Evidentemente le gustaba beber, y estaba acostumbrada a ello. Sólo eso hizo que me sintiera en territorio familiar; yo pasaba la mayoría de los fines de semana bebiendo con mis amigos. Sus ojos seguían desconcertándome, ya que me miraba, desviaba la mirada y luego volvía a mirarme, haciéndome sentir como si hubiera alguien detrás de mí, moviéndose por el salón donde yo no podía verlo.
—Una respuesta de tan sólo una palabra puede ahorrar mucho tiempo —dijo.
—Está bien.
—¿Tienes un hermano gemelo idéntico? ¿O tuviste uno que murió cuando eras muy joven?
No pude evitar una reacción de temor y sorpresa. Dejé mi vaso, para no derramar todo su contenido, y limpié el líquido que había salpicado sobre mis piernas.
—¿Por qué preguntas eso? —dije.
—¿Lo tienes? ¿Lo tuviste?
—No lo sé. Creo que sí, pero nunca pude encontrarlo. Quiero decir…, no estoy seguro.
—Creo que me has dado la respuesta que esperaba —dijo—. Pero no la que deseaba.
—Si esto tiene algo que ver con la familia Borden, también puedo decirte que no sé nada acerca de ellos —le dije—. ¿Te das cuenta de eso?
—Sí, pero tú
eres
un Borden.
—Lo era, pero no significa nada para mí. —De pronto tuve una visión de la familia de esta joven mujer, remontándose a más de trescientos años atrás en una ininterrumpida secuencia de generaciones: mismo nombre, misma casa, mismo todo. Mis propias raíces familiares se remontaban a cuando yo tenía tres años—. No creo que puedas darte cuenta de lo que significa ser adoptado. Era sólo un niño pequeño, casi un bebé, y mi padre me echó de su vida. Si me pasara el resto de mi vida sufriendo por eso, no tendría tiempo para nada más. Hace mucho que decidí olvidarlo porque tenía que hacerlo. Ahora tengo una nueva familia.
—Sin embargo, tu hermano todavía es un Borden.
Cada vez que ella mencionaba a mi hermano sentía una punzada de culpa, de preocupación y de curiosidad. Era como si lo usara a él para atacar mis defensas.
Durante toda mi vida la existencia de mi hermano había sido una certeza secreta, una parte de mí que mantenía completamente oculta al resto del mundo. Aun así, aquí estaba esta mujer extraña hablando de él como si lo conociera.
—¿Por qué te interesa tanto este asunto? —pregunté.
—Cuando por primera vez oíste hablar de mí, o viste mi nombre, ¿significó algo para ti?
—No.
—¿Has oído hablar alguna vez de Rupert Angier?
—No.
—¿O de
El gran Danton
, el ilusionista?
—No. Mi único interés en mi antigua familia radica en que, a través de ellos, tal vez algún día pueda rastrear a mi hermano gemelo.
Había estado bebiendo a sorbos rápidos de su vaso de whisky mientras hablábamos, hasta que quedó vacío. Se inclinó hacia adelante para preparar otro trago e intentó poner un poco más en mi vaso. Sabiendo que tendría que conducir más tarde, aparté mi vaso antes de que pudiera llenarlo del todo.
Entonces dijo:
—Creo que el destino de tu hermano está relacionado con algo que sucedió hace aproximadamente cien años. Uno de mis ancestros, Rupert Angier (dices que nunca escuchaste nada acerca de él, y no hay razón por la que podrías haberlo hecho), era un mago de escenario a fines del siglo pasado. Trabajaba con el nombre de
El gran
Danton
, porque en aquella época todos los magos utilizaban nombres artísticos grandiosos. Fue víctima de una serie de victoriosos ataques realizados por un hombre llamado Alfred Borden, tu bisabuelo, que también era un ilusionista. ¿No sabes nada acerca de esto?
—Sólo lo que dice el libro. Supongo que lo enviaste tú.
Asintió con la cabeza.
—Mantenían una disputa, y duró años. Se atacaban constantemente el uno al otro, generalmente interfriendo en la actuación del otro. La historia de su enfrentamiento está en el libro de Borden. Al menos, su versión de la historia. ¿Ya lo has leído?
—Llegó con el correo esta mañana. No he tenido la oportunidad…
—Pensé que te fascinaría saber lo que sucedió.
Estaba pensando, de nuevo: ¿por qué seguir con los Borden? Estaban ya muy lejos de mí, y yo sabía poco de ellos. Hablaba de algo que le interesaba a ella, no a mí.
Sentía ser amable, escuchar lo que decía, pero lo que ella nunca podía saber era la resistencia que había dentro de mí, el mecanismo de defensa inconsciente que un niño autogenera cuando ha sido rechazado. Para adaptarme a mi nueva familia, había tenido que deshacerme de todo lo que sabía de la vieja. ¿Cuántas veces tendría que repetirle esto para convencerla?
Dijo que quería mostrarme algo; dejó su vaso en la mesa y atravesó el salón hacia un escritorio que estaba contra la pared, justo detrás de donde yo estaba sentado. Al inclinarse para buscar algo en un cajón bajo, el escote de su vestido se abrió hacia adelante, y me atreví a mirar: un fino tirante blanco, parte de la copa de un sostén de encaje, y dentro, la curva superior del pecho. Tuvo que buscar dentro del cajón, lo que hizo que se girara para poder estirar el brazo, y vi las esbeltas curvas de su espalda, los tirantes nuevamente discernibles a través del fino material de su vestido, luego su pelo cayendo hacia adelante sobre su rostro. Intentaba despertar mi interés acerca de algo de lo cual yo nada sabía, y en cambio yo estaba examinándola crudamente, pensando distraído en cómo sería tener relaciones sexuales con ella.
Relaciones sexuales con una honorable dama; era la clase de chiste semigracioso que harían los periodistas en la oficina. Para bien o para mal ésa era mi propia vida, más interesante y problemática para mí que todo este asunto de antiguos magos.
Katherine me había preguntado en qué parte de Londres vivía, no con quién vivía en Londres, y por lo tanto yo no había dicho nada acerca de Zelda. La exquisita y enloquecedora Zelda, con el pelo corto y el pendiente en la nariz, las botas con tachuelas y un cuerpo de ensueño, que tres noches antes había dicho que quería tener una relación abierta y se fue a las once y media de la noche, llevándose muchos de mis libros y la mayoría de mis discos. No la había visto desde entonces y empezaba a preocuparme, a pesar de que no era la primera vez que hacía algo parecido. Quería hablarle a esta honorable dama de Zelda, no porque estuviera interesado en lo que ella pudiera decirme, sino porque Zelda era real para mí. ¿Cómo crees que podría recuperarla? O, ¿cómo me libro del trabajo en el periódico sin que parezca que rechazo a mi padre? O, ¿dónde voy a vivir si Zelda me abandona, ya que el apartamento es de sus padres? ¿De qué voy a vivir si no tengo un trabajo? Y si mi hermano es real, ¿dónde está y cómo lo encuentro?
Cualquiera de estas cosas me importaba más que la noticia de una vieja discusión entre bisabuelos de quienes nunca había oído hablar. Sin embargo, uno de ellos había escrito un libro. Tal vez era interesante averiguar algo sobre eso.
—Hace años que no los miro —dijo Kate, con una voz ligeramente apagada por el esfuerzo de buscar dentro del cajón. Había sacado algunos álbumes de fotos, y estaban apilados en el piso mientras intentaba llegar al fondo del cajón—. Aquí están.
Tenía una desordenada pila de papeles, aparentemente viejos y gastados, todos de diferentes tamaños. Los esparció en el sofá a su lado, y cogió su vaso antes de empezar a hojearlos.
—Mi bisabuelo era uno de esos hombres obsesivamente ordenados —dijo—. No solamente lo guardaba todo, sino que ponía etiquetas, hacía listas, tenía armarios específicos, destinados para guardar ciertas cosas. Cuando era niña, mis padres tenían un dicho: «Las cosas del abuelo». Nunca las tocamos, en realidad ni siquiera se nos permitía verlas. Pero Rosalie y yo no pudimos resistir la tentación de mirar parte de ellas. Cuando Rosalie se fue para casarse, y yo estaba aquí sola, finalmente lo revisé todo y lo descifré. Me las arreglé para vender algunos de los artefactos y los trajes, y obtuve buenos precios. Encontré estos carteles en la habitación que había sido su estudio.
Mientras hablaba, examinaba cuidadosamente los programas, y ahora me pasaba una hoja de papel frágil y amarillenta. Había sido doblada y redoblada varias veces, y los pliegues estaban gastados y casi separados. El programa era para el Teatro Empress en la calle Evering, en Stoke Newington. Había una lista de espectáculos y anunciaba un número limitado de actuaciones, por la tarde y por la noche, desde el 14 al 21 de abril. («Ver anuncios en el periódico para más detalles»). Al principio del programa, impreso en tinta roja, aparecía un tenor irlandés llamado
Dennis
O'Canaghan
(«Llénense el corazón con la alegría de Irlanda»). Otros actos incluían a
Las Hermanas McKee
(«Un trío de adorables
chanteuses
»), a
Sammy Renaldo
(«¿Muriéndose de risa, su alteza?»), y a
Robert y Roberta Franks
(«Recitación por excelencia»). A mitad del programa, señalado por Kate con pequeños golpecitos de su dedo índice mientras se inclinaba hacia mí, estaba
El gran Danton
(«El mejor ilusionista del mundo»).
—Esto fue antes de que realmente lo fuera —dijo—. Pasó la mayor parte de su vida sin dinero, y realmente se hizo famoso pocos años antes de morir. Este programa es de 1881, cuando todo empezaba a irle bastante bien.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté, indicando una columna de números cuidadosamente escritos en tinta sobre el margen del programa. Había más en el dorso.
—Ése es el sistema de archivo obsesivo de
El gran Danton
—dijo. Se levantó del sofá y se arrodilló informalmente sobre la alfombra junto a mi silla. Inclinándose hacia mí para poder ver el programa en mis manos, continuó—: No lo he descifrado todo, pero el primer número corresponde a la función. Existe un libro mayor en alguna parte, con una lista completa de todas las actuaciones que hizo. Debajo pone cuántas presentaciones realizó, y cuántas de ellas fueron funciones vespertinas y cuántas nocturnas. Los números siguientes son una lista de los trucos que hizo.
También tenía alrededor de una docena de cuadernos en su estudio con descripciones de todos los trucos que podía hacer. Todavía guardo algunos de los cuadernos por aquí, y probablemente podrías buscar algunos de los trucos que realizó en Stoke Newington. Pero es aún más complicado que eso, porque muchos de los trucos tienen pequeñas variaciones, y también las tiene todas con referencias.
Mira este número de aquí, «10g». Creo que eso fue lo que le pagaron: 10 guineas.
—¿Eso estaba bien?
—Si era por una noche, era brillante. Pero probablemente fuera por toda la semana, por lo tanto era simplemente lo normal. No creo que éste fuera un gran teatro.
Cogí la pila de los otros programas, y tal como Kate había dicho, cada uno tenía apuntados números de código similares.
—Todos sus artefactos estaban etiquetados de la misma manera —dijo—. ¡A veces me pregunto cómo encontraba tiempo para salir al mundo y ganarse la vida! Cuando estaba despejando el altillo, cada una de las piezas de equipamiento con las que me encontré tenía un número de identificación, y cada una tenía su lugar en un inmenso índice, todas con las referencias de los otros libros.
—Tal vez tenía a alguien que se lo hacía.
—No, siempre está escrito con la misma letra.
—¿Cuándo murió? —pregunté.
—En realidad, curiosamente, hay algunas dudas acerca de eso. Los periódicos dicen que murió en 1903, y apareció una nota necrológica en el
Times
, pero alguna gente del pueblo dice que todavía vivía aquí al año siguiente. Lo que me parece extraño es que encontré esa nota necrológica en el álbum de recortes que él tenía, y estaba pegado, etiquetado y con número de referencia, como todo lo demás.
—¿Por qué crees que la guardó?
—No lo sé. Alfred Borden habla acerca de esto en su libro. Allí fue donde me enteré de más detalles, y después de eso intenté averiguar qué había pasado entre ellos.
—¿Tienes más cosas suyas?
Mientras buscaba los álbumes de recortes, me serví otro trago de whisky americano, el cual nunca había probado antes y empezaba a darme cuenta de que me gustaba. También me gustaba tener a Kate allí en el suelo junto a mis piernas, volteando su cabeza hacia arriba para mirarme mientras hablaba, inclinándose hacia mí, permitiéndome echarle más miradas al escote, probablemente, bien consciente de ello. Era un poco desconcertante estar allí, sin entender del todo lo que estaba sucediendo: una conversación sobre magos, encuentros en la niñez, fuera del trabajo cuando no debería haberlo estado, y en lugar de conducir hasta la casa de mis padres para verlos, tal como lo había planeado.
En esa parte de mi mente ocupada por mi hermano, sentí una sensación de satisfacción, diferente de cualquier otra cosa que nunca antes había sentido viniendo de él. Me incitaba a quedarme.
Por la ventana se veía oscurecer el frío cielo de la tarde, y la lluvia de los Montes Peninos seguía cayendo. Una corriente de aire helado entraba persistentemente por las ventanas. Kate puso otro leño en el fuego.
Escribo en el año 1901.
Mi nombre, mi verdadero nombre, es Alfred Borden. La historia de mi vida es la historia de los secretos con los que he vivido. Están descritos en esta narración por primera y última vez; ésta es la única copia existente.
Nací en 1856 en el octavo día del mes de mayo, en la ciudad costera de Hastings.
Fui un niño saludable y vigoroso. Mi padre era un comerciante de ese municipio, un eximio carretero y tonelero. Nuestra casa, en el número 105 de la calle Manor, formaba parte de una extensa hilera de casas adosadas, construida a lo largo de la ladera de una de las varias colinas que constituyen Hastings. Detrás de la casa había un empinado y apartado valle donde pastaban ovejas y vacas durante los meses de verano, pero al frente se elevaba la colina, con muchas más casas, entre nosotros y el mar. Era en aquellas casas, y en las granjas y negocios del lugar, donde mi padre hacía sus negocios.
Nuestra casa era más grande y más alta que otras en nuestra calle, porque fue construida sobre el pórtico que daba al jardín y a los galpones que se encontraban detrás. Mi habitación daba a la calle lateral de la casa, justo sobre el pórtico, y debido a que únicamente las tablas de madera del suelo y algunos delgados listones de yeso se interponían entre yo y el aire libre, la habitación era ruidosa durante todo el año, y despiadadamente fría durante los meses de invierno. Fue en aquella habitación donde crecí lentamente y me convertí en el hombre que soy hoy.