina de prensa, no de aquí.
—Aguarde un momento —dije.
Fui hasta el coche para buscar las notas que me había entregado Wickham el día anterior. La señora Holloway estaba todavía al pie de las escaleras cuando regresé, pero había dejado sus archivos en otro lado.
Me puse a su lado cuando llegué a la hoja que le habían enviado a Wickham. Era un fax. Decía: «Para el señor L. Wickham, Editor,
Chronicle
. Los detalles escritos solicitados son los siguientes: Iglesia Extasiada de Jesús, Caldlow, Derbyshire, casi un kilómetro al norte del pueblo de Caldlow, sobre la autopista A623. Aparcamiento en la entrada principal o en el parque. La señora Holloway, administradora, le dará información a su reportero, el señor Andrew Westley. K. Angier».
—Esto no tiene nada que ver con nosotros —afirmó la señora Holloway—. Lo siento.
—¿Quién es K. Angier? —pregunté—. ¿Señor? ¿Señora?
—
Ella
es la residente del ala privada en el lado este del edificio, y no tiene conexión alguna con la Iglesia. Gracias.
Había puesto su mano en mi codo y me conducía amablemente hasta la puerta. Me indicó que la continuación del camino de gravilla me llevaría a un portal, donde encontraría la entrada del ala privada.
—Siento el malentendido —dije—. No sé cómo ha sucedido.
—Si desea más información sobre la Iglesia, le agradecería que hablara con nuestra oficina de prensa. Ésa es su función, ¿sabe?
—Sí, muy bien. —Llovía con más fuerza que antes, y no había traído ninguna chaqueta. Dije—: ¿Puedo preguntarle sólo una cosa? ¿No hay nadie aquí en este momento?
—Sí, tenemos asistencia completa. Hay más de doscientas personas preparándose esta semana.
—Parece que el lugar esté vacío.
—Somos un grupo cuyo éxtasis es silencioso. Soy la única persona a la que se le permite hablar durante el día. Que tenga un buen día.
Se metió en el edificio y cerró la puerta detrás de ella.
Decidí llamar a la oficina, pues estaba claro que la historia que había venido a cubrir ya no existía. De pie bajo la hiedra que goteaba, mirando la densa llovizna que invadía el valle, llamé a la línea directa de Len Wickham, con un mal presentimiento.
Tardó un rato en contestar. Le dije lo que había ocurrido.
—¿Ya has visto al informante? —preguntó—. Alguien llamado Angier.
—Ahora estoy justo frente a su casa —dije, y le expliqué cuál era la situación según mi parecer—. No creo que sea una historia. Pienso que simplemente es una disputa entre vecinos. Ya sabes, quejándose por una cosa u otra. —Pero no por el ruido, pensé apenas terminé de hablar.
Hubo un largo silencio.
Luego Len Wickham dijo: —Ve a ver al vecino, y si hay algo, llámame de nuevo. Si no, vuelve esta tarde a Londres.
—Es viernes —dije—. Pensaba visitar a mis padres esta noche.
Wickham me contestó colgando el teléfono.
En la entrada principal del ala me recibió una mujer entrada en años, a quien llamé «Señora Angier». Sin embargo, ella apenas prestó atención a mi nombre, y se limitó a mirar atentamente mi carnet de prensa. Luego me llevó a una habitación contigua y me pidió que esperara. El aspecto señorial de la sala, sencilla pero vistosamente amueblada con alfombras hindúes, sillas antiguas y una mesa impecable, me hizo sentir desaliñado con mi traje arrugado y empapado. Después de aproximadamente cinco minutos la mujer regresó, y pronunció unas palabras que me produjeron escalofríos.
—Lady Katherine lo verá ahora —dijo.
Me condujo subiendo las escaleras hacia una amplia y agradable sala de estar, desde donde podía verse el fondo del valle y la alta y rocosa escarpa en el horizonte, en aquel momento apenas visible.
Había una joven de pie frente a la chimenea, donde ardían unos leños, y extendió su mano para saludarme mientras me acercaba a ella. Estaba desconcertado ante la inesperada noticia de que estaba visitando a un miembro de la aristocracia, aunque sus modales eran cordiales. Me sorprendieron, favorablemente, varios rasgos de su apariencia física. Era alta, de cabellos oscuros, tenía un rostro amplio y las mandíbulas marcadas. Su cabello estaba arreglado de manera tal que suavizaba los rasgos más duros de su rostro. Sus ojos eran grandes. Tenía una expresión nerviosa, como si estuviera preocupada por lo que yo pudiera decir o pensar.
Me saludó formalmente, pero en cuanto la otra mujer dejó el salón su comportamiento cambió. Se presentó como Kate, no Katherine, Angier, y me dijo que no le diera importancia al título ya que ella misma no lo utilizaba muy a menudo. Me pidió que le confirmara que yo era Andrew Westley. Le dije que así era.
—Supongo que ha estado en la parte principal de la casa.
—¿En la Iglesia Extasiada? Apenas crucé la puerta.
—Creo que eso fue culpa mía. Les advertí que podía venir, pero a la señora Holloway no le hizo mucha gracia.
—Supongo que fue usted quien envió el mensaje a mi periódico.
—Quería conocerle.
—Eso me imaginé. ¿Cómo es que sabe usted de mí?
—Pensaba decírselo. Pero todavía no he almorzado. ¿Y usted?
Le dije que me había detenido antes en el pueblo, pero que por lo demás no había comido nada desde el desayuno. La seguí hacia la planta baja, donde la mujer que me había abierto la puerta, a quien Lady Katherine llamó señora Makin, estaba preparando un ligero almuerzo de viandas y queso, con ensalada. Mientras nos sentábamos, le pregunté a Kate Angier por qué me había hecho venir desde Londres para lo que ahora parecía una tontería.
—No creo que sea así —dijo.
—Tengo que entregar una historia esta tarde.
—Bueno, tal vez eso sea difícil. ¿Come carne, señor Westley?
Me pasó el plato de viandas. Mientras comíamos, mantuvimos una conversación muy cortés, durante la cual me hizo preguntas acerca del periódico, de mi carrera, de dónde vivía, etcétera. Todavía era consciente de su título, y me sentía cohibido a causa de ello, pero a medida que hablábamos me sentía más cómodo. Tenía un semblante vacilante, casi nervioso, y frecuentemente apartaba la vista a un lado y volvía a mirarme mientras yo hablaba. Supuse que no se debía a una falta de interés en mis palabras, sino que era algo natural en ella. Me di cuenta, por ejemplo, de que sus manos temblaban cuando se estiraba para alcanzar algo en la mesa. Cuando finalmente sentí que había llegado el momento de preguntarle acerca de ella, me dijo que la casa en la que estábamos había pertenecido a su familia durante más de trescientos años. La mayor parte del valle pertenecía al Estado, y algunas granjas estaban alquiladas. Su padre era conde, pero vivía en el extranjero. Su madre estaba muerta, y su otro único familiar cercano, una hermana mayor, estaba casada y vivía en Bristol con su esposo y sus hijos.
La casa había sido un hogar familiar, con servidumbre, hasta el comienzo de la segunda guerra mundial, cuando el Ministerio de Defensa había requisado una gran parte del edificio con el fin de utilizarlo de cuartel general para la Base de Comando de las fuerzas aéreas británicas. A estas alturas su familia ya se había mudado al ala este, que de todas maneras siempre había sido la parte favorita de la casa. Cuando las fuerzas aéreas británicas se retiraron, después de la guerra, la casa fue tomada por la Diputación del Condado de Derbyshire para sus oficinas, y los actuales inquilinos (ésas fueron sus palabras) llegaron en 1980. Dijo que sus padres habían estado preocupados al principio ante la perspectiva de que una secta religiosa estadounidense se mudara allí, debido a los rumores que se oían acerca de este tipo de personas, pero en aquel momento la familia necesitaba el dinero y les había venido bien. La Iglesia profesaba sus enseñanzas en silencio, los miembros eran educados y de trato muy agradable, y en aquella época ni ella ni la gente del pueblo se preocuparon por lo que hacían o dejaban de hacer.
En aquel instante de la conversación ya habíamos terminado de almorzar, y la señora Makin nos había traído algo de café.
—¿Debo pensar que la historia que me trajo hasta aquí, acerca de un cura con la facultad de estar en dos lugares al mismo tiempo, es falsa? —pregunté.
—Sí y no. El culto no esconde el hecho de que basa sus enseñanzas en las palabras de su líder. El Padre Franklin tiene un estigma, y se supone que posee la habilidad de estar en dos lugares a la vez, pero nunca lo habían presenciado testigos independientes, o al menos no en circunstancias controladas.
—¿Pero fue real?
—No estoy segura. Esta vez había un médico de la localidad involucrado, y por alguna razón dijo algo a un periódico sensacionalista, que publicó una versión resumida de la historia. Escuché algo sobre ella cuando estaba en el pueblo el otro día, pero no veo cómo podría haber sido verdad: su líder está preso en Estados Unidos, ¿no es así?
—Si el incidente ocurrió realmente, entonces eso lo haría más interesante.
—Es más probable que sea un fraude. ¿Cómo sabe el doctor Ellis el aspecto que tiene este hombre, por ejemplo? Solamente hay, por lo tanto, la palabra de uno de los miembros.
—Usted hizo que pareciera una historia verdadera.
—Le dije que quería verle. Y el hecho de que ese hombre pueda estar en dos lugares al mismo tiempo es demasiado bueno para ser verdad.
Se rió como se ríe la gente cuando dice algo y espera que los demás lo encuentren divertido. No tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando.
—¿No podría haber simplemente telefoneado al periódico? —dije—. ¿O escribirme una carta?
—Sí, hubiera podido…, pero no estaba segura de que fuera quien yo creía. Quería verle antes.
—No entiendo por qué pensó que un fanático religioso con el don de la ubicuidad podría tener algo que ver conmigo.
—Fue sólo una coincidencia. Ya sabe, la controversia que provoca el ilusionismo, y todo eso. —De nuevo, me miró expectante.
—¿Quién pensaba que era?
—El hijo de Clive Borden. ¿No es así?
Intentó sostenerme la mirada, pero la suya, irresistiblemente, se apartó otra vez. Se produjo una cierta tensión entre nosotros, originada únicamente por su forma de actuar, nerviosa y evasiva. Los restos del almuerzo aún estaban sobre la mesa.
—Un hombre llamado Clive Borden es mi padre biológico —dije—. Pero fui adoptado cuando tenía tres años.
—Bueno. No me equivoqué contigo. Ya nos habíamos visto una vez, hace muchos años, cuando los dos éramos niños. Tu nombre era Nicky en aquel entonces.
—No lo recuerdo —dije—. Debía de ser muy pequeño. ¿Dónde fue?
—Aquí, en esta casa. ¿Realmente no te acuerdas?
—En absoluto.
—¿Tienes algún otro recuerdo de cuando tenías esa edad? —me preguntó.
—Sólo fragmentos. Pero ninguno sobre este lugar. Es la clase de casa que impresionaría a un niño, ¿no es así?
—Está bien. No eres el primero que dice eso. Mi hermana… odia esta casa, y estaba ansiosa por mudarse. —Estiró la mano para alcanzar una pequeña campanilla que estaba detrás de ella sobre una barra, y la hizo sonar dos veces—. Suelo tomar un trago después del almuerzo. ¿Te apetecería acompañarme?
—Sí, gracias.
Enseguida apareció la señora Makin, y lady Katherine se puso de pie.
—El señor Westley y yo estaremos en el salón esta tarde, señora Makin.
Mientras subíamos las amplias escaleras sentí el impulso de escapar de ella, de alejarme de esta casa. Sabía más sobre mí que yo mismo, aunque se trataba de una parte de mi vida que no me interesaba. Obviamente, aquel día tenía que convertirme nuevamente en un Borden, tanto si quería hacerlo como si no. Primero el libro escrito por él, ahora esto. Estaba todo conectado, pero sentía que sus intrigas no eran las mías. ¿Por qué debería importarme el hombre, la familia, que me había dado la espalda?
Me condujo a la habitación donde la había visto por primera vez, y cerró la puerta con decisión detrás de nosotros, casi como si ella hubiera sentido mi deseo de escapar, y quisiera detenerme todo lo que pudiera. Habían colocado una bandeja de plata con unas cuantas botellas, vasos y un cubo de hielo sobre una mesa baja entre algunas sillas de apariencia muy cómoda y un largo sofá. Uno de los vasos ya tenía un trago largo, seguramente preparado por la señora Makin. Kate dijo que podía sentarme, y luego preguntó:
—¿Qué quieres beber?
En realidad hubiera querido un vaso de cerveza, pero la bandeja únicamente contenía bebidas blancas. Dije:
—Tomaré lo mismo que tú.
—Es whisky de centeno americano con gaseosa. ¿Tú también quieres eso?
Dije que sí, y miré cómo lo mezclaba. Cuando se sentó sobre el sofá lo hizo sobre sus piernas, y acto seguido se tomó casi medio vaso de whisky de un trago.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —me preguntó.
—Tal vez sólo lo que dure este trago.
—Quiero hablarte de muchas cosas. Y preguntar muchas otras.
—¿Por qué?
—Por lo que sucedió cuando éramos pequeños.
—No creo poder serte de mucha ayuda —dije.
Ahora que no estaba moviéndose tan nerviosamente como antes, empezaba a verla con objetividad, como a una mujer muy atractiva, más o menos de mi edad.