El rebaño ciego (12 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Una luz parpadeó ante él. Se interrumpió, fue a cambiar la cinta, regresó a su asiento. Tras leer una vez más el editorial del Monitor que tanto le había ofendido —a su modo de ver, podía haber sido escrito por aquel fanático de Austin Train en persona—, afiló el dardo de su respuesta.

«Si los extremistas pudieran llevar adelante sus planes, deberíamos sentarnos y quedarnos sin hacer nada, resignados a ver morir a cuatro de cada cinco de nuestros hijos porque las raíces y las bayas que se hallaran al alcance de nuestras caminatas se habían helado.»

Escribir aquella carta era sólo un pasatiempo; no esperaba sacar nada en limpio de ella. La razón principal de su presencia allí era añadir algunos ladrillos más al monumental edificio de una obra personal a la que se dedicaba desde hacía años. Habiendo empezado como un pasatiempo, se había convertido en algo cercano a una obsesión, y constituido la razón principal por la que seguía trabajando en Angel City. La compañía disponía de gran cantidad de tiempo libre de ordenador; precisamente ahora, tenía más que nunca, a nivel nacional. En consecuencia, nadie objetaría a que él lo utilizara por las noches y los fines de semana. Había estado bien pagado durante la mayor parte de su vida y, gracias a sus gustos sencillos, ahora era rico. Pero alquilar el tiempo de ordenador que actualmente necesitaba en cualquier empresa especializada hubiera hecho que su fortuna no durara ni un mes.

Por supuesto, reembolsaba escrupulosamente a la compañía por los materiales que utilizaba, las cintas, el papel y la energía.

Su proyecto partía del hecho de que, siendo un hombre extremadamente racional, podía convertirse en una persona tan furiosa como el más convencido trainita cuando el fruto más espectacular de alguna prometedora nueva conquista humana se convertía en un desastre. Los ordenadores, sostenía, habían hecho posible que virtualmente cualquier nuevo avance pudiera ser estudiado por anticipado en las suficientes situaciones modelo como para permitir una explotación sobria y constructiva. Por supuesto, alquilarlos resultaba caro… pero no más que contratar abogados para defenderle a uno si resultaba acusado de infringir las leyes sobre el Medio Ambiente; o combatir una prohibición de la Food and Drug Administration; o enfrentarse a la demanda de algún desconocido que se sentía perjudicado y tenía a sus espaldas un importante grupo de presión. Y si uno añadía a todo eso el dinero gastado en vanos intentos de mantener las cosas estables por organizaciones tales como la Fundación de la Comunidad de la Tierra, el Auxilio Mundial, o el «Salvad el Mediterráneo», el coste total se hacía enorme. ¡Qué despilfarro!

Cuando, a los treinta y tres años, había abandonado su anterior carrera como consultor privado en investigación y desarrollo y había decidido convertirse en actuario, había esperado vagamente que una compañía de seguros, sintiéndose preocupada por los efectos de la imprevisión humana, creara un departamento especial para llevar adelante su proyecto y financiara el personal cualificado. Eso no había funcionado. La cosa tendría que seguir siendo trabajo de un solo hombre.

Así que quedaba todavía un largo, largo camino hasta su última meta: nada menos que un programa de simulación a escala mundial.

Pero era un hombre paciente, y la impresión que le habían producido catástrofes tales como la creación del desierto del Mekong, habían llevado cada vez más y más gente a la misma conclusión que él había alcanzado hacía tiempo. Fuera factible o no, era absolutamente
necesario
hacerlo.

Por supuesto, se hallaba en la misma situación que los predictores del tiempo ante los ordenadores, continuamente superados por nuevos datos que requerían un procesado lento y metódico. Pero ya había puesto a punto algunas técnicas de tanteo para tener automáticamente al día su programa, y en otros veinte años… Gozaba de buena salud, y cuidaba su dieta escrupulosamente.

Además, no perseguía una exactitud absoluta. Algo con una precisión semejante a la de las predicciones meteorológicas podía servirle admirablemente. Bastaba con que permitiera a los hombres que no eran ni temerarios ni cobardes controlar el progreso humano. (A menudo utilizaba esta expresión en sus conversaciones. Muchas de sus amistades lo consideraban como un hombre chapado a la antigua debido a ello).

«La próxima vez que alguien se queje de que el uso de los insecticidas ha dado como resultado un parásito de los huertos que se come sus magnolias, respóndanle recordándole que sin los progresos obtenidos en la dieta humana y que fueron posibles cuando los huertos resultaron limpiados de larvas lo más probable es que no hubiera actualmente ningún jardín en el que poder plantar magnolias.
Verb. sap.

Atentamente, etc.

T. M. Grey,

Doctor en Filosofía,

Profesor en Ciencias.

SEA LIMPIO

Una cosa que puede decir usted inmediatamente del propietario de un Hailey: siente un saludable respeto hacia los demás.

Un Haitey no ocupa más espacio del necesario en la carretera.

El ruido de un Hailey no es más que un suave zumbido.

Y deja el aire mucho más limpio que tos coches de gasolina.

Incluso aunque vayan provistos de filtros.

Así que el conductor de un Hailey puede acercarse lo suficiente a los demás como para ver sus sonrisas y oír sus murmullos de aprobación.

¿Hace lo mismo su coche en pro de las relaciones interpersonales?

ADELANTE, CAVE

La pala se clavó, alzó un montón de nieve… y no había ningún lugar donde dejarla excepto encima de más nieve.

Al menos, esta vez no había tropezado con ningún cadáver al clavarla.

A Pete Goddard le dolía todo. O mejor, lo que podía sentir de sí mismo le dolía. Había empezado en las plantas de sus pies cuando llevaba media hora en la nieve. Luego había ascendido por sus tobillos. Cuando el dolor alcanzó sus pantorrillas perdió contacto ya con sus pies. No hubiera podido asegurar que estaban aún dentro de sus botas.

También sus manos estaban sensibles, y podía asegurar que tenía ampollas pese a los guantes. Estaban a bajo siete grados, con un viento helado; le dolían los ojos, y si el lagrimeo que se le escapaba no hubiera sido salado seguro que se le hubiera congelado en sus mejillas.

Aquello era una anticipación del infierno. Potentes proyectores, duros como una maldición, habían sido izados sobre traicioneros montones de nieve, acoplados a generadores de emergencia cuyos lamentos, bajo la sobrecarga, llenaban el aire con un ruido como el rechinar de dientes. Y durante todo el tiempo se oían gritos: «¡Aquí, rápido!» Y cada grito significaba otra víctima, la mayor parte de las veces muerta, pero a veces con la columna vertebral rota, o una pierna, o la pelvis. La avalancha había actuado como una prensa. Había condensado los edificios más cercanos al monte Hawens a un estado parecido al aglomerado de madera: restos humanos, estructuras de madera, coches, equipo de deportes de invierno, alimentos, licores, muebles, alfombras, más restos humanos, habían sido entremezclados y comprimidos juntos hasta que ya no podían ser separados los unos de los otros, y luego toda la horrible masa había sido lanzada ladera abajo para transferir su impacto a lugares más alejados.

En aquel punto la nieve tenía aspecto rojizo. Siguió cavando, ahora con los dedos por temor a que su pala hiriera algo, y descubrió una pierna de buey.

—¡Hey! ¡Señor policía!

Una voz de chico. Por un instante tuvo la sensación de que estaba de pie sobre un niño enterrado, y se estremeció. Pero la llamada procedía de la superficie, lo suficientemente alta como para dominar el ruido de un helicóptero. Alzó la vista. Frente a él, en equilibrio sobre un trozo de pared rota, un muchachito de unos once o doce años, de enrojecidas mejillas, llevando unos pantalones oscuros de lana y una parca, le ofrecía un recipiente de hojalata que humeaba como un géiser.

—¿Le apetece un poco de sopa?

El estómago de Pete le recordó de pronto que estaba a punto de comer cuando se marchó de casa. Dejó su pala.

—Seguro que sí —aceptó. Aquél no era lugar para un niño, con todos los horrores que estaban a la vista, pero llevarle un poco de comida había sido una buena idea. Aquél parecía que iba a ser un trabajo largo. Tomó el recipiente y dio un sorbo, pero la sopa estaba más caliente de lo que había supuesto. El muchachito llevaba una gran jarra termo atada en bandolera. La eficiencia ante todo.

—¿Ha encontrado mucha gente muerta? —inquirió el muchacho.

—Unos cuantos —murmuró Pete.

—Nunca había visto a nadie muerto antes. Ahora habré visto quizá una docena.

Su tono era desapasionado, pero Pete estaba impresionado. Tras una pausa, dijo:

—Esto… supongo que tu madre sabe que estás aquí.

—Seguro, ésta es su sopa. Cuando oyó lo del accidente, puso una gran olla al fuego y nos dijo que nos abrigáramos bien y que viniéramos a ayudar.

Bien, de acuerdo; nadie tiene que decirle a los demás lo que es bueno o malo para sus hijos. Y aquél era un acto constructivo. Pete probó de nuevo la sopa, descubrió que se había enfriado rápidamente con el helado viento, y la tragó agradecido. Estaba deliciosa, con grandes trozos de vegetales y fuertes hierbas aromáticas.

—Estaba interesado en ver a la gente muerta —dijo de pronto el chico—. Mi padre resultó muerto el otro día.

Pete lo miró parpadeando.

—No mi auténtico padre. Yo lo llamaba así porque me adoptó. Y a mis dos hermanas. Salió en los periódicos, y hasta pusieron su foto en la tele.

—¿Qué es lo que pone tu mamá en esta sopa? —dijo Pete, pensando en derivar la conversación hacia otro tema menos macabro—. Está estupenda.

—Le diré lo que acaba de decir usted. Es como extracto de levadura, y vegetales, y… —el muchacho se alzó de hombros como un adulto— agua, hervido todo con mejorana y otras cosas… ¿Ha terminado?

—Todavía no.

—Sólo tengo este recipiente, ¿sabe?, de modo que cuando uno ha terminado tengo que lavarlo en la nieve para matar los gérmenes antes de dárselo a otro. —El tono del muchacho era virtuoso—. ¿De veras no vio usted la foto de mi padre en la tele?

—Oh… —la mente de Pete giró a toda máquina—. Bueno, no veo mucho la tele, ¿sabes? Estoy más bien cansado cuando termino mi trabajo.

—Sí, claro. Sólo pensaba que tal vez la hubiera visto. —Un asomo de tristeza tiñó sus palabras—. Lo noto a faltar mucho… ¿Ha terminado?

Pete acabó la sopa y le tendió el recipiente.

—Dile a tu mamá que hace una sopa estupenda, ¿de acuerdo? —dijo, y le dio una palmada al muchacho en el hombro. En lo más profundo de su mente estaba pensando en Jeannie; siendo como era mucho más baja que él, sus hijos, cuando los tuvieran, tendrían más o menos el mismo aspecto que ese chico. Si tan solo fueran igual de listos, igual de sanos…

—Seguro que lo haré —dijo el muchacho, y añadió, como si acabara de ocurrírsele—: Dígame, ¿necesita a alguien que le ayude aquí arriba? Es mucho trabajo para usted solo, ¿no cree?

—Bueno, tenemos que diseminarnos, porque hay muchos lugares donde cavar —dijo Pete. Nunca se sentía a gusto cuando hablaba con niños; de pequeño había tenido también problemas. Su padre no había muerto y salido en los periódicos, sino que simplemente había desaparecido.

—Bueno, es que somos muchos ahí abajo con las ambulancias.

—¿Sois?

—Por supuesto. Somos del wat trainita que dirigía mi padre antes de morir. Enviaré a alguien para que le ayude… Harry, quizá. Es grande. ¿Cuál es su nombre, para que sepa a quién tiene que dirigirse?

—Esto… soy Pete. Pete Goddard.

—Yo soy Rick Jones. De acuerdo, alguien vendrá antes de un minuto.

—¡Hey!

Pero el muchacho ya corría y saltaba entre los montículos de nieve. Pete recuperó su pala, alarmado. Aquella misma mañana, en el wat, había mantenido a sus ocupantes fuera en medio del frío mientras los detectives lo registraban todo en busca de droga. Tener a un compañero trainita con él…

Al infierno con ello. Lo que importaba era sacar de allí a los pobres bastardos que debía haber enterrados bajo aquel montón de mierda blanca.

Todo estaba bien. Harry no era uno de los que había mantenido fuera aquella mañana. No era mucho más fornido que Pete, pero estaba fresco. Apenas dijo algo más que hola antes de empezar a remover la nieve, y se concentraron en el trabajo hasta que descubrieron a su primera víctima: muerto, azulado por la cianosis y frío. Vinieron los camilleros, y un joven oficial de las Fuerzas Aéreas —habían llamado al ejército, por supuesto— tomó los datos identificadores del bolsillo del hombre. Era del lugar. Pete le había puesto una multa de aparcamiento en una ocasión. Uno de los camilleros llevaba una radio de transistores consigo, y mientras estaba al alcance de su oído pudo escuchar algo respecto a que Towerhill había sido declarada zona catastrófica.

—La primera de muchas —murmuró Harry.

—¿Qué?

—He dicho la primera de muchas. No crea que ésta va a ser la única avalancha que van a causas con sus asquerosos aviones supersónicos. Los suizos ya no les dejan sobrevolar su territorio entre octubre y mayo… con la amenaza de dispararles si lo hacen. Y los austriacos han hecho lo mismo.

Pete le tendió su pala a Harry.

—Sigamos cavando —suspiró.

Unos diez minutos más tarde se dieron cuenta de que estaban encima de una habitación derrumbada, si no todo un edificio. Un poco más arriba, una gruesa pared de piedra había absorbido lo peor del impacto de la avalancha, pero se había doblado sobre sus cimientos y retorcido en una línea irregular de fragmentos en precario equilibrio. Por ese motivo las vigas del techo se habían doblado, pero no habían llegado a caer, dejando un pequeño espacio libre en el cual…

—¡Cristo! —dijo Harry—. ¡Hay alguien vivo!

Algo se movía débilmente en la oscuridad. Una oscuridad blanca. La nieve había reventado una ventana y se había esparcido por el suelo.

—¡Ay-ay-ay! —el agudo llanto de un niño.

—¡Cuidado, idiota! —rugió Pete cuando Harry, tras arrojar su pala, iba a meterse directamente bajo las arqueadas vigas. Sujetó su brazo.

—¿Qué? ¡Es un chico! ¡Quite sus manos de…!

—¡Mire, mire, mire! —Y Pete señaló hacia el enorme saliente de temblorosa nieve que se había estrellado contra el muro de piedra como una congelada ola. Debido a lo que habían cavado pendía sobre el espacio donde el niño —niños, se dio cuenta, oyendo un segundo llanto distinto al primero—, en donde los niños estaban atrapados.

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